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Capítulo 12.

El club se había convertido en el sueño que Julian más había anhelado desde que tenía uso de razón.

Mientras su padre se esforzaba por inculcarle que debía andar el camino de las leyes ―irónico si tomaba en cuenta que se trataba del hombre más torcido que conocía― y su madre le repetía constantemente que su única obligación era escoger una carrera que le proveyera felicidad, Julian ya había caído rendido ante las artes culinarias.

Los empleados de la casa de su infancia tenían prohibido permitir que Julian tocara un cuchillo, que la ropa se le manchara con comida, que se ensuciara las manos con harina y que preparara su propio café e incluso que consumiera más azúcar de la adecuada. El hijo del conde de Kenton nació para grandes proezas, como sucederlo tras su fallecimiento. Julian Remsey, vizconde Iverson, solo debía enfocarse en ser el heredero que lord Kenton necesitaba.

Pero ya no quedaba mucho de ese heredero perfecto. Julian había abandonado de manera paulatina la abogacía para dedicarse por completo al club, pagar la deuda que lo obligaba a mantener contento a su padre, y, entretanto, tratar de mantener la cabeza fría para que la aspiración que había tenido desde pequeño no se desmoronara. Estaba a merced de perderlo todo si llegaba a cometer un error.

Y, sin embargo, en ese momento, el club no podía importarle menos.

La boda de Simon estaba a exactamente ocho días de celebrarse, por lo que no podía reabrir las puertas del club hasta que haya pasado el evento. La arquitecta había sido tajante con la fecha, no solo por ese motivo, sino por las terminaciones finales que se necesitaban para garantizar que el edificio fuera seguro. Nancy, su asistente, se quedaba hasta tarde coordinando llamadas y completando documentos con el fin de apresurar el proceso.

―¿Podrá estar listo para el 23 de septiembre? ―le había preguntado Julian.

La mirada de escepticismo de la arquitecta fue como una bofetada. Ese «no», sin saberlo, también le había azorado las esperanzas. Pensaba que, si el club estuviera abierto durante esa fecha, Wren se animaría a pasar su cumpleaños con él. No estaba sorprendido: Wren podía, y era, una mujer orgullosa y bastante difícil. No le cabía duda de que se había marchado pensando que estaba enfadado con ella, y hasta cierto punto había sido así. Sin importar la clase de cretino que fuera el padre de Julian, seguía siendo su familia, y a ninguna persona le gustaría que a algún familiar lo estuvieran chantajeando con vaya Dios a saber qué secreto. Qué tonta... ¿De verdad no se daba cuenta de que era incapaz de mantenerle el enfado por tanto tiempo?

Para Julian, era aterrador y liberador a partes iguales darse cuenta de la capacidad que esa mujer tan voluble poseía para manejarlo a su antojo. A él, que no le molestaba conformarse con compañeras efímeras que estuvieran dispuestas a disfrutar y explorar su sexualidad durante el encuentro de una noche y, sin embargo, se moría por la atención de una sola. ¡Una! Si eso no era estar jodido, no sabía entonces lo que significaba.

―Lo siento ―recordó que le había dicho antes de apoyarse en la poltrona, subir por el agujero y desaparecer como ya era su costumbre―. Tal vez nunca sea capaz de ser tan transparente como esperas. Ojalá pudiera, pero... Hay secretos que no son míos, y ellos mantienen mis manos atadas.

Julian no necesitaba ser un perito para comprender que, para tener las manos atadas, primero alguien debió haberlas atrapado con una buena cuerda. Una cuerda gruesa construida con secretos. Wren estaba enterada de secretos que no debería conocer, y eso la obligaba a mantenerse lejos de la gente.

«Ya no quiero Royal Affair». Sin embargo, tampoco se desprendía del periódico. ¿Tal vez lo usaba como una manera de protegerse? Ante la primera amenaza de peligro, expondría los secretos que conocía, lo que mancharía la reputación del noble al que apuntara con su pluma.

Un noble de la envergadura de lord Kenton.

¿Qué será lo que sabía de su padre? Sus secretos no le importaban en lo absoluto, y de seguro tampoco le sorprenderían: esperaba cualquier cosa viniendo de él. Le preocupaba, sin embargo, lo que estuviera dispuesto a hacer para obligarla a callar.

