Parte 2: El resurgimiento del yokai
ROMPIENDO EL SELLO
PARTE 2: EL RESURGIMIENTO DEL YOKAI
Uraraka examinaba con cuidado la estatua, pasaba la brocha con delicadeza, le daba la sensación que se rompería, pero por extraño que parezca las fisuras parecían hechas a propósito, preguntándose si el escultor era una persona que odiaba al yokai, o si el mismísimo yokai tenía esas cicatrices.
—Uraraka —escuchó la voz llamándola.
Ahogó un grito, por un instante pensó que era la misma estatua quien la llamó, haber estado inclinada limpiando la parte inferior de la estatua, hizo que se diera un golpe en la cabeza al levantarse de golpe.
—Auch —la voz que la asustó entrecerró los ojos e hizo una mueca de dolor, —¿te dolió mucho?
Uraraka suspiró aliviada al comprobar que se trataba de su compañero. Sus dedos se deslizaron con cuidado por la superficie fría de la estatua, trazando suaves caricias en su cabeza. La piedra era dura, y el contacto le recordaba lo irreal de la situación.
—Toshinori me pidió que dejara el inventario para venir a ayudarte —explicó Shinso, rompiendo el silencio mientras ajustaba unas cajas en la esquina de la sala.
—Gracias por eso —respondió Uraraka con una sonrisa distraída, aunque su mente seguía vagando entre las palabras del extraño epitafio que había leído sobre el yokai.
Las dos horas siguientes pasaron rápido, organizando las piezas del museo y repasando las anotaciones del día. Uraraka decidió no mencionar nada a Shinso sobre sus pensamientos. Lo conocía lo suficiente como para saber que, de hacerlo, probablemente la molestaría con algún comentario sarcástico.
De vuelta en su departamento, la rutina nocturna le devolvió algo de normalidad. Después de cenar un pastelito de zanahoria que había guardado con cariño, se dio una ducha caliente, dejando que el agua aliviará la tensión acumulada en sus hombros. Más tarde, se acomodó en el sofá para disfrutar de un episodio de su serie favorita.
A pesar de todo, no lograba concentrarse del todo. Las palabras del epitafio seguían dando vueltas en su cabeza, como un eco insistente. Finalmente, decidió apagar la televisión y prepararse para dormir.
Al recostarse en la cama, la imagen de la estatua volvió a aparecer en su mente: su expresión triste, las pequeñas fisuras en su mejilla y manos. Cerró los ojos, intentando convencerse de que no era más que una pieza más del museo. Sin embargo, en lo profundo de su corazón, sentía que había algo más en aquella figura de piedra, algo que parecía llamarla, aunque no supiera exactamente cómo.
De repente, Uraraka se encontró transportada a un espacio extraño y vibrante. El aire estaba impregnado con la fragancia dulce de las flores, mientras el polen la hacía estornudar suavemente. A su alrededor, un paisaje verde se extendía como un océano interminable, y en la distancia, montañas majestuosas se alzaban contra el cielo azul.
Bajo la sombra de un enorme cerezo en flor, un joven se encontraba sentado sobre una de sus gruesas ramas. Desde lo alto, parecía estudiarla con una mirada tan intensa que la hizo sentirse incómoda. No lograba distinguirlo del todo, así que se acercó con pasos vacilantes.
El joven era probablemente de su edad. Su mirada serena estaba fija en el horizonte, como si el mundo a su alrededor no existiera. Llevaba un kimono verde que combinaba perfectamente con su cabello alborotado del mismo tono. Pero lo que más llamó su atención fue su rostro: había algo en su expresión melancólica, en su semblante, que le resultaba dolorosamente familiar.
—Eres tú... —susurró, casi sin aliento mientras lo reconocía—. El yokai de la estatua. Pero, ¿por qué estás aquí? —El joven no respondió; en cambio, mantuvo su atención fija en el paisaje, ignorándola por completo. Esto la irritó. —¡Oye! ¡Ten modales!
Un grito enfadado interrumpió el momento.
—¡Tú otra vez, demonio!
Uraraka se giró hacia la voz y vio a un hombre furioso, armado con una lanza. Pero antes de que pudiera reaccionar, el arma atravesó su pecho. Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras caía de rodillas al suelo, aunque no sentía ningún dolor. Miró hacia arriba, al yokai, quien con movimientos fluidos y elegantes atrapó la lanza en el aire sin perturbar siquiera los pliegues de su kimono.
—¡Será mejor que te largues de nuestra aldea! ¡No nos das miedo, demonio! —gritó otro hombre que se unió al primero. Este último sostenía un arco y ya apuntaba directamente al joven yokai.
El yokai suspiró, agotado. Con un gesto despreocupado, arrojó la lanza a un par de pasos del hombre que la había lanzado, quien retrocedió, aterrorizado. Entonces, levantó su dedo índice hacia la lanza caída, y un rayo la impactó, reduciéndola a cenizas.
