En los pabellones se cuenta [Diosito/Pastor]
En esta realidad alterna, Pastor Peña es un recluso como cualquier otro, no tiene otra identidad.
(1)
Era un día de verano, de sol radiante en un cielo despejado. En el patio se llenaba la pileta pinchada y se baldeaba el piso, todos caminaban en cuero y aguantaban como podían el calor sofocante. Desde los pabellones se podían escuchar los chapoteos del agua, y desde donde estaba Mario, el ventilador viejo haciendo ruidos molestos, opacando las carcajadas de los pibes.
Mario estaba sentado, y una mesa lo separaba de Pastor, que lo miraba con un rostro imperturbable.
Ninguno decía nada, y eso ponía de los pelos a Borges. El hombre que tenía en frente, tan misterioso e hijo de puta como él solo, se mantenía en silencio y no declinaba del contacto visual. Siquiera había mostrado reacción al ser llamado por él, con suerte había saludado al entrar.
El de bigote juntó sus manos sobre la mesa y se inclinó un poco hacia ella para hablar.
—Diosito ya me contó todo —empezó, mordiendo su mejilla interna cuando tocó el tema en cuestión.
Pastor no se movió ni un centímetro de su lugar.
—¡Sí, Mario, me lo estoy cogiendo! —había gritado su hermano cuando lo había vuelto a molestar con la íntima relación que tenía con el nuevo recluso. Mario había carcajeado y Colombia le había arrojado una media sucia en la cabeza, pero Diosito se mantuvo firme y dijo después—: Somos una pareja, yo y Pastor.
Mario, en lugar de volver a reír, había abierto grande los ojos.
—El burro por delante —había comentado Colombia, todavía jodiendo. Sin embargo, Diosito lo había mirado fijo y se había cruzado de brazos.
Cuando Mario había entendido que hablaba en serio, se tuvo que sentar.
—¿Y? —preguntó Pastor al cabo de otros segundos de tenso silencio, trayéndolo al presente. Parecía desinteresado de la charla.
Mario tenía demasiadas ganas de agarrarlo de la cabeza y estrellarle la cara contra la mesa.
—¿Vos te me estás haciendo el canchero? Fijate con quién estás hablando —amenazó entre dientes, apretando las manos en puños sobre la mesa.
Pastor tenía un rostro serio pero su postura se sentía más burlona que cualquier sonrisa de oreja a oreja.
—¿Me vas a hacer el papel de la suegra hincha pelotas, Borges? —preguntó con retintín.
Ah, pero te voy a matar-
—Escuchame una cosa, maricón. No sé qué mierda pretendes vos con Diosito pero te advierto que no va a funcionar —Mario estaba perdiendo los estribos, y como toda respuesta, Pastor se cruzó de brazos y se recostó un poco más en el respaldo de su silla. Borges agradecía profundamente que estuvieran a solas para que nadie pudiera presenciar la manera en la que este puto lo sobraba con la mirada—. Todo este jueguito de los novios no me lo creo ni en pedo. Va a ser mejor para vos que me digas qué querés antes de que lo descubra yo.
Por primera vez, Pastor cambió su expresión, y le enseñó una sonrisa diminuta.
—A tu hermano quiero —respondió sagaz, ladeando la cabeza ligeramente, dejando ver un chupón en su cuello.
Mario apretó la mandíbula. La noche anterior, cuando Diosito había declarado estar de novio con Pastor, había hecho el mismo gesto desvergonzado. Viniendo de este tipo desconocido, Borges no tenía razones para contener las ganas de matarlo.
Estuvo a dos segundos de levantarse de su lugar y ahorcar a Pastor con sus propias manos, detenido por unos golpes en la puerta. Su hermano ingresó.
—Ah, acá estaban —dijo Diosito, acercándose con una mueca de sospecha. Sin embargo, cuando conectó miradas con Pastor, una sonrisa boba se formó en su rostro. Pastor correspondió con un asentimiento de cabeza.
Mario rodó los ojos.
—¿Por qué no le das un besito a tu noviecita?
Ante la pregunta, Diosito puso una mano sobre el hombro de su pareja, y miró desafiante a su hermano. El par de ojos lo escudriñaron, pero Mario estaba lejos de sentirse intimidado.
—Acá no hay ninguna noviecita, Mario —contestó su hermano, firme. Mario arrugó el rostro.