Ignorando el escalofrío, Julian bajó la mirada a la gaveta de su escritorio y permitió que sus manos impacientes la abrieran. Dentro, estaba el cuaderno blanco que Wren había dejado olvidado en el piso de Julian. O no era tan importante como él pensaba o no se había dado cuenta de que se le había perdido, porque hasta la fecha no había ido a reclamarlo.

El club era un edificio viejo, y el descubrimiento de una habitación que databa del siglo XIX, había conllevado trámites interminables. Atiborrado por las reuniones, las entrevistas y el montón de supervisiones que debía presenciar como dueño del club, apenas había tenido tiempo para revisar su contenido. Aunque deseaba descubrir la verdad, su inoportuna consciencia se atravesaba frente a sus planes. No era correcto ese proceder, y lo sabía, pero... ¿acaso tenía otra opción? Wren no iba a confesarle los secretos que sabía, y a Julian le aterraba el pensamiento de que alguno de ellos podría ponerla en peligro. Ya había pasado un trago amargo en España sin saber si estaba viva o no. Ni siquiera quería considerar que otra dificultad de esa magnitud aconteciera.

Suspiró, molesto con la situación. ¿Habría alguna manera de hacerle entender que podía confiar en él y que no tenía por qué enfrentarse a las adversidades sola? ¿Cuál era la movida correcta para convencer a una persona que nunca recibió el apoyo que necesitó durante los momentos más difíciles de su vida? Bajo esas circunstancias, era fácil convencerse que de verdad estaba sola. Ya había percibido esa aura de desamparo diez años atrás en Ecclestoun. Si en lugar de haberse dado la vuelta y buscar la manera de entrar al edificio, hubiese ido tras ella, ¿habría podido evitar que el incidente con Brianna ocurriera?

Como si, de repente, el cuaderno hubiese adquirido un peso insoportable, Julian lo arrojó sobre el escritorio. No, no quería leerlo. De verdad no quería. Quería que fuera ella misma quien le contara sobre su contenido, que sintiera la libertad de expresar sin tapujos lo que sentía, lo que sabía y lo que más temía en el mundo. Iba a construir el ambiente para que fuera Wren la que se liberara por sí misma de las cuerdas que mantenían sus manos atadas. De lo contrario, Julian le estaría apretando las ataduras. No le quedaba más opción que ser paciente.

La puerta se abrió de golpe. Aunque debería estar acostumbrado a sus interrupciones sin aviso previo, Julian se sobresaltó. Supuso que había estado demasiado sumergido en las aguas turbulentas de sus pensamientos.

―¿Querías verme? ―Isaac rodeó una de las butacas, se sentó y acomodó una pierna sobre la otra―. Si es por el pago mensual de la luz, eso ya está resuelto.

―No, no es por eso. ―Abrió la gaveta y guardó el cuaderno sin apartar la mirada de los ojos pardos de Isaac, que le devolvieron la fiscalización con perspicacia―. He estado pensando.

―Me preocuparía si no lo hicieras ―intentó bromear, pero desistió al instante. La atmósfera de seriedad resultaba demasiado palpable para ignorarla―. ¿Pasa algo?

―Sí. ―Julian asintió una vez―. A ti Wren no te caía muy bien, ¿cierto?

La pregunta descolocó a Isaac. Lo supo al verlo fruncir el ceño.

―Bueno...no venía con las mejores referencias. Además, es periodista. No me gusta la intromisión de la prensa.

―Pero ahora te cae mejor, ¿no es así?

―Dime que no estás intentando preguntarme si me atrae o algo así, porque tendré que retirarte mi amistad ―era una amenaza en toda la extensión de la palabra, y el gesto molesto y ofendido acentuó su determinación por cumplirla.

―No. ―Se recostó de la silla, divertido―. Solo he notado que ahora eres más simpático con ella.

―Se ha ganado mi simpatía ―le dijo, aunque en su voz aún quedaba rastros de amenaza.

―¿Fue por haberte ayudado a encontrar a tu familia biológica?

―Sí ―pero vaciló.

