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Mi sangre [Mario Borges]

Lo miras y no podés evitar que se te apriete el pecho.

Él está ahí sentado, lejos de ser inocente pero aún más lejos de ser culpable. Hay manchas blancas en su nariz y curitas en sus dedos, su boca sucia pronuncia un insulto, sus ojos transparentes y su corazón descosido. Juega a la play y te llama.

—Marito —te dice, y te mira como si fueras lo más grande del mundo—, vení a jugar, dale, no seas cagón

Y no lo sos, Mario. Pero te tiemblan las manos cuando te pones a pensar de más. Cuando a tu mente llega la Mecha, llegan las falsas amistades de tu hermano, llegan los cumpleaños que pasó acá adentro mirando nostálgico por la ventana, llegan los porros y la merca y las putas. La sangre, las facas, las balas, las lágrimas.

Pero vos no lloras ni una puta vez. ¡Por favor! ¿Cómo va a llorar el gran Mario Borges?

—¿Qué te pasa, Mario? ¿Te sentís bien? —pregunta Diosito acercándose, su frente arrugada en preocupación, sus manos lentas tratando de alcanzarte. Queres sacarlo a como de lugar—. ¿Te dejó la Gladys o qué?

Ay, la gorda. Cuántas veces te advirtió que no metieras al pobre de tu hermano en todo esto. Y ahora no sólo está metido, sino que forma parte de él.

—No, pelotudo —contestas, sin poder mirarlo a los ojos.

Diosito es puro corazón, y es todo tu mundo. Con sus cagadas, sus arranques de ira, sus mariconeadas, sus boludeces y sus sonrisas torcidas.

Y vos, Mario, lo condenaste desde que era un mocoso de piernas flacas y pelo castaño.

—¿'tas seguro? Mirá que me podes decir, eh.

¿Le podes decir, Mario? ¿Podes mirarlo a los ojos y confesarle la verdad? ¿Mirarlo, y decirle que no hay libertad para él cuando su verdadera cárcel no se puede ver?

—No pasa nada, Diosito. Anda a pelotudear a otro lado.

Ese mismo día, llamaste a Gladys y le hablaste con voz baja y avergonzada.

—No pude darle otra cosa —dijiste al final, y escuchaste el suspiro del otro lado de la línea.

—Él también eligió esto, Mario —dice la gorda, ay, qué grande la gorda. Y qué chiquito se siente tu corazón cada vez que Diosito viene y pregunta, una vez más, si estás bien.

Cortas la llamada tirándole un beso a Gladys. Ella te dice que te relajes, que duermas bien.

Vos mirás a tu hermano, tu hijo, tu recluso, y crees que no mereces buenos sueños.

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