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Capítulo 4.

La cuenta regresiva para la boda de Simon ya había comenzado, por lo que el Palacio de Caster estaba hecho un lío con los preparativos finales.

―Lamento el montón de interrupciones. ―Simon ingresó al salón verde con un aspecto demasiado austero viniendo de él. Se había quitado el saco y arremangado la camisa de lino desde la última vez, de las siete que iban, que había tenido que abandonar la reunión para atender los asuntos relacionados con la ceremonia―. Lo habitual es que lord Chambelán se ocupe de los preparativos de la boda, pero como Lyla y yo hemos decidido involucrarnos en el proceso ―se dejó caer en el sillón individual con las piernas abiertas―, los dos acabamos agotados.

―Nadie te mandó a casarte, ahora te aguantas ―repuso William con su característico humor que generó algunas carcajadas.

Julian se obligó a sonreír, aunque su atención volvió a decaer en la taza de té de la que apenas había bebido. Los muchachos ―William, Isaac, Sam y él― se habían reunido para asistir a Simon durante la última prueba del traje, y con asistir se refería a simplemente hacerle compañía. En realidad, ya no quedaba nada más por hacer respecto al ajuar, solo tomar las medidas finales. Lyla, Olive y Caleb lo habían hecho la semana pasada. El resto de la familia iba a hacerlo en la corriente.

Julian dedujo que las reuniones constantes, incluso por nimiedades sin sentido, se debían al evento trascendental de que, después de tantos años de amistad, el primero del grupo se estaba casando, y quizá Simon era el último al que Julian habría imaginado en esa posición, exceptuando a William, el espíritu libre de la familia. Simon había escogido como pareja a una mujer que era opuesta a él en muchos sentidos. Aun así, habían logrado que esa fusión dispareja funcionara. Olive, entretanto, también había elegido a una persona menos arraigada, que no se llevaba del todo bien con las exigencias del protocolo. Después de diez años de relación, ahí seguían, y cada vez más fuertes y unidos. Incluso Sam, que se había integrado al grupo pocos años antes, estaba en una relación estable con Rachel, la asistente de Simon. El grupo de los solteros se estaba haciendo cada vez más pequeño.

Julian se sentía cada vez más solo, también, en especial cuando los momentos en silencio lo asaltaban y las voces dentro de su cabeza encontraban la oportunidad de alzarse en una reyerta. Estaba enfermo, sí. Esa era la única explicación posible para que, al mirar el borde dorado de la taza, el rostro de Wren Carmichael fuera lo primero que le viniera a la mente. Solo un enfermo, o un estúpido, se pasaría los últimos diez años de su vida con el recuerdo de una muchacha que solo vio una vez, o permitiría que su reencuentro lo persiguiera desde aquella tarde en que la vio merodeando frente al club. O la buscaría entre la gente del salón para confirmar si había asistido esa noche, se había sentado en la misma mesa de siempre y sacaba un libro viejo que leer mientras servían su cena. Sí, solo un enfermo o un estúpido permitiría que una mujer en particular lo manejara a su antojo sin siquiera ser consciente del efecto que mantenía sobre él.

Pero tampoco podía evitarlo. Estaba fascinado con ella, y no solo con el recuerdo que seguía fresco en su memoria. Wren era inteligente, perspicaz, tenaz y obstinada, aunque a veces le jugaba en contra. Sus ojos agudos se fijaban en detalles que pasaban desapercibidos por los demás. Julian deseaba conocer lo que había dentro de su cabeza. Podría escucharla hablar por horas sin ningún inconveniente. Dado lo incómoda que se mostraba ante los halagos, y la manera en que aceptaba los insultos con naturalidad, resultaba evidente que no estaba acostumbrada a que alabaran su inteligencia. Si tan solo pudiera conocer más sobre su pasado, podría comprender las sombras de su carácter. ¿Quién había sido antes de Ecclestoun? ¿Y quién fue después? Tanto por descubrir... Era una pena que, en lugar de ser un libro abierto, resultara ser una caja fuerte.

