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Diecisiete: Niega todo


LOLA

Era tarde cuando llamaron a su ventana.

Se encontraba acabando un trabajo para el lunes con la computadora mientras oía música; a pesar de que era consciente de que de esa manera le resultaría más difícil concentrarse. Entonces, oyó los golpes en el cristal y dio un respingo.

Sería mentira si dijera que no se emocionó. Finalmente Marco, luego de permanecer toda la semana distanciado y vagar por el instituto con aire taciturno, se habría decidido a hablar con ella.

Se bajó de la cama. Más golpes. Se detuvo. Eran fuertes, hechos con todo el puño y rápidos.

Los de Marco por lo general eran hechos con el reverso de uno de sus dedos. Se oían más agudos y lentos.

TA, TA, TA, TA.

Resopló. No iba a dejarlo entrar si estaba borracho.

Corrió la cortina y lo primero con lo que se encontró fue con la mata de cabello rojo y voluminoso de Farrah. Retrocedió un paso, sorprendida, pero entonces ella volvió a llamar y se apresuró a abrirle.

El frío le golpeó la cara e inspiró hondo.

—¿Qué haces?

La aludida no contestó, sino que intentó aferrarse al vano de la ventana para entrar, pero evidentemente le estaba costando. Lola soltó una carcajada, porque verla haciendo esfuerzo para subir le hizo gracia.

Se asomó por la ventana e intentó atraparla para ayudarla. Jaló de ella con fuerza, volvió a reír y Farrah la imitó.

—Calla —le exigió la rubia entre risas. Sus padres estaban durmiendo.

—Calla tú —le respondió la pelirroja de la misma forma, incapaz de enseriarse.

Entonces ella pareció haber pisado en algún sitio estable entre las enredaderas, porque se impulsó hacia arriba y hacia el interior del cuarto, tal vez con un poco más de energía de la necesaria. Y cuando Lola quiso retroceder para que no se le viniera encima, la alfombra sobre la que pisó se patinó y ambas se fueron al suelo.

La caída fue dura, Farrah le dio un codazo sin querer y se golpeó la espalda contra el piso. Cerró los ojos con fuerza y temió moverse por si comenzaba a dolerle todo, mientras se contenía para no reír.

—Shhh... —oyó que decía Farrah.

Lola intentó apaciguar sus respiraciones, porque el susto que se dio al caer hizo que los latidos de su corazón se aceleraran.

—¿Cómo lo hace Marco? —preguntó su amiga con aparente incredulidad—. Ay, hombre. Nunca más.

Aquel comentario hizo que Lola riera con más fuerza. Abrió los ojos y vio a su compañera sentada a su lado. Habían hojas y ramitas atoradas en su cabello, al igual que un poco de tierra en su rostro, como si hubiera metido los dedos en ella y luego se hubiera pasado la mano por la cara sin darse cuenta. Su pecho también subía y bajaba de forma exagerada.

Permaneció acostada en el suelo, para nada lista para incorporarse aún.

—¿Sabes qué hora es, desquiciada?

Farrah se alzó de hombros y miró al techo como si estuviera pensando antes de volver a fijarse en ella. Se arremangó el abrigo verde musgo y dejó al descubierto todo un brazo lleno de pecas. Se veía como si acabara de pasar todo el día en la playa y se hubiera olvidado de quitarse la arena del cuerpo. Era lindo.

—¿Las dos de la mañana? —preguntó la pelirroja.

—¡Sí! —exclamó en un susurro— ¿Qué crees que haces vagando a las dos de la mañana? Son como treinta calles hasta tu casa.

—Cuarenta.

—¡Cuarenta!

Farrah resopló y se acercó gateando hasta la ventana para cerrarla, porque el frío había comenzado a sentirse incluso allí dentro y tenían la calefacción encendida. Con las rodillas en el suelo, estiró los brazos para tomar la perilla y la pegó al marco tal vez con un poco más de fuerza de la necesaria, quizá porque escalar hasta allí la cansó demasiado, así que sólo corrió la ventana con el peso de su cuerpo.

