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Prólogo

Corea del Sur, 2006

¿Realmente alguien pide ayuda cuando la necesita? A veces es muy complicarlo deducirlo con claridad porque Park Choi no lo había hecho, aunque sí lo había dejado en claro, inconscientemente, en repetidas ocasiones.

A veces parece ilógico creer que el poder y el dinero pueden hacer completamente feliz a todas las personas, pero, ¿acaso no son todas las personas diferentes?

Su vida iba en ascenso, desde el nacimiento de su hijo Jimin había podido conseguir el puesto de gerente en el trabajo de su mejor amigo y vecino, Jeon Seung. Podía decir que ganaba una gran cantidad de dinero, la cual invirtió en mejorar su casa, en comprar lo necesario para poder darle una gran crianza al menor y poder darse sus pequeños gustos junto con su esposa.

Nada parecía fuera de lugar, salvo por un pequeño detalle: ludopatía.

Hacía unos pocos meses se había instalado el primer bingo de Youth y no había perdido la oportunidad de ir luego del trabajo dándole lugar a un lado ávaro que desconocía de sí mismo. Había ganado cinco de los ocho juegos que probó esa noche y llegó satisfecho. Su mujer no ganaba lo suficiente en la panadería y creía que podía serle de gran ayuda.

Pero la mayoría queda de vez en cuando en el lugar y el momento equivocado, con el paso del tiempo comenzó a pasar noches enteras dentro del establecimiento y a beber alcohol constantemente, convirtiéndolo en su rutina y por ende, a volverse adicto a ella.

También había recibido toda la ayuda posible, hasta donde pudo, por parte de su mejor amigo, pero había sido muy complicado y no pudo mantener el empleo en ese estado.

Dentro de los recovecos de Youth había un grupo de empresarios y escribanos de muy buen prestigio —o tal vez no tanto— y coincidió con el secretario de uno de ellos esa noche, pero Choi, habiendo corroborado el peligro de aquello, decidió apostar igual fingiendo la ebriedad que el alcohol todavía no le había producido. Por eso mismo, apostó todo su dinero que era cada vez menos, mientras que la contraparte apostó todo lo que tenía en su bolsillo derecho, incluyendo un collar de rubí.

Como si de un milagro se tratase, consiguió ganarlo y llevarlo a su casa, notando una fuerte mirada en su nuca.

Sabía que se había metido en un gran problema, por eso mismo optó por coger un bolígrafo y un papel para escribirle una carta a su hijo, la cual escondió en un lugar específico para que, al cumplir sus dieciocho, la leyera y pudiera hacer con aquel collar lo que él creyera necesario para salir adelante.

Luego de ello, se fue sin dejar rastros, dejando a Jimin y a su madre desconcertados.

—¿Dónde está mi rubí? —preguntó el señor con un traje elegante y oscuro mientras caminaba lentamente con las manos unidas a su espalda.

—No lo sé, juro que lo tenía en mi bolsillo —El joven comenzó a palpar su vestuario sin tener éxito en lo absoluto.

—Vas a tener que memorizar porque estuviste sentado en esa silla más de cinco horas.

Las gotas de sudor debido a los nervios caían por todo su rostro, rogando que sus rondas de alcohol previas al bingo no le hayan jugado una mala pasada.

Distintos momentos se hicieron presentes como flashes mientras miraba la cinta de la cámara de seguridad, señalando la puerta de salida de emergencia una vez que se puso de pie.

—Se lo llevó él.

El encargado del lugar comenzó a trabajar para poder vislumbrar el rostro de la persona, aunque no hizo falta demasiado, aquel señor intimidante había estado allí y había visto todo con exactitud, solamente necesitó aquellas pruebas.

—¿Estás intentando decir que apostaste mi collar al señor Park? —Rió de una forma sarcástica y sacó un revólver del interior de su chaqueta, apuntando de lleno a su frente.

—¡Juro que lo puedo recupe-

No pudo acabar su discurso en busca de salvaguardar su vida, ya que el contrario apretó el gatillo, dejando su cuerpo inerte en aquella silla.

—Ya no me sirve, necesito que llamen a mi hijo, es el único que puede ayudarme.

Uno de sus secuaces estuvo a punto de tomar el teléfono y marcarle a la persona indicada, pero no contaban con que alguien más iba a pasar por aquella puerta como si nada, por ello una serie de armas y láseres le apuntaban en cada parte del cuerpo.

—Yo puedo ayudarle, Señor Lee.

Con un simple gesto de manos logró que todos se calmen y regresen a su lugar.

—¿Y cómo puedo corroborar que me vas a servir?

—Puedo demostrárselo, pero no lo voy a lograr sin su ayuda.

—Te escucho...

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