―No pensé que, para casarme, tuviera que hacer tantas cosas ―dijo Simon antes de suspirar y cruzarse de brazos―. De verdad, tomar ese tipo de decisiones puede ser más agotador que cualquier sesión del parlamento.

―Para tu mala suerte, todavía nos queda la reunión en el parlamento de la próxima semana. ―William movió las cejas―. Vas a necesitar una buena inyección de energía.

―Yo también ―intervino Sam―, considerando que Rachel me usa de su asistente mientras Simon está en sesión.

―¿Y sobre qué es la sesión esta vez? ―preguntó Isaac mientras rellenaba las tazas con té fresco―. Si es que pueden contarnos, por supuesto.

Considerando lo mucho que le gustaba hablar a William en general, la pregunta instó a su lengua a confesar los asuntos que iban a ser discutidos en privado entre las cámaras de los Lores y los Comunes, una obligación de la que, por fortuna, Julian no gozaba al contar con un título de cortesía, una dignidad que no tenía espacio dentro del parlamento. Cuando su padre falleciera y heredara su título, bueno... Ahí sería otro cantar. Tendrá que presentarse ante la Cámara de los Lores y participar de las interminables y tediosas sesiones.

―El presidente de la Corte de la Corona ha sido diagnosticado con cáncer del pulmón y quiere retirarse a una residencia más cálida, por lo que su vacante deberá ser llenada antes de que su renuncia entre en vigor dentro del próximo mes. ―Simon le dirigió una mirada simpática a Julian―. Están considerando a tu madre, ¿lo sabías?

―Mmm. ―Bebió del té, que ya estaba frío, e hizo una mueca al percibir el sabor amargo―. Me lo comentó. Llegó anoche de su viaje y me ha pedido que nos veamos en una hora.

―¡Ah! ―William chasqueó la lengua―. Entonces por eso has estado tan callado. Ya decía yo que no era normal que no estuvieras molestando a Simon con la boda.

Julian forzó una sonrisa.

―Esa es tu responsabilidad, no la mía.

―Cierto, pero eres el mejor cómplice que un humilde príncipe como yo pueda pedir.

―Te he notado apagado desde que llegaste ―comentó Simon, una maniobra para escapar de las burlas―. Pensé que las cosas con tu madre marchaban bien.

―Manchan bien. ―Asintió, despacio―. Mi cabeza está en otro asunto. ¡En el club! ―Soltó de golpe, lo que sobresaltó a sus amigos―. Es un cúmulo de estrés constante.

Desde el otro lado de la habitación, Julian encontró la mirada de Isaac, que lo estudiaba con demasiado interés. Era el único que sabía que Wren había estado en el club pocos días antes, y probablemente también era el único que sabía que su distracción se había bautizado con su nombre. Era un verdadero problema si sus sentimientos salían tan a flote.

―¿Las remodelaciones no marchan bien? ―preguntó Sam. Le hizo una seña con la mano para que le entregara la taza y cambiar el té―. Siempre que paso por Strand, se ve mucho movimiento.

―Si, van bien ―mintió, y miró a Isaac para que no dijera nada. No quería que supieran que se había quedado sin arquitecta―. Solo desearía que las reparaciones se hicieran más rápido. No soporto que el club lleve tanto tiempo cerrado.

―La oruga de la mariposa monarca dura de siete a diecisiete días en su crisálida antes de culminar su metamorfosis ―puntualizó Simon―. A veces, los procesos más tardados son los que generan mayores beneficios.

―Lyla hizo una metamorfosis contigo en unos pocos meses, mientras nosotros lo hemos intentado por años. ―William estiró las piernas antes de cruzarlas―. Yo nunca he visto a un hombre tan desesperado por pedirle a una mujer que se case con él.

―Su libertad pasó a la historia. ―comenzó a cantar Julian―. Domado está...

―¡El león! ―los acompañó el resto menos Simon, quien movió la cabeza mientras sonreía.

―Tal vez yo sea el primero en casarse, pero a ti ―señaló a Sam y después a Isaac― y a ti ya los tienen agarrados por los...

―¡Dios bendito! ―gritó Julian―. Nala hasta te ha despojado del decoro.

―Por esas cosas ―William señaló al grupo con el dedo índice, sin abandonar el sofá donde estaba recostado― es que enamorarse debería estar prohibido.

Sí...debería. Haría que la cabeza no diera vueltas una y otra vez alrededor del recuerdo de alguien, y definitivamente volvería más sencillo que Julian se ocupara de los asuntos que sí podía controlar, como el club, por ejemplo, o poner las distancias pertinentes con la abogacía antes de que resultara imposible desligarse de ella por completo.

―Hablemos de la prohibición cuando te enamores. ―Simon esbozó una sonrisa diabólica.

Julian bufó y se refugió en la taza. Ese artilugio era un calmante siempre que fuera correspondido, o cuando al menos los obstáculos permitían conocer a la persona al otro lado del río, pero si la profundidad del agua evitaba que alguien pudiera cruzarlo... ¿De verdad era tan mágico ese remedio? ¿O se convertía en un veneno que por idiota o desesperado se tomaba a sorbos, esperando que su efecto fuera menor?

Contento porque el sabor del té había mejorado, pero furioso porque la reunión con sus amigos no había hecho más que desordenar su cabeza, dio el último sorbo a su taza y la dejó sobre la bandeja plateada en la mesa del centro.

―Lamentablemente, tendré que perderme la prueba del traje o, de lo contrario, no llegaré a la cita con mi madre. ―Le ofreció un apretón a Simon―. Pero creo que te verás bonito.

―Pues gracias. ―Se echó a reír―. Tengo que alejarte de la influencia del vocabulario de William. A veces hablas como él.

―Tiene el mal tino de visitarme a cada rato.

―Claro, su proyecto secreto ―murmuró Isaac― del que esperamos escuchar alguna vez.

―Y el que debe ser serio, e importante, si necesitas el asesoramiento de un abogado ―puntualizó Sam.

―Se me ocurren algunas ideas ―Simon alzó las cejas―. Conjeturas, conjeturas... ¿Será que puedo pedir la respuesta como regalo de bodas?

―No. ―William le guiñó el ojo.

―Si mi cliente no quiere hablar, entonces estoy imposibilitado de revelar nuestras confidencias. ―Julian movió los hombros e improvisó una reverencia―. Ahora sí debo irme.

Abandonó el salón después de despedirse con un rápido movimiento de la mano. Mientras avanzaba por el corredor, evitando entrar en contacto con la mirada de los empleados, le echó un vistazo al reloj de su muñeca. Faltaba poco menos de media hora para la reunión con su madre, y no estaba contando los treinta minutos de viaje desde el palacio hasta Argham Street, al norte de Chelsea. Debió haberse marchado antes, pero en el momento en que se acomodó en una de las butacas que rodeaban la mesa, su cuerpo ―al igual que su mente― se clavó allí.

Al llegar a la entrada, le sorprendió ver su coche, pese a que debería estar acostumbrado a la manera en que los sirvientes se anticipaban a las necesidades tanto de los residentes como de los invitados. Agradeció al valet con la cabeza, entró al coche ―lo habían dejado encendido― y se alejó del palacio.

Por desgracia, sus pensamientos no se quedaron. La constante intromisión al flujo natural de sus pensamientos se había vuelto un fastidio con el paso de los últimos años. Su mente era traicionera y desempolvaba recuerdos que hubiese preferido mantener enterrados.

