Capitulo 29: Secretos.
Gio no puede evitar sentirse molesto con la presencia de Alan. Desde el primer instante, algo en él despertó una profunda desconfianza que fue enraizándose con cada interacción.
Al principio, se mostró servicial, pero esa fachada pronto dio paso a un falso respeto cargado de nerviosismo. Sin embargo, con el transcurso de los días comenzó a desafiarlo con palabras llenas de dobles sentidos, lanzando provocaciones que encendían la furia de Gio. Con insinuaciones descaradas, Alan sugirió una relación cercana con Octavio, sembrando dudas y celos en su corazón. Ahora, esa ambigüedad lo enerva aún más, su actitud escurridiza e insolente imposible de decifrar.
Con la mirada oscurecida por la ira, lo agarra con fuerza. Sin piedad, estampa la cabeza del médico contra el mueble; el impacto resuena en la pequeña habitación. No obstante, esto no apaga la rabia que sigue ardiendo en su interior.
—Te lo advertí. Te dije que no te metieras en mi camino. Te di la oportunidad de ser cauteloso, pero preferiste ignorarme. Y mira dónde estamos ahora. ¿No vas a decir nada? ¡Qué raro…! Hoy parecías tener mucho para decir.
Alan, con la visión borrosa y el dolor palpitante en su cráneo, deja escapar una risa larga y seca.
—Cagón, atacándome por la espalda.
Gio levanta una ceja y una sonrisa irónica curva sus labios.
—Ah, perdón. Fue la emoción del momento. ¿Necesitas unos minutos? Puedo esperar tranquilamente.
El herido lo mira con desprecio.
—Ándate a la mierda.
—Bien. Te doy un minuto —responde al soltarlo y levantarse con una calma insultante. Se sacude la camisa, como si hubiera estado en contacto con algo sucio y luego lo observa con aires de superioridad—. Deberías hacer que alguien vea esa herida —añade, señalando su propia frente con un gesto casual—. Por acá hay un médico, aunque es mediocre. Si no querés que te quede una cicatriz, buscá a otro. El tipo ni siquiera sabe dar unos simples puntos.
Apoyado en el borde del mueble, Alan se reincorpora lentamente, su sonrisa torcida mezcla burla y un oscuro placer.
—¿En serio? Qué curioso... —su tono rebosa sarcasmo, como si el tema fuera un truco barato en un espectáculo—. El profesor considera a ese médico un verdadero experto. Lo ha atendido más veces de las que podés contar.
La sonrisa en los labios de Gio se borra de inmediato. Sus ojos se entrecierran, un mar de rabia y celos oscureciendo su expresión.
Sin embargo, el médico no le da ni un momento de respiro.
—¿Qué pasa? —pregunta, mientras se limpia la sangre que empieza a deslizarse por su frente—. No me digas que estás irritado por la atención especial que recibe... el profesor.
La palabra "atención" cae con la precisión de una cuchillada, desgarrando el corazón de Gio. Este no puede contenerse más; su voz baja y gélida corta el aire.
—Cerrá la boca.
—¿Por qué? ¿No viniste acá a buscarme para conversar? —se ríe, manteniendo los ojos fijos en el otro, desafiantes y cargados de malicia—. Pensé que ya lo sabías... el profesor y yo... tenemos nuestras pequeñas... consultas. Muy, muy íntimas…
Cada palabra es una gota de ácido, corroyendo la frágil paciencia del hombre. El efecto es inmediato: él se abalanza hacia el médico, sin embargo, Alan anticipa el ataque y contraataca con un golpe directo al rostro, pero Gio lo esquiva y descarga un puñetazo en su abdomen.
El aire se escapa de los pulmones de Alan en un jadeo estrangulado y su cuerpo colapsa contra el mueble una vez más. El dolor se propaga por su torso, con cada respiración convirtiéndose en agonía.
Gio se inclina hacia él, observando con una calma aterradora.
—Te advertí que te alejaras.
A pesar del sufrimiento que retuerce sus entrañas, Alan levanta la cabeza y una sonrisa amarga y desafiante se dibuja en sus labios manchados de sangre.
—¿Y qué harás si no? ¿Golpearme hasta matarme? Sos patético. No vas a ganar nada con eso. ¿De verdad pensás que le gustas? Imbécil... la única razón por la que te soporta es porque lo has forzado. Al menos conmigo... conmigo viene porque quiere.
