Visita al Doctor Correa
I
¿Alguna vez te has imaginado vivir en un jardín repleto de Rosas Rojas? ¡Sería un sueño hecho realidad para el afamado Doctor Correa, quien en su ostentoso consultorio albergaba millones de Ramos en cada esquina. Su consultorio quedaba en la esquina del Banco Casa del Turpial, solo caminabas algunos metros y podrías encontrar a mano derecha el enorme estacionamiento, el cual tenía cerrado el paso por un enorme portón de mimbre.
Para poder acceder tenías que tocar el timbre, el cual estaba lo suficientemente alto para que ningún niño pudiera acceder al mismo. Después de tocar, de las profundidades de la oscuridad, venía caminando a paso cansado una señora regordeta y exageradamente maquillada; prodigaba pleitesía a todos a su alrededor y le sonreía al asustado niño que esperaba su turno para ser atendido por el psiquiatra.
Creo que en realidad era un psicopedagogo; ya que suena muy fuerte llamar psiquiatra a un médico para niños, quien a duras penas pudiera alcanzar El eslabón del neurólogo pediatra. Pero todas las profesiones son dignas, inclusive el más arrogante millonario tuvo que empezar limpiando baños antes de alcanzar el éxito.
Mientras el niño camina con su madre le hace un agotador interrogatorio sobre la personalidad del tan nombrado Doctor.
—Mamá, ¿Para que existen los doctores?
—Para preservar tu salud mi niño.
—¿Y hacen daño?
—No, claro que no, ayudan a que no te enfermes.
—¿Y como andan vestidos?
—Pues usan bata blanca, huelen a antiséptico y tienen unas manos enormes y limpias.
—¿Y como está vestido este Doctor?
—¡No tengo ninguna información sobre la indumentaria del Doctor Correa! ¿Podrías dejar de preguntar tantas cosas tontas?
—¡Estoy seguro de que hay muchas posibilidades!, por lo visto le encantan las rosas rojas.
—Si, son muy lindas... Muévete y no me hagas perder el tiempo.
—Mamá, ¿Cuando termine la consulta puedo pedirle al doctor que me regale aunque sea una Rosita?
—Si te portas bien, si.
Pero casi siempre el doctor estallaba en sollozos cuando le insinuaban a lo lejos si podía regalar el pétalo de alguna de sus reliquias. Lo negaba hasta la muerte.
—¿Hasta cuándo seguirás siendo tan celoso con tus Rosas Correa? — le recriminaba su esposa.
—¡Hasta que me muera! — exclamaba Correa, se abrochaba la bata y se encerraba en su consultorio.
II
Florencia caminaba de mala gana por la esquina del Afamado Banco; su madrastra la llevaba arrogantemente de la mano; ya ninguna se soportaba, el ambiente estaba tenso y solo se escuchaba el sonido de la calle y la respiración de ambas algo truncada por el susto.
—El Doctor Correa no solo es conocido por su excelencia, sino también por su extravagante vestimenta. Su traje habitual consiste en una chaqueta blanca, pantalones color beige y zapatos negros bien lustrados. — Florencia aún no decía nada — a veces lleva en el cuello su fonendoscopio para auscultar el corazón y los pulmones, aunque casi nunca lo he visto usarlo en sus consultas de Niño Sano.
Florencia no decía nada, solo recordaba cuando no había empezado su terapia y no hablaba nadita, de nada ni con nadie. Antes era una muchacha que sufría de mutismo. No podía hablar, a pesar de sus desesperados esfuerzos. Ella sentía como si sus palabras se quedaran atoradas en su garganta y no pudiera darle voz a sus pensamientos. Su mutismo la hacía sentir sola y aislada. Nadie parecía entenderla o poder comunicarse con ella, ni siquiera el Doctor Correa a la primera cita.
Florencia pasó sus días en silencio, mirando fijamente a la gente a su alrededor y tratando desesperadamente de comunicarse con ellos. Su mundo se sentía frío y oscuro, como si hubiera un muro entre ella y el resto del mundo.
Nadie parecía darse cuenta de su sufrimiento, y ella se sentía cada vez más sola y desesperada.
Los médicos intentaron encontrar la causa del mutismo de Florencia, pero sólo le dieron falsos diagnósticos.
Algunos decían que sufría de ansiedad, otros decían que tenía depresión, y otros decían que tenía problemas físicos en su garganta.
Pero ninguno de ellos logró descubrir la verdadera causa de su mutismo, claro, con el que solo mostró mejoría después de varias consultas fue con Correa.