—Relaja la raja ¿Sí? —Se acomodó, sentada en el suelo, y la miró—. Tomé la bicicleta de Jordan.

Lola se incorporó de golpe hasta sentarse.

—¿Robaste la bicicleta de Jordan?

La pelirroja rodó los ojos.

—Ay, luego se la devuelvo y le compro otra cadena. —Alzó la cabeza de repente, como si acabara de oír algo. Lola permaneció observándola, expectante, hasta que Farrah comenzó a mover el rostro de un lado al otro con lentitud—. Me encanta esa canción.

Lola prestó atención a la voz que salía de los parlantes de su computadora.

Mess around, de Cage the elephant. Apenas sí le sonaba un poco el tema, pero Farrah parecía saberse la letra de memoria, porque había cerrado los ojos y se dedicaba a cantarla sin voz.

Volvió a sonreír, pero se enserió casi de inmediato.

—¿Qué haces aquí, Farrah? —preguntó con tranquilidad.

La pelirroja dejó de mover los labios y abrió los ojos.

—Necesitaba internet, pero ya no importa. —Se alzó de hombro—. Ya se ha arreglado todo. Estaba a mitad de camino y me dieron ganas de quedarme a dormir ¿Puedo? Iba a conquistarte citando la frase de Rapunzel, pero me cansé escalando la enredadera y no me dio la voz.

Lola le alzó las cejas en respuesta, divertida.

—No tienes que conquistarme —le aseguró—. Me caes bien.

—De todas formas, tienes el cabello muy lindo.

Lola hizo una mueca y se esforzó para que Farrah no notara su desagrado. Ella detestaba su cabello. Era muy largo y siempre se le iba a la cara. Le incomodaba. Se le enredaba. Si fuera por ella, se lo habría cortado hace tiempo, pero le preocupaba mucho la forma en la que la mirarían en el instituto.

—No me gusta —confesó.

Con las piernas extendidas en el suelo, la otra movió sus pies para hacerlos chocar algunas veces, como solía hacer ella de niña cuando se aburría.

—Bueno, eso se puede arreglar.

MARCO

—¿Marco?

La voz de Jordan no llegó de a mi lado, sino de algún sitio más lejano.

Solté un quejido bajo y estiré los brazos sin dignarme a abrir los ojos o levantarme de la cama. Mi rostro estaba pegado al colchón y podía sentir en mi espalda el calor del sol que parecía entrar por la ventana ¿Qué hora sería? ¿Las  nueve, las once? No debía ser más del mediodía, porque no me sentía como un parásito asqueroso.

—Marco.

Apoyé el codo en la cama y levanté la cabeza para mirarlo. Tardé un poco en enfocar, pero encontré a Jordan apoyado en el marco de la ventana, con el cabello mojado y la ropa. Se veía mucho más espabilado que yo.

Lanzó algo a la cama, junto a mis piernas, y me senté con lentitud para verlo.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Estiré el brazo y tomé lo que me había lanzado.

—¿Un teléfono? —pregunté algo inseguro. Ahora el sol me pegaba en la cara y tuve que entrecerrar los ojos.

Lo miré expectante, con el aparato en la mano. Era el teléfono de él, por supuesto. Ya sabía lo que se avecinaba. Pero él seguía mirándome, impasible, hasta que finalmente me habló.

—Junta tus cosas y vete —dijo.

Esas cinco palabras me oprimieron el pecho y durante unos segundos no fui capaz de pensar una respuesta. Me estaba echando. Llevé la mano a mi cuello, donde descansaba mi rosario de madera, y presioné la cruz entre mis dedos.

«Mira cuánto has tardado en hartarlo» .

Asentí despacio, sin mirarlo.

—De acuerdo —musité.

Oí un portazo y, cuando alcé la cabeza, él ya no estaba en el cuarto.

***

No era la primera vez que alguien con quien había tenido algo me echaba de su casa, pero aún seguía sintiéndose extraño. Me daba un poco de pánico pensar en lo fácil que era desecharme. Sentí, durante todo el camino a casa, que cada persona con la que cruzaba mirada sólo sentía pena por mí, de la forma en la que uno siente pena al ver un perro en la calle.

