Capítulo 28. Encuentro en Nagasaki
El Tigre y El Dragón
Wingzemon X
Capítulo 28
Encuentro en Nagasaki
Kyoto, Japón
27 de Julio de 1878 (Año 11 de la Era Meiji)
Durante su estancia en Kyoto, Shougo y Magdalia fueron hospedados en la residencia de Azai Yutaka, un importante hombre de negocios de la región, y un cristiano a puerta cerrada. Era uno de los tantos individuos que Kaioh había estado contactando durante los últimos meses, intentando encontrar a los aliados más fuertes que pudieran serles de ayuda en su propósito final. Su casa se encontraba a las afueras de la ciudad, por la carretera que llevaba a Osaka, y era bastante espaciosa para ser básicamente ocupada por él y un par de sirvientes.
Shougo no se sentía del todo cómodo en ese sitio. Aunque, claro, a él en general no le agradaba demasiado convivir con los extraños, especialmente aquellos que se enorgullecían de su dinero y poder, y sólo profesaban su religión en secreto no por temor a represarías, como él y su familia lo hacían hace mucho en Shimabara, sino más que nada para cuidar su imagen pública.
Como fuera, la verdad era que tener un refugio seguro en aquel sitio les había sido realmente útil para así cumplir más efectivamente sus dos misiones en Kyoto. Y para bien o para mal, ambas habían terminado, y ese sería su último día en ese sitio, al menos en mucho tiempo.
Shougo estaba de hecho bastante ansioso por partir de una buena vez. Sin embargo, había una última cosa que debía hacer antes de irse.
Se levantó temprano esa mañana y se arregló rápidamente en su habitación para salir. Se colocó su kimono verde y su leal espada en la cintura, pero no su y casi característica capa; en esa ocasión deseaba pasar un poco más desapercibido.
Desde el día anterior se encontraba muy pensativo sobre lo ocurrido en la casa de Mitaki Shiraishi, y en realidad sobre todo lo acontecido durante sus acciones en Kyoto. Pensaba en las tres personas que había asesinado, las tres relacionada directa o indirectamente con el homicidio de sus padres y todas las demás personas de su pueblo. Los había buscado y prácticamente cazado por un largo tiempo, y los tres habían muerto sabiendo exactamente quién era él y porqué estaba delante de ellos.
Al fin había cobrado venganza e impartido la Justicia Divina que se merecía.
Al fin hubo retribuciones por las traiciones cometidas en contra suya y su familia.
Al fin podía dejar todo aquello atrás y sólo concentrarse en el futuro, y en todos los grandiosos planes que tenía para él.
Y, aun así, no se sentía ni remotamente tan bien como pensó que se sentiría.
Lo que lo inundaba al recordar cada uno de aquellos actos, era una profunda indiferencia, como si se lo hubieran contado en lugar de haber sido cometidos directamente por él. Era una sensación rara y, aun así, no del todo desconocida para él.
Al salir de su habitación y bajar a la planta baja aún pensativo, desde las escaleras pudo escuchar a su hermana hablar con su anfitrión en la sala. Ambos estaban sentados en sillones diferentes, estando Azai en uno individual, con un vaso con licor oscuro en sus dedos pese a lo temprano que era. Sayo se encontraba en un sillón más grande, y Shouzo, como su leal guardián, permanecía de pie detrás, escuchando la conversación pero no interviniendo en ella.
—El carruaje que pidieron ya está en camino —le comentaba el dueño de la casa a Santa Magdalia—. Los llevará directo al puerto de Kobe, donde un pequeño y discreto barco de mi propiedad ya los estará esperando. De ahí en adelante éste los llevará seguros hacia el sur.
—Mi hermano y yo le agradecemos mucho todas las atenciones que ha tenido con nosotros, señor Yutaka —correspondió Magdalia con una cándida sonrisa, que en realidad se esforzaba más de la cuenta en mantener, pero de eso sólo Shougo logró percatarse con tan sólo oír el tono de su voz.
—Por el contrario, Santa Magadalia —pronunció Azai, agachando su cabeza con respeto—. Es lo menos que un hermano cristiano como yo puede hacer por aquellos que vienen al fin a pelear por nosotros, y obtener lo que nos corresponde por derecho. En Azai Yutaka siempre encontrarán a un hermano, y aliado.
Hecha su declaración, Azai se empinó un trago más de su vaso, y los hielos tintinearon contra las paredes de vidrio de éste. Sayo se limitó a sólo seguir sonriendo, y asintió con cuidado.
—Mi hermano estará muy contento de saber que se va de Kyoto luego de haber tocado los corazones de tantas personas buenas —señaló Magdalia con suavidad—. Y haber hecho grandes amigos, por supuesto. Pero antes de irnos, sobre lo que hablamos de las personas del pueblo que desean unírsenos en Shimabara...
—Considérelo hecho —indicó Azai rápidamente, alzando una mano al frente—. En menos de una semana, todos aquellos de sus seguidores que tengan el rosario que les regaló como muestra, estarán camino a Shimabara. Bajó mi cuidado también, obviamente.
—A modo personal, yo se lo agradeceré mucho —asintió Magdalia—. Que Dios lo bendiga por toda su generosidad.
Shougo no lo llamaría generosidad propiamente. Tanto él como su hermana eran conscientes de que, como la mayoría de los "hermanos cristianos" de dinero y poder que Kaioh solía contactar, Azai Yutaka tenía sus propios intereses para ayudarles. La mayoría económicos, por supuesto, no muy diferentes a las ambiciones que en algún momento tuvo el Feng Long con ellos. Sin embargo, debían darle crédito, pues a diferencia de los otros, aceptó intervenir y darles asilo en su casa durante todo ese tiempo. E incluso les facilitaría su regreso a Shimabara a él y a los otros cristianos que habían conocido esas semanas ahí y que habían aceptado gustosos unirse con ellos en su Tierra Santa.