Habían transcurrido cinco meses desde la última vez que visitó a su madre en su residencia en Gales, donde ejercía como jueza del Tribunal de la Corona, aunque constantemente viajaba a las diferentes cortes para atender las situaciones que se presentaban. Su figura materna no era constante en su vida, aunque tampoco podía decir que no se interesaba por él ni mucho menos que no lo quisiera. Julian estaba contento con los logros que había obtenido desde que se separó de su padre, esa ancla oxidada que había impedido su progreso profesional. Ya quedaba muy poco de la mujer asustadiza tan presente durante su niñez, que se dejaba someter por un marido opresor y machista que, si bien nunca había llegado a la agresión física, había martirizado su mente hasta amenazar su vida.

Cuando Julian tenía trece años, su madre había intentado suicidarse. El conde de Kenton era un clasista que gustaba de humillar a los inferiores, pero en casa era donde dejaba fluir su verdadero monstruo interior. Gritaba, manoteaba, insultaba... Mientras se comportaba como el infeliz que era, exigía que su esposa fuera sumisa y callada y que su único hijo fuera como él en todo sentido. Hasta cierto punto, Julian también lo era: mirando a los demás por debajo de los hombros. Se había parecido tanto a su padre que la mente de su madre no lo soportó. Las discusiones se volvieron cada vez más ensordecedoras, dejando a Julian sin un lugar silencioso donde ocultarse.

Entonces, un día, la casa se quedó en silencio, solo que no encontró ni un ápice de tranquilidad. Cuando fue a la habitación de su madre, los empleados le impidieron entrar. Más de uno había tenido que envolverlo con los brazos y arrastrarlo a la habitación donde lo encerraron con llave. Seis días después, su madre fue dada de alta, pero Julian ya había escapado de esa pesadilla y había encontrado refugio en Ecclestoun. Uno de los dos tenía que huir, y estaba claro que su madre no se atrevería. A Julian no le quedaba fuerza para soportar más peleas u otro intento de suicidio. La culpa por haberla dejado sola lo persiguió durante los primeros meses. ¿Qué otra opción tenía? ¿Quedarse y la próxima vez que hubiera silencio fuera el momento en que encontrara su cuerpo? No, no podía.

El haber huido de casa fue la sacudida que su madre necesitaba. Abandonó la residencia de su padre y poco a poco retomó su autonomía. Ahora, casi diez años después, era una importante jueza del Reino Unido, nada menos.

Julian frenó de golpe al percatarse de que estaba en la calle donde residía su madre. La hilera de casas victorianas que marcaban el final de King's Road se extendían por la calle como si hubiesen sido trazadas de una pincelada. Cada una de ellas estaba pintada de un color diferente, pero en tonalidades pasteles. Su madre vivía en la tercera, la de verde menta.

Se estacionó donde pudo y bajó del coche mientras jugaba con las llaves. Antes de que llegara a la entrada, el señor Chippendale, el mayordomo, abrió la puerta.

―Lord. Iverson ―musitó su nombre de forma pausada―. Solo lo veo cuando viene a ver a su madre.

―Te debes sentir muy solo cuidando de una casa tan grande. ¿Por qué no me buscaste al club como te dije? ―Subió los cuatro escalones. Le sonrió al hombre de sesenta y dos años al alcanzar el desembarco de la escalera―. Me hace falta un perro guardián de tu calaña.

―No soporto el mal gusto de los nobles de hoy en día. ―Acercó su nariz e inspeccionó la ropa de Julian―. Si sigue usando esa colonia, voy a tener que darle un manguerazo antes de entrar.

―No pienso darme una ducha para complacer a tu nariz inconforme. ―Señaló el interior de la propiedad con la barbilla―. ¿Mi madre está disponible?

―Para usted, desde ayer. ―Se hizo a un lado para permitirle pasar―. No ha parado de recordarme que usted vendrá a almorzar con ella.

Julian ingresó a la propiedad con la sonrisa de un niño. Resultaba de lo más agradable ese cambio de temer llegar a casa y encontrarse con malas noticias a que lo recibieran con ganas de verlo.