Me dije que estaba bien. Esas cosas pasaban. Sólo un poco de drama adolescente que seguramente en un par de días se pasaría. Pero no me molestaba el hecho de que Jordan se hubiera enfadado conmigo, por muy frívolo que sonara, sino el hecho de que me hubiera echado de su casa.

Sabía que estaba mal sentirme de esa forma pero, honestamente, habría preferido que me gritara, me exigiera explicaciones o me dijera lo imbécil que era.

Pasé el viaje en ascensor pensando en lo que podría pasar si le contaba a papá que me había casado en Las Vegas ¿Se enfadaría? «Claro que lo haría, imbécil». Pero quería creer que todo estaría bien. Kit y Marnie eran los mejores. Era estúpido creer que podrían llegar a divorciarse por una idiotez mía.

Metí la llave en la cerradura, pero apenas alcancé a dar la primera vuelta, mamá abrió la puerta de golpe y una ráfaga de viento le movió apenas el cabello. No llevaba su pijama puesto, sino ropa cara, de la que solía usar para ir a trabajar, y eso me extrañó. Ya de por sí era raro que saliera de la cama tan temprano un fin de semana.

—¡¿Te has casado en Las Vegas, Marco?!

Parpadeé, sorprendido.

—¿Disculpa?

Me paralicé. Estaba bromeando ¿Verdad? Miré el rostro de Marnie, atónito. ¿Acaso me había leído la mente, o dije lo que estaba pensando en voz muy alta, como, gritando?

—¡Te has casado! —gritó con los ojos abiertos de par en par. Se cubrió la boca con una mano y retrocedió, posiblemente abrumada.

No, evidentemente estaba abrumada.

Esto no estaba saliendo como lo tenía previsto.

—Marnie, déjalo pasar —dijo la voz de papá desde algún sitio dentro de la casa.

Intenté no entrar en pánico. Papá no se oía alterado. Posiblemente él pudiera manejar esta situación.

Mamá se hincó en el suelo, pálida, en silencio, como si acabaran de apuñalarla. Entré y cerré la puerta mientras cuidaba de no chocar con ella, porque ni siquiera se había movido.

Papá se encontraba en el medio de la sala, de brazos cruzados, con sus ojos en mí; y pude ver a Giorgia intentando cocinar algo, aunque sus manos temblaban un poco. Me miró de reojo, pero no dijo nada.

—¿Vas a tener un ataqué de pánico o algo así? —le asustado con miedo a mamá.

Ella negó con la cabeza, sin alzarla, aún en el suelo. Parecía estar esforzándose mucho para calmarse y probablemente eso fuera contraproducente. Quise tocarla, pero en aquel momento temía moverme.

Miré a Giorgia.

—Hai detto qualcosa?!

Ella se volvió de forma brusca, visiblemente ofendida.

—Non mancare di rispetto a me! —dijo antes de volver a ocuparse de la cocina.

—Parlo anche italiano! —gritó mamá mientras se incorporaba del suelo.

En alguna otra ocasión, su acento me habría hecho reír, pero en aquel momento sólo atiné a dar un paso hacia atrás, asustado. Ella se fijó en mí y no fue hasta entonces que me percaté de que sostenía una hoja de papel en su mano, atrapada en su puño cerrado.

—No puedo creer que hayas hecho algo así y no me lo hayas dicho.

—¿Estás de broma? —Kit dio unos pasos hacia nosotros y extendió el brazo para señalarme— ¡Se ha casado y a ti te duele que no te lo cuente!, ¿De qué vas?

Mamá también se acercó a él y entonces dejé de formar parte de la conversación. Miré a Giorgia en busca de ayuda y ella negó en advertencia. Observé a mi alrededor y noté que habían cosas desparramadas por la casa, como ropa sobre el sofá y la mesa, además de algunos cuadernos o pertenencias. No lucía como si las hubieran tirado, sino como si hubieran estado buscando algo o sólo reorganizando el sitio de cada cosa.