―Ya, eso lo entiendo, pero ―Julian se inclinó sobre el escritorio― no soy un niño de teta que no se da cuenta de que has propiciado ciertas situaciones entre nosotros, como haberle pedido que viniera al club a firmar la cancelación de la membresía, cuando sabes que no es un requerimiento obligatorio, y, además, decirle que no estaría. O la de veces que mágicamente tienes compromisos por los que debes retirarte y nos dejas a solas. Y dado que el cerrajero dijo que no había nada malo con la puerta de mi piso, entiendo que también te has involucrado en eso al dejarnos encerrados por varias horas. ―Julian levantó las cejas con un aire recriminatorio al percatarse de la sonrisa divertida de Isaac―. ¿Puedo saber qué demonios estás tramando? Esperaría este juego de Olive, no de ti.

―Las malas costumbres son contagiosas. ―Isaac apoyó los brazos en el reposabrazos.

―Isaac... ―su mirada era dura; su voz, filosa como una navaja.

―Eres uno de mis mejores amigos, Julian, pero no puedo contarte los motivos por los que hago todo esto.

―¿Por qué no?

―Porque no me corresponde a mí desmarañar los misterios ocultos, sino a Wren. ―Un golpe helado apuñaló el corazón de Julian―. Simplemente, estoy propiciando las oportunidades. Sé, por experiencia propia, lo difícil que es sincerarte con alguien cuando hay mucho ruido en tu cabeza. El mundo se ve peor de lo que realmente es. ―Le sostuvo la mirada con firmeza, lo que evidenció que ese Isaac al que le costaba abrirse y expresar lo que sentía, se había quedado en el pasado―. Supongo que ahora conozco verdades que no debería saber. No quisiera mantener secretos contigo, pero no puedo contártelos, no me pertenecen. Tiene que hacerlo Wren.

Pese a la ya detallada firmeza, Julian también percibió su incomodidad y lo turbulento que era saber algo que no podía contar, porque era un secreto que no le pertenecía.

La frágil y torturada voz de Wren invadió sus pensamientos.

«Hay secretos que no son míos, y ellos mantienen mis manos atadas».

―Wren estudió en Ecclestoun, ¿lo sabías?

Isaac no se sorprendió, de modo que esa fue su afirmación.

―Era un grado mayor que nosotros ―le dijo el castaño.

Sí... A veces olvidaba que Wren era un año mayor. La tristeza en su mirada la hacía verse más indefensa, y más pequeña.

―Supongo que, si te contó algo más, no podrás decírmelo.

Isaac se encogió de hombros para confirmárselo.

―Solo una pregunta más. ―Isaac asintió, indicándole que lo escuchaba―. ¿Por qué la estás ayudando?

―¿La verdad? ―Julian asintió―. Me preocupaba que tuvieras un interés especial por ella, porque no me gustaría que la historia con Brianna se volviera a repetir.

Julian se atragantó la sonrisa de burla. Claro, ese pasado trágico inexistente donde Brianna Stanhope lo rechazó y le rompió el corazón. Ya había perdido el interés de aclarar los rumores: sus propios amigos pensaban que estaba intentando disfrazar su decepción amorosa con negaciones.

―Pero Wren no es Brianna ―continuó el castaño―. Además, tengo una venganza inocente que cobrar.

Isaac sonrió con malicia, se levantó del asiento y se despidió antes de cerrar la puerta. ¿Venganza inocente? ¿Respecto a qué?

No tuvo tiempo de establecer suposiciones. Le entró una videollamada que respondió de inmediato.

―Oye, primor ―era William. Al otro lado de la línea, el bullicio y tránsito de la gente en la calle cerrada redujo el volumen de su voz―. ¡Ya, para, ya voy! ―le gritó a alguien detrás de la cámara―. Perdona, estoy en The Blazing Zone con mis compañeros. ¡Es más adelante! Dice Harantova. ¡Fábrica de coches, eh!

The Blazing Zone era una avenida exclusiva dedicada a todo lo relacionado con coches, y la presencia de William en esa zona no lo sorprendía en lo absoluto. Era más más fácil encontrarlo debajo de un coche que de una mujer.

―Sé que habíamos acordado que nos reuniríamos para establecer los aspectos esenciales sobre la asociación, pero he venido a hablar con un posible inversionista ―la emoción era palpable tanto en su voz como en sus gestos.

―¿A quién conseguiste?

―Es un fabricante de piezas que le provee a una escudería norteamericana y que está contemplando establecer una planta en Inglaterra. ―La imagen de distorsionó a medida que William andaba aprisa―. Voy a reunirme con un portavoz y de ahí ya veré si lo considero o no. Todavía tengo tiempo, ¿no?

