Capítulo 16: Beneficio colateral.
Cerca de las diez de la noche, cuatro guardias arrastran a dos figuras heridas. Uno de los hombres tiene la ropa rasgada y sangra en el costado derecho. El otro, más joven, tiene la mandíbula hinchada y un ojo morado; la camisa empapada de sangre y manchas de tierra. Los guardias los dejan caer al suelo frente a Vargas, quien está sentado cómodamente en el sofá. Sus ojos fríos recorren a los heridos, antes de desviarse hacia la persona que se acerca detrás de la seguridad de la casa de campo.
—Comisario —dice con una sonrisa y se acerca para extender la mano—. Qué grata sorpresa, no debías venir vos mismo.
—Hernán, tanto tiempo, es una lástima reunirnos en estas circunstancias.
—Es cierto, pero veamos el lado positivo, esto al final es rescatable. —Palmea el hombro del corpulento señor e indica que se siente—. Pero, Ernesto, ¿no eran tres?
El comisario, que se está desabrochando el oprimido saco para sentarse, queda estático. Luego de unos segundos, se sienta mientras explica:
—Bueno, cuando llegaron a la comisaría XX de Rosario de la Frontera, resulta que el tercer tipo estaba más del otro lado que de este. Entre un par de movimientos, cuando solucionaron lo de las familias, el hijo de puta ya se estaba gangrenando. Al salir de Salta volaba en fiebre. —Se acaricia la nuca sudorosa y suspira—. Lo tiraron al costado de la ruta, igual tranquilo, vos no te preocupes, me pidieron que te avisara que ellos se van a encargar de tapar todo.
Luego de unos minutos de ponerse al día con cosas triviales, Vargas despide al comisario y se acerca hacia los sujetos que estuvieron arrodillados todo el tiempo. Llama por celular a Alan mientras los guardias retiran las mordazas de la boca de los hombres.
Eran aquel conductor y su respectivo acompañante, los dos que se habían rendido frente a RBG.
El mayor, con tres años más, se llama Braulio; el menor, apenas con veintiuno, es Agustín. Ambos mantienen el mutismo y la cabeza gacha. Cuando Alan llega, pasa junto a ellos y se cubre la nariz; el aroma que emanan es repugnante.
—¿Saben cuánto se perdió debido al error que cometieron? Mucho, demasiado. Pero cuando uno se equivoca, debe reparar el daño ocasionado, y esa es la única razón por la que están acá en este momento.
Agustín, con voz titubeante, habla primero:
—Se-se-señor... le garan-, yo pagaré... usted... usted...
Braulio, a su lado, le golpea el hombro para que cierre la boca, con los ojos abiertos, indicándole que hacerlo es peor. Hernán sonríe, eleva el rostro y mira a su sobrino. Personas ilusas que no reconocen la insignificancia de su propia existencia; solo ese tipo de mediocres pueden soltar esas palabras absurdas. Alan devuelve la sonrisa y mira hacia los guardias; estos toman a los dos sujetos y los levantan.
—Claro que lo harán.
—Yo... no, ambos, ambos le agradecemos —dice el ingenuo joven.
Vargas había perdido decenas de sujetos de prueba debido a este par. Tenía una soga atada al cuello desde hace tiempo, y H.R. Nova era la alternativa para aflojarla un poco. Sin embargo, no puede disponer de ella hasta que no obtenga una tasa de eficacia probada y demostrable. Octavio representa solo una milésima en este porcentaje; aunque Hernán evaluara la opción de maquillar algunos números, aun así, precisa un poco más para iniciar la producción. Pero estos últimos días las cosas no fluyen con el ritmo natural al que está acostumbrado; incluso aquel comisario que se acaba de retirar ha prometido surtir de algunos reos abandonados que no le interesan a nadie. Hasta la escoria de la sociedad tiene suerte estos últimos días, ya que ese negocio quedo suspendido. Hay muchos ojos en alerta luego de que RBG active las alertas de la conciencia social. Es cuestión de semanas hasta que los corazones de las redes sociales se olviden del auge de los derechos humanos, tiempo que no está dispuesto a derrochar.
Por ahora, con estos dos, deberá alcanzar.
Cuando esas personas salen del campo de visión, Alan se sienta al lado de Hernán para ultimar unos detalles, porque a toda situación se le debe exprimir hasta el último beneficio.