Entonces noté algo junto al sofá: Una maleta abierta con cosas que sobresalían de ella.

—¿No crees que si no ha dicho nada es por algo? —volvió a gritar ella.

—¡No lo cuenta porque sabe que ha hecho algo terrible, Marnie! —Papá volvió a mirarme—. ¿A qué esperabas para hablar, Marco?, ¿A que leyéramos la cuenta de la tarjeta y te felicitáramos?

Presioné los labios.

Había olvidado la cuenta de la tarjeta.

Mamá dejó posar la palma de su mano en el pecho de papá y lo empujó con suavidad, con sus ojos en los de él.

—Hablándole así no harás que cuente nada.

—Perdona. Ahí voy al mercado a comprarle una tarjeta de felicitaciones.

—¡Cállate, Kit! —Se apartó de él y tomó algo de la encimera de la cocina antes de volver y dejarlo en la maleta junto al sofá. Era el cargador de su teléfono.

Me alarmé.

—¿Por qué estás haciendo una maleta? —Me acerqué a ella, quien no había dejado de moverse por el comedor para recoger las cosas esparcidas y poder guardarlas en esta— ¿Mamá?

Papá exhaló.

—Se pone así porque sabe que es su culpa.

Marnie se volvió a mirarlo con la misma brusquedad que Giorgia cuando le pregunté si acaso ella les había contado de la boda.

—¿Mí culpa?

—No, esto no es culpa de mamá —me apresuré a decir. Necesitaba que se volvieran a fijar en mí. La miré desesperado—. No te irás ¿Verdad? No tienes. Tú no tienes nada que ver.

—¿Cómo se te ocurre soltarlo en Las Vegas con una tarjeta de crédito después de la bomba que le tiraste? —cuestionó papá.

—¿Qué diablos querías que hiciera?, ¿que lo dejara encerrado en el cuarto del hotel en su cumpleaños?

—¡Ese es tu problema, Marnie!

Ella alzó la voz en respuesta.

—¡¿Cuál es mi problema?! —preguntó, como si de verdad se muriera por saberlo.

—¡Cállate, papá! —le pedí. Comencé a negar—. No me casé, es mentira.

—¡Que no sabes cuándo decirle que no! —Me ignoró papá— ¡Nunca sabes qué permitirles y qué no! —Mamá pareció no querer escuchar al respecto, porque se dio vuelta para darle la espalda y retomó su tarea de juntar la ropa y las cosas del sofá para guardarlas en su maleta a toda prisa—. Te da más miedo que te odien que el daño que ellos se puedan hacer.

—¡Pues perdóname, Kit, por no tener una puta idea de cómo criar a mis hijos! —subió el cierre de la maleta con energía y la puso de pie—. No es como si tuviera un manual que me advirtiera que estoy siendo una madre de mierda.

—No dije que fueras una madre de mierda.

Me pasé las manos por el rostro. No me estaban escuchando. No me iban a escuchar. Esto era un desastre.

—Eso parece que soy.

—¿Quieres dejar de tener tanta autocompasión, Marnie? —Papá dio un paso hacia ella, pero mamá se acercó más a la puerta, sin despegar los ojos de él—. Te pones todo el peso encima y no sé qué más tengo que hacer para que veas que también son mis hijos. He estado aquí siempre pero no me dejas ayudarte. —Hubo un momento de silencio en el que los dos se miraron. La mano de mamá en la perilla de la puerta y papá de brazos cruzados, visiblemente preocupado—. No tienes que irte.

—¿Mamá? —Ella me miró—. No me he casado. Te lo juro.

Sus ojos se posaron unos segundos en los míos y no me atreví a moverme o decir más. Luego, se fijó en Giorgia y, por último, en papá.

Giró la perilla y se marchó.

Los tres permanecimos estáticos, con la vista fija en la puerta, hasta que fue Giorgia la que rompió el silencio, con evidente enfado.

—¿Pero qué mierda has hecho, Marco?

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