―¿Cuándo es tu graduación?

―En unos meses. ―Miró más allá de la cámara, le sonrió a alguien y saludó con la mano―. Pero quiero hacer el máster, que sería un año más. Ya me reuní con el coordinador académico para ver el plan de estudio.

―Bueno. ―Apoyó la espalda en la silla―. Como ya te he dicho, crear una empresa conlleva mucho papeleo. Todavía debemos buscar un edificio donde ubicarla, aunque considero que ese debe ser uno de los últimos pasos.

―Claro, claro, pero tampoco quiero dejarlo para el final. Voy a comenzar este proyecto en cuanto termine el máster. ―Su contentura se apagó de golpe―. No es una tontería, ¿verdad? Te he estado quitando mucho tiempo desde hace meses y hay ocasiones en las que no sé si tomé la decisión correcta.

Julian sacudió la cabeza mientras sonreía.

―A ti lo único que de verdad te ha interesado son los coches. Ya intentaste dejar la universidad una vez porque te parecía una tontería, pero retomaste los estudios e incluso aspiras a un máster. ―William adoptó un gesto pensativo―. Yo no puedo decirte si es o no una tontería, pero mi padre, desde el día uno, me dijo que era absurdo fundar el club siendo tan joven y con un futuro prometedor como abogado, y yo no lo escuché porque de verdad lo quería.

―Ya. ―Esbozó una sonrisa de agradecimiento―. Simon me habría dicho algo similar.

―¿Cuándo piensas decirle a tu familia que tienes planes de establecer una planta de fabricación de coches?

―No sé, necesitaba investigar primero si era posible. ―William se ajustó la bufanda como un mero reflejo de su nerviosismo―. No quiero que pongan el mundo a mis pies, sino conseguirlo por mí mismo y no depender de mi posición, ¿entiendes?

El peso de una herencia... Sí, Julian lo entendía muy bien. La diferencia entre ellos estaba en que a Julian solo lo apoyaba su madre, y a William toda su familia. Él ni siquiera tenía primos o hermanos. Su familia extendida estaba en sus amigos.

―Tengo que colgar, primor. ―William le silbó a la persona delante de él― Te pasaste, Capital. La entrada está a tu derecha. ―La chica murmuró algo que Julian no pudo entender, pero William sí y se echó a reír―. Redacta mi testamento, Julian, por favor, porque creo que van a asesinarme.

Una chica bastante alta, de cabello corto y los ojos marrones que, gracias al delineado, se le veían bastante grande, apareció en la pantalla.

―Mis instintos asesinos estarían dormidos si dejara de llamarme Capital. Mi nombre ―tiró con fuerza de la oreja de William, lo que le arrancó un gemido― es London.

―¿Qué hace William, el eterno soltero, acompañado de una chica? ―Julian fue incapaz de dejar pasar la oportunidad.

―Mi compañera de estudios ―especificó William mientras seguía frotándose la oreja― será, en un futuro no muy lejano, mi jefa de mecánica. Es la odiosa que conoce a alguien que conoce a alguien que conoce al distribuidor de las piezas y ayudó a realizar el contacto.

―Y la odiosa tiene novia ―aclaró London con una sonrisa.

―Perdón, es la costumbre. ―Julian le sonrió de vuelta.

―Ahora sí debo colgar, mi amor. ―William le lanzó un beso a la pantalla. Julian puso los ojos en blanco.

Cuando la llamada finalizó, detalló la hora en la esquina superior derecha. Ya casi eran las dos de la tarde. Dado que su agenda había cambiado, podría ir a visitar a su madre. ¿Qué otra cosa tenía pendiente? El pago de las facturas, y de eso Isaac ya se había encargado.

Subió a su piso, se puso una ropa más cómoda y bajó al estacionamiento. Mientras caminaba, hizo girar las llaves al tiempo que revisaba los bolsillos de su cazadora para asegurarse de que llevaba consigo la billetera y el móvil. Pasó de largo el coche y sonrió al llegar hasta la Ducati roja y negra. No se había subido a ella en bastante tiempo, aunque solía escaparse en las noches a dar una vuelta por la ciudad desde que la mandó a traer desde España. Había sido un gasto irresponsable, considerando que su cuenta de banco se estaba vaciando lentamente, pero no había podido evitar comprarla. Le encantaba, pero también el brillo de deseo en los ojos de Wren al fijarse en ella, lo incentivaron a llevársela a casa.

