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Capítulo III

—Es horrible —explicó Romero a sus padres mientras cenaban—. Lo saben todo de mí. Saben dónde vivo, qué hago en mis ratos libres, cuánto trabajo en el campo... ¡Lo odio! No quiero que todo el mundo sepa todo de mí.

—No es tan malo si piensas en que Carme y Guillermina ya están recuperadas de su enfermedad —respondió su madre.

—Sí, eso también lo saben todos. Saben quiénes son mis dos únicas amigas, cuál es mi apellido, mi familia. Creo que hasta saben tu secreto, madre.

—No te preocupes, mis hermanas los tendrán controlados. —Añadió más comida al plato de su hija.

—Pero saben que vosotros sois mis padres, se acabó también vuestra tranquilidad.

—Bueno, eso se tendría que comprobar —bromeó su padre al ver tan abrumada a su única hija—. Ya sabes que tu madre y yo te recogimos del estercolero.

—¡Padre, no tiene gracia! —Romero estaba cada vez más agobiada. Su gatito naranja saltó a su regazo y ella le acarició entre las orejas—. Saben que sé leer y escribir.

—Eso es bueno —alabó su madre, Roser—. Quizás te den un cargo en la Universidad, o en el mismo Castillo.

—Pues yo no quiero nada de eso. Yo quiero que se olviden de todo lo que supuestamente he hecho. ¡Por Dios! No sé quién se lo dijo, pero hasta saben que soy virgen sin haberme examinado.

—Mejordijo su padre riendo—. Así te saldrá pronto un pretendiente para que te cases y te vayas de casa.

—¡Yo no quiero casarme! —El gato salió corriendo, asustado por el mal humor de su dueña. Ya no le interesaba compartir su plato de comida con ella—. Y menos con los hombres del vecindario que se burlaban de mí hace años. Ah, por supuesto, que todo este tema de las burlas de cuando era niña y muchacha también lo saben.

—Quizás así no se repetirá —dijo su madre con cariño—. Ha tenido que ver con un zorro, además. ¿No te gustaría eso? ¿Que los que se burlaron de ti se avergüencen de lo que hicieron y tú seas recompensada?

Lo había pasado muy mal durante sus primeros años de vida, con largos estados de melancolía, una tristeza que nunca se borraba de sus ojos color miel, y a la vez, siempre había seguido adelante, ni el suicidio ni la huida se habían contado entre sus posibilidades.

—No, madre. Yo lo único que quiero es que todo esto pase pronto.

Por desgracia, en Egara no solo no olvidaron su hazaña, sino que desde entonces cualquier cosa que hiciera era considerada una heroicidad.

Cosas tan simples como llevar a caballo a una partera de Sant Pere para su prima Carme que iba a dar a luz, o que fuera la primera en arar un campo de cereales una mañana de domingo mientras el resto de los agricultores estaba en misa, eran consideradas no solo hazañas sino hasta milagros.

Según había dicho la partera, de haber ido más despacio en el camino, sin la ayuda del caballo de su prima, Carme no hubiera dado a luz un hijo sano.

Y según algunos agricultores de las tierras donde trabajaba la familia Cots, Romero había segado los únicos cereales que se habían salvado de la granizada de aquel mismo día.

Y por todo eso, los egarenses aseguraban que Romero era una heroína escogida por sus dioses para velar por el bienestar de toda Egara, un regalo por vivir en total armonía entre religiones. Había gente que cuchicheaba que era una goja, o quizás algún otro tipo de hada que traía buena suerte.

Pronto se la comenzó a llamar «la Doncella de Egara» en honor a sus proezas que eran tan importantes como la boda de los condes de Barcelona. Odiaba aquella fama y ser el centro de atención, aunque lo sobrellevaba lo mejor que podía, siempre con la sencillez que la caracterizaba.

Y mientras la fama iba creciendo alrededor de Romero, Carmel iba cambiando su actitud hacia ella de manera cada vez más drástica.

Había pasado de pensar en ella con esperanza a hacerlo con temor. De considerarla aterradora a enigmática. De verla enigmática a percibirla como una divinidad. Y de adorarla como una divinidad celestial a adorarla con el corazón de un hombre enamorado.

Sin saber cómo, Carmel se había enamorado de Romero, a la que conocía desde solo hacía tres semanas.

Quería conquistarla poco a poco y por eso ideó algo con lo que conseguiría que su padre, el Conde Joan «El Pacífico», le otorgara honores más allá de la ciudad y su castellanía.

—Me parece una buena idea. —Su hermana mediana lo apoyó en todo momento—. Madre siempre nos enseñó a confiar en los humildes, en los extraños y en los marginados, así que debemos seguir su ejemplo.

—Tal y como ella hubiera querido de estar vida. Somos afortunados de ser el fruto del pacto de paz entre nuestros padres.

—Cierto. Y nosotros dos somos los más beneficiados por esos lazos tan estrechos entre ambas creencias.

—No sé muy bien qué cargo darle y, si te soy sincero, me da miedo no saber pretenderla. Mis dos matrimonios fueron de conveniencia y, aunque ha habido más mujeres, creo que es la primera vez que me enamoro de verdad.

—Averigua las dos cosas al mismo tiempo. —Houria cogió otra aceituna al limón y sonrió—. Invítala a venir al castillo y, mientras conversáis sobre qué trabajo le gustaría desempeñar aquí, intenta sacar temas que le interesen, abre tu corazón, sé sincero, hazla reír.