Si Azai era un hombre ambicioso, al menos estaba dispuesto a arriesgarse un poco por dicha ambición.
Terminada su bebida, el dueño de la casa colocó el vaso sobre la mesa de centro y se puso de pie.
—Bueno, mandaré por adelantado un mensajero a Kobe para confirmar su próximo arribo. Cuando Shougo-sama despierte, dígale que me honraría si me acompaña a desayunar una última vez antes de irse. Hay algunos... asuntos de los que me gustaría hablar con él, si es posible.
—Yo se lo diré —asintió Magdalia, y justo después Azai se retiró.
En cuanto el hombre salió de la sala, la joven soltó un pesado suspiro. Aquella conversación al parecer había requerido mucha de su fuerza; más mental que física, por supuesto.
Al alzarse y virarse hacia la salida opuesta por la que se había ido su anfitrión, Magdalia pudo notar a Shougo bajando los últimos escalones y dirigiéndose derecho a la puerta principal de la mansión, sin siquiera mirar en su dirección.
—¿Hermano? —pronunció un poco alarmada, y entonces se le aproximó rápidamente. Shouzo sin espera fue detrás de ella—. ¿A dónde vas? ¿Estuviste oyendo? El señor Yutaka quiere desayunar contigo...
—Saldré un momento —fue la única respuesta que surgió de los labios el espadachín, antes de abrir la puerta principal y dar un paso hacia el exterior.
—¿Salir? —Exclamó Magdalia, confundida—. ¿En pleno día? ¿Seguro que es conveniente? Además, el carruaje que nos llevará a Kobe llegará en cualquier momento.
—No tardaré —respondió Shougo secamente, y entonces prosiguió con su tranquila huida, dirigiéndose hacia la salida de la propiedad.
Magdalia y Shouzo sólo pudieron contemplar en silencio como se alejaba caminando dándoles la espalda, y sin darles la cara ni un momento. Sayo se limitó a suspirar pesadamente, esperando que una vez que estuvieran de regreso en Shimabara su hermano se recuperara de ese mal humor que había estado cargando últimamente. En parte por eso no se había atrevido a contarle aún sobre el incidente del día anterior con aquel extraño, y lo ocurrido con su collar.
Quizás, a la larga lo mejor sería no mencionarlo nunca.
— — — —
Seijuro Hiko no esperaba que alguien más se apareciera en su casa ese día, pero tampoco le sorprendió sentir la aplastante y molesta presencia de Shougo Amakusa aproximándose por el bosque. Era evidente que no deseaba pasar desapercibido, e incluso era posible que se regodeara con la idea de hacerse notar de esa forma.
Más temprano, cerca del amanecer, su tonto discípulo había ido a verlo una vez más, aunque en esa ocasión lo hacía para despedirse; o, más bien, para informarle qué era lo que tenía pensado hacer. Claramente el asunto del asesino usando el Hiten Mitsurugi le había tocado una fibra personal, especialmente tras esa última petición que le había hecho el moribundo Hyouei Nishida. Y por ello no tenía pensado dejar dicho asunto por la paz tan fácil.
Él mismo era quien le había dicho que era su responsabilidad como sucesor del estilo encargarse de ese asunto, pero Hiko sabía que eso poco tenía que ver con su decisión. Después de todo, si algo hacía bien el vagabundo Kenshin Himura era meterse en asuntos que sólo él pensaba que le concernían, sin necesidad de que alguien más lo forzara. El incidente de sólo unos meses atrás con el tal Makoto Shishio lo había dejado claro.
Si acaso esperaba un consejo de su parte, había elegido a la persona incorrecta. Pero a su modo particular e indirecto, le deseó suerte en su nueva cruzada, y quizás incluso le transmitió un poco de gratitud por encargarse de aquello, en lugar de él que, como bien le dijo en su primera plática, ya era un hombre muerto.
Quizás de haber sabido que la persona que buscaba se pararía ahí mismo dos horas después, podría haberse ahorrado el viaje que estaba por emprender. Pero el destino suele moverse de formas extrañas.
Hiko se encontraba sentado en el risco frente a la larga cascada cercana a su casa. Le gustaba sentarse ahí a beber sake en paz, teniendo el relajante sonido del agua cayendo y la quietud del bosque para acompañarlo. Estaba dando el primer sorbo de su tercera copa, cuando su indiscreto visitante surgió entre los árboles y se le aproximó tranquilamente. El viejo maestro supo de inmediato quién era; prácticamente se lo estaba gritando.
—Vaya sorpresa —murmuró despacio sin quitar sus ojos de la copa de sake delante de él—. He recibido demasiadas visitas estos días, y la verdad eso no me agrada mucho.
El sonido de los pasos de aquel individuo se distinguieron entre el ruido el agua de la cascada cayendo. El visitante se paró firme unos metros detrás de aquel hombre, como si aguardara que se pusiera de pie y lo encarara. Éste, sin embargo, no pareció tener intención alguna de hacer tal cosa.
—¿Es usted Seijuro Hiko Trece? —le preguntó el recién llegado sin rodeos, con voz firme.
—Conoces bien ese título —señaló Hiko con tono burlón—. Era de esperarse, pues era el que hubiera recibido tu tío Hyouei, de no haber fallado y caído a su perdición en esta misma cascada. Aunque debo admitir que es impresionante que haya sobrevivido a una caída como esa, en especial luego de recibir el Kuzu Ryu Sen de parte de mi obstinado y bobo predecesor.
Mientras pronunciaba aquello, se aproximó de nuevo su botella de saque y la ladeó sólo lo suficiente para verter un poco del líquido en su copa.
—Pero también es una lástima —añadió al tiempo—, haber sobrevivido a una muerte segura como esa, sólo para vivir sus últimos años en tinieblas y morir sin la menor gloria.
Aquella repentina declaración dejó helado al hombre de túnica verde. Una palpable sorpresa se reflejó en su siempre tranquilo semblante, y por una fracción de segundos le fue casi imposible reaccionar. En un combate aquello le habría costado caro. Pero, para su suerte, aquel hombre no hizo intento alguno de aprovecharlo y atacar, lo que le hizo pensar de inmediato que lo que decía no era ningún truco...
—¿Mi tío Hyouei... falleció? —susurró despacio con vacilación, a lo que Hiko respondió con una nada disimulada risa irónica.
—¿No lo sabías? Y encima de todo, sus únicos familiares cercanos no estuvieron presentes en su último momento. No hay duda que no me gustaría ser él.
Shougo se tomó sólo un instante más para cavilar en aquello antes de dejarlo de lado por completo. No entendía porque esa noticia le afectaba tanto. Había visto a su tío unas semanas atrás, más o menos cuando arribaron a Kyoto; de hecho, el motivo que lo había llevado a buscarlo era prácticamente el mismo que lo había llevado a ese sitio en ese momento... ¿Obra del destino?, lo dudaba.
Como fuera, cuando lo vio en aquella ocasión ya no quedaba mucho de él, y era claro que ya no tenía mucho tiempo; pero, ¿tan poco?
No le había dicho a Sayo que él estaba cerca de ahí, pues de seguro la hubiera destrozado verlo en ese estado... y, quizás, lo hubiera de alguna forma culpado por ello.
¿Y no era acaso su culpa? ¿No había él deliberadamente quitado la luz de sus ojos y lo había abandonado a su suerte? ¿No había él...?
No, así no fue como pasó. Su tío fue quién le dio la espalda a él, no al revés. Hyouei Nishida ya estaba muerto para él desde hacía mucho tiempo antes. Así que no debía dejar que aquello lo nublara ni un poco de lo realmente importante.
—Si vienes a matarme, Hijo de Dios —pronunció Hiko de pronto, jalando de nuevo su atención a él—, vuelve otro día que en estos momentos no estoy de ánimos. Claro que si traes un obsequio de buena voluntad...
—Seré breve —respondió Shougo rápidamente, recobrando su compostura serena—. Sólo quiero saber si lo que me dijo mi tío la última vez que lo vi es cierto. ¿Es verdad que su Kuzu Ryu Sen ya ha sido derrotado por su discípulo?
—Si lo dices de esa forma suena como si fuera un perdedor. Pero es realmente el ciclo natural de los que ejercemos la doctrina del Hiten Mitsurugi Ryu.
—Si es así, ¿por qué sigue con vida? —Cuestionó Shougo, notándose casi enojado al hacerlo—. ¿Y porque ese individuo no se transformó en Seijiuro Hiko Catorce?
—¿Viniste hasta aquí sólo para hacer preguntas estúpidas cómo esas? —Musitó el maestro Hiko, virándose al fin a verlo aunque fuera un poco sobe su hombro derecho—. Sigo con vida por el simple hecho de que mi estúpido pupilo abandonó hace mucho la idea de matar, eso es todo. De no ser así, de seguro estaría en el mismo sitio en donde se encuentra ahora mi difunto maestro, y tu tío.
Se sirvió entonces de nuevo un poco más de sake, descubriendo con cierta tristeza que esas gotas eran las últimas. Aquello lo irritó un poco más de lo que ya estaba.
—Sobre tu otra pregunta —prosiguió—, el mismo estúpido del que hablo no está interesado en continuar la línea del Hiten Mitsurugi, y por mí está bien. Así este estilo habrá de morir con él y conmigo; y contigo también, supongo.
—Su Hiten Mitsurugi terrenal, el Hiten Mitsurugi de mi tío Hyouei, tal vez muera —declaró Shougo con fervor en su voz—. Pero mi Hiten Mitsurugi Celestial, aquel que sobrepasará al suyo y a cualquier otro estilo antes creado, vivirá para siempre.
Una pequeña, aunque nada discreta, carcajada de burla se asomó en ese momento de los labios del viejo maestro.
—Nunca había oído tantas estupideces en una sola frase —declaró con incredulidad—. Se ve que este estilo de pelea sólo atrae a locos de remate; y me incluyo a mí mismo en eso, por supuesto.
La mirada de Shougo se endureció, pero no sentía en realidad rabia en particular hacia ese hombre sentado delante de él. Se había hecho muchas ideas en su mente sobre cómo sería el maestro actual del Hiten Mitsurugi, aquel cuya espada debería ser la más fuerte no sólo de su estilo, sino de todo el mundo. Sin embargo, esa persona no era lo que esperaba. A pesar de todo, le resultaba un individuo bastante... común.
Ni siquiera se sentía decepcionado, pues fue evidente para él que no era el contrincante que debía enfrentar.
—Uno de mis motivos para venir a Kyoto —comenzó a pronunciar el Hijo de Dios con firmeza—, era enfrentarme y derrotar el Kuzu Ryu Sen de la persona actual que ostentaba la maestría del estilo Hiten Mitsurgui, Seijuro Hiko Trece. Y así no dejar duda alguna de la superioridad de mi espada. Sin embargo, por lo que veo lo que me dijo mi tío es cierto. La espada que debo derrotar para al fin convertirme en Dios no es la suya; es la de él, la de su discípulo. Y una vez que derrote a ese hombre con mi Amakakeru Ryu no Hirameki Celestial, mi espada conseguirá su anhelada gloria.
—Sí, pues suerte con eso —señaló Hiko, un tanto indiferente a sus palabras—. La persona que tanto buscas ya no está aquí en Kyoto. Él se dirige de hecho a hacerte frente, en Shimabara.
