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Prólogo: La Maldición

El sendero de una bruja no era un camino trazado en la tierra, ni un atajo que uno eligiera recorrer. Era un pacto silencioso con las fuerzas que trascendieron lo humano y lo sobrenatural, un juramento sellado con sangre y conocimiento. Yo lo recorrí sabiendo que no había retorno, y allí, con un destino marcado, lo vi con claridad.

Nacer bruja en Elthoria era ser una paradoja viviente, un puente maldito entre dos mundos que nos rechazaban por igual. Éramos las abominaciones que unían a aquellos que solo sabían odiarse. Humanos y criaturas sobrenaturales, eran incapaces de hallar paz entre ellos, pero que destruirnos pareció ser la excusa perfecta para plantear una treta. No porque fuéramos una amenaza para sus dominios, sino porque les recordábamos una verdad que no soportaban: éramos el reflejo de su miedo, el espejo que revelaba lo que realmente eran.

Vivir para mi significó renunciar a cualquier pertenencia.

Ni humana ni criatura.

Por eso, aprendí a tomar de ambos mundos para mantenerme en pie: el conocimiento de los secretos del cosmos y el saber de la tierra. Entregado no como un regalo, sino como una carga, un camino lleno de resistencia. Era mirar a los ojos a quienes intentaban borrarte del mundo y gritarle a través de ellos: "No importa cuán alto sea el fuego, nunca me consumirá por completo."

Incluso en ese instante, moribunda y entre el odio de los humanos y las criaturas que una vez llamamos aliados, sentía el poder que fluía por mis venas. Ellos creían haber ganado, pero yo sabía la verdad: esto no terminaba con mi carne. Mi esencia ya había echado raíces en el corazón de este mundo. Mi maldición sería el eco que los perseguirá hasta que comprendieran lo que habían hecho.

Sí, yo sería el símbolo de justicia para los olvidados y el equilibrio para los que intentaban corromperse. Era un pacto eterno con la naturaleza y las estrellas, con la vida y la muerte.

Estúpidos, ignorantes y ególatras eran todos esos malnacidos. No entendían que no éramos las monstruosidades que describían, solo éramos el recordatorio de que el poder no pertenecía a ningún trono ni a ningún linaje, sino a quien se atrevía a reclamarlo. Y si el precio de mi existencia era este madero, bueno, que así fuera. Porque al final, cuando la reina de las rosas floreciera y mis palabras resonaran en las ruinas de sus reinos, ellos recordarían que el sendero de una bruja nunca acababa, sino que se transformaba.

Sin embargo, yo jadeaba en aquel madero que se alzaba firme, con sus vigas cruzadas en una "X" y que parecía burlarse de mi debilidad momentánea. Pero no debían engañarse, jadear no era lo mismo que gemir. Y sí, mis brazos estaban extendidos como alas rotas, asegurados con cadenas que mordían mi carne, y el dolor era constante, punzante, pero no me arrancarían ni un quejido. No les daría el placer de verme doblegar.

Por eso llevaba mi mirada helada, como la superficie de un lago en invierno, recorriendo a los presentes, escrutándolos con un desprecio nauseabundo. Estábamos en El Páramo de los Cuervos, el territorio que había pertenecido a mi estirpe, pero que, en ese momento se alzaba como un monumento a la devastación y la memoria; todas las torres puntiagudas habían sucumbido, había paredes completamente destrozadas y escombros, mezclados con sangre, cuerpos descuartizados, desmembrados, y un sinfín de brujas quemadas y suspendidas, colgando en la ahorca como si fueran banderines para adornar las calles. Los cuervos, mis fieles siervos, volaban en círculos sobre las torres caídas, los caminos desmoronados y sobre todo el ejército delante de mí, emitiendo graznidos que resonaban como lamentos fúnebres. Sabía que lloraban la pérdida de nuestras tierras y mi inminente caída.

A mi izquierda, el enjambre de humanos se extendía hasta donde me alcanzaba la vista, un mar de carne y acero salpicado de estandartes, cada uno con rosas de diferentes colores que adornaban las telas, simbolizando las casas y los clanes que habían olvidado sus diferencias para unirse en mi contra. La rosa negra, sin embargo, destacaba. Era el estandarte de la realeza misma, el rey y la reina, quienes habían decidido ensuciarse las manos en esta cacería. Se suponía que eran los benditos por Thalorea, la diosa magna que les confirió la opción de mantener a raya a las criaturas oscuras.

¡Hipócritas! Eso eran.

Gobernaban con puño de hierro y palabras de miel, con el pretexto de que las cosas eran blancas o negras, sin matices, solo para tener el subterfugio de condenarnos por un supuesto desbalance, mientras devoraban al mundo con su ambición insaciable.

Por el contario, a mi derecha, el espectáculo era igual de repulsivo. Criaturas de la noche, aquellas que en otro tiempo se habían considerado nuestros iguales en el exilio de la sociedad humana, ahora celebraban mi captura. Vampiros, hombres lobos, banshees, nigromantes, cambiaformas, duendes, súcubos, íncubos, gigantes, y otros seres oscuros que, como sus enemigos, se habían unido bajo un mismo gallardete: el odio hacia mi linaje.

El rey era uno de los Sanguíneos, se llamaba Kaelion Draegor Valharest, un nombre que pese haber estado luchando, reflejaba sofisticación y autoridad. Me miraba con aquellos ojos azules y fríos; con una sonrisa de victoria. Él sabía lo que yo representaba para todos ellos.

Era la última Gran Bruja de Elthoria, la Suma Arcana. Así me llamaban. Esos idiotas sin saberlo cargarían mi nombre con el peso de una maldición que ellos mismos habían creado a partir de ese momento.

Se suponía que las brujas éramos un puente, se suponía que debían aceptar que la naturaleza no hacía distinciones. Pero, para ellos éramos la grieta que revelaba sus hipocresías y su miedo a lo que no podían controlar.

—¿Esto es lo que llaman justicia? —Mi voz salió baja, pero firme, como un cuchillo que corta el aire.

Mis palabras no estaban destinadas a ser respondidas, solo a clavarse en la conciencia de quienes tenían la capacidad de pensar, si es que quedaba alguno. Por supuesto, ninguno respondió. Al contrario, vi cómo algunos desviaban la mirada.

Estúpidos.

Humanos que se habían convencido de que esta cruzada era justa y criaturas que justificaban su traición con la necesidad de sobrevivir... ¡¿Sobrevivir, perdurar, subsistir, perpetuar?! ¡Ha! Palabras huecas e insensatas en las condiciones de vida que llevaban.

Comencé a sentir cómo la sangre se escurría lentamente por mis brazos. Estaba pegajosa y tibia. Pero, aunque mi carne y mi sangre estaban a la merced de ellos, también comprendía que no podrían tocar mi alma, ni mi conexión con el cosmos ni con los secretos más antiguos que ellos jamás podrían comprender. Sí, estaba clavada como un cuadro cruel en la pared del destino, pero seguía siendo yo, Viloria, la bruja que desafiaría sus sistemas podridos.

Mi mirada se endureció al recorrer nuevamente a la multitud. Triunfo, victoria y arrogancia había en cada uno de ellos. Pero yo sabía algo que ellos no: la naturaleza no olvida. El equilibrio siempre encontraría la manera de restablecerse. Y aunque este cuerpo frágil se marchitara, el poder que ellos temían seguiría latiendo, buscando una nueva forma, un nuevo canal.

¿Y entonces qué? Me pregunté mientras el sol comenzaba a ponerse y el cielo se teñía de un rojo que reflejaba la sangre derramada por su cruzada. ¿Qué harían cuando se dieran cuenta de que yo no era la causa de su sufrimiento, sino el espejo que les mostraba su verdadera naturaleza? Sería su eterno recordatorio de que incluso en su "victoria", el equilibrio que destruyeron volvería a juzgarlos.

—¡Enciendan la hoguera! —sentenció el rey de Rozen, Nuchvic Durnys Melna Roze, con aquella mirada oscura y fría clavada sobre mí, y con una mueca de desprecio que revelaba hasta sus dientes.

En segundos el madero ardía con una fuerza que casi podía respetar.

Sentí pena por la madera que me alzaba, había sido tallada de árboles que una vez habían sentido la caricia del viento y el calor del sol, y que ahora era corrompida para levantar y sostener mi cuerpo. Mis labios, aunque secos y agrietados, esbozaron una sonrisa amarga.