No esperó por el mayordomo. Avanzó por el corredor de techo alto y paredes tapizadas de amarillo hasta el salón favorito de su madre, el de juegos. Como era de esperarse, la encontró inclinada sobre la mesa de cedro circular, con el cabello amarrado en un apretado moño para que no le estorbara mientras montaba un rompecabezas. La habitación, decorada mayormente con tres diferentes tonos de violeta, olía a lavanda. No había que conocerla durante años para descubrir cuál era su color favorito.

―Señoría, pido autorización para acercarme al estrado.

Viola Danby apartó la mirada achocolatada, como la de Julian, del rompecabezas y miró a su hijo con su característica dulzura.

―¡Hoy has llegado tarde! ―Se echó a reír al tiempo que se levantaba de la silla y caminaba hacia él―. Pensé que me cancelarías el almuerzo.

―Por supuesto que no. ―Recibió su abrazo con una sonrisa―. Simon ha querido medirse el traje por última vez. No lo quiere admitir, pero está casi tan nervioso como la novia.

―Las bodas son aterradoras. ―Viola se apartó, frunció el ceño y al instante arregló la corbata de su hijo―. ¿No te ha dicho nada sobre...?

Julian negó con la cabeza.

―Lo supuse. ―Le ofreció la silla vacía con un rápido movimiento de su mano izquierda, en la que llevaba puesta el brazalete de diamantes que Julian le regaló en su último cumpleaños―. El comité deberá deliberar mi postulación con calma. No todos los días se debe escoger al próximo presidente de la Corte de la Corona.

―Tu nombre fue propuesto por el rey. ―Julian apartó la silla, soltó los botones del saco y se sentó, con especial cuidado de no tirar ninguna pieza―. Lo van a tomar muy en cuenta.

―De cualquier forma, siempre estoy preparada para escuchar la negativa. Te he dejado la parte del cielo. ―Señaló la parte superior sin montar―. Aún sigue siendo tu favorita.

Julian pasaba largas horas observando el cielo desde su ventana mientras se esforzaba en ignorar las discusiones. Supuso que era normal que esa fuera la parte del rompecabezas que prefería montar. Le recordaba lo mucho que había añorado la libertad que tenía ahora.

Viola devolvió su atención al rompecabezas.

―¿Cómo le está yendo al club?

Julian suspiró, agarró una pieza e intentó encajarla en la esquina a su derecha. No entró.

―La arquitecta renunció. Ha dejado a su secretaria y la obra ha continuado como puede con lo que sabe, pero necesito encontrar otra pronto o las remodelaciones importantes se quedarán a medias.

―¿Cómo es posible que no hayas encontrado ninguna hasta ahora?

―No muchos arquitectos están certificados en lo que necesito. Es un edificio antiguo al que le quiero preservar su valor histórico. ―Intentó con otra pieza y esta vez sí encajó―. De por sí, tardé varios meses en encontrar a la que renunció.

―¿Y por qué no le pediste a tus amigos que te recomendaran algún recurso? ―Viola golpeó a Julian a la mano y le entregó una pieza azul, probablemente parte del cielo. Julian le indicó con la barbilla que la dejara junto a las demás―. Se necesitan arquitectos calificados para realizar cualquier remodelación en las propiedades de la corona.

―Prefiero arreglármelas por mi cuenta.

―Es decir, no puedes pagar un servicio de esa magnitud.

Julian se congeló al escuchar sus palabras. La pieza en su mano cayó sobre las demás. Levantó la mirada con lentitud y la garganta se le secó al observar los ojos de su madre.

―¿Le vas a decir a tus amigos que te estás quedando corto de dinero por culpa de tu padre?

―No me estoy quedando corto de dinero. ―Se irguió y adoptó una postura defensiva―. Solo tengo los bolsillos un poco más vacíos que antes.