Se subió a la moto, se puso el casco y la encendió. El ronroneo del motor le hizo cosquillas cerca del vientre, lo que le arrancó una sonrisa de satisfacción. No se consideraba un amante de la automotriz como William, pero tarde temprano a la gente se le contagiaba un poco del entusiasmo que derrochaba, y Julian había caído envuelto en el placer de las motocicletas.

Satisfecho con el sonido de encendido, se acomodó el casco y aceleró. Lo que más le gustaba de conducir una moto era que ocupaba su mente en cuidarse de los demás conductores, respetar los límites y cumplir con las indicaciones de los letreros. De vez en cuando, se percataba del golpeteo del viento contra el casco o percibía como la ropa se pegaba más a su cuerpo. Durante el viaje, no había problemas ni inquietudes en las que rumiar.

Pero cuando se detuvo en un semáforo y reconoció, pese a la distancia, el restaurante al que había entrado con Wren varias semanas atrás, la calma en su cabeza se quebró. La posibilidad de que no hubiera puesto el suficiente empeño en saber dónde estaba de vez en cuando le causaba un sofoco exasperante. Luego, una voz en su cabeza le repetía que no podía desvivirse por ser el que siempre hacía los acercamientos. Wren debía ceder también.

Por suerte, el cambio de luz no tardó y en pocos minutos se detuvo frente a la casa de su madre. Como su costumbre era poseer una de las intuiciones más incisivas, Chippendale, el mayordomo, abrió la puerta de la entrada antes de que Julian subiera los escalones.

―Buenas tardes, lord Iverson. ―Se hizo a un lado acompañado de una reverencia―. ¿Quiere que le guarde la chaqueta y el casco? ¿O mando a fundir la hojalata con la que ha venido conduciendo?

Julian se echó a reír entre dientes.

―¿No has pensado que esa nariz de fisgón puede traerte problemas uno de estos días? ―Adentro, Julian se quitó la chaqueta y se la entregó, y el mayordomo la colgó con cuidado en su brazo. Después, le dio el casco.

―Su madre me lo dice con bastante regularidad. ―Julian notó el atisbo de una sonrisa―. Ha llegado en un momento perfecto. La señora Danby ha pedido que le preparen té.

―Espléndido. ¿Dónde está?

Chippendale guardó la chaqueta y el casco en el armario y lo condujo al jardín. El sol de la tarde penetró a través de los abetos y la copa amarillenta del olmo, que protegía con su extensa sombra el senador debajo de la cúpula de hojas. Su madre, que llevaba un vestido mañanero todavía, mantuvo la mirada centrada en la pantalla de su computadora y se ajustaba los espejuelos cada tanto. No se percató de la presencia de Julian hasta que el mayordomo se lo mencionó.

―¡Julian! Me encanta cuando vienes de sorpresa. ―Dejó su trabajo a un lado, lanzó los lentes sobre la mesa redonda y bajó los dos escalones del cenador para acortar las distancias. Julian la abrazó con una amplia sonrisa―. ¿No traes nada más abrigador que la camisa de mangas largas? ―Viola frotó los brazos de su hijo de manera insistente como si estuviera a punto de morir de hipotermia.

―No, pero estoy bien así. ―Apartó sus manos con gentileza y luego dejó un beso en cada una―. ¿Estabas ocupada?

―Asuntos del trabajo, nada importante. ¿Qué te trae por aquí? ―Viola se apartó y le ofreció asiento en uno de los bancos―. Normalmente me avisas antes de venir.

―Tenía pendiente una reunión y luego se canceló, así que aproveché para visitarte antes de que te olvides que tienes un hijo.

Viola soltó una carcajada estruendosa.

―Después de haberme pasado largas horas dándote a luz, te aseguro que jamás se me olvidará que tengo un hijo. ―Se devolvió a su asiento, se puso los espejuelos y miró fijamente a Julian―. ¿Todo bien con tu padre?

―Por ahora. ―Asintió―. ¿Qué hay de tu asunto? ¿No te han nombrado todavía?

Aunque Viola no abandonó la sonrisa, esta disminuyó su esplendor.

―Este año no será.