Uraraka emitió un pequeño grito ahogado, sorprendida, pero una extraña certeza en su corazón le decía que no le haría daño. Se levantó y volvió a mirar al yokai. Ese rostro, esa tristeza... era como si el peso de siglos enteros lo aplastara.
—Hermano, te atacó —gritó una segunda voz masculina. Un joven se colocó frente al hombre de la lanza, protegiéndolo. Sus ojos destellaban odio y determinación—. No importa si nos matas, yokai. Hemos rezado y nuestras plegarias fueron escuchadas. Serás sellado por el dios Katsuki. Tus días están contados.
Con una sonrisa burlona, alzó su arco, midiendo la distancia para disparar.
—¡Hey! —Uraraka, llena de indignación, se plantó entre ellos, enfrentándolos con valentía—. ¡Ya basta! ¡Ustedes deberían ser los demonios por atacar primero! Él no les ha hecho nada.
Su mirada se suavizó cuando volteó hacia el yokai.
—¿Acaso no lo ven? —Susurró, sus ojos llenos de una extraña compasión—. Sus ojos... es como si sufriera. Como si pidiera... que lo salven.
Desde la lejanía, una figura vestida con un majestuoso kimono observaba la escena. Su sonrisa se ensanchó, oculta tras las mangas de su manto.
—Podría ser ella... —murmuró para sí mismo, antes de desvanecerse en una nube ligera que el viento se llevó.
Abrió los ojos con un sobresalto, seguido de un suspiro pesado. La tenue luz de la luna se filtraba a través de las rendijas de la persiana, dibujando líneas plateadas en el techo de su pequeña habitación. Su cabeza palpitaba con un dolor persistente, como si el sueño que había tenido se aferrara a su mente con demasiada fuerza.
Rodó los ojos, bostezando mientras se sentaba en la cama. Sus pies buscaron las acolchonadas pantuflas rosas, y se levantó con pasos lentos hacia la cocina. El dolor de cabeza era una molestia que sabía no le dejaría dormir. Por suerte, las vacaciones habían comenzado, así que no necesitaba madrugar para tomar el metro. Sin embargo, su lista de tareas pendientes no le permitiría descansar del todo; la limpieza del departamento le esperaba por la mañana.
Con la sábana sobre los hombros como si fuera una capa, intentaba combatir el frío que siempre se intensificaban de madrugada. Recorrió el pasillo a oscuras, confiando en su memoria para no tropezar. Pero al acercarse a la cocina, se detuvo en seco al notar una silueta moviéndose entre los muebles, abriendo los cajones con tranquilidad.
«Es porque tengo sueño», pensó, intentando calmarse. «Eso me hace ver cosas. Además, cerré la puerta con llave».
Convencida de que todo era un producto de su cansancio, encendió la luz de la cocina. Entonces, sus ojos se encontraron con una imagen imposible: el joven de su sueño estaba allí, frente a ella. Solo que esta vez, no era una ilusión. Esta vez, él también la miraba.
—Oh, ¿cómo hiciste para encender la vela tan rápido? —preguntó el joven, con un tono casual que contrastaba completamente con la surrealidad del momento. Actuaba como si su presencia en su cocina fuera lo más normal del mundo.
Ella lo miraba, parpadeando incrédula. Su corazón latía con fuerza, pero el choque de la situación la obligó a una reacción inesperada.
—Nope —respondió finalmente, alargando la última letra con un toque nervioso, mientras una risa incómoda escapaba de sus labios—. Sigo soñando.
Con determinación, se pellizcó la mejilla, dejando un pequeño enrojecimiento.
El joven arrugó las cejas, claramente confundido por su comportamiento.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó mientras daba un paso más cerca. Su mirada pasó de la mejilla irritada a sus ojos, buscando una explicación lógica. —¿Es una costumbre? ¿También debo hacerlo yo?
Sin esperar respuesta, levantó su mano con la misma inocencia que un niño curioso, dispuesto a pellizcarse la mejilla derecha.
Ella lo detuvo, colocando sus manos sobre las de él.
—No, no lo hagas —dijo, apenas capaz de contener una risa entre la confusión y el desconcierto.
Su piel era cálida, y ese simple detalle fue lo que finalmente la sacudió. Él era real. Uraraka lo miró detenidamente, enfocándose en sus ojos color esmeralda, tan brillantes que podía ver su reflejo en ellos. Pero lo que más la impactó no fueron sus ojos, sino las cicatrices que marcaban su rostro: una línea profunda que recorría parte de su quijada y alcanzaba el borde de su ojo izquierdo. Uraraka sintió un nudo en el pecho. Esa marca no hablaba de un monstruo; hablaba de alguien que había sufrido.
Deku notó su expresión y, en un acto casi instintivo, apartó la mirada, arrugando las cejas. Parecía incómodo con la atención.
