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Capítulo III: Romanos 12:19

1966, Treacy Village.
Lunes Santo, 5 de Abril.

Eran las cinco de la madrugada. 

Matthew apenas había dormido una hora. Las pesadillas permanentes que le había dejado el ejército hacía años que lo perseguían, pero esa noche se sentía exhausto. Ni siquiera podía pestañear sin sentirse cansado, y no podía dormir.

En un suspiro, decidió dejar de engañarse y se levantó de la cama para salir a correr.

Bajo la luz del día prematuro, entre las farolas encendidas, se sintió agradecido cuando la brisa impactó en su rostro agotado.

A cada paso se alejaba más del pueblo para adentrarse en los prados verdes que se extendían como llanuras. Huía del insomnio, o huía de los recuerdos convertidos en pesadillas persecutorias, o quizá de la idea de estar solo consigo mismo.

Cambió el ruido de los grillos por el ruido de la hierba bajo sus pies, y su respiración empezó a ser pesada mientras se veía obligado a pensar, solamente, en el ardor de su pecho.

Corría por el borde para ver el mar, fijándose en el reflejo del cielo en el agua y dulce sonido de las olas. Tuvo que parar al llegar al punto álgido, donde se erguía el faro como un gigante lleno de óxido, y se apoyó en sus rodillas para recuperar el aliento.

Pero el ruido de unas sirenas rompió el magnífico silencio, resonaron como estruendos, y sus luces azules y rojas deslumbraron con el despuntar del alba.

Vio el coche patrulla a lo lejos, y lo siguió con el sol levantándose a su espalda.

Una multitud se congregó en el campo de trigo, donde un par de agentes impedían el paso más allá de la entrada.

—¿Qué ha pasado?

Al fondo, a lo lejos, se veía algo levantado: la cruz del espantapájaros.

—No lo sé. —Peter, el chico del bar, le respondió—. La tía Lou me ha despertado para que la acompañe, pero la he perdido de vista entre tanta gente.

—¿Y la policía? ¿Quién la ha llamado?

—¡Abran paso! ¡Por favor!

Todos empezaron a alterarse, como una colmena de abejas, ahogando gritos y susurrando delirios. Matthew se apartó, intentando colarse entre toda esa gente que hacía de público.

Y aún antes de llegar al pequeño pasillo que habían formado pudo olerla: la muerte.

Un cadáver.

Los policías empujaban una camilla con algo cubierto por una lona, con las manos bañadas en sangre negra.

Pero luego llevaron otra bolsa entre los brazos, que seguía al cuerpo.


【 ♱ 】


Addy se despertó al sentir el sol sobre sus ojos. Gimió algo sobre la cama, sin querer levantarse, y se dio la vuelta.

El balcón estaba abierto, y las cortinas bailaban con la brisa, trayendo consigo el olor de las azucenas plantadas en el jardín. 

Se levantó arrastrando los pies, y al tender la cama se dio cuenta de la mancha de sangre que había dejado. 

Quitó las sábanas, y antes de meterlas en la lavadora quiso ducharse, con agua más caliente que templada.

—¿Qué es esto? —Pensó en voz alta, tocándose el moretón de su muslo—.

Sin poder recordar nada, dejó que el agua se llevara la sangre.

—¿Addy? —Llamaron un par de veces a la puerta, asustándola—.

—Sí, cariño, estoy aquí.

Cerró los grifos, y apartó las cortinas para salir de la bañera.

—Siento haber manchado la cama.

Recogió la toalla blanca del lavabo, enrollándose con ella.

—¿Hoy no vas a trabajar?

—Te lo dije ayer.

—Ah... —Soltó, mirándose en el espejo—. No me acuerdo.

—¿Puedes salir? No me gusta hablarle a una puerta.

Ella se mantuvo delante del espejo, con las manos sobre su pecho mientras miraba la puerta. Gotas densas descendieron de sus rizos oscuros. Llevaban cinco años casados, se conocieron hacía ya siete, y en ese tiempo Addy aprendió a leerlo. 

Sabía qué significaban sus tonos, el tick de apretar la mandíbula cuando estaba nervioso, incluso podía jurar que sus ojos azules se volvían oscuros cuando la ira lo gobernaba. Como un hombre poseído.

Cuando la llamó no había utilizado ningún tono amenazante, no levantó la voz, le habló suave pero tenso. Y eso le erizó el vello de la nuca. No sabía porqué, pero sabía que estaba enfadado.

Dio una bocanada de aire, sin percatarse de que estaba manteniendo el aliento.

—Un momento. —Le pidió, sin dejar de mirar la puerta—. Me estoy vistiendo.

La manivela de la puerta se movió, pero estaba el pestillo puesto.

—No importa, Addy. Déjame pasar.

—Es solo... Un momento. —Repitió, sintiendo cada latido en la vena del cuello—. Aún tengo que secarme el pelo, y-y maquillarme.

Sintió una gota de sangre bajando por su muslo, calentándole la piel.

—Addy. —Volvió a llamarla. Y luego calló, asegurándose de que ella lo había oído—. Sal.