—Hace nada vos te estabas cogiendo minitas, Juan Pablo, y ahora me venís con esto —Borges se sostuvo la cabeza con las manos y suspiró.
—Bueno, si Borges ya no tiene nada para decirme... —dijo Pastor, levantándose y saliendo bajo la atenta mirada de Diosito. Al pasar a su lado le susurró algo que le provocó una sonrisa ladeada al otro, y Mario no quiso adivinar qué fue.
Cuando dejó a los hermanos a solas, Diosito tomó su lugar en la silla y miró a Mario con el ceño fruncido.
Mario casi gruñó.
—Sigo esperando que me expliques cómo fue que decidiste entregarle la cola al nuevo.
Diosito no se notaba afectado.
—Pastor ya no es nuevo, llegó hace como dos meses-
—¡No me cambies de tema, pendejo! —se exaltó finalmente, levantándose y golpeando la mesa con las manos—. Cortala con esto.
Su hermano se levantó también y se acercó a centímetros de su rostro, imitando su posición. Los Borges se enfrentaron y casi saltaron chispas en ese intercambio.
Si fuera otra situación, Mario podría hasta felicitarlo por la manera en que se plantó con él, sin un rastro de titubeo. Sin embargo, lo único que podía sentir ahora era un determinante rechazo.
—Yo no tengo que pedirte permiso para nada, Marito. Si no te gusta, jodete —concluyó Diosito con simpleza, y siguió el camino de su amante sin decir más nada.
Una vez a solas, Mario se jaló el pelo.
—La puta que lo parió...
(2)
Mario tenía la suerte de poder contar con una persona incondicional, una persona real en medio de toda la mierda. La gorda siempre estaba ahí para él, sirviendo mate con pasta frola, guardando fajos de guita en su cartera, chusmeando sobre el barrio. Es por eso que Mario la llamó al cabo de dos días, y su visita llegó al instante.
—¿Qué me estás queriendo decir, Mario?
El azul de sus ojos mostró sorpresa después de su breve explicación. La bombilla del mate colgó de sus labios abiertos luego de la pregunta.
Mario necesitaba que bajara la voz, pero no se lo dijo. En cambio, juntó ambas manos sobre la mesa y agachó la mirada.
—Diosito está saliendo con un chabón, uno que llegó hace poco. Él mismo me lo dijo —casi susurró, luciendo atormentado.
—¿En serio me decís?
La gorda parecía sorprendida, mas no estaba tan escandalizada como lo había estado él desde que se enteró.
—Sí, gorda —afirmó entre dientes.
Llevaba dos espantosos días escuchando a su hermano hablar del otro hombre con ojos brillantes de ilusión, teniendo que soportar las burlas que, si bien aún no eran dirigidas a él, le afectaban como si lo fueran. Diosito, por su parte, no parecía en absoluto preocupado por que sus amigos le llamaran apodos ofensivos, por los que antes hubiera matado a cualquiera.
—Ay, ese Diosito... —suspiró ella—. Siempre lo vi más sensible que el resto, pero esto... —chasqueó la lengua, sorbió de la bombilla y negó con la cabeza—. Tenés que cuidarlo, Marito. No dejes que le pase nada —señaló con su dedo índice, su uña postiza amenazándolo.
—¿Ahora le tengo que cuidar el culo también? Gorda, él ni siquiera me quiere escuchar. Anda atrás de su novio todo el tiempo, casi que besa el suelo por el que camina —contó con rabia apenas contenida.
—Y sí, está enamorado... —Gladys sonrió nimiamente, y Mario se sostuvo el puente de la nariz, preguntándose quién lo mandó a tener un hermano puto y una mujer sensible.
—No está enamorado, deja de decir boludeces. Está encaprichado, y sabe que me jode así que lo hace a propósito. Encima Pastor-
—¿Pastor? —interrumpió ella.
Él la miró con el ceño fruncido.
—Sí, sí. El novio. Los dos me tienen las bolas llenas.
Gladys sostuvo su mano sobre la mesa, y lo miró con ojos suaves.
—Tomalo con calma, Mario. Es un amorío como cualquier otro, vos seguí concentrado en tus cosas y no martirices a Diosito, haceme el favor —reclamó ladeando la cabeza, y Mario le dio un beso remilgado sobre los nudillos. Aún así, el tacto de su piel siempre fue bien recibido.