La última frase azota como un látigo afilado, cortando y desmoronando cada pedazo de orgullo que Gio aún se aferra a mantener.
La rabia lo consume.
La visión se torna turbia.
Sin pensar, lo agarra de la bata de laboratorio. El puño cerrado resalta con las venas hinchadas. Con un grito que es más rugido que otra cosa, lo empuja contra la pared.
El impacto resuena en la pequeña habitación de suministros. Frascos de vidrio tintinean y se estrellan contra el suelo. Un par de bandejas metálicas resbalan de la repisa, estrellándose y dispersando agujas y jeringas por todas partes.
Gio lo tiene arrinconado, respirando de manera irregular y desesperada. Pero no es solo la furia lo que lo ciega. Es el pensamiento de que el profesor se hubiera revolcado con este tipo.
Recuerda esas marcas.
Las tres malditas marcas en el cuerpo de Octavio y lo que desencadenaron.
La primera en el omóplato, la segunda en la costilla, y la tercera... Solo rememorarlas le revuelve las entrañas.
El profesor ha sido tocado por esta persona, pero él nunca se atrevió a preguntar o buscar una explicación. De hecho, si hubiera preguntado, sabría la verdad.
O al menos entendería que Octavio no sabe nada de ello y que ciertamente, si lo razona por un momento, tres mas tres son seis y los lapsos de inconsciencia del profesor son demasiados. Cualquier persona con dobles intenciones y deseos reprimidos, podría hacer lo que quisiera con él, que no obtendría resistencia.
Sin embargo, en vez de ello, en un arrebato de celos, le infligió una tortura indescriptible. En ese momento, su cabeza y su corazón se fragmentaron, no pudo soportar la idea de compartirlo. Ya había pasado por ello una vez, dejando que aquella mujer detestable se uniera a Octavio. Esos sentimientos horribles de antaño se juntaron con los actuales y el resultado fue una violencia espantosa.
Atándolo como a un perro, humillándolo y reduciéndolo a la nada, es algo que nunca debió suceder. La mano herida de Octavio, con sus uñas enterrándose en su propio cuello para respirar, es algo que nunca debió suceder.
Nunca debió suceder…
Él había perdido la cabeza en un momento de desesperación, sintiendo que no le pertenecía, que cualquiera se lo arrebataría, nunca era su primer opción…
La mente de Gio se nubla más y más. El daño, el rencor, el amor, todo regresa a él, ensangrentando su cerebro, formando coágulos que asfixian sus neuronas.
En su rabia, sin pensarlo, su puño impacta contra el estómago de Alan, justo debajo de las costillas, en un ángulo que le corta la respiración.
—Te lo advierto —gruñe, empujándolo con más fuerza contra la pared—. Una palabra más, y te juro que no me voy a contener.
Pero el médico golpeado sin miedo a la muerte, no se rinde en su provocación.
—¿Contenerte? —su voz es un susurro entrecortado, pero la burla no desaparece—. ¿Sabés siquiera lo que es eso? Claro, claro. Seguro que sí. Por eso te lo agradezco. Gracias a tu “control” me he beneficiado. ¿O quién pensás que se encarga de curar todo ese cuerpo dañado?
Las palabras de Alan alimentan la furia de Gio, como leña al fuego. Siente cómo su cuerpo se tensa; frustración, dolor, odio y sentimientos puros no correspondidos se enredan en su mente arruinada.
Está al borde, a punto de perder el control, a punto de hacer algo que no le conviene.
Pero algo, tal vez un resquicio de razón o su propio sentimiento de culpa, lo detiene.
La habitación se cierra alrededor de él. Aunque lo tiene atrapado contra la pared, es Gio quien parece acorralado, preso en su propio infierno. El sudor le empapa la frente. Sus pensamientos giran en una vorágine de desesperación y auto-desprecio.
Alan, viendo la sombra de duda en los ojos del hombre, sonríe como un lobo que huele la sangre.
—¿Qué vas a hacer cuando Octavio se entere, eh? ¿Qué creés que va a pensar cuando sepa que por tu culpa sigue encerrado acá? ¿Que fuiste vos quien pidió esta investigación solo para mantenerlo cerca?