―¿Por qué no? ―Julian endureció la mirada―. No me digas que mi padre ha intervenido en el nombramiento.

―No, por supuesto que no. ―Le dio un golpecito conciliador en la rodilla―. Uno de los requisitos estipula que debo llevar quince años en servicio, y los tengo, pero no seguidos. Dejé de ejercer mi profesión poco después de que nacieras.

Julian se quedó en silencio para evitar hacer cualquier expresión que incomodara a su madre. Si había abandonado el ejercicio de su profesión, había sido para cuidarlo, sí, pero también manipulada por su padre, porque para él el lugar de una mujer estaba en la casa.

―¿Y qué harás ahora?

―Trabajar. ―La sonrisa recobró su antiguo brío―. Tengo una meta muy clara, Julian, y no importa el tiempo que me tome, estoy decidida a lograrla.

Julian esbozó una sonrisa cargada de orgullo, y amor, mucho amor.

―Su té, señora Danby.

El mayordomo acudió al jardín cargando una bandeja de plata sin descuidar su equilibrio y sirvió el té sin manchar sus guantes blancos. A pesar del vaivén del viento, ni un solo pelo se movió de su cabeza.

Julian cogió la taza, sopló el vapor e inhaló el líquido caliente.

―Le has puesto vainilla ―detalló Julian antes de volver a inhalar―. Sutil, pero puedo olerlo.

―Un toque nimio, como le gusta a su madre, pero sin llegar al despilfarro de los norteamericanos. ―Acercó el plato llano a Julian―. ¿Quiere galletas, milord?

―Siempre, Chippendale. Siempre. ―Agarró una con una sonrisa de placer.

―Un té exquisito, Thomas, muchas gracias ―le agradeció Viola al terminar.

―¿Otra taza, señora Danby? ―ofreció mientras sujetaba la tetera de porcelana.

―No, bueno, sí... No, no debería. Se supone que esté cuidando mis niveles de azúcar. Ya, una más. ―Le cedió la taza con una risita―. Hablando de cuidar: ¿estás cuidando tus niveles de azúcar?

―¿Yo? ―Sonrió con fingida inocencia―. Por supuesto.

―Eso espero. La diabetes mal controlada puede causar varios sustos indeseados.

Julian levantó las cejas. Claro que lo sabía; desde que se la diagnosticaron a los nueve años, había vivido un par de malos ratos. Para una persona que le encantaba cocinar, tener que velar por los niveles de azúcar era una pesadilla.

―Thomas, ¿puedes ir por el sobre rojo, por favor? ―le preguntó al mayordomo después de haber aceptado la taza.

Chippendale se marchó luego de un asentimiento. El silencio los envolvió a ambos, pero era uno pacífico y agradable. Los dos recostaron la espalda de los postes del cenador mientras se terminaban el té y engullían las últimas galletas. El mutismo había sido una norma en la casa de su infancia, aunque este fuera doloroso y abusador: la acción de un clasista con ideas arcaicas. El que había nacido entre su madre y él, luego de haber superado esas adversidades, era lo contrario: liberador, afectivo, protector... El silencio entre Viola y Julian ya no los separaba: los unía.

Al mirarla de reojo, captó un gesto de paz y alegría.

―¿A qué se debe ese semblante? ―Julian se ocultó detrás de la taza mientras movía las cejas de forma sugerente―. ¿Hay algo que no me hayas dicho?

―Sí, lo hay, y la verdad me pone muy contenta. ―Le devolvió la mirada sugerente―. Espero que a ti también. Pasaría a visitarte después de la boda de Simon, que es de lo único que habla Inglaterra en estos días, pero, ya que estás aquí, voy a lanzar el tajo y sin anestesia.

―¿De qué se trata? ―Soltó lo primero que le vino a la mente―: ¿Vas a mudarte? ¿Iniciarás un nuevo trabajo? No me digas que has conocido a alguien.

―Mmm. ―Viola ocultó su diversión al beber de la taza.

Ninguno había hablado antes de la posibilidad de que su madre pudiera rehacer su vida con otra persona ―le había tomado varios años sobreponerse de la relación turbulenta con su padre―, sin embargo, después de haberle hecho la pregunta, Julian se dio cuenta de que le gustaría que volviera a casarse, siempre que eso la hiciera feliz. Merecía iniciar de nuevo y encontrar la felicidad que se le había privado durante tanto tiempo.