Tras segundos de tranquilo silencio, Mario la miró y elevó una ceja cuando notó una curvatura traviesa en sus labios rojos.
—¿Qué? —preguntó.
—A ver cuándo me presentan a mi concuñado, eh —contestó ella, conteniendo la risa.
Mario siguió puteando, entonces.
(3)
San Onofre siguió su normal funcionamiento durante las siguientes semanas, y Mario siguió con sus negocios turbios. Aún le costaba mirar a su hermano a los ojos, pero agradecía no haber sido testigo hasta el momento de ninguna escena romántica entre los tórtolos del penal.
—Ahí viene el mariposón... —dijo Colombia, sin bajar ni un poco el tono de su voz. Diosito entraba al pabellón tras el llamado de su hermano. Todos estaban sentados esperando por él, y tenían un mapa sobre la mesa, listos para seguir indicaciones del próximo plan.
Aunque todavía no se había generado un gran escándalo, el rumor del noviazgo entre Diosito y el nuevo recluso ya había recorrido todo el penal. Los silbidos y los gritos no se hicieron esperar, pero muy por el contrario de lo que algunos se pudieron imaginar, Diosito no había sido agresivo.
—No seas intolerante, James —fue la respuesta de un muy seguro de sí mismo Diosito, dispuesto a tomar asiento en calma. Había cocaína sobre la mesa, y el pibe no le dedicó ni una sola mirada. Mario estaría contento, también lo felicitaría por ese sofisticado léxico que estaba desarrollando, si tan sólo no estuviera directamente relacionado con Pastor.
—¿Te ayudo a sentarte, princesa? —preguntó Barney, jocoso. Mario lo asesinó con los ojos.
Diosito sólo volteó el rostro, vestido como para recibir visitas. Miró a Mario con las manos entrelazadas en su regazo.
—¿Qué sigue ahora, Marito?
—La puta madre... —soltó Mario, jalándose del pelo ante las constantes burlas a su hermano. Ni los pibes de la Sub 21, ni los jueces corruptos, ni el director negligente eran capaces de exasperarlo tanto como la situación con Diosito.
Su disgusto lo estaba comiendo desde adentro.
(4)
—Entonces, con las peleas todo bien, llénense de puntazos y tírense abajo todos los dientes que se les cante, pero no quiero más muertos, Mario.
Antín hablaba, con los insultos siempre en la punta de la lengua y la corbata desajustada en su cuello. Movía las manos y caminaba impaciente bajo la mirada cansada de Borges, que se encontraba sentado y con un whiskey en su diestra.
—'ta bien, 'ta bien —acalló el hombre de bigote, harto por las provocaciones de la Sub 21 y los sermones del director.
Hubo segundos de silencio, y Antín se sentó a su lado, sospechosamente callado.
—Te noto estresado —dijo, sin poder disimular una sonrisa.
Mario ya lo veía venir.
—¿Desde cuándo sos loquero vos?
Antín dejó salir una risa entrecortada, y apoyó su mentón sobre sus nudillos, sostenido del brazo del sillón y mirándolo con ojos inquisitivos.
—¿No será que estás así de minita porque te contagió tu hermano? —Mario soltó el vaso—. Uf, en San Onofre las noticias vuelan.
En un instante, Borges se levantó. En su apuro, se tropezó con la mesa ratona.
—Me voy —masculló.
—¡Epa, epa! Pensé que estábamos teniendo una charla amena —Antín era tan consciente de su incomodidad, y cómo lo gozaba el forro—. Te digo, las cosas que veo por las cámaras son... Estrafalarias —Mario comenzó a caminar hacia la puerta, seguido del director, que hablaba vivaz y morbosamente entretenido—. Pero qué bueno que ande enamorado el pibe, che. Se lo nota mucho más contento, y tranquilo.
—Andate a la mierda —fue todo lo que respondió antes de cerrar de un portazo, e incluso del otro lado, se podían escuchar las carcajadas de Antín.
Mario estaba perdiendo la paciencia.
(5)
—Yo no entiendo cómo es que todavía no los cagaron matando a esos putitos —escuchó Mario durante el almuerzo, y en un impulso nervioso muy ajeno a su persona, se mordió las uñas.