—Más que adecuado, entonces —indicó Shougo, disponiéndose en ese mismo momento a retirarse y no alargar más esa inútil conversación. Sin embargo, antes de irse había una última pregunta que debía hacer—. El nombre de su alumno, aquel que derrotó su Kuzu Ryu Sen con el Amakakeru... ¿Su nombre es Himura Kenshin?
Una sonrisa astuta se dibujó en los labios de Hiko, aunque su visitante sorpresa no era capaz de verla desde su posición.
—Lo sabrás una vez que lo veas, en Shimabara —fue la única respuesta que estuvo dispuesto a darle, pero a Shougo de momento le fue suficiente.
El Hijo de Dios retiró su mano de su espada, abandonando cualquier intención de desenvainar que le pudiera haber quedado. Giró sobre sus pies para volverse en la dirección de venía, y entonces avanzó. Sin embargo, sólo dio un par de pasos antes de que la voz del maestro lo detuviera de nuevo, pronunciando con fuerza:
—Oye, muchacho.
Shougo se detuvo unos instantes, y se volteó a verlo sobre su hombro con desdén. Hiko siguió sentado, mirando hacia la cascada como si de nuevo estuviera solo, aunque sus palabras claramente iban dirigidas a él.
—Veo que tu deseo de vivir, necesario para realizar el Amakakeru, es muy fuerte —indicó el maestro con voz reflexiva—. Sin embargo, desde aquí puedo darme cuenta de que también es bastante inestable. Crees que en estos momentos conoces y dominas cada aspecto de tu espada, pero temo informarte que no es así. Y si acaso te atreves a enfrentar a mi estúpido pupilo dando el paso del pie izquierdo con esa confusión en tu alma... perderás sin remedio. Esto no es una opinión, sino una verdadera certeza.
Por algún motivo, esas simples palabras hicieron mucho más que enfurecer al joven espadachín; tanto así que sin darse cuenta su mano se había posicionado de nuevo en su arma, aunque siguió sin sacarla.
—Yo no tengo confusión en mi alma —exclamó con el coraje desbordándose por su voz—. ¡He tenido mi camino muy claro desde siempre!
Y soltada aquella ferviente declaración al aire, volvió a darse la vuelta y prosiguió con su partida, ahora con mucho más apuro que antes.
—No digas que no te lo advertí —murmuró Hiko despacio, mientras admiraba el agua cayendo de la cascada. No se levantó de su sitio, ni miró atrás, hasta que la presencia del supuesto Hijo de Dios desapareció por completo de sus sentidos.
— — — —
Nagasaki, Japón
01 de Agosto de 1878 (Año 11 de la Era Meiji)
Fueron varios días de viaje, pero durante la mañana de ese primer día de agosto, desde el barco de Kenshin y sus acompañantes se divisó una hermosa vista del puerto de Nagasaki. Aquella imagen resultaba bastante impresionante para algunos de ellos, especialmente porque era casi como divisar una ciudad occidental que habían visto en pinturas y fotografías, aunque siguieran justo ahí en suelo japonés.
Pero además de los edificios, lo que también miraban todos con maravilla desde cubierta, eran los barcos holandeses y estadounidenses, mucho más grandes y modernos que en el que viajaban en esos momentos. Incluso algunos marineros, rubios y fornidos, desde la cubierta de uno de esos barcos los saludaron efusivamente cuando pasaron su lado. Yahiko y Misao les respondieron con la misma emoción, agitando sus brazos en el aire. Los marineros les gritaron algo, pero ninguno les entendió.
Mientras los dos más jóvenes del grupo estaban pegados al barandal viendo los barcos pasar, un poco más detrás Kenshin, Sanosuke y Kaoru los miraban, y también al paisaje a lo lejos. La emoción de Sanouke y Kaoru quizás no se reflejaba tan vívidamente como la de sus dos amigos, pero ciertamente también se encontraba presente.
—Así que esto es Nagasaki —comentó Sanosuke—. Veo porque dicen que parece casi una ciudad de occidentales.
—Creo que esto es lo más al sur que he ido en mi vida —señaló Kaoru con moderado entusiasmo—. Okina fue muy amable en darnos dinero para los pasajes. Pero me temo que no podremos pagarle ni en diez años de lo costosos que fueron.
Un pequeño suspiro de pesar se escapó de los labios de la maestra de Kendo.
—Lamento que de nuevo se vean involucrados en un asunto como éste por mi culpa —murmuró Kenshin, y aunque estaba sonriendo como siempre, sus dos amigos percibieron que en efecto había cierto pesar en su voz. Y eso los puso un poco en alerta.
—¿Qué dices? —Murmuró Sanosuke, casi molesto. Rodeó entonces el delgado cuello del espadachín pelirrojo con su brazo, apretándolo con fuerza—. No me digas que planeabas de nuevo escaparte solo. ¿Qué no aprendiste la lección la última vez?
El cuerpo de Kenshin fue zarandeado por su amigo, sin oponer realmente una gran resistencia a que lo hiciera.
—Sanosuke tiene razón —añadió Kaoru con firmeza—. Quizás éste sea un asunto del Hiten Mitsurugi, pero no tienes por qué encargarte de eso tú solo. Para cualquier cosa que necesites, nosotros siempre estaremos aquí para ti.
—Lo entiendo —respondió Kenshin acompañado de una pequeña risa. Sanosuke lo soltó al fin, y él se talló un poco su adolorido cuello con una mano—. Muchas gracias... a los dos.
Miró entonces a sus amigos, esbozándoles una amplia y gentil sonrisa que ambos le correspondieron.
—Y no importa si este sujeto se cree Dios o lo que sea —indicó Sanosuke, chocando justo después su puño contra su palma—. Con un poco de escarmiento haremos que deje de hacer lo que se le dé en gana.
Kenshin asintió.