―Ya no estás aceptando casos, así que la abogacía no te genera ni un centavo. Todas tus energías se han concentrado en el club y cada vez le inviertes más y más dinero sin haber salido antes de la deuda que tienes.

―Ya hablé con mi padre y me ha alargado el plazo.

―Para generarte más intereses. ―Viola golpeó la mesa con las palmas abiertas. Algunas piezas saltaron y cayeron al suelo―. Cada vez que puedes, te subes al jet y desapareces durante meses.

―Me gusta viajar ―soltó como si lo estuvieran agarrando por el cuello y casi no pudiera respirar.

―¡Te gusta escapar! ―Se levantó de la mesa con los ojos desorbitados―. Me enferma ver que sientes que todavía necesitas alejarte para poder sentir paz.

―Me parece que lo estás malinterpretando todo. ―Julian se levantó de la silla con los movimientos de un gato que ha percibido el peligro―. Mamá, nosotros estamos bien.

―Entonces, ¿por qué no me pediste el dinero que necesitabas para adquirir el hotel y convertirlo en el club? ―Rodeó la mesa con la mirada enfurecida, pero cuando la tuvo cerca, Julian se percató de que no era enojo, sino miedo―. No quiero que la influencia de Harold vuelva a envolverte.

―No soy un niño, mamá, y él ya no puede controlarme. Ven aquí. ―Pese a haberle ofrecido un abrazo, Viola se lo negó con un movimiento de la cabeza.

―Si no resuelves el problema, entonces lo haré yo. ―Viola descansó las manos en la cintura y concentró su mirada abatida en el rompecabezas―. Te fuiste de casa porque era una mujer débil y no supe protegerte, pero ahora es diferente.

―Ya lo hablamos, no eres una mujer débil. Mamá... ―Volvió a acercarse a ella y esta vez no le rechazó el abrazo. La cercanía relajó el cuerpo de Viola al instante, Julian pudo percibirlo. Lo descojonó un poco lo mucho que su pasado la seguía atormentando, aunque probablemente era un mal que compartía con ella―. Lograste liberarte de él y por eso me siento orgulloso de ti.

―Pero antes estabas enfadado...

―Antes, cuando era un muchacho y no entendía muchas cosas. Vamos. ―Le frotó la espalda con cariño―. No me gusta que te sigas culpando.

―Lo siento, es que... ―Julian notó la humedad de sus ojos al apartarse de él―. De solo pensar que probablemente tendré que ver a tu padre pronto, me pone enferma. Estoy segura de que hará todo lo que esté en su poder para evitar que me nombren jueza presidenta de la Corte de la Corona

―Pero tú harás todo lo que esté en tu poder para impedírselo, ¿no es así?

Viola esbozó una lenta sonrisa.

―Eso te lo garantizo.

―Pues ya está. ―Frotó sus brazos al tiempo que le concedía una sonrisa conciliadora―. Ese cavernícola clasista no podrá intervenir en tus aspiraciones. Ya no tiene ese poder.

―Y hablando de poder...

―No ―recalcó entre dientes―. Ya te dije que no.

―No recuerdo haberte pedido permiso. ―Pinchó su barbilla con una sonrisa juguetona―. Julian Remsey, soy tu madre.

―Mi respuesta sigue siendo no. ―Agarró su mano con delicadeza y besó el anillo de diamantes, la primera pieza de joyería que le regaló con los ingresos del club―. Quiero que te mantengas lejos de él. Soy el único responsable de la deuda que me une a él por confiar en su falsa redención. Nadie más que yo arreglará el problema, ¿entendido?

―No haré promesas falsas. ―Se liberó del apretón y recorrió la mejilla rasposa de Julian. La suavidad de su toque lo hizo sentirse un niño otra vez―. Todo el poder y las influencias que he acumulado en los últimos años ha sido para protegerme, sí, pero también para protegerte de Harold si llegara a ser necesario. Tú y yo no volveremos a vivir esa pesadilla nunca más. Si te hace daño, o si continúa manipulándote, lo voy a hacer pedazos.