Diosito estaba sentado al lado de Pastor, sonriendo y encogido de hombros, ladeando la cabeza y básicamente, luciendo como un cachorrito necesitado de atención. Pastor lo calmaba, irónicamente, rascando detrás de su oreja con la misma expresión neutra de siempre. Mario sabía que cualquiera que quisiera hacerles algo se iba a comer una buena cagada, tratándose de Diosito un loco nervioso y de Pastor un hombre con experiencia. Ya había puesto en su lugar a unos cuantos, ganándose buena fama en todo el penal.
Mario había perdido el apetito, en realidad. Y no tenía a su hermano para obligarlo a comer, para mirarlo con ojos preocupados, haciendo sus acotaciones boludas que tanto extrañaba. Diosito se mostraba renuente para ellos, siempre a la defensiva, cerrado. Sólo hablaba libremente cuando tenía el nombre de Pastor en la lengua, repitiendo lo sano, lo serio, lo decente que era. Repetía que era inocente, que no tendría que estar ahí, que Pastor esto, que Pastor aquello. Así, Mario no tenía ánimos ni para cagar.
En un momento dado, César se acercó a Pastor, susurrando algo y mirando no muy disimuladamente en su dirección, haciendo que ambos rieran. Mario se limitó a asesinarlo en su cabeza. Sabía muy bien que los pibes del patio protegían a Pastor como uno de los suyos. También se habían vuelto tolerantes con Diosito, y eso, para Borges, era imperdonable. Su hermano lo estaba traicionando en muchos sentidos.
—Si tanto le jode —escuchó a Colombia, siempre a su lado, pelando una naranja ensimismado—, debería hacer algo, Mario —aconsejó, conocedor de su desesperación.
Mario miró las piernas entrelazadas de Diosito y Pastor debajo de la mesa, y estuvo de acuerdo.
(6)
Diosito ya casi no estaba en el pabellón. Mario miraba su cama vacía tendida con bronca. Su hermano al menos había asistido a su llamado, y entró al cabo de unos minutos, colorado y oliendo a colonia.
James y los demás ya se habían quejado de que usaba todo para él; el desodorante, el dentífrico, el perfume. "El coqueto" le apodaban, y Mario ya no aguantaba.
—¿Pasó algo, Marito? —preguntó, acercándose despreocupado. Mario casi se alejó por inercia, pero respiró hondo y tomó asiento a su lado.
—Tenés que cortarla, Diosito. Todo esta boludes de los novios, yo sé que vos no sos puto —fue directo, brusco. Estaba podrido de ser paciente.
Diosito se cruzó de brazos.
—¿Por qué no te dejas de joder, Marito? ¿Te digo la posta? Sos el único que me rompe los huevos con esto, loco. Ya fue.
La vena de Mario iba a explotar.
—¡Porque los demás se ríen frente a tu cara y no decís nada, pelotudo! ¡Te estás quemando! —gritó sin retenerse—. ¿No te das cuenta, hermano? Andá a saber las intenciones que tiene Pastor, te puede estar usando, te puede estar mintiendo —la última alternativa que le quedaba era hacerle entender a la fuerza, o Mario tendría que tomar otras medidas.
Era cierto que nada había cambiado, los negocios seguían siendo los mismos y Diosito asistía a todas las reuniones. Pero su reputación estaba arruinada. Si antes no lo respetaban, ahora menos. César, el villero ese, era el más insoportable. Se la pasaba provocando, molestando, midiendo su poronga. Y Mario necesitaba a Diosito de su lado, no andando atrás del otro.
Su hermano no se inmutaba por ninguna de esas cosas. Él estaba chocho con la compañía de Pastor.
—Ya está, me cansaste. Estoy podrido de que hables mierda de Pastor cada vez que puedas. No lo conoces, Mario. Yo sí. A mí me coge, no a vos. Así que hace la tuya, y yo hago la mía. Corta —terminó, levantándose y yéndose sin más.
—¡Vení para acá! —gritó él, pero fue ignorado—. La concha de tu madre...
Mario estaba decidido, entonces. El problema se terminaría de raíz.
(7)
La orden había sido matarlo. Solo en las duchas, cinco contra uno, no había margen de error. Pero como a Mario las cosas no le salían bien últimamente, eso no resultó.
No había tenido en cuenta la presencia de los pibes del patio, que al ser alarmados del peligro, salieron en defensa de Pastor, que sólo había recibido un puntazo en el costado.
Cuando la noticia llegó a oídos de Diosito, éste perdió los nervios. Revoleaba la faca al aire como si de un juguete se tratara, y escupía mientras hablaba. Nadie podía calmarlo, estaba fuera de sí.
—El macho cuidando a su hembra —jugueteó Colombia, restando importancia al escándalo.
Diosito se acercó a él peligrosamente, y Mario se levantó de un salto.
—¡James cerrá el orto, la puta que te parió! ¿¡No te das cuenta que hirieron a uno de los nuestros?! —reclamó el rubio, rojo de ira.
—Uno de los tuyos —corrigió Mario sin remordimientos por ser el culpable del asalto—, que te llene el culo de leche no significa que sea de los nuestros —sentenció, algo más picado por ese ímpetu de Diosito por querer buscar venganza incluso sabiendo que Pastor estaba fuera de peligro.
Diosito calló súbitamente, y se hizo el silencio en el pabellón. Mario se removió incómodo cuando su hermano comenzó a asentir con parsimonia, como si acabara de entender algo.
—Ah, así que vos también te vas a poner la gorra.
En unos pocos movimientos, Diosito caminó alrededor de su cama y metió algunas cosas suyas en una bolsa. Estaba empacando, y Mario resopló ante lo ridículo que era eso.
—Dale, pelotudo, dejá eso. No seas un nene.
Su hermano hizo oídos sordos, y empujó a James para seguir su camino. Barney se quejó en voz alta cuando recibió un pisotón, y fue ignorado por todos.
—Dios, escuchame un segundo —Mario volvió a intentar, y recibió una última mirada enfurecida de su hermano.
—Andate a la concha de tu madre, gordo puto —escupió él, y se fue, como siempre hacía.
—¿¡A dónde te pensas que podés ir, pendejo del re orto!? ¡Sin mí no sos nada, oíste! —gritó, sin ser escuchado.
Mario se dejó caer en la cama.
(8)
Pasaron tres días de silencio, y ni la visita higiénica de Gladys pudo sacarle un poco de su tensión.
Las cosas con el patio estaban cada vez más difíciles. Los pibes parecían tener más poder, más contactos, más alcance, y Mario solo podía pensar en la ausencia de su hermano.
Colombia le había dicho que lo podía encontrar en la enfermería, "cuidando de su carne", así que ahí se dirigía.
No sabía muy bien qué pretendía, qué haría una vez que llegara. Pedir perdón; jamás. Pedirle que vuelva... Tal vez.
Sin embargo, cuando se detuvo en el pasillo, cerca de la puerta rota y blanca, los enfermeros estaban afuera.
—¿Qué pasa acá? —preguntó, extrañado.
Un chico flaco y con cara de nada lo miró.
—Diosito nos sacó —contestó antes de marcharse con sus compañeros.
Justo en ese momento, Mario escuchó voces desde adentro de la habitación. Distinguió la voz alta y ronca de Diosito, y le fue difícil entender la otra, más baja y profunda.
—No seas hijo de puta.
Ese había sido su hermano, sin lugar a duda. Mario se sintió curioso ante la posibilidad de estar ocurriendo una discusión, pero el tono de voz de Diosito, muy a pesar del insulto, expresaba otra cosa.
Como respuesta sólo escuchó murmullos, por lo que se vio en la penosa necesidad de apoyar su oreja en la puerta.
—Ya te dije que no me importa, no me importa nadie más, quiero ir con vos —decía Diosito, con voz suplicante.
Los murmullos seguían, y su corazón se enganchó en su pecho cuando distinguió sonidos de ropa deslizándose, acompañados de ruidos húmedos.
La puta madre.
—Voy a ser el más bueno, vas a ver.
Diosito sonaba tan agudo y chico, cuidadoso, y el estómago de Mario se retorció.
No hubo más ruidos por un momento, y Mario se inclinó para ver por la abertura, sin pensar en las consecuencias de esa acción. Se encontró, entonces, con la peor imagen: Pastor apoyado sobre la mesada y Diosito de rodillas frente a él, por lo que sólo podía verle la espalda desde su lugar. Su mente interpretó la situación rápidamente, y sintió la necesidad de gritar, de entrar y parar con eso. En un movimiento inoportuno, cruzó miradas con Pastor, que le sonrió malicioso mientras enredaba sus dedos en el pelo rubio de su hermano, aún ignorante de su presencia.
Esa fue la cúspide de las provocaciones. Él iba a abrir, y lo iba a matar sin importar el odio que su hermano pudiera tenerle por eso. Estaba decidido, hasta que una voz sonando detrás de su espalda lo sobresaltó.
—¿Qué está haciendo, jefe?
Colombia tocó su hombro e hizo que se enderezara velozmente.
—Colombia, la puta madre, salí-
Se sintió torpe, movió su brazos y su respiración se agitó. No podía creer lo que acababa de ver, estaba desarmado.
Y James parecía divertido.
—¿A quién espía, eh? —preguntó, inclinándose con la intención de verlo por sí mismo.
—¡No, James! —intentó frenarlo en vano.
Colombia lo alejó con los brazos y pudo ver. Al instante abrió la boca y sonrió sorprendido.
—¡Hijueputa, Diosito cabecea mejor que el Cristiano Ronaldo! —dijo en voz demasiado alta y jovial.
Borges le dio un saque en la cabeza y una patada en el culo.
—¡Tomatelas, Colombia! —barbotó, con los ojos saltones.
James agachó la cabeza y se fue a paso apresurado, aún riéndose tontamente. Borges arrastró ambas manos por su rostro y se alejó en la dirección contraria. Ya no podía contar con Diosito.
(9)
Un mes aconteció, y los Borges estaban oficialmente derrotados. La Sub 21 se había encargado de debilitarlos, y habían ido a lo grande: Mario ya no tenía a su hermanito, y estaba acorralado afuera. Sin embargo, esa noche, el hombre de bigote tenía un plan dispuesto a llevar a cabo.
No se trataba de una estrategia, no era ninguna misión sin margen de error. Era venganza pura y dura. Mario los quería escuchar gritar y los quería ver retorcerse en sus manos. Estaba seguro de haber perdido toda la cordura entre la antipatía en la que se veía sumergido.
Por eso, con sus hombres (los que le quedaban) marcharon al patio, con los guardias bloqueando la zona, y mataron a diestra y siniestra. Las chozas ardían en fuego, y los pibes corrían, desprevenidos, espantados. Mario podría carcajear con la escena, sintiéndose tan poderoso, pero sus ojos solo buscaban a Diosito.
No lo veía por ningún lado. Tampoco había tenido la suerte de cruzarse con Pastor para encargarse de ese parásito él mismo. Desesperado y agitado, le gritó a Barney.
—¿¡Y!?
Barney se encogió de hombros, manchado de sangre ajena y tosiendo por el humo.
—¡No están, Mario! —respondió con dificultad.
—¡En la cárcel vieja! —gritó James desde atrás—. ¡Están en la cárcel vieja!
Mario ni siquiera lo pensó y corrió hacia allá, sin más indicaciones. Cuando sus fieles compañeros hicieron el amago de seguirlo, los detuvo.
—¡No, quédense acá! —ordenó, y para su deleite, fue obedecido.
Corrió casi ciego. La ira nublaba su vista, el humo negro llenaba sus pulmones, su sed de muerte movía sus pies rápidos sobre el suelo. La ausencia de su hermano había hecho estragos con su persona, otorgándole grandes pozos negros alrededor de sus ojos, quitándole todo rastro de decencia y empatía.
Llegó al lugar a pasos apresurados y con el arma en alto.
—¡Juan Pablo! —llamó desgarrando más que su garganta. Se sentía y se escuchaba como lo que era, un hombre desahuciado y abandonado.
Hubo ruidos de escombros entre la oscuridad, y de un agujero de la pared, salió su hermano, cubierto de tierra negra. Lo miró con ojos grandes y puso las manos en alto en cuanto visualizo el arma. Apreció la sincera sorpresa en su mirada y un atisbo de miedo le hizo temblar.
—Mario...
—¡¿Qué haces, Dios?! ¡¿Te ibas a escapar?! —preguntó escandalizado, riendo sin gracia. No lo podía creer, no podía ser posible...
—¿Qué es esto-?
Entonces y en el peor momento, la figura de la persona que más odiaba en el mundo apareció. Pastor, en el mismo estado de suciedad que su hermano, se puso frente a Diosito, en un gesto protector que le dio asco. El arma de Mario tembló en su mano, de puro coraje. Ya no razonaba, no conseguía entender sus propios pensamientos.
—Borges, baje el arma —pidió Pastor con voz calma, siempre tan estable, tan cuerdo.
Borges respiró con irregularidad.