El recuerdo de aquella noche en mi aldea, el Pantano Maldito, era un dolor que nunca abandonó mi mente y que allí recordaba con claridad; era una herida abierta que me supuraba en cada silencio...

La aldea en la que nací, Nyxmaris, se encontraba oculta entre las brumas eternas del Pantano Maldito. No era un lugar que se pudiera encontrar con facilidad; el agua turbia, la niebla densa y las raíces entrelazadas de los árboles que formaban laberintos, desorientaban incluso al viajero más experimentado. Pero para quienes vivíamos allí en aquella época sombría, era un perfecto refugio, un corazón palpitante de magia que respiraba en armonía con la naturaleza.

Recordé las chozas construidas con madera oscura y techos de juncos que parecían brotar del suelo como si la tierra misma nos las ofreciera. Alrededor, crecían hierbas y flores cuya fragancia se mezclaba con el aire húmedo. Las hogueras siempre permanecían encendidas, con la que cada niño jugaba, debido a las sombras que se proyectaban en la neblina; creíamos que eran los espíritus de nuestras ancestras, y que estaban allí para vigilarnos y guardarnos, en conjunto de los cuervos que anidaban en las copas más altas. Su graznido siempre nos recordaba que eran omnipresentes.

Sin embargo, una noche, con un rugido atronador y con el sonido de un centenar de pisadas y gritos, con llamas carmesíes que se alzaron como serpientes voraces desde las manos de los guerreros del clan Sarkanā Roze, fue que la invasión comenzó. Habíamos sido descubiertos por los humanos. Fue cuestión de tiempo para que las chozas se convirtieran en antorchas vivas, iluminando el caos que había descendido sobre nosotras, como un juicio.

Gritos. Llantos. El crepitar de la madera consumida por el fuego llenaba el aire, y se mezclaba con las risas crueles de los invasores. La aldea entera quedó en un torbellino de desesperación. Mi madre, Alaria Thalys Delacroix Drevaleth, se irguió frente a ellos, con la marca de su pacto en el cuello brillando como una cicatriz ardiente. El líder del clan, un hombre de ojos fríos y una voz implacable, señaló hacia ella con una satisfacción ponzoñosa, casi venenosa.

—Todas las que porten la marca del pacto deben ser purificadas. Su corrupción no tiene lugar en este mundo —declaró, como un seso inapelable.

Era un problema que las llamas fueran, justamente, nuestra debilidad. Sabíamos que no teníamos escapatoria por mucho poder que se contara. Ese maldito clan representaba la destrucción. Vi cómo los soldados la capturaron. Ella no luchó. No porque no pudiera, sino porque su dignidad era un escudo más fuerte que cualquier hechizo. Pero mi madre, mi maestra, mi guía, mi faro, fue atada a un poste improvisado y convertida en ofrenda para su "purificación". Yo no entendí por qué lo permitía, sabía que tenía formas de contrarrestar nuestra debilidad, pero en cambio, me miró y su voz resonó en mi cabeza: "Las rosas sangrarán antes de florecer en oro, Viloria." Entonces, las llamas se elevaron, y el fuego de los Sarkanā Roze consumió su cuerpo ante nuestros ojos. Mi madre no gritó. Sus labios se movieron en silencio, recitando palabras que solo las brujas podíamos comprender. Para ellos podía ser un juramento, o una maldición. Para mí, era algo más poderoso: "Las amo."

El caos se desató.

Las brujas intentaron huir. Algunas tropezaban con las raíces del pantano y caían al agua fangosa mientras sus gritos eran devorados por la neblina. Otras intentaban conjurar hechizos para defenderse, pero la intensidad de las llamas y el poder del enemigo las aplastaba antes de que sus palabras siquiera pudieran tomar forma. Recordaba aquel olor acre de la madera quemada y la carne calcinada, el mismo olor que mi hermosa Witchnar tenía; una mezcla que se adhería a la piel y llenaba los pulmones con cada respiración. Los guerreros del clan Sarkanā Roze avanzaban con una precisión implacable, cerrando cada posible vía de escape.

Y en mi recuerdo, escuché los gritos de niños, de los hombres y los ancianos, con los rugidos del fuego. Vi cómo madres intentaron proteger a sus hijos, abrazándolos mientras las llamas los rodeaban. Incluso, las chozas colapsando sobre sus habitantes.

