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Capítulo 1. Reencuentro.

Desde mi silla, soy capaz de ver detalladamente como la lluvia está castigando ferozmente al mundo. No recordaba una tormenta de tal magnitud desde aquellos días previos a aquel desafortunado viaje a España, y a la fiesta dónde el tequila me llevó a cometer un error más, de todo los que cometí aquel año de mi vida.

Trato de no sonreír, de no fruncir el ceño, de no revelar en qué pienso con mi cara ya que no estoy sola. Rehuso mirarle, a estas alturas, soy incapaz de dedicarle una sola mirada sin sentir que tiene mi vida entre sus manos, y que juega con ella como si no tuviera ningún tipo de valor. Aunque, desde luego, no tenía el mismo que tenía tres años atrás.

Continúo mirando la lluvia, o fingiendo hacerlo. Con mi mano derecha, sujeto con fuerza el tenedor con el que debería estar cenando, evitando que mi mano tiemble ante su mera presencia. Me estoy poniendo nerviosa, y sé que él podrá notarlo en el momento en el que me mire.

De momento, está distraído mirando su móvil, dejo de mirarle rápidamente por miedo a que me descubra haciéndolo. Vuelvo a mirar mi plato, inapetente. Era incapaz de llevar un solo trozo de comida a mi boca, aún así, lo hago. Mejor no hacerle enfadar.

—Será una noche de lluvia al parecer —comenta. No hay ninguna emoción en su voz, y no sé que responder.

—Si, se está acercando la primavera —le respondo. Aún no le he mirado, pero su silencio me lleva a hacerlo.

Su ceño está fruncido, sujeta los cubiertos con más fuerza que yo, y con rabia e ira. Esta parece brotar de cara poro de su piel.

—Podríamos ver una película —le digo, y llevo un trozo de pescado a mi boca—, después de cenar, claro.

Asiente no muy convencido. Suspiro en mi interior.

Ha dejado el móvil sobre la mesa, el cual no deja de vibrar en ningún momento. Aunque ya no le esté mirando, sé que su mirada está puesta en mí, buscando algo que jamás habrá.

Sigo comiendo, en silencio. Trato de respirar lo más leve posible, para que no lo confunda con un suspiro de pesadez o de molestia. Cualquier cuidado es poco cuando se está en su presencia.

Veo de reojo como recoge el móvil con su tatuada mano derecha, y vuelve a ignorar mi presencia. Tampoco ha comido mucho, aunque si más que yo. Cada mordisco, cada trozo de comida me produce náuseas desde lo más hondo de mi cuerpo.

Se levanta bruscamente, mi cuerpo se tensa. Siento como la humedad de mis labios desaparece, y noto la garganta seca, trato de pasar saliva, pero esta ha desaparecido. Estoy nerviosa, el tenedor tiembla de forma descontrolada, así que lo dejo en la mesa junto al plato.

—¿Ocurre algo, cielo? —me atrevo a preguntar, y de milagro logro que mi voz no tiemble.
—Nada que te incumba —espeta. Asiento—, llevarla y que se arregle, vamos a salir.

Siento mis ojos humedecerse. No quiero irme, no quiero sentirme como un objeto ante sus amigos. No quiero tener que sonreír a cada hombre al que estaría dispuesto a regalarme si le ofrecieran algo mejor.

No me permito llorar mientras una de las sirvientas me lleva a la habitación. La última vez que lloré, fue en un hospital, aún recuperándome de un balazo en la tripa.

Entro en el vestidor, la sirvienta me desviste. Me avergüenzo cuando quedan visibles los hematomas que no por casualidad están en zonas no visibles.

La sirvienta no se atreve a mirarme a los ojos, no por respeto, no por miedo, si no por pena. Veo su mano darme una pomada de forma disimulada, y en cuestión de segundos, la aplico en las zonas más inflamadas de mi cuerpo, y se la devuelvo.

Me viste de manera provocativa, tal y como le gusta al dueño de esta casa. Le gusta que me vean, que me admiren aunque ya no haya nada que deslumbre, y que sepan que ni pueden tenerme.

Miro el vestido negro con detenimiento. Sería algo que dos años atrás hubiera llevado con gusto para ir de fiesta con aquella pelirroja sin filtro que me hizo pasar los mejores momentos de mi vida. Pero ella, al y igual que los demás, quedó en un pasado que ya no tiene sentido recordar.