—Si lo que el señor Nishida me dijo es cierto, es probable que mucha sangre innecesaria vaya a ser derramada en estas tierras. —Se viró entonces a mirar de nuevo hacia el puerto, aunque más específico en la dirección en la que le parecía se encontraba su destino final: Shimabara—. Y no puedo permitir que algo como eso ocurra, en especial porque le hice la promesa al señor Nishida, de un espadachín del Hiten Mitsurugi a otro...
Pero aquella promesa o el deseo de mantener la paz no eran los únicos motivantes para Kenshin; ni siquiera el hecho de que ese individuo usará el Hiten Mitsurugi. Había algo en todo eso que lo había llamado incluso desde el momento justo en que Shirojo se apareció en el Dojo y les dijo que debían volver a Kyoto. Y al escuchar las partes de la historia que le habían compartido su maestro y el señor Nishida, dicho sentimiento se hizo aún más tangible.
No sabía qué era con exactitud, pero presentía que él tenía una relación más profunda con todo eso, más allá de su estilo de pelea. Sentía que debía estar ene se sitio, y conocer de frente a Shougo Amakusa. Y estaba dispuesto a hacerlo, con todo lo que ello implicara.
Misao y Yahiko se aproximaron hacia ellos en ese momento, por lo que Kenshin se forzó de inmediato a recuperar su semblante jovial de siempre.
—Al fin hemos llegado, ¿no es genial? —exclamó Misao con emoción, casi girando sobre sí misma—. Casi no parece que sigamos en Japón.
—Sí, es impresionante —le respondió Kaoru, más contenta por ver a su amiga ya de tan buen humor que por la vista de la nueva ciudad.
Misao había despertado la tarde del día del eclipse, y comenzó a recuperar sus fuerzas rápidamente. Compartió con ellos todo lo que recordaba de aquella noche, pero en realidad no era mucho más de lo que Aoshi ya les había dicho.
Ese mismo día se enteraron también de que había ocurrido un tercer asesinato mientras el sol se ocultó, cumpliendo de esa forma la tercera parte de la profecía que Okina les había compartido. Supieron también que Cho el Cazador Espadas, antiguo miembro del Juppongatana, se había enfrentado al asesino, saliendo bastante más malherido que Misao de su encuentro. Mientras Kenshin iba en búsqueda del señor Nishida, Kaoru y Yahiko (Sanosuke se había desaparecido casi toda la tarde) intentaron hablar con él para ver si descubrían algo más. Sin embargo, el antiguo asesino de Makoto Shishio se encontraba totalmente inconsciente cuando lo fueron a ver a la clínica de la policía.
Pese a que había sido su enemigo hasta hace poco, esperaban que para ese momento ya estuviera mejor. En el fondo no parecía ser un sujeto del todo malvado.
Por su parte, aunque Misao debía de seguro seguir sintiéndose un poco débil, cuando el plan de partir a Shimabara estuvo marcado la joven insistió demasiado en acompañarlos. Por un lado, posiblemente sentía cierto resentimiento hacia la persona que le había hecho tanto daño y deseaba encararlo de nuevo y tener algún tipo de venganza. Y, por el otro... de seguro deseaba también acompañar a...
Misao miró de reojo hacia un lado. Cruzado de brazos y con su espalda pegada contra la pared, y por supuesto alejado de ellos lo más que esa pequeña cubierta le permitía, divisó al otro sorpresivo acompañante del Kenshin-gumi en ese viaje: Aoshi Shinomori.
Okina les había informado de la existencia de una red de inteligencia creada por los Oniwabanshu en la zona de la Prefectura de Nagasaki y sus alrededores. Si alguien podría informarles de los movimientos del tal Shougo Amakusa y su gente, así como su ubicación, eran sin lugar a duda ellos. Pero ocupaban a alguien que supiera bien cómo trabajaban, y cómo hacer contacto sin terminar envenenado o degollado sin darse cuenta. Además, algunos de los encargados de crear dicha red habían sido conocidos personales de Okina y Aoshi de los viejos días en el Castillo Edo. Si alguno seguía con vida, de seguro les tendería la mano al verlos; o, al menos, el nombre y la presencia del antiguo Okashira pudiera convencerlos de considerarlo.
Aoshi sorprendentemente no había opuesto mucha resistencia a la idea de acompañarlos. No había expresado abiertamente sus motivos para ello, pero tratándose de él eso no era tan raro. Sin embargo, lo que había realmente preocupado a Misao era que había traído consigo sus espadas... mismas que tenía justo a su lado en ese momento, mientras estaba de pie ahí en cubierta.
A la joven shinobi le preocupaba la idea de que pensara enfrentar él mismo a ese sujeto Amakusa, cuando se suponía que había comenzado a recorrer un camino más pacífico. Esa preocupación fue suficiente para que se olvidara por completo de su debilidad y se subiera sin titubear a ese barco.
Mientras pudiera, no le quitaría los ojos de encima ni un momento.
—Se siente tan raro viajar con ese sujeto —murmuró Yahiko con molestia, mientras observaba de reojo también en dirección a Aoshi—. No hace mucho estaba obsesionado con derrotar a Kenshin, ¿no?
—Yo no me preocuparía —contestó Sanosuke, encogiéndose de hombros—. Su última pelea pareció aclarar bastantes asuntos entre ambos. Y yo sé por experiencia propia que una pelea con Kenshin, o dos, pueden cambiar tu perspectiva de las cosas...
—Pues a mí me sigue sin dar buena espina —concluyó Yahiko, bastante reticente. Su actitud, sin embargo, no fue del agrado de Misao.
—¡¿Qué estás diciendo el señor Aoshi, enano?! —Le gritó la joven con enojo, tomándolo rápidamente de sus brazos antes de que pudiera reaccionar, para hacerle una dolorosa llave.
—¡Oye!, ¡suéltame! —Exclamó Yahiko, mientras se zarandeaba intentando zafarse, pero Misao no daba su brazo a torcer ni un poco.