—¿Cómo es que estás aquí... aquí? —preguntó Uraraka, rompiendo el silencio mientras lo rodeaba con pasos lentos. Colocó una mano en su mentón, estudiándolo con curiosidad. Su voz reflejaba más asombro que miedo. —Incluso... soñé contigo hace poco —murmuró, pero al darse cuenta de lo que había dicho, se cubrió la boca, avergonzada. Sus mejillas se tiñeron de un suave tono rosado.
La reacción de Deku fue inesperada. Una carcajada espontánea escapó de sus labios, cálida y ligera, llenando la habitación. Uraraka parpadeó, sorprendida, pero no pudo evitar sonreír levemente al escucharla. Su risa era contagiosa, dulce, y en nada reflejaba la imagen aterradora que se suponía que debía tener un yokai.
—¿Eres siempre así de especial? —preguntó entre risas, llevándose una mano al estómago. —No sabía que podía ser tan popular en los sueños de alguien. —Su tono era juguetón, pero su sonrisa se desvaneció poco a poco mientras su mirada se perdía en un punto indeterminado. —Lo último que recuerdo... —hizo una pausa, su expresión tornándose seria— fue a un viejo amigo, una oscuridad inmensa, un lugar estrecho y helado. Y luego, escuché una voz muy dulce... diciendo mi nombre. Y aquí estoy.
Uraraka lo observaba con los ojos bien abiertos, tratando de procesar sus palabras. Su mente volvió al momento en que había pronunciado el nombre de la estatua en el museo. Era imposible, pero a la vez, ahí estaba él, de pie frente a ella, vivo y real. Intentó convencerse de que aquello debía ser un sueño o algún efecto del cansancio, pero no podía ignorar la sensación cálida de su presencia.
Y lo cierto era que, en el fondo, Uraraka no se sorprendía tanto como debería. No gritó ni entró en pánico al verlo, como probablemente lo haría cualquier otra persona. Era como si una parte de ella siempre hubiese esperado que algo así sucediera.
Después de todo, ¿no había pasado años sumergida en historias de fantasía, deseando que su aburrida realidad se transformara? A su manera, casi parecía estar acostumbrada a la idea de que una estatua cobrara vida. Por primera vez en mucho tiempo, su mundo gris parecía cambiar de color.
Sus pensamientos la llevaron de regreso a su infancia, al momento que marcó su percepción del mundo. Cuando tenía ocho años, la muerte de su padre en un accidente automovilístico destruyó todo lo que conocía. La tragedia no solo le arrebató a su padre, sino que también sumió a su madre en una profunda depresión. Durante días, su madre apenas salía de la habitación, dejándola sola para enfrentarse a responsabilidades que ninguna niña debería tener.
Hubo una noche en particular que jamás olvidaría. Había preparado la cena, esperando que su madre al menos compartiera ese momento con ella. Pero cuando la llamó, su madre respondió desde la cama con voz rota:
—Estoy haciendo mi mayor esfuerzo por salir de la cama, Ochako. Pero tu padre era mi vida, mi todo. Ahora sólo siento vacío. A veces desearía haber muerto con él.
Ochako, siendo apenas una niña, entendió dos cosas en ese instante. La primera, que el amor era el sentimiento más peligroso y doloroso que existía. La segunda, que su madre había elegido el recuerdo de su esposo sobre el amor por su hija.
A pesar de ello, nunca llegó a odiarla. Entendía su dolor, pero eso no justificaba la ausencia emocional. Desde entonces, Ochako construyó una coraza. Aprendió a sonreír siempre, a ser amable, a no dejar que nadie viera cuán sola se sentía. Se refugió en los libros, las series y las historias de mundos mágicos, porque allí, al menos, podía escapar.
Y ahora, aquí estaba, frente a un joven que había salido directamente de esas historias. Él era real, tangible, y más importante, traía consigo una chispa de fantasía que hacía que su vida volviera a sentirse emocionante. Por primera vez en mucho tiempo, Ochako tenía la sensación de que su mundo estaba cobrando vida.
Deku, ajeno a los pensamientos de Uraraka, inspeccionaba los utensilios de la cocina con una mezcla de curiosidad e incomprensión. Su mirada iluminaba cada rincón, como si todo a su alrededor fuera digno de asombro. Uraraka lo observó en silencio, y no pudo evitar pensar que esa extraña aparición, más que un problema, era lo que siempre había deseado.
Con un susurro casi inaudible, dejó escapar su nombre:
—Deku...
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Y aquí está otra parte más —capitulo, posiblemente— espero de corazón que les haya encantado. Y si terminó en suspenso, perdón. No podía terminarlo de otra forma porque en la siguiente parte se vería muy extraño xD
¡Bonito inicia de semana!
Me siento cuando era 2020 y publicaba semanalmente Pandora porque tenía 11 capitulos de reserva, buaaah, muy buenos tiempos estaba en mi peak, en mi prime jajaja y ahora ya no se puede. Actualizo esto porque ya lo tengo hecho xd
—Eclipsa, fuera 💜
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