Me pone una blazer roja, del mismo tono que los tacones y el pintalabios que me permite que yo misma me aplique. Me miro al espejo, y no reconozco nada de lo que una vez quise y admire. No soy aquella rubia que sentía que podía contra el mundo, pues la maldad de este terminó por aplastarme, por convertirme en algo de usar y tirar, débil, sin personalidad, sin derechos.

Habían logrado matar el alma de Heather Smith.

Salimos juntas de la habitación, puedo oír su voz grave del pasillo, y siento como mi cuerpo necesita dar media vuelta, volver a entrar en la habitación, esconderme, ponerme a salvo. Aún así, doy un paso en su dirección, trato de recomponerme aun cuando tengo más miedo del que nunca creí poder llegar a sentir.

Llego junto a él, rodeo su brazo con el mío, y siento como una sonrisa de orgullo se dibuja en su rostro, debe de ser gratificante someter a alguien que hacía dos años creía tener todo bajo control, que pensaba que la vida eran fiestas, problemas de ricos y dramas de amores adolescentes. Alguien que teniendo todos los lujos se atrevía a desafiar a sus padres. Alguien que no temía a nada, porque lo más valioso que tenía era su alma.

Y esta, voló, igual que el tiempo bajo este techo.

Subimos al vehículo, ya ha dejado de llover, el chofer cierra mi puerta antes de entrar al coche por su correspondiente lado. Nuestros brazos ya no están entrelazados, pero aún siento la presión ahí. Miro por la ventanilla, tratando de alguna forma evadirme de la putrefacta realidad.

Siento una punzada en el pecho al descubrir que el vehículo se dirige a la zona oscura, aquel lugar en el que me había prohibido volver a pensar. Trago saliva, los recuerdos vuelven a mí sin orden.

Cuando salvé la vida de Tyler al evitar que le atropellara Connor, cuando aquel lamborghini cruzó la carretera y salió de este el hombre más guapo que mis ojos habrían visto alguna vez. Evite suspirar, pero lo habría hecho al pensar en él. Era un diablo, estaba loco, enfermo, pero jamás nadie me cuidó, protegió e hizo sentir como él. Daba igual cuantas vidas viviera, nunca encontraría a nadie mínimamente semejante a Ares Brown.

El dolor de su muerte no abandonó en ningún momento mi pecho, aprendí a vivir con él, a soportar la sensación de no haber disfrutado del tiempo con él. Tantas niñerías, tanto tiempo perdido por no atreverme a querer, a dejar que me amase. Perdí días, semanas.

Pero aquello no quitaba que me hubiera engañado. Me había protegido, puesto que había sido su única opción para vengarse de mis padres, quiénes tras los juicios por estafa, se habían exiliado a islas paradisíacas. No me había amado como yo a él, aunque fue un excelente actor en cada beso, abrazo y noche que compartimos.

Quizá la inestabilidad que dejó, fue quién le facilitó a Naim todo esto. De enfermero de hospital, a reconocido narcotraficante. Su vida había cambiado de la noche a la mañana, y es que estar con la novia del difunto diablo le había abierto las puertas del cielo en cada negocio, cada pelea, cada trifulca.

Someterme había sido su mayor logro. Conseguir que obedeciera cada palabra, su religión. Todos habían conocido a la Heather que era un caballo desbocado, imposible de domar. Y hoy veían una versión deteriorada de mí, con ojeras que el corrector ya no cubrían, más delgada de lo que hubiera deseado estar nunca, y sin ningún tipo de brillo en mis ojos.

Llegamos, muerdo mi labio con fuerza. Es el bar dónde todo comenzó.

Creo que él es consciente de eso. Preparó todo muy bien antes de retenerme, se informó de cada aspecto de mi vida de una forma excesivamente retorcida. Desde que mi relación con Ares se supo, estuve expuesta a peligros ocultos. Este fue el mayor, y el que mejor supo esconderse.

Bajamos del coche, y nuevamente, entrelacé mi brazo con el suyo. La gente nos mira, sé por qué lo hacen, puedo reconocer a gente de la banda de Ares que no tuvo más opción que acatar las nuevas reglas de Haim, y terminó sometiéndose a él. Me miran como una traidora, yo le di el poder. Mi presencia fue lo que culminó su ascenso al liderazgo.

Una política tan machista como real. Había sido el objeto de un hombre sin saberlo, y cambiarlo en cuestión de días por otro, le regaló la popularidad de aquellos que odiaron al primero.