Gio siente cómo esas palabras le perforan el cráneo, desgarrando algo vital dentro de él. La habitación se tambalea y por un instante, todo gira en torno a una única verdad: Octavio… si Octavio escucha esto... ¿Cómo podría justificarse? ¿Explicarse? ¿Entendería?
Alan lo ve vacilar, nota cómo la fuerza en los brazos flaquea y no pierde tiempo. Como una serpiente, lanza un golpe certero que conecta con la mandíbula de Gio, un golpe seco que arranca al otro de su trance.
El hombre tambalea, el dolor estalla en su rostro y el médico lo empuja con fuerza, haciéndolo retroceder.
—¿Qué harás entonces? Maldito imbécil, ¿vas a llorar? ¿Vas a rogarle que te perdone? ¿Que entienda tu... "amor"?"
Alan exuda adrenalina por los poros, saboreando la satisfacción de haber doblegado a este animal. Como dos leones machos luchando por el trono. Se siente poderoso, jubiloso, embriagado de satisfacción. Hace tanto que espera este momento, aprovechar el gran secreto que Gio oculta, usarlo en su contra. Quiere ver a ese sujeto tan arrogante caer, morder el polvo y devorar su propia mierda. Se acerca a él y lo ataca de nuevo, esta vez en la boca del estómago.
El dolor reverbera a través del cuerpo de Gio, jadeando con cada respiración. Su torso se inclina hacia adelante producto del impacto.
El rostro del médico se contorsiona en una mueca retorcida; tan satisfecho, tan extasiado.
—¿Qué vas a hacer cuando descubra tu pequeño secretito, eh? —escupe con malicia, sus ojos brillando con un sadismo enfermizo—. ¿Qué vas a hacer cuando sepa que sabías lo que iba a pasar y no hiciste nada para evitarlo?
Se aproxima y arremete de nuevo. La risa de Alan resuena ridículamente cruel, un recordatorio constante de cuán patético se siente en este momento. Los puños sobre su carne reverberan en su mente, pero el dolor verdaderamente insoportable emana de las palabras de esta persona, de la cruda verdad que le escupe a la cara.
Octavio, su Octavio, jamás lo entenderá.
Lo odiará, lo despreciará… lo abandonará otra vez.
Su mente se sume en una oscuridad intermitente, donde la única imagen que puede ver es la del profesor mirándolo con repulsión, con asco, solo deseando su muerte.
Al mismo tiempo que Alan continúa golpeándolo y riéndose, Gio no puede evitar pensar que tal vez él tenga razón.
Que todo lo que ha hecho, al final, ha sido en vano. Que el profesor lo odiará eternamente. Que no habrá un momento en que le permita explicarse; ya ocurrió antes y ahora los hechos son aún peores. Y él, impotente, no puede hacer nada para evitar ese desenlace.
Sin embargo, ingenuamente, intenta aferrarse a una única esperanza. Es tan pequeña y absurda que resulta deprimente. «No, no es así; cuando sepa la verdad, lo comprenderá».
Aunque sabe que no es cierto, no puede permitirse pensar lo contrario. Se metió en esto por elección, consciente de las consecuencias y del único resultado que importa.
Sí, su amor puede ser oscuro y retorcido, pero eso no significa que sea malo, inferior o menos valioso.
Es real.
En algún momento, con el tiempo, Octavio lo entenderá.
Mientras Alan se prepara para asestar otro puñetazo, el otro reacciona por instinto. Levanta una mano y detiene el ataque en el aire.
Sus miradas se cruzan y con un gruñido, Gio escupe la sangre que llena su boca, manchando el suelo entre ellos. Luego gira el brazo del médico, torciéndolo en una llave que lo hace retroceder.
—No es tu asunto —masculla, su voz grave por la rabia.
Antes de que él pueda responder, el hombre lo empuja hacia atrás con fuerza, liberando el brazo solo para propinar un golpe rápido al abdomen, el mismo lugar donde antes había dirigido su furia.
Alan no es alguien que se rinda fácilmente.
Ignorando el dolor, responde con un movimiento dirigido al rostro de Gio, que este apenas logra esquivar, el impacto rozando su mejilla con suficiente fuerza para dejar un rastro de ardor.
Gio se aleja, vacilando brevemente, pero se lanza de nuevo con ferocidad. Esta vez, su puñetazo va directo al flanco de Alan, un impacto certero que lo hace estrellarse contra la mesa.