—¡Él ha cambiado y ha dejado todos los errores que cometió atrás! —Le gritó Misao al oído sin soltarlo—. ¡Así que no toleraré que hables mal de él en mi presencia!, ¡¿oíste?!
Ambos siguieron forcejando entre ellos, sin que ninguno de sus compañeros hiciera intento alguno de separarlos; de hecho, la escena parecía divertirlos un poco.
La atención de Kenshin se centró también en Aoshi. El ninja miraba igualmente en dirección al puerto, pero en su estoico rostro no se reflejaba ni una pisca de la emoción de sus amigos. Mientras Misao y Yahiko seguían con lo suyo, el espadachín comenzó a caminar en su dirección. Aoshi ni siquiera reaccionó ante su cercanía, ni siquiera cuando se paró a su lado pegando también su espalda a la misma pared.
—Creo que desembarcaremos dentro de poco —indicó el antiguo destajador—. La última vez que estuve en Nagasaki fue hace unos diez años, antes de la batalla de Toba Fushimi. Pero se ve que todo ha cambiado muchísimo desde entonces...
—No tienes que intentar simpatizar conmigo, Battousai —masculló Aoshi de mala gana, sin apartar su vista del frente—. No estoy aquí porque seamos amigos ni nada parecido. Sólo vine por petición de Okina, y porque Misao insistió demasiado en querer venir.
—Entiendo —asintió Kenshin, aunque por dentro pensaba que más bien había sido al revés, pero prefirió no decirlo—. Realmente te preocupas mucho por Misao, ¿cierto?
—No particularmente...
Se hizo entonces un silencio entre ambos, que en realidad ninguno describiría como "incómodo."
A Kenshin también le causaba un poco de curiosidad el que su antiguo enemigo hubiera traído sus kodachi consigo (enfundadas como si fueran una sola espada alargada), aunque no por ello se sentía preocupado. Desde sus días de reposo posteriores a su enfrentamiento con Shishio, Kenshin percibió que Shinomori intentaba obtener la claridad suficiente para decidir qué debía hacer de ahí en adelante. ¿Significaba el que los quisiera acompañar y trajera sus armas consigo que ya había tomado dicha decisión? Si era así, Kenshin deseaba saber cuál era.
—Es realmente conveniente que exista una red de información de los Oniwabanshu en esta región —comentó Kenshin tras unos minutos.
—Eso no tiene nada conveniente —respondió Aoshi casi de inmediato con sequedad—. Fue idea del Shogun mandarlos hasta este lugar remoto para espiar las acciones de los occidentales y las posibles revueltas. Pero una vez que el Shogunato se rindió a los Realistas, fueron hechos de lado y olvidados tan lejos de su hogar; como tantos otros...
Kenshin supuso que en parte se incluía a sí mismo, y a sus compañeros caídos, en dicho comentario.
—¿Y están seguros de que aún siguen por aquí? —inquirió Kenshin, curioso—. Ya han pasado más diez años, después de todo.
—Según Okina así es. Pero yo me preocuparía más por averiguar si estarán tan dispuestos a ayudarles como Misao y él esperan.
El espadachín pelirrojo no tenía mucho que opinar a dicho comentario, que se percibía más como una advertencia. Tendrían que arriesgarse y ver qué pasaba...
— — — —
En Nagasaki existían tiendas de todo tipo, siendo muy populares aquellas encargadas de vender vestidos y accesorios para damas, al mero estilo europeo. Las joyerías por supuesto no eran la excepción, y por la calle principal de Nagasaki se encontraban algunas importantes y de gran prestigio. Pero todos con los que Enishi había hablado le dijeron que aquella atendida por Joe, un hombre inglés mayor que llevaba ya cinco años viviendo en Japón, era la que vendía las joyas más finas y costosas. Dicha reputación de seguro traía mucho orgullo al buen Joe. Sin embargo, de haber sabido que la misma traería a su tienda a un cliente tan exigente como la actual cabeza del Feng Long, quizás se hubiera replanteado hace tiempo dicha idea.
Claro, Joe no sabía, o más bien no le constaba, que ese hombre joven de cabellos blancos que había entrado en su tienda esa mañana era algún tipo de criminal o mafioso. Sin embargo, lo logró intuir rápidamente tras cruzar apenas un par de frases con él, en un inglés que debía admitir hablaba bastante fluido. Así como supo identificar que a pesar de su atuendo claramente chino, al igual que la apariencia y vestimentas de su acompañante, era de hecho japonés. Había pasado suficiente tiempo en dicho sitio para identificar ese tipo de cosas, pese a que muchos conocidos también occidentales aún no lo hacían.
El hombre albino tenía muy claro lo que buscaba, y se lo dejó claro también a él en cuanto se acercó a su mostrador: anillos de compromisos, los mejores y más costosos que tuviera. No era inusual para Joe ver en su tienda a jóvenes emocionados por la costumbre europea de dar un anillo, queriendo ver las mejores piedras en busca de darle la mejor a su amada, pero terminando espantándose por los exorbitantes precios que en realidad costaban. Es por ello que como otras veces, había optado por mostrarle a esa persona algunas de sus piezas de gama un tanto más intermedia; hermosas piezas, pero aun así accesibles para cierto rango de personas.
Entendería de inmediato que aquello había sido un error.
—¿Intentas acaso tomarme por un tonto? —Musitó Enishi con moderada molestia, al tiempo que tenía agarrado al sujeto de su corbata, y jalaba su cara hasta casi pegarla contra el cristal del mostrados. Con su otra mano tomó uno de los anillos que había tenido el atrevimiento de mostrarle, y con el diamante, si acaso se le podía llamar así, comenzó a rayar el cristal muy cerca de Joe, haciendo que el chillante sonido le penetrara directo en los oídos—. He visto mejores piedras que éstas en contrabandos de la India, y las vendería en Shanghái por menos de lo que estás ofreciendo estas baratijas.