Mis ojos se abrieron como platos al visualizar una figura familiar entre el gentío, en la barra. No podía creerlo, no había cambiado nada. Quizá tuviera algo de barba ahora, pero seguía viendo la misma juventud en él que la que había visto con anterioridad.

Él también me vio, por supuesto. Quise disimular porque Haim estaba delante, y desatar sus celos no era la mejor opción, pero no pude. Paúl estaba allí, después de tanto tiempo. Entero, bebiendo, conversando con más hombres, pero con la mirada puesta en mí.

—¿Todo bien, cariño? —inquirió Haim. El cariño en sus labios sonaba como una amenaza, y la pregunta en sí lo era.

Sabía quién había estado mirando. No es fan de los Brown, y que Paúl siguiera con vida es mera cortesía.

Nos sentamos en un reservado, pero al ser el local tan pequeño, es prácticamente junto al resto de los que disfrutan de su tiempo de socio allí. Por supuesto, lo que realmente marcaba la diferencia era los diez hombres alrededor nuestra. En parte, estaban aquí para proteger a su líder.

Pero, aquella era una pequeña parte. La mayor era comprobar que yo no trataba de escaparme.

Un peón indispensable en el tablero, al menos, por ahora, Haim me lo había dejado muy claro. No soy más que un juguete, que una vez haya cumplido mi función, seré inútil, y se deshará de mí con la misma facilidad que me sometió a él.

Y ansiaba que lo hiciera cuanto antes.

Aún así, no había peligro de que escapara. El mismo motivo por el que estaba con él, seguía presente. Había renunciado a mi vida, a cambio de otra. Y no pensaba echarme atrás en ningún momento.

Miro los ojos azules de mi acompañante. No sabía como me había podido engañar aquel día, cuando en el hospital logró calmarme a base de ansiolíticos la ansiedad por la muerte de Ares. Usó la tapadera ideal, enfermero. Todo había estado planificado, aún pensando que actuábamos de forma alocada, sin seguir ningún patrón, lo hacíamos. Él ya nos estaba esperando desde hacía mucho, mucho tiempo.

Trajeron unas copas, contrario a mis gustos, un cóctel apareció frente a mí. El camarero era el mismo al que un día le exigí que me sirviera un vaso de vodka y no un cóctel. Le reconocí, el también lo hizo. La sonrisa era evidente, el motivo también.

No toco el cóctel, a diferencia de Haim, quién ya va por la mitad de su pequeño vaso de ron.

Uno de los "amigos" de Haim le susurra algo en el oído, hay tantos de ellos a nuestro alrededor que, aunque intento encontrar a Paúl ahora que mi acompañante no puede verme, no logro hacerlo. Mi vista no va más allá de las anchas espaldas de los numerosos hombres que en estos momentos, y al igual que cada vez que salimos, nos acompañan.

—Dile que venga —espeta el moreno de ojos azules. Miro a Haim, sorprendida. No sé a quién se refiere.

No tardo en descubrirlo. Hace segundos le buscaba, ahora se acerca a nosotros. No sé con qué fin viene, no sé si acabará con una bala en el pecho, o si vendrá con la intención de negociar volver al "mundillo".

—Buenas noches, Haim —saluda el pequeño Brown.

El aludido asiente, devolviéndole así el saludo.

—Solo quería comprobar que estuvieras bien, Heather.

Aquellas palabras deberían haberme conmovido, mas no lo logran. Entiendo que es su forma de acercarse a mí, pero los problemas que me traería con Haim cuando estuviéramos a solas serían devastadores.

—Y a ti, Haim... —se revuelve mi estómago cuando veo sus intenciones. En un hábil pero no demasiado rápido movimiento, saca una pistola de su chaqueta vaquera, y apunta directamente a la cabeza del moreno—, no quiero volver a verte cerca de aquí. Este era el lugar de mi hermano, le has arrebatado todo cuanto logró, no vas a quitarle también este sitio.

Aunque los "amigos" de Haim se mueven, tratando de desarmar a Paúl, yo soy más rápida. Me interpongo entre uno y otro, con la pistola a centímetros de mi cuello.

—Paúl, será mejor que te vayas —le susurro, pero los demás han podido oírlo.

—Eres una puta vendida —espeta, furioso—, una maldita niñata hipócrita.

Trago saliva, han ido directamente al corazón sus palabras.

—Ojalá estuvieras muerta tú y no él.

Él desconoce cuantas veces he pensado lo mismo.

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