—Según nos contaron, es difícil hacerla incluso sonreír. Pero lo intentaré. —Carmel se terminó las últimas aceitunas y su hermana se levantó.

—Debo ir a la zona mezquita —dijo acomodando mejor su hiyab sobre el cabello castaño—. Te deseo lo mejor con Romero. Nos vemos mañana a la hora de siempre.

Cuando se quedó solo, sus pensamientos sobre los secretos de la magia bereber regresaron. Con todo lo ocurrido aquellas semanas, el folklore de la ciudad estaba a flor de piel en todos, y él, que era de las pocas personas de la península que conocía la hechicería de su madre, comenzaba a obsesionarse.

Quizás la luz que había engullido el supuesto monstruo infernal tenía más de ese mito que de milagro divino. Como los muchachos de luz, esa raza de héroes que solamente ella recordaba.

Unas horas después, Ahmed, su hombre de mayor confianza, llamó a la puerta para anunciarle que Romero estaba allí para recibir su nuevo trabajo. Carmel caminó rápidamente hacia donde ella se encontraba y le indicó que lo acompañara hasta los aposentos de su hija mayor.

Romero siguió a Carmel hasta un cuarto adornado con tapices merovingios y una bóveda de piedra, y el señor le invitó a sentarse frente a él en dos asientos de piedra junto a la ventana.

—Mira —dijo Carmel, cogiendo una pelota de trapo colocada expresamente en la repisa de la ventana—. Esta era mi pelota de los deseos cuando era niño. Y ahora mis hijas Ponça y Elisenda también la usan. —Le tendió la pelotita—. Pidamos un deseo cada uno, a ver si se cumplen. —Romero cogió el juguete, confusa, y dudó antes de decir nada—. ¡Vamos! Pide tu deseo más querido en este momento. ¿No querrás hacer esperar a la Señora Ratoncita?

Al decir aquello, Carmel rio como solo hacía cuando estaba con la gente que quería.

—¿Señora Ratoncita? —preguntó Romero riendo y sintiéndose más tranquila con aquella conversación. Por su parte, el corazón de él latió con fuerza al ver aquella bonita risa—. ¿La pelota tiene nombre?

—Bueno, es una larga historia. —De nuevo la magia y los sueños premonitorios de la Condesa llamaban a gritos—. Ahora, pide tu deseo con la pelota apretada entre las manos. Yo lo haré después.

—Deseo volver a ser una mujer que pasa desapercibida.

Romero le tendió la pelota y él imitó el gesto de cogerla.

—Deseo volver a casarme. —Soltó su pelota para coger las manos de la joven—. Romero, me gustaría que fueras mi esposa. Estoy muy enamorado de ti.

—Mi señor —Romero soltó sus manos, totalmente atónita y, mirándolo a la cara por primera vez. Se dio cuenta de que era un hombre muy bello, con la piel nacarada, los ojos grisáceos y el pelo brillante y rojo que le caía sobre los hombros—. Si no me he casado ya con la edad que tengo es porque no lo voy a hacer nunca. No quiero casarme, ni con vos ni con nadie, nunca he sentido esa necesidad.

—Yo te haría muy dichosa, Romero. Soy un hombre muy triste, pero desde que me enamoré de ti siento mucha alegría en el alma. Y tengo fe en que vivirás muchos más años que mis otras dos esposas. —Carmel se sintió desanimado de pronto—. Está claro que no puedo obligarte a hacer algo que no quieres, nunca he sido partidario de forzar a las mujeres. Así que respeto tu decisión.

Romero se levantó de su asiento y se dio cuenta del deseo con que la miraba Carmel, aún sentado. La idea del posible puesto de trabajo desapareció de la mente del señor, solo podía pensar en besarla con ternura para no asustar su inexperiencia.

—Gracias por compartir vuestra pelota de los deseos conmigo —dijo percatándose de que ningún hombre le había dedicado una mirada así—. Debo marcharme ya, mis padres me esperan en casa.

La Doncella de Egara hizo una reverencia y abandonó los aposentos. Cuando se quedó solo, Carmel rompió a llorar, abatido por su eterna tristeza.

—Mi señor. —Ahmed se atrevió a entrar con sus mejores intenciones—. ¿Os ha rechazado?

—Me temo que sí. —Se limpió las lágrimas antes de llegar a más—. Ni siquiera los antiguos trucos de mi madre han funcionado.

—Quizás no sois la persona apta para realizarlos. —El bereber se sentó frente a él tendiéndole una pluma de faisán, su favorita—. Escribidle un poema, quizás mi pluma del mismo origen que la Condesa os de suerte.

—No. No puedo obligarla a sentir algo que no quiere. Prefiero ser su amigo y compartir juntos nuestras dichas y penas.

Se oyeron unos golpes débiles en la puerta y ambos reconocieron quien era, así que lo invitaron a entrar y Joaquimet fue directo a acomodarse sobre el regazo de su padre.

—¿Qué te pasa? —Carmel lo abrazó con mucho cariño.

—Está lloviendo y no puedo salir a jugar —respondió el pequeño con gesto triste.

—No pasa nada, mi niño. —Colocó su barbilla sobre la cabeza de su hijo, aún estrechándolo—. Podrás ir a jugar dentro de dos días, como siempre.

—¿Me lo prometes?

—Claro que sí. Y se lo pediremos a la Señora Ratoncita para que se cumpla, ¿vale?

Los ojos oscuros de Joaquimet se iluminaron con una sonrisa y, tras la salida de Ahmed, padre e hijo pasaron un rato juntos entre deseos y risas.

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