—El Doctor Correa antes era un Sargento.
—¡Deja de soñar despierta, Niña Malcriada! — dijo mientras la jalaba del brazo — No quiero que retrocedas, tu mejoría es notable, no quiero que vuelvas al mismo lugar de inicio.
—No miento, el Doctor Correa antes era un Sargento.
La madrastra estaba segura de que Florencia estaba mintiendo acerca de la historia de Correa. Ella pensaba que estaba haciendo todo un cuento para llamar la atención, y no podía creer que un médico tan respetado hubiera sido un sargento durante la Guerra Civil.
La madrastra se dio cuenta de que Florencia se había apoderado de su mente, y trató de sacar la verdad.
—¿En serio crees que puedes engañarme con esa historia absurda? ¿Qué te hace pensar que alguien creería eso?
Florencia se quedó callada, incapaz de encontrar las palabras para defenderse.
Marcela se volvió y dijo:
—Está bien, no tienes que admitir que estás mintiendo. Pero debes saber que todos los que te rodean saben lo que estás haciendo.
III
La sala de espera estaba llena de viejos muebles y luces brillantes. Los colores estaban desgastados y amarillentos, y las paredes estaban cubiertas de esquelas, diplomas y demás cosas del doctor Correa.
La sala olía a productos químicos, y había un aire de nostalgia en el ambiente. Había un par de sillas desgastadas y una mesa de revistas antiguas.
La Señora regordeta comía chocolates escondida detrás de la recepción, sonreía al ver la telenovela y rara vez atendía las llamadas mientras el teléfono se reventaba de tantas al mismo tiempo.
Florencia caminó con cautela hacia la puerta del consultorio y puso su mano en el picaporte. Podía escuchar voces del otro lado, pero no las podía distinguir.
Su corazón latía con fuerza mientras giraba el picaporte y la puerta se abrió. Un rayo de luz cayó sobre ella, iluminando su camino hacia el misterioso consultorio.
Sabía qué el consultorio estaba solo en ese momento, y necesitaba hablar con su amigo, el Sargento.
Al entrar los Ojos del doctor se clavaron en ella.
—¡Hola Florencia! ¿Cómo estás?
—Muy bien Sargento, ¿Y usted?
—¿Sargento? — el doctor sintió que su corazón latía más rápido de lo normal — ¿Por qué me dices así?
—¡Siempre lo he llamado así Sargento Correa! — Intervino con más seguridad que la de costumbre — ¿Dónde está su uniforme, medallas y Casco de bronce?
En ese momento la madrastra irrumpió en la oficina.
—¿Qué haces aquí? ¡Aún no nos toca! Sal de aquí por favor, no me hagas pasar vergüenza.
—Necesito demostrar que no estoy loca. — dijo Florencia.
Y señaló la esquina donde había un viejo guardarropa de goma espuma.
La madrastra se volvió hacia Florencia.
—¿No nos estás diciendo toda la historia? ¿Hay algo que no nos estás contando?
Florencia miró en silencio a su madrastra y luego caminó hacia el viejo guardarropa. Ella empujó del picaporte y el guardarropa se abrió. Los objetos colgaban en una silueta oscura, y Florencia comenzó a revolotear entre los trajes viejos.
Luego, de pronto, resplandeció un destello de verde oliva. Era un uniforme militar del ejército, cubierto de polvo y con algunos parches añadidos.
Antes de convertirse en un médico respetado, el Doctor Correa era un sargento valiente durante la Guerra Civil. Su indumentaria era muy diferente de la que usaba ahora. Se vestía con un uniforme militar de color verde oliva, botas altas y un casco.
Claro, no era tan amigable y divertido como se lo imaginaba la niña, Pero por lo menos no estaba equivocada.
Su cara estaba marcada por la lucha y las batallas, y su mirada era dura y penetrante, sin embargo, no salía de su asombro.
La malvada madrastra estaba estupefacta.
—¡Eres una mentirosa!, — solía gritarle, pero hoy, ya no podía usar esa palabra. Las mentiras se desvanecían ante la realidad que la envolvía, una realidad donde la locura de la joven se tornaba palpable y su rabia se transformaba en una maraña de sentimientos Oscuros. La madrastra, antes firme y arrogante, ahora se sentía como una marioneta con hilos desgastados que se escapaban de su control.
—¿Por qué no puede ser como las demás chicas de su edad? — se preguntó, y al mismo tiempo, sabía que no podía pedirle lo que ella misma no podía ofrecer. La rabia la consumía, tanto hacia su hijastra como hacia sí misma.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro