Capítulo 1: Las Llamas de Thalorea
Las pesadillas eran el recordatorio más cruel de nuestra fragilidad.
Podías enfrentarte a un enemigo en el campo de batalla, vencerlo con fuerza, inteligencia o incluso con la pura voluntad, pero ¿cómo podríamos derrotar los horrores que persiguen a nuestra mente? No te daban tregua, no aceptaban disculpas ni piedad.
Existían para recordarte lo que habías perdido, para recordarte tus errores y tu mortalidad.
Sí, otros podían perdonarte, pero las pesadillas te encadenaban a los momentos más oscuros de tu vida, como si fueran guardianas de una verdad que nadie más se atrevía a nombrar. No eran solo sombras en la noche; eran maestras severas, implacables, y necesarias.
Tenía nueve años cuando comencé a entender que mis propios miedos serían mi mayor enemigo. Era una niña, pero ya había aprendido que la Casa Sarkanā Roze no toleraba la mediocridad. La responsabilidad de portar la rosa carmesí, con todo su peso y legado, recaía sobre mis hombros con fuerza. Por eso, aquel día, cuando mi maestro y protector, Nymeris Dathrel, me desafío en combate, sabía que no había espacio para el fracaso.
El camino de piedra donde habíamos detenido para descansar, luego de cinco días de viaje, estaba bordeado de árboles antiguos, cuyas hojas susurraban al compás del viento y desprendía un olor dulzón que parecían arrullar un poco. El rey había convocado a todas las familias de la corte real, con el fin de tratar los asuntos de la muralla, ante los saqueos de los hombres lobos de Nocthyrr a la clase más baja de Rozen.
No se trataba de que viviéramos lejos del castillo, en realidad, vivíamos muy cerca de este, como el resto de las casas principales de Rozen, sino que justo nos habían encontrado en un viaje a las Tierras Altas de Rozen, donde teníamos parientes lejanos. Mi padre, como el principal líder de la Casa Sarkanā Roze, tuvo que ir en persona a tratar asuntos que involucraban a un hombre, un primo lejano de mi padre llamado Kaelith Voryn, un noble menor que custodiaba las Tierras Altas de Rozen, de quien recientemente nos habíamos enterados que desarrolló un culto personal basado en la adoración a las llamas como una manifestación divina.
El hombre creía que el fuego era el lenguaje de Thalorea y que para alcanzar la "pureza absoluta" debía alimentar sus llamas con sangre. Se rumoreaba que realizaba rituales en los que sacrificaba a los hijos mayores de las familias campesinas bajo su protección.
Cuando mi padre llegó e interrogó la comunidad, descubrió que su primo enviaba a sus hombres a secuestrar a los niños, justificando sus actos como "ofrendas" a Thalorea. Los niños eran quemados en altares, y Kaelith manipulaba las llamas en una danza siniestra, como un simbolismo de su absorción de energía. Además, como la pureza de la sangre era valorada en toda Rozen, al no querer diluir su linaje, tomaba a más de una esposa de entre sus primas lejanas, consolidando su creencia de mantener "la pureza de la sangre".
Eso fue suficiente para que mi padre lo enfrentara. Y vi que, en su locura, Kaelith pensaba que cada sacrificio fortalecería su conexión con las llamas carmesíes. Como era de esperar, debido a que sus actos amenazaban con ensuciar el prestigio del linaje, fue ejecutado públicamente por traición. Esa había sido la primera vez que había visto gritar hasta la saciedad por los latigazos y morir decapitado a un hombre. Algo que esperé no ver de nuevo.
La madera oscura y adornada con filigranas carmesíes de nuestro carruaje, descansaba a un lado, mientras los caballos castaños-rojizos masticaban perezosamente hierba fresca. Nymeris estaba enfrente de mí, con sus ojos fijos en los míos. Mis padres estaban sentados en una roca cercana y observaban la escena con el orgullo reservado de quienes entendían que el deber venía antes del afecto.
—¡Concéntrate, Elara! —la voz grave de Nymeris resonó como un tambor en mis oídos.
Tenía una postura rígida, pero elegante con la espada. Su figura robusta y alta proyectaba una sombra imponente en el suelo. Su cabello castaño rojizo, salpicado de mechones plateados, brillaba bajo la luz del sol. Empuñaba su espada con firmeza, pero su mirada verde oscura reflejaba algo más que disciplina: una paciencia que rara vez se encontraba en otros. No podía negarlo, yo me sentía pequeña en comparación, pero estaba determinada a demostrar la fuerza de mi sangre, de mi linaje.
—Estoy concentrada, Nymeris —respondí, con los dientes apretados.
El calor en mi interior comenzó a crecer; para mí, era la chispa que necesitaba para iniciar la hoguera. Extendí mi mano, y una pequeña flama titubeó al principio, antes de expandirse con un destello rojizo. Sin embargo, mi control aún era torpe; la llama oscilaba y se dispersaba, como si dudara de mi voluntad.
Nymeris avanzó con su espada trazando un arco en el aire y bloqué el golpe con un escudo improvisado de fuego. Tambaleé un poco, debido al destello y las chispas de sus llamas, y arqueé mis cejas. Había fallado de nuevo.
—Tu corazón está en las llamas, Elara. Pero si dudas, ellas también dudarán —me dijo, retrocediendo un paso para darme espacio.
Mi corazón latía con fuerza. La frustración comenzaba a apoderarse de mí, pero sabía que el entrenamiento apenas había iniciado como para dejarme vencer por mis pensamientos. Sentía mi cabello rojo ondear al viento con cada movimiento, mientras mis ojos, reflejo del mismo fuego que intentaba dominar, brillaban con intensidad.
—¡No dudo! —grité, lanzando una llamarada hacia él.
Otra vez las llamas se extendieron, más potentes esta vez, pero Nymeris las disipó con un giro de su espada envuelta en un leve resplandor carmesí, mientras una oleada de su propio poder me golpeó de lleno, abalanzándome contra el suelo.
Sonrió, y aunque su expresión era severa, había un atisbo de orgullo en sus ojos. Pero no había entendido el por qué.
—Mejor. Pero aún necesitas control. La pasión es poderosa, pero sin dirección, puede consumirte.
Mi padre, Alrik Sarkanā Roze, interrumpió desde la roca donde estaba sentado, con una arrogancia propia de aquellos que llevaban una larga vida noble.
Además, ¿cómo no serlo si representaba la figura más imponente de nuestra familia? No solo llevaba un porte fuerte, seguro, y aquel cabello de rojo oscuro que caía en ondas perfectas y que simbolizaban la pureza de nuestra Casa, al igual que sus ojos como los míos, que, nos observaban con interés.
—Nymeris, está progresando rápido. No seas tan severo con ella.
—Elara necesita esa severidad, Alrik —replicó mi madre, Lysandra Amaia Sarkanā Roze, a su lado, con una sonrisa. Al igual que la línea principal, llevaba el cabello rojo, uno intenso, con un porte elegante que la hacía parecer una reina incluso en ese escenario rústico. En ella siempre hubo un aire de autoridad y tranquilidad que siempre admiré—. Algún día, ella liderará nuestra casa. Es mejor que aprenda ahora lo que significa ser una Sarkanā Roze.
Con profundidad, tomé aire y sentí cómo mi determinación se endurecía. Mi madre tenía razón. No había lugar para la debilidad. Miré a Nymeris con renovada resolución y ajusté mi postura.
—Otra vez, Nymeris. Esta vez no dudaré.
Nymeris inclinó la cabeza, satisfecho. Pero no hubo tiempo para más.
Un estruendo seco y profundo resonó desde las alturas, seguido del batir de alas pesadas. El aire se llenó de un olor a piedra quemada y tierra húmeda, y mi corazón se aceleró al reconocer las figuras que descendían desde las sombras del bosque.
Gárgolas de Ébano.
Seres formados de piedra oscura y envueltos en una negrura que absorbía la luz. No tenían alma, ni mente propia; obedecían ciegamente a su invocador. Su resistencia al fuego las hacía letales para cualquier miembro de nuestra casa, y su especialidad en emboscadas significaba que ya habían calculado sus movimientos.
Era primera vez que veía una. Su piel era negra y agrietada, con alas membranosas como las de un murciélago, enormes y afiladas como cuchillas; sus rostros eran grotescos, mitad humano mitad bestia, y mostraban ojos huecos que brillaban con un resplandor pálido, como carbones que agonizan en las sombras. De sus brazos musculosos emergían garras alargadas, segura de que eran capaces de atravesar cualquier defensa, y algunas portaban una cola punzante. Lo más escalofriante era que tenían un movimiento antinatural y reptiliano: serpenteaban el aire con sus cuerpos, mientras enseñaban un puñado de afilados dientes.
Mis padres se levantaron de inmediato.
Lysandra sujetó su broche con el emblema de la rosa roja, como si al hacerlo activara su voluntad, mientras Alrik desenvainó su espada y me lanzó una mirada severa.
—¡Lysandra, lleva a Elara al carruaje! —ordenó, con aquella voz cortante como el filo de su arma.
Nymeris ya estaba en movimiento. Su capa carmesí ondeó cuando desenvainó su espada. Aún con los mechones plateados en sus sienes, se movía con la agilidad de un guerrero joven.
El primer ataque de este sucedió con una fuerza devastadora que nunca había mostrado durante nuestros entrenamientos: con el ondeo de su espada, una llamarada apareció y decapitó a la primera docena en un solo movimiento. En segundos, los cuerpos de piedra dejaron de moverse, inútiles, y cayeron sobre el suelo. En el siguiente paso, vi como parecía danzar sobre el terreno mientras miembros de aquellas criaturas de la noche se desprendían; cada golpe suyo no solo era calculado, sino preciso. No era como las prácticas que me inducía, eran movimientos de guerra.
Mi madre corrió hacia mí y me tomó del brazo. La seguí con torpeza, volteando la cabeza hacia atrás una y otra vez. No podía creer la velocidad con la que se podía arruinar un viaje.
Vi cómo mi padre y Nymeris luchaban codo a codo contra el centenar de gárgolas que se seguían proyectando en el cielo. Y me di cuenta que Nymeris era fuerte en solitario, pero en conjunto con mi padre, no solo se hacían más mortales, sino devastadores y desesperados.
Mi padre empuñaba su espada con una maestría que, de no haberle visto, hubiera creído que aquellos movimientos eran propios de Nymeris únicamente. Al igual que él, llevaba la hoja de su espada envuelta en un fuego carmesí, tan brillante, que iluminaba los alrededores. Como mi maestro, vi como cada golpe que daba no solo cortaba la piedra que formaba sus cuerpos, sino que dejaba un rastro de fuego que crepitaba como si tuviera vida propia.
Lo vi girar su espada en un arco amplio, y creó un muro de llamas que detuvo momentáneamente el avance de las gárgolas, pero su ofensiva no terminó ahí. Con otro movimiento fluido, dirigió las llamas como extensiones de su cuerpo y las lanzó en torbellinos que se estrellaban contra las criaturas, que, si bien no era tan efectivo contra ellas, permitía frenarlas o tomarlas por sorpresa.
Luego, Nymeris, demostró una vez más por qué era considerado uno de los guerreros más letales de la Casa Sarkanā Roze. Su espada, aunque más delgada, seguía siendo efectiva. Entendí su estilo de lucha: combinaba velocidad, fuerza e inteligencia, haciendo que cada golpe debilitara a las gárgolas, y cada flama encendía una chispa que se propagaba entre sus enemigos. De un salto, aterrizó en medio de un grupo de gárgolas, y su espada trazó un espiral de fuego que se expandió a su alrededor, obligándolas a retroceder.
En otro segundo, vi a mi padre extender su mano libre hacia adelante, y un torrente de fuego salió disparado como un río de lava, golpeando a las gárgolas que intentaban flanquearlos. El fuego se retorció, como si tuviera mente propia, y envolvió a varias criaturas, conteniéndolas.
Al mismo tiempo, Nymeris concentró las llamas en un punto, formando una esfera ardiente que lanzó con fuerza contra un grupo de gárgolas que se aproximaban desde el aire. La esfera explotó en un estallido de calor y luz, y en un movimiento después, atravesaba las llamas decapitando al grupo.
Pero yo no era idiota. Sabía que incluso con toda su habilidad y poder, el número de gárgolas era abrumador. Las criaturas parecían imparables y avanzaban sin descanso.
Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras mi madre seguía arrastrándome hacia el carruaje. Quise gritar, quise correr hacia ellos, pero ella no me dio opción. Sus llamas también ardían, pero para protegerme, no para atacar.
—¡No quiero irme! ¡Puedo luchar! —grité, intentando soltarme de mi madre.
Lysandra no perdió el ritmo. Su mirada se cruzó con la mía, tan severa como solía ser, pero llena de una determinación que solo una madre podría tener.
—¡Cállate y corre, Elara! ¡Si necesitas luchar, hazlo, pero no hoy! Hoy debes sobrevivir.
Llegamos al carruaje, pero antes de que pudiéramos entrar, una docena de gárgolas aterrizaron con un estruendo que sacudió el suelo. Mi madre se giró y, con un gesto que parecía nacido del mismo infierno, sus llamas carmesíes se extendieron como una tormenta.
Me arrojó hacia un lado, y se interpuso delante de mí para protegerme con su cuerpo, si fuera necesario.
—Si tienes que luchar, hazlo con todas tus fuerzas. Lamento que sea en estas circunstancias, pero debes demostrar que eres realmente una Sarkanā Roze —me dijo, con una sonrisa amarga antes de lanzarse contra las criaturas.
La vi entonces, no como mi madre, sino como una fuerza de la naturaleza. Sus llamas parecían una encarnación del fénix, una criatura infernal. Y lo que mi padre y Nymeris no pudieron hacer, ella lo logró, pulverizó con sus llamas a las gárgolas.
Pero incluso su poder no sería suficiente ante el ritmo que la batalla mostraba. Y lo que era peor, más criaturas seguían emergiendo desde el cielo, rodeándola.
Me levanté, temblando, y extendí mi mano cuando una gárgola se abalanzó contra mí. El miedo, la confusión y misma adrenalina, mezclados con el sentido de supervivencia, hizo que una llamarada más grande de lo que jamás había logrado, surgiera de mis dedos. Era un fuego que rugía con desesperación, pero no era suficiente. La primera gárgola que vino hacia mí atravesó las llamas como si fueran aire y me golpeó en el pecho.
Sentí sus garras clavarse en mi carne, y de inmediato, el dolor ardiente y cortante me paralizó por un instante. En ese momento, comprendí que esto no era un entrenamiento. No era un juego ni una prueba. Era una lucha por mi vida, y estaba perdiendo.
Pero lo peor no estaba allí.
Lo peor estaba por suceder. Vi, de pronto, como otra oleada de gárgolas, como un verdadero ejército, oscureció el cielo. Allí me di cuenta que el primer flanco solo estuvo para sobresaltarnos y debilitarnos; pero el segundo, el segundo estaba solo aparecía para garantizar la victoria.
¿Quiénes nos odiaban tanto? O peor... ¿por qué venían hacia mí?
Sabía que no había esperanza.
Sin embargo, lo vi: Nymeris. Se había movido con una velocidad y una fuerza que nunca había imaginado. Su espada cortó a la gárgola que estaba sobre mí, decapitándola con un solo golpe. Luego se colocó frente a mí, con su cuerpo envuelto en llamas como si fuera una antorcha viviente.
—Corre, Elara —dijo, con voz grave, pero con una tranquilidad que podía helar la sangre.
Saltó hacia la horda con su espada horizontal. Y con sus llamas, girando en el aire sobre sí mismo, creó un torbellino que arrastró a varias gárgolas. Trozos de roca maciza y oscura caían en el terreno como una lluvia.
No obstante, vi cómo otras atravesaban el fuego, inmutables. Sabía lo que esto significaba. Nymeris no iba a sobrevivir.
Mis padres me tomaron con rapidez, y antes de que pudiera entender el motivo por el que habían decidido abandonar a Nymeris, mi mejor amigo, me llevaron al carruaje, y con un tirón a las riendas, los caballos comenzamos a alejarnos. Asomé mi rostro por la ventana, llorando, gritando el nombre de mi maestro, cuando vi cómo las gárgolas superaban las llamas de mi amigo y mi mentor.
Se había sacrificado para salvarnos.
Sabía que las gárgolas de ébano eran atraídas por las llamas como uno de sus principios, pero por eso, no me sorprendió menos que las llamas carmesíes de Nymeris, su escudo, y su espada, se apagaran.
¿Qué mierda de mundo era este que te podía arrancar pedazos de ti sin misericordia?
Entonces, desperté de golpe, jadeando.
Había pasado un año de ello, pero mi corazón latía como si hubiera vuelto a ese día.
Estaba sudando, y el olor a humo llenaba el aire. ¿Qué pasaba? Me incorporé de un salto, y vi que mi habitación estaba envuelta en llamas. Llamas rojizas, oscuras en sus bordes, que nunca había visto antes.
Todo a mi alrededor se desmoronaba.
Me levanté con cuidado. Se suponía que hasta el suelo debía arder en mis pies, pero no era así. En cambio, las llamas bailaban ante mis ojos, hipnotizantes, y llenas de un movimiento casi vivo. Eran distintas de cualquier fuego que hubiera visto antes; ese color rojizo y negro ondulaba con una belleza que me atraía. No podía apartar la mirada.
Me acerqué con una curiosidad que superaba mi miedo inicial. Extendí la mano temblorosa hacia una de las llamas que devoraba el borde de mi cama. Y para mi sorpresa, no sentí dolor, ni calor abrasador. Solo un cosquilleo ligero que recorrió mi piel.
