Capítulo IV
—Te juro que es verdad —dijo Guillermina a Romero, mientras las dos amigas charlaban después de una larga jornada de trabajo—. Guillem, Felip y otro chico que no conozco, me dijeron que quieren pedir tu mano desde que hace tres meses realizaste tu primera heroicidad.
—Son todos unos idiotas —respondió Romero, enfadada. Por suerte su gato negro no se asustaba con su genio y continuó enroscado en sus piernas
—Es cierto que fueron muy duros contigo.
—Se pasaron toda nuestra infancia y adolescencia burlándose de mí por ser fea y ahora, porque todos me admiran, quieren casarse conmigo. Pues los rechazaré a todos, no he olvidado todavía todo el daño que me hicieron en el pasado.
—Ellos tampoco lo han olvidado. De hecho, si no se atreven a declararse es porque el remordimiento les hace sentirse unos insectos insignificantes ante ti...
—Me da igual, amiga. Yo no quiero nada de ellos.
—¡Romero! ¡Romero! —el marido de su prima Carme corrió apresurado hacia ella—. ¡Por Dios, es horrible!
—¿Qué ha pasado? —Romero se levantó de golpe, asustada al ver tan alterado al siempre tranquilo esposo de Carme. El minino se despertó, pero se acomodó en los brazos de Gillermina.
—¡Mi hija Llorer ha desaparecido! No la hemos visto desde que salió a jugar esta mañana recién levantada. Dios mío, tu prima está tan mal que no tiene fuerzas ni para cuidar del bebé.
—Tranquilo, Pau —Romero lo calmó posándole una mano en el hombro—. Te ayudaremos a buscarla. Y no temas por Llorer, se conoce la zona como la palma de su mano.
—Yo os ayudo —ofreció Guillermina, siempre solidaria, como lo era ya antes cuando pertenecía a la nobleza—. Id vosotros hacia el Torrente, allí es donde los niños siempre juegan. Yo iré hacia la ciudad, puede que quisiera ir para ver el juglar que actúa en la Plaza todos los martes.
Y así lo hicieron. Cuando Romero encontró a la pequeña Llorer de cuatro años, la niña lloraba y lloraba desconsolada. Al ver a la prima de su madre corrió hacia ella para abrazarle las piernas.
—¡Llorer! —llamó Romero, sintiendo que la niña temblaba—. ¿Qué ha ocurrido? Tus padres llevan todo el día buscándote.
—¡Hija! —gritó el marido de Carme, corriendo para coger en brazos a su pequeño—. Mi niña, ¿qué has hecho en todo el día? No te encontrábamos, pensábamos que te había pasado algo malo.
—Padre, ha sido horrible. Estaba jugando con los niños en el Torrente y, de repente, Joaquimet ha desaparecido. ¡No sabemos dónde está!
—¿Joaquimet? —su padre la miró a los ojos—. ¿Qué Joaquimet?
—El hijo pequeño del señor.
—¡Dios nos libre de más desgracias! —exclamó Pau aterrado—. ¿Y qué hacías tú jugando con el hijo del señor de Egara?
—Es mi amigo desde hace meses porque soy la prima de la Doncella de Egara. ¡Padre, búscalo! Los demás niños ya se han ido, solo quedo yo.
—Yo le buscaré —intervino Romero, sintiendo que le debía un favor a Carmel—. Volved a casa con Carme y animadla con el encuentro de Llorer. Yo seguiré buscando a Joaquimet.
—¿Estás segura? Deberíamos informar al señor de todo esto...
—Infórmale. Pero después de dejar a tu hija sana y salva junto a su madre y el bebé.
Pau obedeció y Romero comenzó a buscar a Joaquimet por todo el Torrente, incluidas las aguas menos profundas.
Estuvo una larga hora llamando al chiquillo a gritos, pero como parecía que el señor no había enviado a nadie en su busca y ella era la única en la ciudad que buscaba al pequeño, la joven se sintió desesperada. Nunca le habían gustado los niños pequeños, la única a la que toleraba era a Llorer.
De pronto, cuando buscaba por una zona escarpada del Torrente, escuchó el llanto de un niño.
Se asomó al barranco que se alzaba sobre las aguas y vio a Joaquimet llorando desconsolado y murmurando algo ininteligible. Su pelo rojo, idéntico al de su padre, estaba más escarlata que nunca por la sangre que emanaba de la herida que se había producido en la cabeza al caer por las rocas.
—¡Joaquimet! —gritó Romero, asomándose por el barranco escarpado—. Dame las manos, voy a sacarte de aquí.
El niño, de apenas tres años, miró a la joven con sus ojos oscuros llenos de lágrimas y confió en ella.
Romero lo sujetó con fuerza y lo alzó hasta ella, donde lo cogió en brazos para que el pequeño se sintiera protegido. Los habitantes de Egara contaban que Doncella de Egara jamás había cogido a un niño pequeño, ni siquiera a los hijos de su prima.
—Duele —lloró tocándose la herida.
—No pasa nada. Te llevaré con tu padre y te curarán, ¿vale?
El niño dejó de llorar y asintió con la cabeza. Se sentía reconfortado y notaba una calidez especial entre sus brazos. Cuando Romero llegó al Castillo, la hija mayor de Carmel, Elisenda, una hermosa niña de doce años, con el pelo castaño claro, la recibió y cogió a su hermanito para acunarlo con cariño.
—Gracias, Doncella de Egara —dijo Elisenda, agradecida—. Una vez más, has conseguido una hazaña que te ha hecho grande entre todos los habitantes de la ciudad. Mi padre te dará tu recompensa mañana. El obispo de la Seo le ha obligado a reunirse desde hace una hora.
—No os preocupéis, señora. Yo no quiero ninguna recompensa.
—Eres la mujer a la que más admiro, Doncella de Egara —dijo la niña, con el pequeño acurrucado contra su cuerpo. Estaba deseando que fuera su madrastra, pero no se atrevía a verbalizarlo aún—. De mayor me gustaría ser como tú.
—Pues yo preferiría ser otra —Romero hablaba con sinceridad—. No me gusta hacerlo siempre todo bien.
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