Lo soltó en ese momento, prácticamente empujándolo para que se alejara de él. Joe retrocedió tambaleándose hasta quedar contra uno de sus anaqueles. Su mirada nerviosa puesta fijamente en el hombre de blanco.
—Debe tener algo mucho mejor guardado allá atrás —Indicó Enishi, señalando con un dedo hacia la trastienda—. ¿Verdad que sí?
—Sí... por supuesto que sí —murmuró Joe, intentando no tartamudear demasiado—. Creo que sé exactamente lo que busca, señor. Denme un minuto...
—Sólo uno; ¿oíste, Joe?
Joe asintió con apuro. Dio unos pasos lentos hacia la puerta de la parte de atrás sin despegar sus ojos de su nuevo cliente, y en cuanto pudo se viró y prácticamente corrió hacia allá.
—Si se le ocurre volver con una escopeta, ya sabes qué hacer —le indicó Enishi a Xung-Liang, que había estado observando todo aquello desde la puerta, cuidando que nadie más entrara, o estando atento para intervenir si acaso lo veía necesario.
Mientras aguardaban a que Joe volviera, ya sea con los anillos que prometía o con alguna otra sorpresa, Enishi tomó otro de los primeros que le enseñó entre sus dedos y lo acercó a su rostro. Se bajó un poco sus lentes oscuros para poder verlo con más cuidado. No eran malas piezas, sin duda. Sin embargo, no estaban a la altura de lo que estaba buscando, ni cerca.
—¿Tú qué opinas, Xung? —Preguntó curioso mientras inspeccionaba los anillos—. ¿Crees acaso que me estoy apresurando un poco con esto?
Xung arrugó un poco el entrecejo, e intentó identificar con mayor seguridad a qué se refería con dicha pregunta. No le había indicado con anterioridad a qué iban a ese sitio con exactitud. Sin embargo, la costumbre de dar un anillo a tu prometida era habitual entre los occidentales de Shanghái, y algunos locales la habían adoptado también, por lo que al guardaespaldas no le resultaba desconocida. Y si él estaba ahí buscando un anillo, no había que pensarlo mucho para suponer sus intenciones.
—No sé mucho sobre estas cosas, maestro —se disculpó Xung—. Pero esa mujer debería sentirse afortunada de que usted se interese hasta este punto en ella. Convertirse en su esposa sería un gran honor para cualquiera.
—Eres un adulador, Xung —comentó Enishi con sorna, mirándolo sobre su hombro. El joven se sobresaltó, entre sorprendido y preocupado por ese comentario.
—Yo no quise... —intentó disculparse, pero Enishi alzó de inmediato una mano hacia él con despreocupación.
—Tranquilo, sólo te estoy molestando.
Xung no pudo evitar ruborizarse un poco, y agachó su cabeza apenado. A Enishi, como siempre, le resultaban divertidas las reacciones de su guardaespaldas.
Un par de minutos después, Joe reapareció. Por suerte no traía consigo ningún arma; no era que de hecho les preocupara que lo hiciera, sino más bien a Enishi le provocaba bastante pereza pensar en lo que implicaría tener que matar a ese estúpido viejo inglés por su atrevimiento, y luego tener que salir de ahí sin llamar la atención. Quizás Joe fue lo suficientemente inteligente para prever que ese sería el resultado más posible, y decidió entonces mejor darle al joven justo lo que quería, pues en sus manos cargaba un largo cajón de madera con almohadilla roja, y colocada sobre ésta diez relucientes y brillantes anillos de oro con hermosas piedras coronándolos.
—Estos son los mejores diamantes que encontrará en todo Nagasaki, señor —indicó el joyero, colocando los anillo sobre el mostrados—. Y quizás en todo Japón. Son los mejores diseños que existen, traídos directo de Europa. Pero me temo que son en extremo costosos...
—Yo mismo juzgaré si valen su precio —indicó Enishi tajantemente, y entonces se aproximó a echarle un vistazo a cada uno. Los tomaba entre sus dedos, los acercaba a su rostro, y de vez en cuando usaba una lupa que Joe le había pasado la primera vez para poder ver de cerca los cortes.
El tráfico de joyas no era la línea de negocio principal de Feng Long, pero una pequeña parte de sus ganancias salía justo de ahí. Y aunque él no se involucraba demasiado en ello, había llegado a aprender un par de cosas; las suficientes para al menos diferenciar entre un diamante de verdadera calidad, y cualquier cosa que encontrarías en un mercado callejero.
Estos nuevos anillos eran en efecto mucho mejores que los anteriores; se veía a leguas la diferencia. Pero para cuando iba en la revisión del quinto anillo, aún no encontraba alguno que lo convenciera por completo, y los nervios en el rostro de Joe se hacían cada vez mayores. De seguro pensaba que si no le gustaba ninguno de ellos, haría que su hombre le rebanara el cuello con esos dos grandes sables que traía consigo... y no estaba muy equivocado en su suposición.
Sin embargo, el sexto de los anillos que revisó le resultó diferente a los anteriores. De corte redondo y de buen tamaño, sin ser demasiado exagerado, con otros cuatro diamantes más pequeños también redondo montados sobre el aro, dos de cada lado. Y el color de los seis era sublime, de un claro puro que en efecto sólo había visto en piezas de los mejores joyeros de Europa. Pero más que eso, era la sensación que le provocaba el sostenerlo, verlo e imaginarlo en el dedo de la persona a la que iría dirigido.
Ese era el correcto.
—Hermoso —asintió Enishi, y entonces extendió la pieza hacia un aún más asustado Joe—. Me lo llevo.
Justo como Joe había dicho, la pieza no fue nada barata, pero el líder el Feng Long no tuvo problema en pagar el precio completo. Aquello alivió al joyero, pues por un momento creyó que se lo llevaría sin pagar, y quizás él no podría hacer nada al respecto.