—¿Por-Por qué? —Le preguntó, arrepintiéndose al instante de haberlo dicho—.

Está enfadado.

No, no lo está.

—Per-Perdón, cariño. —Se disculpó, sacando una compresa del cajón del mueble—. No sabía que hoy no ibas a trabajar. Debería haberme levantado para hacer el desayuno.

Le temblaban las manos.

Ahora vendrán los golpes.

Pero no quiere hacerlo.

Sí quiere. Lo disfruta.

Él me quiere.

Él te quiere muerta.

—Cállate... —Murmuró al espejo—.

—Joder, Addy, solo quiero hablar contigo. Ábreme.

Ella intentó respirar, pero a cambio recibía un sonido extraño, como si se estuviese ahogando. Esa mañana no vendría Matthew, nadie llamaría a la puerta cuando Roger se enfadase con ella.

—Ábreme, Addy. —Le repitió, moviendo la manivela de la puerta—.

—No. —Susurró—.

—Abre.

—No. No quiero. —Sollozó—. Lo siento, ¿estás enfadado?

No le contestó.

—No puedo acordarme. —Lloró, lágrimas cristalinas enredándose en su mandíbula—. No sé qué hice.

—¿Por qué estás llorando?

—No lo sé. —Sollozó, cubriéndose la cara—. No lo sé. Lo siento. Sé que no te gusta escucharme llorar, lo siento.

El miedo infectó a Addy, le aceleró el pulso, le complicó poder respirar. 

Estaba enfadado.

Por algo que no sabía qué podía ser, pero estaba relacionado con el moretón en su pierna.
Hipó un par de veces para intentar coger aire, hilos de saliva mojaron sus labios rojizos. Se sostuvo el pecho con una mano para centrarse en respirar, pero el pestillo cedió de un empujón, y ahogó un grito al ver a Roger entrando.

—¿Tanto te costaba hacer esto?

Se apartó todo lo que pudo.

—L-Lo siento... —Lloró, cubriéndose la cara—.

—He tenido que tirar una puerta abajo para poder hablar contigo, ¿pero tú estás bien?

—Lo siento...

—¡DEJA DE DECIR ESO!

Addy se encogió tras sus brazos.

—¿Puedes explicarme, por favor, dónde has dormido esta noche?

—¿Qué? —Dejó de protegerse para mirarlo, con el ceño fruncido—. Aquí... He dormido aquí. ¿No?

—¿Aquí?

Levantó ambas cejas, riéndose incrédulo.

—No. No, ¡aquí no has dormido! 

Ella se apretó contra la pared, cerrando los ojos. Roger tomó aire, y luego apoyó una mano en la pared, al lado de Addy.

—¿Con quién estabas? —La señaló—.

—Con nadie, Roger, por Dios, yo-.

—¿CON QUIÉN?

Apretó un puñetazo al lado de ella, haciéndola gritar.

—¡Nadie, nadie!

—Deja de llorar de una puta vez y dímelo, Addy.

—Con nadie... —Lo miró—. Por favor... Cariño, me acordaría si hubiese estado bien, pero-.

—Cierra la puta boca, Addy. —La avisó, poniéndose el índice en los labios—. No quiero escuchar nada de esa mierda. ¿Dejas de tomarte las pastillas para que te ocurra esto? ¿La utilizas como coartada?

—Lo siento...

La bofetada que le dio cortó el aire. Se acarició la mejilla.

—¿Ves? Yo no lo siento.

—Roger...

—Solo dime con quién estabas anoche. —Se inclinó hacia ella—.

—No me acuerdo. —Lloró—. Por favor, por favor, no me pegues. Me tomaré todas las pastillas.

—Puta.

Le escupió.

—¿Te crees que lo hago por gusto? Eres una ramera que lleva cruces y lee la biblia.

Apartó el brazo que apoyaba en la pared, y Addy inhaló profundamente como si ahora pudiese respirar.

—Sin mí no serías nada.

Addy intentó no ahogarse con el aire, y Roger agachó la cabeza para observarla.

—Venga, dilo. —La miró sollozar—. 

Ella asintió varias veces con la cabeza.

—Dilo. Sin mí no serías nada.

—Sin ti no soy nada. —Repitió con él—.

Se apartó, irguiéndose.

—¿Quién soy yo?

Addy levantó la cabeza. Se lo pidió con la mirada, le pidió que no lo hiciera.

—¿Quién soy yo? —Repitió—.

—Sé quién eres, no estoy loca... Eres Roger. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—.

—Sí. —Asintió—. ¿Y quién eres tú?

Una gota de agua cayó de sus rizos castaños.

—Soy... Soy Audrey Stevens.

Roger volvió a acercarse a ella, y sus hombros parecieron una amenaza no verbal cuando se inclinó a su altura.

La hizo callar, y dejar de respirar, sin decir nada.

—¿Y a quién te follaste ayer, Audrey?

【 ♱ 】


El padre Matthew soltó la biblia, dejándola con cuidado en el altar de la iglesia. Había sido un día largo, una mala noticia de la cual fue espectador.