Sabía que las llamas de los Sarkanā Roze no podían quemarnos, era un conocimiento que había heredado. Pero verlo así, en la realidad, me estremeció.
Retrocedí un paso, asustada de lo que esto podía significar, y por primera vez conciencié en el caos a mi alrededor: los muebles ardían, las cortinas eran cenizas flotantes, y el humo se acumulaba, obligándome a toser y lagrimear.
Debía salir.
Corrí hacia la puerta y la empujé con fuerza. Allí vi que el pasillo de la mansión estaba en peores condiciones de lo que había imaginado. Las llamas habían avanzado por las paredes y el techo, consumían los tapices y decoraciones que habían estado allí durante generaciones. El calor era sofocante, y el aire era denso, con el olor acre del humo y la madera quemada. Grité, desesperada:
—¡Papá! ¡Mamá! ¡Tumid!
Mis pasos resonaban entre el crujir de la madera y el rugido del fuego. Entonces lo vi: la figura de mi padre emergiendo de la habitación de mi hermano. Aquellos ojos enrojecidos estaban llenos de lágrimas. Su expresión era de incredulidad al verme y no entendía el por qué.
Pero el miedo comenzó a crecer en mi pecho cuando vi su accionar. Comenzó a correr hacia mí, tambaleante, pero con una fuerza que superaba su aparente agotamiento. Y antes de que pudiera decir nada, me tomó en brazos.
Lo siguiente sucedió fue en un parpadeo: saltó por la ventana, y el aire frío de la noche nos envolvió. Mi padre, en una voltereta mortal, hizo que el fuego nos envolviera con el fin de que no solo fuera intenso, sino protector, como un capullo. Y entre vueltas en el aire, aterrizamos en el césped sin problemas. No sentí ningún dolor.
Pero cuando miré hacia él, vi las quemaduras severas que cubrían gran parte de su cuerpo. Esas marcas no eran por su propio poder, era imposible, esas eran por aquel fuego extraño, estaba segura, pues le habían carbonizado donde le rozaron.
La mansión ardía con furia tras de nosotros, una escena que nunca olvidaría. Los sirvientes corrían de un lado a otro, gritando y llamando a otros para ayudar. En segundos, estuvimos rodeados. Los rostros de todos reflejaban horror y confusión, y un lamento religioso que angustiaba a cualquiera.
—¿Qué ha sucedido, mi señor? ¿De dónde provienen esas llamas? —preguntó uno de ellos con voz temblorosa.
Mi padre, pareció contener el llanto, pero su voz quebrada pero firme, lo delató. Sabíamos qué hacía un esfuerzo inhumano para explicar:
—Son Las Llamas de Thalorea. Las mismas que, según la leyenda, la diosa usa para castigar a los oscuros. O alguien está detrás de esto, alguien que quiere destruirnos, o la misma diosa nos ha maldecido.
—¿Y la señora? ¿El joven Tumid?
El silencio que siguió fue ensordecedor. Vi a mi padre tragar con dificultad y su mirada cayó al suelo antes de murmurar:
—Fueron consumidos por el fuego. Esas malditas llamas tienen una fuerza sobrenatural que ni nosotros, siendo inmunes a ellas, podemos perecer ante su toque.
Los murmullos de horror se extendieron entre los presentes.
Mis piernas temblaron, y me derrumbé sobre el césped. Las palabras de mi padre resonaban en mi mente. ¡Mi madre! ¡Mi hermano! No podía ser cierto. Las lágrimas comenzaron a correr por mi rostro, y mi respiración se volvió errática.
—¡Es mi culpa! ¡Es mi culpa! —grité entre sollozos, atrayendo las miradas de todos.
Mi padre se arrodilló a mi lado y me tomó por los hombros.
—No digas eso, Elara. Esto no es tu culpa.
Sacudí la cabeza con vehemencia, mirando a los ojos de mi padre a través de las lágrimas.
—¡Sí lo es! Toqué las llamas, papá. No me quemaron. Ellas... ellas no me quemaron.
Los murmullos se detuvieron. Todos sabíamos lo que eso significaba.
Los ojos de todos se posaron en mí, llenos de una mezcla de confusión y temor.
Mi padre me abrazó con fuerza, como si al hacerlo pudiera protegerme de las miradas inquisitivas y de la verdad que comenzaba a formarse en el aire cargado de cenizas.
Pero la verdad era contundente: Esa noche, había asesinado a mi madre y a mi hermano mayor. Y las pesadillas me la recordarían hasta mi muerte.
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