≪•◦♥∘♥◦•≫
Gio se encuentra en la pequeña sala, los primeros rayos del sol acarician el pasto afuera, pero lamentablemente en este lugar, el despertar de un nuevo día no puede ser apreciado.
La taza de cerámica negra que humea sobre la mesa está a medio llenar de agua, y varias colillas han sido ahogadas en ella.
Sentado con los codos sobre las rodillas, los ojos negros están fatigados, con múltiples líneas de cansancio que adornan los bordes. Toma un cigarrillo y lo sostiene entre los dedos. Al prenderlo, lo presiona en los labios. El calor se extiende por las hebras del tabaco, atraviesa el filtro y el aroma relajante ingresa lentamente.
Reposa la espalda en el sofá, el cabello desordenado cae hacia la frente y exhala. El humo se dispersa en el aire, junto a los pensamientos, las voces y las pesadillas.
Octavio se despierta en la soledad de la habitación, la noche ha sido lenta y silenciosa. A su lado, el espacio que solía estar ocupado por el otro ahora está vacío y frío. Las palabras pronunciadas nunca obtuvieron respuesta y el hombre que las dijo, se levantó y se alejó.
Una disculpa carente de importancia, una nueva herida en el cuerpo y el mismo lugar. Los días avanzan uno tras otro y todavía quiere aferrarse a la esperanza de que algo cambie.
Pero no hay variaciones.
Octavio se toma un tiempo antes de salir de la habitación. Los pasos son suaves, apenas perceptibles. El fuerte aroma a tabaco lo sorprende al cruzar el umbral. El ambiente está denso, una capa nublosa de humo envuelve al hombre que está con los ojos cerrados. Gio termina uno de los cigarrillos, lo apaga en la taza y continúa con otro. Los músculos tensos del pecho se relajan al exhalar. Luego del cuarto, Octavio tose ligeramente. Hasta ese momento, había permanecido en silencio, solo admirando la escena frente a su ojo.
El hombre fuerza una sonrisa, apaga el cigarrillo y mientras se levanta, sacude algo de ceniza que había caído en el pantalón. Pasa a lado de Octavio sin mirarlo de nuevo, solo camina hacia la cocina para preparar el desayuno para ambos.
Era visible para cualquiera, incluso para una persona que dispone de un ojo menos y el otro que solo sirve para entregarle figuras borrosas, que el hombre frente a él está exhausto. Pero Octavio no se atreve a preguntar si se encuentra bien. En lugar de eso, se sienta en la mesa, evitando cruzar sus miradas.
Gio piensa lo mismo del profesor, el pseudo médico había sido claro: no podía tocar a Octavio. Y a causa de lo que ocurrió en el baño, no quiere incomodarlo.
Pero la noche había sido difícil, el dolor en su corazón era como si manos desmembraran el órgano, arrancando la carne y bebiendo la sangre. Los pensamientos oscuros se mezclaron con los sentimientos violentos. Haga lo que haga, él lo seguirá odiando.
Aunque se esfuerza, el deseo supera la cordura, y una sola palabra que salga de esos labios delgados hará hervir su sangre.
Anoche, apenas lo vio, se contuvo. Incluso ahora, en este momento de arrepentimiento, se esfuerza por no rozar un solo cabello del profesor. Porque si lo hiciera, liberaría todo: odio, amor y tristeza.
En su corazón retorcido, no había límites hacia Octavio. Quería tomarlo, atesorarlo, pero también ansiaba romperlo y hacerlo llorar.
La actitud conflictiva y rebelde del profesor le atrae. En esos momentos acalorados, cuando ese rostro arrogante se llena de deseo y desprecio, cuando ambos cuerpos se unen y se revuelcan en las sábanas, todo pierde importancia, solo son ellos dos.
Gio no quiere que las heridas se abran de nuevo, y es consciente que a ambos no les nace el sexo suave y romántico. La salud del profesor es delicada.
Por ese motivo no lo hace, por ahora.
Octavio solo come unas rodajas de manzana y bebe media taza de té, mientras que Gio, por su parte, no toca ni una pieza de fruta.
No es incómodo, solo es extraño.
La rutina se repite al salir de aquella habitación. Alto lo lleva por el pasillo, con el rostro cubierto y manos atadas. Ahora, dado el percance anterior, solo él y Alan están involucrados en el trato directo con Octavio.