El médico, entre la dolencia y la aversión, se recompone y contraataca con un gancho a la mandíbula del otro.
El choque conecta, haciéndo trastabillar a Gio hacia atrás, pero no se detiene por esto. Con los dientes apretados, responde con un derechazo, su puño choca contra la cara de Alan con tal fuerza que le hace inclinar la cabeza. Sin darle respiro, lo agarra del cuello de la bata y lo impulsa contra la pared nuevamente. Sus ojos ardiendo con una ira intensa, como si pudiera con ellos quemarlo y hacerlo cenizas.
—Si vamos a hablar de secretos —dice, apretando su sujeción—, yo también conozco uno tuyo.
Las palabras de Gio penetran profundamente. Alan, jadeando, trata de liberarse del control del hombre, pero este lo sujeta con firmeza.
Con un último esfuerzo, el médico consigue liberar un brazo.
Aprovechando la brecha, Alan se escabulle de la presión y con un giro rápido, lanza un codazo a la cara de Gio. Este apenas puede levantar un brazo para desviar el golpe.
Los dos hombres se lanzan el uno contra el otro, entregando y recibiendo impactos por todas partes.
Es la lucha de dos machos orgullosos, midiendo quién cede primero. El aire está cargado de odio, resentimiento y hormonas masculinas. Si fueran bestias, se ahogarían con sus propias feromonas.
Gio, respirando con dificultad, finalmente empuja a Alan contra la mesa, inmovilizándolo con su peso.
—¿Qué te pensás, que sos el único con contactos? ¿El único que puede encontrar información? —dice entre dientes—. No me subestimes.
El médico, con el rostro ensangrentado y los ojos llenos de rabia, no responde.
Mientras ellos siguen forcejeando, con sus respiraciones entrecortadas y la posición complicada, de repente la puerta se abre de par en par.
—¡Basta! —grita Erick, apresurándose hacia ellos para intentar separarlos.
Gio no suelta a Alan de inmediato. En cambio, se inclina hacia él, sus labios rozando el oído de su oponente mientras susurra con veneno:
—No te sientas tan orgulloso de vos mismo. Porque si yo soy un perro, una escoria, ¿vos qué sos? ¿Trabajando para esta persona? Qué vergüenza debe sentir tu padre...
Las palabras de Gio perforan los tímpanos de Alan, haciéndolo tensarse con una mezcla de furia y humillación.
Antes de que pueda reaccionar, el hombre se aparta, dando un paso atrás con una expresión de desprecio.
Impulsado por la ira que hierve en su interior, el médico se lanza hacia adelante para atacarlo de nuevo, pero Erick se interpone entre ellos.
—¡Detente! —insiste Erick, sosteniéndolo con firmeza mientras Alan intenta liberarse.
Gio se sacude la ropa con desdén, como si quisiera quitarse la suciedad del contacto con esta persona. La sangre en su labio y el moretón que empieza a formarse en su rostro parecen insignificantes en comparación con el fuego frío que arde en sus ojos.
Luego, al acercarse a la puerta, se detiene y se vuelve hacia ellos.
—Trabajen solos y envíenme los informes de hoy —ordena, dirigiéndose a Erick sin mirar a Alan.
Sin esperar respuesta, el hombre sale de la habitación.
Finalmente, el silencio que queda es incómodo, pero en la mente de Alan, las palabras se repiten constantemente.
Le queda claro que ese bastardo es más peligroso de lo que esperaba.
≪•◦♥∘♥◦•≫
Poco después, en la habitación del segundo subsuelo, Octavio se encuentra suspendido en el frágil límite entre el sueño y la realidad, abrumado por el dolor, la culpa y la confusión.
Sus párpados se sienten pesados, pero con lentitud logra entreabrir los ojos.
Por un momento, el profesor no logra discernir su ubicación ni cómo llegó allí. Sin embargo, el ardor punzante en su garganta lo arrastra de vuelta a la realidad.
Las imágenes parpadean en su mente como un delirio febril: el sufrimiento, el calor opresivo, la sensación de que su cuerpo se desmorona bajo el peso de esa persona.
El espacio junto a él en la cama está desierto; el frío de las sábanas arrugadas es el único vestigio de una presencia reciente. Con esfuerzo, gira la cabeza, su cuello quejándose con cada movimiento. Sus ojos, nublados por el dolor, buscan a alguien… Y entonces, lo ve.