Julian se estremeció, pero no de miedo o preocupación, sino de orgullo. Sonrió.

―Entendido, señoría.

Viola le obsequió una sonrisa divertida.

―A fin de cuentas, ¿has resuelto algo sobre la mujer de la que me hablaste? ―Lo invitó a regresar a la silla. Julian recogió las piezas del suelo y las devolvió a la mesa―. Esa cuyo nombre no has querido decirme.

―No, nada todavía. ―Se sentó en la silla con un largo y agotador suspiro―. No he logrado descubrir nada nuevo ni conectar lo que la une a mi padre.

―Probablemente una amante.

Julian se estremeció.

―Espero que no.

―O tal vez sea una hija ilegítima, ¿has pensado en eso?

Oh, eso definitivamente sería mucho peor, aunque desde luego que lo había pensado. La posibilidad lo había frenado en muchos sentidos, aunque su cabeza, y por momentos su corazón, se desviaban a la tendencia de que debía existir otro motivo.

―¿Por qué es tan importante? ―Viola descansó las manos en su falta, lo que era un claro indicativo de que estaba dispuesta a ignorar el rompecabezas con tal de recibir una respuesta.

―Mi padre y ella son bastante hostiles entre ellos. Al principio, pensé que eran amantes, pero ella asegura que no. Mi padre insiste en que no es su hija. Solo quiero saber la verdad.

―¿Y por qué es importante esa verdad?

La mirada de Julian se cruzó con la de su madre.

―Quiero prevenir que los secretos de mi padre nos perjudiquen. Lord Kenton nunca se ha hecho responsable de sus actos. No estoy dispuesto a pagar por él.

La respuesta no la complació. Había vivido muchas cosas ―y también las había presenciado en los juzgados― para dejarse engañar por su propio hijo. Por fortuna, dejó que el tema culminara. No fue así con el rompecabezas. Viola no permitió que Julian abandonara la residencia hasta que terminaran el rompecabezas después de almorzar en la terraza.

Una vez en el interior del coche, Julian contempló la caída de la tarde sobre la calle adoquinada y las fachadas victorianas. En cuanto se puso en marcha, echó un vistazo a la residencia de su madre a través del espejo retrovisor. La tarde había resultado mejor de lo que esperaba si tomaba en cuenta que los encuentros con ella acababan siendo agotadores. A pesar de la cantidad de logros que había conseguido por mérito propio, aún le pesaba su pasado, su momento de debilidad al considerar que un suicidio era la única salida y de permitir, según su criterio, que fuera Julian y su salida de casa la que la salvara, cuando debía ser ella y su responsabilidad como madre la que hubiese puesto a salvo a su único hijo. A Julian se le estaban agotando las maneras de hacerle entender que no la consideraba de esa manera y que ella tampoco debía hacerlo.

Se detuvo en una luz roja. Mientras esperaba, recorrió el volante con la palma derecha y echó un vistazo a las aceras iluminadas. La imagen de las calles londinenses cobrando vida a medida que se acercaba la noche era un espectáculo que a Julian le gustaba disfrutar desde la habitación en el club que utilizaba como dormitorio. La gente se veía más feliz en la oscuridad a la espera de lo desconocido, y Londres y sus maravillas siempre estaban a la disposición de lo inesperado.

El coche detrás presionó el claxon con insistencia ante el cambio de luz, pero Julian había estacionado su entera concentración en la mujer que acababa de cruzar la calle en dirección a un pub. El resplandor de sus dedos anillados causó que se fijara en la insistencia con la que intentaba meter un cuaderno blanco dentro del bolso gris.

Londres y sus maravillas, ¡cómo no!

Ay, ¿y si de pronto me entrara la loquera y subiera el 5 más tarde? 🤪

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