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1. El remedio

Zulema suspiró agotada. Llevaba varios días con la cabeza perdida en sus pensamientos, paseando por los pasillos con cara melancólica, preguntándose una y otra vez qué era lo que había mal en ella. Aunque para ser sinceros, en lo profundo de su ser albergaba la verdadera razón de su tan lamentable estado, pero dolía tanto saber que no había remedio para su dolor, que se negaba a ser sincera consigo misma.

—Zulema, cariño, el médico ya ha llegado— dijo su madre con todo el cuidado que pudo reunir. Estaba preocupada por su hija, su estado parecía agravarse cada día que pasaba y hoy se había negado a comer—. Confío en que el doctor Baurli sepa la forma de arreglarte, hija mía.

— Yo también, madre. Yo también— contestó con derrotismo en su voz.

La muchacha giró sobre sus talones y volvió a perderse en el maravilloso paisaje que le brindaba el balcón de su habitación. Los maravillosos jardines, que con tanto mimo cuidaban los jardineros de su familia, estaban espléndidos aun siendo principios de invierno. El frío, la niebla, el color gris del cielo, los árboles vacíos de hojas... todo ello formaba un maravilloso paisaje melancólico del cual, Zulema siempre había sabido apreciar su belleza.

— Los jardines están espléndidos, madre— comentó, y sin necesidad de darse la vuelta, notó cómo su progenitora henchía el pecho de orgullo—. Es una pena que llegue el mal tiempo.

La madre abrió la boca para contestar, pero la entrada del doctor Baurli en la habitación le robó la atención.

— Doctor Baurli, muchas gracias por haber venido tan rápido.

—No se moleste, Hilda— la mujer se detuvo ante el nuevo invitado—. Para mí es un placer ayudarles en lo que pueda.

—No sé qué haría nuestra familia sin amigos tan considerados como usted.

—¿Zulema, que tal te encuentras? — la muchacha despegó la mirada del ventanal. Se encogió de hombros y volvió a perderse en el paisaje—. Siéntate en la cama, Zule.

El hombre giró sobre sus talones, dispuesto a ofrecer gentilmente a la señora que desalojara el cuarto, pero la mujer se adelantó a sus intenciones.

— ¿No cree que es posible que preciséis de mi ayuda? No ha comido desde ayer, está débil. Es posible que necesite a su madre si se desmaya.

El doctor negó con la cabeza repetidas veces.

— No es necesario, Hilda. Aun así, si preciso de su ayuda no dudaré en llamarla. Muchas gracias.

La señora frunció los labios, pero tras un pesado suspiro de resentimiento, se marchó de la habitación.

La muchacha se sentó sobre la cama con la mirada ausente. Dejó que el médico hiciera su trabajo mientras volvía a empaparse en sus propios pensamientos, ignorando por completo la mirada analítica del profesional.

Sin duda, algo dentro de ella había dejado de funcionar. Era inútil negar lo evidente, el problema lo tenía ella y no los demás. Se había resignado durante tanto tiempo ante las exigencias de sus padres para hacer de ella una señorita perfecta, que cuando se atrevió a abrir los ojos se percató de todo el tiempo perdido en clases de costura y brocado. Se había convertido en lo que hacía unos años detestaba con cada esquina de su ser: ser la hija perfecta para sus padres.

Suspiró derrotada, en el fondo no quería tener razón.

—Pues ya hemos acabado. Puedes volver a cubrirte— la muchacha obedeció.

—¿Sabe usted qué es lo que me pasa? ¿Va a recetarme algún medicamento?

— Me temo, que no puedo hacer nada por ti— contestó firmemente sin apartar la mirada de su botiquín—. Yo solo trato dolores físicos, y me temo que lo que a ti te aflige es algo que solo está en tu cabeza. He visto casos similares al tuyo, pero siempre en personas de avanzada edad... — se sentó junto a ella sobre la cama y colocó con dulzura una mano sobre su pequeña y suave mano, obligándola a mirarle —Zulema, sea lo que sea lo que te esté ocurriendo, quiero que sepas que no estás sola. Tienes una madre preocupada al otro lado de la puerta que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudarte; tienes amigas con las que compartes mucho tiempo libre que seguro estarán dispuestas a escucharte... No estás sola, Zulema— el hombre trató de leer por debajo del rostro inexpresivo de la muchacha, pero fracasó. Frunció los labios, y resignado volvió a incorporarse—. Sea cual sea el problema que te mantiene en este estado, créeme niña, como viejo sabueso que soy, sé que tendrá algún tipo de solución. ¡Tienes diecinueve años! Tienes una vida entera por delante, y no existe ningún problema lo suficientemente grande como para mantenerte en este estado. ¡Anímate chiquilla, qué todo tiene una solución!

La muchacha bajó la mirada mientras se mordía el labio, nerviosa. Tenía una vaga idea de lo que se podría llamar solución a su caso, ¿Pero estaría dispuesta a llevarlo a cabo? ¿No sería demasiado descabellado para una mujer de su clase?

—¿Podría recetarme al menos algún tipo de placebo para que mi madre piense que podré ponerme bien para el baile de máscaras?

Su madre dedicaba todos los años más de dos meses a preparar aquella fiesta a la que asistirían más de la mitad de la nobleza del reino. Aunque su principal motivo era alardear de sus maravillosos jardines y fuentes, existía un plan más o menos oculto: encontrar un marido para su segunda hija, Zulema, o al menos que todos los nobles fijaran sus ojos en ella. Pero cuando el estado de ánimo de su preciosa hija empeoró, Hilda cayó en un profundo estado de nervios.

—No pienso engañar a tu madre—dijo absoluta rotundidad—. Zulema, tus padres son unas excelentes personas, no podría ocultarles nada.

—Haré todo lo posible por mejorar, pero necesito que mi madre se calme—no le importó que sus palabras sonaran a súplica—. Su estado de nervios a penas le deja dormir y temo que la que desfallezca en cuanto menos lo esperemos sea ella.

El doctor la miró detenidamente, sabía que no le estaba engañando pero quería asegurarse de ello.

—De acuerdo — dijo finalmente—. Pero si no veo mejoría, hablaré con tus padres.

La muchacha asintió y posteriormente, observó cómo el doctor se recolocaba las solapas del abrigo y salía de la habitación.Agradeció en silencio que aplacara a su madre, y que ella no la invistiera a preguntas. Necesitaba calma para pensar.    

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