Este, por alguna extraña razón, se siente inquieto.
Lo único que Gio le dijo al despedirse fue: "Volveré a llamarte en unos días".
≪•◦♥∘♥◦•≫
En una noche de invierno, cerca de las once, Octavio estaba de pie en la vereda a cuadras de la universidad. El viento soplaba con fuerza, agitando su cabello y desalineándolo contra su rostro. A su lado, un joven le hablaba, y el vapor cálido de la respiración creaba una ligera niebla en el aire. Gio extrajo una bufanda de la mochila y la deslizó con delicadeza alrededor del cuello del profesor. El contacto de la lana suave y el gesto inesperado fueron acompañados con una mirada tierna.
—No debería descuidarse de esta manera, el cuerpo agotado suele ser propenso a enfermarse.
El viento se colaba entre los pliegues del abrigo, y los ojos oscuros brillaban con una intensidad que Octavio no podía ignorar. De golpe, el joven dio un paso hacia adelante, rozando su hombro, extendió el brazo para detener un taxi que pasaba cerca.
—Tiene suerte, hoy encontró uno rápido —dijo abriendo la puerta del vehículo—. No se olvide de cenar, profesor O, bajarán sus defensas si no lo hace.
En aquellos días, Octavio solía ofrecerle sonrisas suaves. Así que cuando se sentó en el asiento, elevó su rostro cansado y alzo los labios con sutileza. El joven, en cambio, devolvió el gesto con una radiante expresión, rebosante de energía y ensoñación.
El taxi arrancó tras recibir la dirección del departamento donde Octavio vivía. Por alguna razón, en ese momento, el profesor volteó hacia atrás. Gio estaba en la vereda, con las manos en los bolsillos, observándolo. Así habían sido muchas noches, tantas que no eran siquiera memorables. Rozó con la yema de los dedos la lana que cubría la piel de su cuello y cerró los ojos.
Octavio se despierta de aquel recuerdo con el corazón errático latiendo en su pecho. La humedad del torso pega la camiseta al cuerpo, y gotas gruesas de sudor caen de la frente hacia la barbilla. Los dedos largos se clavan en las rodillas como si pudieran prevenir algo, y las piernas hormiguean producto del tiempo en la misma posición.
La espalda sigue contra la pared, y Octavio escucha los sonidos que vienen de la habitación contigua. Golpes sordos y rítmicos, como si estuvieran martillando a alguien contra la pared. Y los sollozos... esos sollozos son lo peor, no, las burlas, las risas y los gemidos de diferentes personas que se mofan de algo despreciable.
Cuando se durmió, era de la habitación de la izquierda que provenían los mismos sonidos, pero ahora estos emergen de la derecha; más claros. Puede sentir las vibraciones a través de la delgada pared. El profesor no quiere cerrar los ojos, teme lo que pudiera pasar si lo hace. Pero tampoco tolera escuchar más.
Gio tenía razón.
Le gustaría reír histéricamente, pero su rostro está rígido, al punto que la expresión que tiene le resulta ridícula.
En este lugar, todos están enfermos.
Abre el ojo sano hasta que le duele, y su mirada se posa en la puerta. Todo se vuelve más oscuro, y aunque el calor es sofocante, el frío que siente crispa los vellos en la piel. Los ruidos agonizantes de la persona de al lado continúan, pero en este estado alerta se intensifican.
Octavio no sabe que a su izquierda hay un joven llamado Agustín, y que el dolor que escucha en este momento es de Braulio. Desconoce que, tras la desaparición del guardia que había intentado abusarlo, los ánimos de las personas de este lugar están un poco bajos.
Se dio cuenta de que algo era diferente cuando Alan se retiró la última vez. Minutos después, escuchó pasos y luego... solo tuvo que hacer conjeturas.
Llega un momento en que todo recobra el silencio habitual, pero en la cabeza del profesor los sonidos se repiten de forma constante. El ojo inflamado arde, y las venas resaltan en rojo. El dolor de cabeza es persistente y la visión agotada torna el entorno confuso.
Escucha pasos acercarse, en su mano sudorosa oculta un objeto delgado de unos veinte centímetros
La puerta se abre y Octavio traga saliva, ansioso. A pesar de enfocar la vista, el cerebro angustiado no logra distinguir formas con claridad.