Además del anillo, Enishi obtuvo también una bonita caja azul terciopelada para guardarlo. Y una vez que tuvieron lo que querían, ambos hombres salieron tranquilamente de la tienda.
Ya afuera, Enishi y Xung caminaron entre la multitud en dirección a la posada en la que se estaban quedando. Al parecer acababan de desembarcar varios barcos en el puerto, pues la cantidad de gente andando por la calle principal era más que de costumbre, incluso para esa hora que era de hecho ya de por sí bastante concurrida. Sin embargo, a Enishi no le importaba la demás gente. Se sentía de hecho de bastante buen humor, algo que era casi atípico en él.
Sin preocuparse porque alguien más lo viera o intentara quitárselo (lastima por el pobre diablo que siquiera intentara hacerlo), Enishi sacó la caja con el anillo y la abrió para echarle un vistazo. Seguía siendo tan hermoso como la primera vez que lo vio, y eso de alguna forma le sorprendió un poco.
—¿Qué dices, Xung?, ¿crees que le gusté? —Le preguntó con cierto humor al chico que andaba a sus espadas, sin quitarle los ojos de encima a la joya—. Ni siquiera sé si por ser cristiana le tengo que dar uno de estos. Quizás sí sea un poco apresurado.
—Estoy seguro que le encantará, maestro —respondió Xung con firmeza.
—¿No que no sabías esto? —Murmuró Enishi, divertido.
Antes de ese momento, antes de que hubiera tenido la resolución de ir a ese sitio y con esas intenciones, los últimos años de Enishi habían estado totalmente enfocados en sola una cosa: la venganza. Cada pensamiento, cada acto, cada paso y cada respiro, los había hecho con ese único fin. Sólo un sentimiento tan profundo como el que sentía por Sayo en esos momentos, había sido capaz de apartarlo, aunque fuera un poco, de ese anhelo. De otra forma, sin esa "distracción" de por medio, nunca le hubiera pasado desapercibida aquella presencia entre la multitud de esa tarde...
—¿Y qué tan lejos está Shimabara de aquí? —Preguntó Yahiko con curiosidad, mientras todo el grupo caminaba desde el puerto por la calle principal, en dirección contraria a la que Enishi y su guardaespaldas iban.
—Creo que lo suficiente para que ocupemos tomar otro barco —indicó Kaoru, mientras sujetaba en sus manos un pequeño mapa de la prefectura que les había facilitado el capitán del barco.
—¡¿Otro?! —Exclamó Yahiko, entre sorprendido y hastiado.
—Podríamos llegar por tierra, pero nos tomaría más tiempo —indicó Kenshin, que caminaba detrás de todos con sus manos ocultas en sus mangas, y una despreocupada sonrisa en el rostro—. Pero primero sería conveniente averiguar la ubicación exacta de la aldea perdida de la que me habló el señor Nishida.
—Eso déjanoslo a nosotros, Himura —Indicó Misao con bastante seguridad—. ¿Cierto, señor Aoshi?
La joven ninja se giró hacia su acompañante, pero éste no respondió nada, y sólo se limitó a mirar al frene mientras caminaba a su lado. Igual Misao no se desanimó.
Ambos grupos se cruzaron a mitad de la calle, habiendo de hecho bastantes personas entre ambos para no notarse entre sí. Pero además en efecto, la atención de Enishi estaba tan puesta en ese anillo, y lo que haría con él, que cuando aquella persona que tanto había dominado sus pensamientos por años pasó a su lado a unos escasos metros, ni sus agudos sentidos fueron capaces de percatarse de su presencia.
O, al menos no del todo.
Cuando ya habían avanzado unos tres pasos, Enishi se detuvo de golpe, al percibir entre el ruido de la multitud el lejano vestigio de su voz, o más bien de su risa. Aunque conscientemente no era que hubiera relacionado dicho sonido con su rostro y nombre, una sensación le recorrió el cuerpo entero, poniéndolo tenso.
Se giró un poco hacia atrás, intentando identificar entre la gente la fuente de tal malestar. Sin embargo, para ese momento el Kenshin-gumi ya se había alejado lo suficiente, y la demás gente que caminaba los había cubierto con sus cuerpos. Quizás de haber puesto un poco más de empeño, de haber agudizado lo suficiente la mirada, habría podido distinguir su cabellera pelirroja alejándose. Pero no lo hizo, pues en realidad gran parte de su mente seguía divagando en otras cosas...
—¿Sucede algo, maestro? —Le preguntó Xung, un tanto extrañado por la forma tan repentina en la que se había detenido.
Enishi permaneció en silencio, mirando ausente hacia la multitud, y luego cerró abruptamente la caja del anillo con sus dedos y la guardó en su bolsillo.
—No, nada... —respondió con voz fría, y entonces reanudó su caminata hacia la posada, aún en ese momento ignorante de cómo con ese pequeño encuentro, el destino había jugado a su favor... o, quizás en su contra.
FIN DEL CAPITULO 28
Misao y Aoshi intentarán hacer contacto con los Oniwabanshu de Nagasaki, pero aquello no saldrá como esperan. Adicionalmente, Kenshin se encontrará con un antiguo conocido de sus años como Destajador. ¿Su presencia en ese sitio será una mera coincidencia?
Capítulo 29. Okashira
Notas del Autor:
Como pueden ver, estamos de cierta forma tomando el camino marcado por la Saga de Shimabara original. Sin embargo, a partir de este capítulo comienza el verdadero Universo Alterno en lo que respecta a dicho arco. Ya comenzamos con una diferencia importante, y esa es que Aoshi acompañara al grupo a Shimabara adicional a Misao, y claro la presencia de Enishi en el mismo sitio sin que lo sepan aún. Y no se extrañen si en los siguientes capítulos se encuentran con más cambios y varias sorpresas. Así que estén al pendiente para la siguiente actualización.
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