—¿Qué haces, Marito? —preguntó Diosito, atemorizado, escondiéndose detrás del otro hombre, demostrando así una vez más de qué lado estaba. Y Mario se llenó de aversión, echándole la culpa a Pastor por todo. Sólo quería destruirlo, sólo a él.
Pastor avanzó un paso, cauteloso, desarmado. Mario lo quería muerto.
—Vos me sacaste todo, Pastor —masculló, agitado—. ¡Hijo de puta, me sacaste todo! —bramó con fuerza antes de jalar el gatillo con los ojos cerrados.
—¡No! —se escuchó seguido del disparo, y cuando abrió sus ojos, sólo pudo paralizarse.
Diosito sostuvo el cuerpo de Pastor antes de que tocara el piso. Se puso pálido en un segundo, y lo movió con pánico.
—No- Pastor, amor, abrí los ojos, por favor... —comenzó a rogar, a llorar. Mario seguía quieto, y la manera en que su hermanito se rompía lo estaba destrozando, casi traumando.
Ambos fueron testigos de cómo Pastor dejó caer su mano tiesa al frío suelo. Estaba muerto en los brazos de Diosito, y se hizo un silencio sepulcral por unos cortos segundos. No hubo festejo de su parte, en cambio, haber logrado su cometido le dejó un enorme vacío.
Mario comenzaba a excusarse cuando Diosito volvió a emitir sonido.
—Traidor... —susurró Diosito, levantando la cabeza del pecho ensangrentado de su difunto amante—. ¡Traidor! —levantó un arma de la nada y le apuntó, sin otra intención más que acabar con él. Pero Mario siempre fue más rápido, más ágil, y disparó primero.
El impacto no fue mortal como el anterior, pero la sangre salpicó oscura en el hombro de su hermano, que dejó caer el brazo con un alarido.
Mario entró en pánico, cada vez más vulnerable e indefenso, incapaz de controlar sus propias acciones. Se acercó horrorizado, con un agujero de angustia creciendo en su pecho.
—Diosito, perdoname, hermano-
—No me-ah... Salí, no me toques —escupió Diosito, abrazando el cuerpo en sus brazos, arrastrándose en el piso para alejarse de él.
Los ojos de Mario se inundaron, y su voz se quebró.
—Juan Pablo-
—¡Salí te dije! ¡Te odio, Mario! —estalló su hermano, lleno de sangre, de odio, de rencor. Su voz consiguió mantenerlo en su lugar, la manera en que ni siquiera quería mirarlo a los ojos hundió un poco más su corazón—. ¡¿Esto querías, hijo de puta?!
—Juan Pablo, no-
Mario no quería escucharlo así, no podía verlo así. Necesitaba arreglarlo, cuidarlo, protegerlo.
Diosito lo miró con seriedad por un segundo, recuperando la compostura, en una calma desesperante. Descansó un beso lento en la frente fría de Pastor, y devolvió sus ojos a Mario. Lo que él vio allí le congeló el alma.
Su hermanito, su querido y adorado hermanito, subió el arma y apuntó a su propia sien, sonriendo de costado, de esa manera que tanto conocía, pero que jamás se había visto tan escalofriante.
—Te veo en el infierno, Marito —musitó, y con un último disparo concretó la peor de las venganzas.
Diosito llenó el cuerpo de su amante con su propia sangre, y yació muerto a su lado.
Mario cayó de rodillas ante la escena, incapaz siquiera de respirar.
Aunque la boca del arma se sintió fría y tentadora debajo de su mentón, no volvió a jalar el gatillo.
(10)
Por los pasillos de San Onofre, se contaba la trágica historia de los enamorados carcelarios, en esa noche llena de muerte y cenizas. Cada uno contaba una versión, cada quien la sentía de diferente manera. Pero todos callaban cuando el único testigo y sobreviviente paseaba como un fantasma de ojos ajados, el rastro de quién había presumido ser una vez. Un hombre condenado a permanecer entre rejas de por vida.
—Jurame que te vas a vengar, Mario —exigía Gladys, ignorante de la verdad, entre lágrimas, escondiendo su angustia detrás de su pañuelo perfumado.
Mario no la pudo mirar a los ojos, ni a ella ni al espejo.
—Venganza es lo que hacemos los Borges —contestó con voz ronca.
Lo que Mario Borges había hecho no tenía perdón de Dios.
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