El cuerpo sin vida de Sharon Campbell fue encontrado en el campo de trigo. Ocupando el lugar del espantapájaros. Pero tuvieron que retirar el cuerpo en bolsas diferentes, y el periódico del pueblo no tardaría en regocijarse en el morbo.

La habían matado de madrugada, la misma madrugada en la que Matt no pudo dormir. Si se hubiese levantado antes, si hubiese salido a correr antes, quizá solamente una hora antes... Podría haber hecho algo, quizá habría cambiado algo. 

Veinte horas antes Sharon estaba en la iglesia, recién llegada de Delaware, donando ropa y comida para la parroquia, Matthew había hablado con ella. Y ahora estaba muerta, habían crucificado a Sharon Campbell detrás de la iglesia.

—¿Padre?

Se giró.

—Amanda. —Fue hacia ella, bajando el escalón del altar—.

Abrió los brazos para recibirla.

—Lamento su pérdida.

—Gracias, padre. —Se secó las lágrimas con un pañuelo bordado—. Solo quería darle las gracias por todo. Aunque Sharon no era parte de nuestra comunidad.

—El perdón y el sosiego se otorga a todos, Amanda. A Dios no le importa lo que hicimos en un pasado del que podemos arrepentirnos. Nos ama. Y nos ama por lo que seremos.

—La policía me ha dicho que el... —Se calló, otorgándose un momento—. No... No habrá entierro.

—Yo me encargaré de todo. —El sacerdote dejó una mano en el hombro de la mujer, intentando reconfortarla, pero sin saber qué decirle a una madre que había perdido a una hija—. No se preocupe por el trámite, por favor.

Amanda retuvo un sollozo, y por un momento volvió a sentir todo el dolor que le habían inyectado con esa llamada, deseando no haber respondido nunca.

—Gracias.

—Rezaré por ella.

—Yo también. —Susurró—.

La mujer le dio la espalda, llenando el silencio sepulcral con sus pasos, hasta que desapareció. Su propio dolor le traería un nuevo amanecer.

El sacerdote también se dirigió a las puertas, pues la iglesia cerraría esa noche, por precaución, y en señal de luto. Y él se quedaría preparándolo todo para el entierro en vez de pretender que podía dormir.

Tomó las grandes puertas de madera para cerrarlas. Los vitrales filtraban la luz del atardecer, y las docenas de cirios encendidos (uno por cada persona que mostró su pésame) era la única iluminación que otorgaba la iglesia a esas horas. Olía a cera derretida y a incienso, ese aroma a libros antiguos merodeaba por la estancia.

Cerró y volvió al altar, con las manos en los bolsillos.

Mientras caminaba, se fijó en una mujer sentada entre los bancos de madera. Era Addy, con un cigarrillo en la mano.

Debió de colarse como un gato sigiloso, porque no la escuchó entrar.

—¿No te parece gracioso? —Dijo, sin mirarlo—.

Tenía una herida en el labio, y en sus brazos había marcas de dedos.

—¿El qué? —Le contestó, tomando asiento a su lado. La madera del banco crujió—.

Ella dio una calada, y él estaba demasiado cansado para decirle que en la iglesia no podía fumar.

—¿Tienes otro? —Le preguntó, mirando juntos la estatua de Cristo en el altar—.

Ella sacó otro del bolso, encendiéndolo con el suyo antes de dárselo. El sacerdote acarició sus yemas con las suyas, y dio una calada rápida mientras ella exhalaba el humo. Se quedaron en silencio durante un rato.

—A mi me parece gracioso.

—¿El qué? —Suspiró—.

Ella miró a Matthew a su lado, viendo que tenía la cabeza inclinada hacia atrás, y los ojos cerrados. La línea de su mandíbula proclamaba el camino hacia su alzacuellos.
Ahogó una risa.

—Nada.

Después del silencio, él giró la cabeza para encontrarse con unos ojos que ya lo estaban mirando. 

Mirándola, pensó que no parecía tan joven como en verdad era.

—Cuando me miras la buscas a ella. —Le dijo—. Porque sabes que no soy Addy.

Él asintió.

—No crees que esté poseída.

Negó.

—No crees que esté mintiendo o actuando.

Volvió a negar.

—Siempre la has ayudado.

—Es mi trabajo.

—No me refería a eso. 

—No sé qué te gustaría escuchar, pero yo no puedo dártelo.

Ella esbozó una sonrisa.

—Y no puedes dármelo porque no soy Addy, ¿verdad? 

Sostuvo su silencio, y lo vio dar otra calada, mirando de nuevo la estatua.

—¿Sabes que piensa en ti? —Continuó, bajando la voz—. Cada vez que él empieza a enfadarse, o cuando ya le está pegando, piensa en la posibilidad de que llames a la puerta y Roger pare.

—Cállate.

Alteró el eco de la iglesia.

—Deja de contarme cosas. Yo no puedo hacer nada. Ella no quiere ser ayudada.

—Oh, sí quiere, padre. —Le sonrió, derrotada—. Pero no sabe cómo.

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