Dos hombres.
Uno permanece afuera, mientras el otro avanza hacia él. La pupila de Octavio se dilata, pero en lugar de mejorar su visión, solo distingue una figura antropomorfa. El sonido de las palabras pronunciadas por el recién llegado son ininteligibles para la mente agotada del profesor, solo los vestigios de lo sucedido en la noche se alojan en sus oídos. El cuerpo de Octavio tiembla, y como un conejo acorralado al que quieren cortarle las piernas, se adhiere a la esquina donde se encuentra.
La mirada del profesor se fija en el joven que se detiene. El llamado reiterado del muchacho no obtiene respuesta. Con cuidado, Alan apoya la rodilla en la cama e intenta tomar los hombros de este Octavio perdido y atemorizado. Sin embargo, algo le golpea con fuerza el dorso de la mano.
El pánico se refleja en los ojos del profesor mientras se aferra al objeto en una posición amenazante. El guardia, que esperaba afuera, entra en la habitación. Pero Alan se voltea hacia él y le ordena a que vuelva a su posición.
Sin embargo, el forcejeo entre ellos se inicia. Múltiples golpes erráticos por parte de Octavio, Alan los esquiva e intenta someterlo. El cuerpo del profesor carece de energía, en un movimiento el joven lo sujeta de las muñecas y lo empuja contra la cama. La respiración agitada del sometido se sincroniza con el ritmo acelerado del corazón, y sus dientes rechinan con rabia.
Poco a poco, la mirada se enfoca en Alan, las venas contraídas del cuello se distienden, inhalando profundamente, sigue la voz calma del joven.
Luego de mucho tiempo, Octavio emerge de la confusión y la mente comienza a aclararse.
—Quiero subir —murmura, la voz ronca y débil.
—Un gracias hubiera sido bueno escuchar primero, ¿no le parece? —dice enarcando una ceja, aunque finja una sonrisa, hay una notable molestia en el tono de voz.
—Gracias... Quiero subir.
El joven se inclina hacia adelante, cada palabra llena de malicia y ambigüedad.
—Pensé que le había dicho que esa persona tiene otros compromisos, aunque quiera verlo en este momento, lamento decir que él no querrá hacerlo. Pero no debe preocuparse —susurra, rozando su aliento cálido sobre la piel del otro —, lo que necesite, puede pedírmelo a mí.
Octavio solo que en silencio, con una expresión indiferente.
Alan se ríe de sí mismo en el interior, la falsa paciencia que mantiene frente a Octavio está llegando al límite. ¿Cuánto va a tardar en pedir por él?, se levanta despacio con una actitud hosca, y vuelve al plan original que le fue encomendado. Habría sido más sencillo si hubiera suplicado por su ayuda desde el principio, pero si no la quiere, ya llegará el momento en que este hombre terco pedirá de rodillas su atención.
—Profesor —dice señalando aquel objeto con el que fue golpeado—, debería entregármelo. Lo traje de buena fe, y usted lo utilizó para lastimarme. En realidad, me hace sentir un poco estúpido.
Mueve la mano varias veces para que se lo diera, incluso Octavio se sentía estúpido, aferrado a un cepillo de dientes como si fuera la salvación a sus problemas. Finalmente, lo entrega sin darle muchas vueltas al asunto.
—¡Bien! ¿Por qué no desayuna?
El profesor cubre la mitad de su rostro con el antebrazo, sin intenciones de responderle.
—Sabe, esto es por su bien, me he esforzado mucho para hacerlo sentir cómodo y aun así, me hiere, no come, y apenas me permite curar sus heridas. —Acaricia su nuca molesto y suspira frustrado—. No es necesario realizar otra extracción de momento, debería pensar un poco en lo que es conveniente para usted mismo, reflexione y si necesita algo solo grite mi nombre.
Aquella rutina que comenzaba a flaquear, termina por quebrarse. Gio no lo llama y Alan no regresa.
Lo único que Octavio escucha, come y bebe son aquellos gritos, por muchas... muchas horas, y varios días.
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Nota de la autora:
Hola, gracias por la paciencia, si todo sale bien actualizare el martes :), la idea es dejarlo fijo, martes y viernes ;)
Gracias por seguir aquí.
Abrazo a la distancia.
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