―El sobre, señora Danby.

Julian se atragantó con el té. No lo escuchó llegar.

―Dime algo, Chippendale. ¿Qué tienen los mayordomos en los pies que nunca los escucho llegar?

―Milord, así como a una dama jamás se le debe cuestionar la edad, a un caballero no se le debería preguntar por sus pies.

Julian cruzó las piernas y miró las botas que llevaba puestas.

―Yo diría que tus pies tienen una suela sigilosa.

―Milord... ―Suspiró, abatido, y después sonrió―. Si ya no soy de ayuda, me retiro.

Julian continuó bebiendo el té mientras seguía al mayordomo con la mirada. En cuanto desapareció, Viola le extendió el sobre rojo a su hijo.

―¿Y esto? ―Julian se estiró, dejó la taza sobre la bandeja y se devolvió al banco―. No es mi cumpleaños, Viola.

Viola lo golpeó en la pierna.

―No importa. Me has obsequiado varias piezas de joyería y no siempre se trata de una ocasión especial. Digamos que esto es algo similar.

―¿Es la invitación para tu boda? ―bromeó. Le dio la vuelta al sobre y notó que estaba lacrado―. Elegante, y rojo. Sexy.

―Julian Remsey... ―lo reprendió, aunque también reía.

Julian rompió el lacre y sacó un cheque de su contenido. La diversión murió al fijarse en la suma.

―¿Esto qué es? ―le cuestionó con el corazón palpitando en la garganta.

―El dinero que le debes a Harold. ―Viola no lo miraba. Su atención estaba fija en los abetos que necesitaban ser podados pronto―. No estoy dispuesta a esperar a que le pagues.

―Te dije que lo tengo bajo control. ―Le extendió el sobre con un pulso precario, pero ella no lo aceptó.

―No te confundas, Julian ―su voz era dura y firme―. Te quiero, mucho más de lo que alguna vez quise a tu padre, y sabes que sentía por él un amor que en su momento parecía interminable. Pero acabó, y con él, poco a poco, se fue yendo el miedo. ―En cuanto sus ojos oscuros conectaron con los de él, la mujer risueña y relajada se esfumó―. Habría sacrificado lo que fuera por darte un mejor padre. Por desgracia, eso ya no es posible. Lo que sí puedo hacer es sacarte esa deuda maldita de encima. ¡No! ―Lo apuntó con el dedo al percatarse de su intención de hablar―. Es un atrevido sin escrúpulos. ¡Ese club te pertenece desde hace mucho! Vas a usar ese dinero y saldarás la deuda.

―Es mucho dinero ―insistió con la devolución.

―Bien, es un préstamo entonces, si así lo prefieres. En cuanto a mí, prefiero que te adeudes conmigo que con él. ―Devolvió su atención a los abetos. Su semblante reflejó la turbulencia de sus pensamientos―. Te ha estado cobrando intereses, como si no fuera poco el monto mensual que había establecido.

Julian miró el sobre. Sí, era un montón. El club había costado mucho dinero y el único que podía prestárselo de inmediato era su padre. Viola no estaba en el país, y tampoco quería sacarle una tajada tan grande cuando estaba en el pico de su carrera como jueza. La deuda que mantenía con su padre ya le sabía a mierda. Se había convertido en la correa que lo mantenía sumiso. Quizá, motivado por ese sentimiento, es que rechazaba sus acercamientos. Su abuso de poder lo golpeaba en el estómago con su puño de acero.

―¿Cuánto debo pagarte por mes?

Viola lo miró de refilón. Su semblante diabólico evidenció su descontento.

―Lo hablaremos otro día, después de que le pagues a ese ogro.

El sobre adquirió un peso descomunal de repente, por lo que decidió doblarlo y guardarlo en el bolsillo de su pantalón. Si decidiera no utilizarlo para pagar la deuda, ¿se daría cuenta? Era probable. Un bajón de esa magnitud en la cuenta bancaria no pasaba desapercibido tan fácilmente.

―Te doy una semana ―le dijo ella con el temple imperturbable de una jueza subida en el estrado mientras dictaba su sentencia―. Si no veo que hayas retirado el dinero, iré yo misma a casa de tu padre y tramitaré el pago.

―Sabes que no me gusta que lo veas ―gruñó él.