Gio está de pie en la entrada de la habitación, su rostro, normalmente arrogante, está ahora manchado de sangre y marcado por golpes recientes. Respira con dificultad, sus hombros rígidos y las manos colgando inertes a los lados.
El sonido que ha despertado al profesor es simplemente el del hombre entrando en la habitación.
Octavio queda paralizado, sus ojos fijos en Gio mientras su mente vacila entre la incredulidad y el desconcierto.
¿Quién pudo haber causado esto? ¿Y por qué?
Intenta hablar, pero el dolor en su garganta se interpone como una barrera impenetrable. Ningún sonido emerge de su boca, solo murmullos ahogados que se disipan en el aire.
Cada esfuerzo para comunicarse hace que su cabeza gire, el ardor de las convulsiones recientes y el golpe psicológico previo lo han dejado expuesto, vulnerable.
Desafortunadamente, las preguntas quedan atrapadas en su interior, susurrando en el vacío sin hallar salida.
Gio avanza despacio, sus pasos silenciosos.
Octavio, por reflejo, intenta mover el cuerpo unos centímetros, su esfuerzo es inútil, su cuerpo se siente pesado y debilitado.
Los ojos oscuros y profundos del hombre se clavan en los temerosos del profesor.
Las palabras de Alan resuenan en su mente.
“…la única razón por la que te soporta es porque lo has forzado…”
¿Esto es verdad?
Al pensar en ello, su estómago se revuelca con una angustia insoportable. Una sensación nauseabunda que parece querer devorarlo por completo. Se detiene al borde de la cama, su presencia imponente acentuada por la sangre en su rostro. Inclina lentamente la cabeza, sus pestañas bajan aún más despacio y lo observa en silencio.
Gio eleva la mano, deseando acariciar a Octavio. Pero su mano queda suspendida en el aire, detenida por la visión del rostro del profesor. Los labios hinchados, apenas capaces de moverse intentan hablar, pero no sale sonido.
¿Qué quieres decirme? ¿Que me vaya? ¿Que me aleje?
No necesita una respuesta. Desliza la mirada hacia abajo; la piel erizada y el cuello vendado, lleno de marcas, son una afirmación suficiente.
Levanta la vista y se ve reflejado en los ojos aterrorizados del profesor.
Retrae la mano, notando el rojo de sus palmas y los nudillos en carne viva.
¡Qué imbécil!
Gio observa su propia imagen distorsionada: una figura oscura, cubierta de sangre y marcada por la violencia. La visión de sí mismo, refractada en los ojos de Octavio, lo confronta brutalmente con la realidad.
Sí, es una bestia.
Sí, es un animal.
Sí, es un enfermo.
Lo comprendió hace mucho tiempo. Esas palabras se las repitieron tantas veces que terminaron por incrustarse en su ser.
Las asumió como propias, sin resistencia.
A veces, una leve incomodidad surgía en su interior, pero se desvanecía tan rápidamente como aparecía.
Es lo que es.
Así ha sido y así será siempre.
Pero incluso los monstruos sienten.
Él siente.
Miedo, dolor... y lo que los humanos llaman amor. Quizás lo experimenta de una manera distinta, más cruda, más visceral.
Su esencia es primitiva, una intensidad salvaje, indomable.
Como un animal, es territorial.
Protege lo que considera suyo con fiereza, siempre alerta, siempre listo para atacar. Su lealtad es absoluta, inquebrantable.
Para él, el humano que ha escogido puede hacer de él lo que desee: un arma, un escudo, incluso un tapete. No importa, mientras pueda estar a su lado, lo seguirá donde sea, aunque la indiferencia y la falta de afecto lo desgarren por dentro.
Lo sabe, es patético.
Pero es su naturaleza.
Y jamás renegaría de ella.
Porque, si pudiera elegir, volvería a ponerse en la misma posición, en el mismo lugar y vivir las mismas experiencias.
Todo, por esta persona.
Aunque lo odie… aunque duela.
En este momento cree que Octavio le teme, que él ahora debe de pensar que está loco como en otras ocasiones. Se ahoga en el dolor de la inseguridad y la fatídica rabia reprimida. Luchando contra sus propias emociones, da un paso hacia atrás.
—No... —la voz de Gio suena rota y áspera—. No tema. No voy a hacerle daño.
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