Una mano me tomó, y antes de que pudiera pensarlo, me haló tan fuerte y con premura que mis pasos se volvieron torpes, en trompicones y un llanto que me nublaba la vista.

—¡Papá! Ella...

—Lo sé. —Me cortó en seco, Alaric Pui Pelēkā Roze, mi padre—. Pero ella hubiera querido que sobrevivieras y eso es lo que harás.

Fue una locura lo que hacía. Él, entre todos los que allí estaban, podía sobrevivir. No solo porque era un humano, sino porque pertenecía a la dinastía de los benditos de Thalorea, era alguien de Rozen.

Sin embargo, cuando llegábamos a las periferias de la aldea, mi padre me empujó con una fuerza que me hizo tropezar y caer, unos metros adelante, y, en el momento que me volví hacia él, con los ojos confusos y llenos de pavor, vi como un muro de fuego se levantó, tan alto como el de una fortaleza; mis ojos se abrieron al ver su cuerpo calcinado sucumbir al suelo.

—¡No! ¡No!...' —Fue lo que desgarró mi garganta, como el rugido de un león.

Había sido salvada, antes de que el círculo de llamas se cerrara. Estaba segura de que aquella mirada de amor y de una triste despedida, sería lo último que recordaría antes de que el fuego lo consumiera.

Era incapaz de moverme. Lloré, gritando al cielo, maldiciendo a los invasores y al destino que nos había condenado. Y fue entonces cuando ocurrió. En medio de mi desesperación, Thalorea me habló mientras me envolvía en una visión que me mostró el futuro, uno de ruinas, cenizas y renacimiento. Palabras que estuvieron grabadas en mi memoria, tan vivas como el fuego que esperaba consumirme.

Finalmente, dejando mi recuerdo a un lado, alcé mi mirada hacia los humanos, aquellos que habían traicionado su propia naturaleza al convertirse en esclavos de un orden que se alimentaba de su ignorancia. Luego, giré hacia las criaturas de la noche que habían vendido su alma y su orgullo para asegurar su lugar en un sistema que nunca los aceptaría plenamente.

—¿Creen que esto los salvará? —pregunté con tanta fuerza, que mi voz resonó como un eco que atravesó el silencio—. ¿Creen que eliminándome detendrán lo que está por venir?

Las expresiones en sus rostros eran variadas: miedo, desprecio, arrogancia. Ninguno de ellos comprendía, y eso los hacía doblemente patéticos.

—Han destruido el equilibrio —continué, permitiendo que mi voz adquiriera un tono solemne, casi de lástima—. Se han aliado para acabar con quienes somos el puente entre sus mundos. Pero lo que han hecho no es unir, sino sembrar una grieta que los tragará a todos.

Una risa seca escapó de mis labios, llena de amargura y resignación.

—Les dejo este regalo, mi última verdad —agregué, inclinando mi cabeza hacia todos ellos—. Cuando la rosa dorada florezca, un ser verdaderamente híbrido traerá la ruina a sus reinos. Los tronos que tanto veneran se convertirán en polvo, y sus historias no serán más que cenizas en el viento.

Vi el impacto de mis palabras en algunos. El miedo se reflejó en sus ojos, y su silencio fue una prueba de que había plantado una semilla en sus corazones podridos.

—Y a todos ustedes...—dije, en conclusión, con una sonrisa maliciosa ante el desprecio, y con la intención suficiente de que lo siguiente que diría estuviera cargado de tanto odio para llenar cada sílaba—... les deseo la perdición.

El sonido del fuego creciendo me envolvió entonces. Las llamas comenzaron a lamer mis pies, y el dolor se extendió como una ola cruel. Pero no gritaría. Debía tener la misma dignidad que mi madre. No les daría ese último placer.

Así que, mi mirada se mantuvo fija, desafiante, con los dientes apretados, aunque mis encías sangraran debido al dolor del fuego consumiendo mi carne. Mi cuerpo fue finalmente reclamado por las llamas, con el conocimiento de que mi esencia perduraría y de que mi profecía viviría en sus miedos; Sabía que mi venganza sería el eco de cada paso que, desde ese momento, darían hacia su propia destrucción.

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