Viola sonrió y le echó una cuidadosa mirada por el rabillo del ojo.

―Si invirtieras esas mismas energías que gastas en protegerme en cuidar y velar por tus intereses, desde hace mucho tiempo habrías venido a verme para pedirme el dinero.

Viola cerró los ojos e inspiró. Julian hizo lo mismo. Nada sentaba mejor para reducir las preocupaciones que un soplo de aire campestre en medio de la ciudad.

De pronto, percibió el apretón en su mano derecha.

―Voy a establecerme permanentemente en Londres. ―Al abrir los ojos, Julian notó que su madre sonreía―. Tramité el traslado en cuanto rechazaron mi puesto como jueza presidente de la Corte de la Corona. Normalmente, toma más tiempo el nombramiento de un juez, pero han hecho una excepción por mis años de servicio.

Julian le devolvió el apretón; necesitaba aferrarse a algo. La noticia lo dejó sintiendo que flotaba. Por fin tendría cerca a su madre. Ese era un cambio de aires excelente.

Se inclinó hacia ella y le dio un beso en la mejilla.

―Espero que estés presente para la reapertura del club.

―Desde luego que sí, solo debo activar mi membresía.

Julian negó con énfasis.

―A ti nunca te cobraría por entrar, mamá. ―Julian se puso de pie sin soltar la mano de Viola, se inclinó sobre ella, besó la palma y después la mejilla―. Ya debo irme. Vendré a verte en unos días.

―Quien sabe, quizá sea yo la que pase a darte una visita esta vez. ―Le guiñó el ojo.

Viola descansó las manos en su regazo y Julian notó la dirección de sus ojos. Al voltear, vio a Chippendale que sostenía una bandeja pequeña con los medicamentos de su madre en la mano derecha mientras que con el brazo izquierdo se las arreglaba para traer la chaqueta y el casco de Julian sin perder un ápice de compostura.

―He cronometrado en mi cabeza sus tiempos de visita, milord ―dijo el mayordomo al tiempo que extendía el brazo con sus pertenencias―. Por si se está preguntando cómo es que sé que iba de salida.

Julian lo miró, sorprendido, y se echó a reír.

―Te veo pronto, mamá. ―Se despidió de ambos con un asentimiento, aunque el que le concedió a Thomas fue mayor. Debía mostrarle al hombre el respeto que merecía.

Viola mantuvo la sonrisa durante el tiempo que observó la partida de su hijo. Una vez que se quedó a solas con su mayordomo, dejó caer el buen ánimo y cruzó los brazos. ¿A cuántas más de las imposiciones de Harold habrá cedido Julian mientras ella estaba fuera del país? Pagar un monto semejante cada mes, además de cobrarle intereses... ¡Y mentirle en la cara! Solo un padre mezquino era capaz de algo así.

―Si le sigue dando vueltas a sus pensamientos, señora Danby, no solo deberá preocuparse de sus niveles de azúcar, también de la presión arterial.

Sin mirarlo, aceptó las pastillas y el vaso con agua. Se las bebió en un santiamén.

―¿Habló con lord Iverson sobre la muchacha? ―le preguntó el mayordomo.

―No, no... ―Thomas, con diligencia, recibió de vuelta el vaso y lo dejó sobre el plato llano―. Julian es orgulloso y a duras penas logré convencerlo de que aceptara el cheque.

―Pero ¿cree usted que se trata de la misma?

―Estoy segura, Thomas, pero imagino que Julian no. De lo contrario, habría venido a preguntarme. Por un momento, pensé que ese era el propósito de su visita. ―Volvió a cruzarse de brazos―. Necesito descubrir la verdad, pero debo hacerlo con tiento o Harold podría sospechar que me estoy acercando a su secreto mejor guardado.

―¿Ya sabe cómo va a proceder?

―Sí. ―Miró a su cómplice con una sonrisa. Thomas no sonrió, pero su mirada se volvió pícara y dúctil―. ¿Qué te parece si citamos al estrado a la señorita Wren Carmichael?

¡Feliz año, gente bonita! Espero que el 2023 los trate de maravilla, porque se lo merecen. 🥰

El primer capítulo del año ¿Será que nos acercamos a un encuentro suegra y nuera? 🤭

Y... ¡La boda de Simon y Lyla ya está cerquitaaaa! 🥺

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