Capítulo 27: El lobo
<<14 años atrás...>>
La calle estaba llena de oficiales. Las luces rojas y azules bañaban las fachadas de las casas. Los vecinos menos tímidos miraban el caos desde la acera de enfrente, los perezosos; asomaban la cabeza por las cortinas de sus casas. Las luces de los autos de policía habían despertado a los ojos curiosos que dormían minutos atrás.
A nadie parecía importarle la discreción. O el hecho de que estaban a mitad de la madrugada con una fina lluvia cayendo sobre ellos. Estaban afuera, en el frío de un cielo sin luna. Observando, como lo habían hecho por tantos años; sin intervenir.
Estaban acostumbrados a la presencia de los policías, en especial si se trataba de la casa más alejada del complejo. Aquella que pertenecía a una familia rota. La entrada de dicha casa era deslumbrada por las luces de los autos de los policías. En las escaleras del pórtico descuidado, un niño con una manta térmica estaba sentando en silencio, con la mirada perdida en el pasto bajo sus pies descalzos y manchados de sangre.
—¿Dices que él mismo llamó? —preguntó un policía de barba abundante a su superior.
El hombre tuvo que hablar en un tono más alto del que le gustaría, para poder hacerse escuchar por sobre el ruido de las gotas que caían sobre su impermeable.
Ambos estaban preocupados por la ausencia de interés que el niño tenía ante ellos o en cualquier cosa. Desde que lo encontraron ahí, sentado, no había dicho ni una palabra. Tampoco se había movido. Sólo lo hizo para asentir cuando le preguntaron si necesitaba ayuda, y apuntó al interior de la casa. Después de eso no se había movido.
—Es raro, lo sé. Dado al estado de shock en el que parece estar. Y no ha dicho nada útil... no ha dicho nada en realidad. Incluso por momentos creo que no está respirando de lo quieto que está —contestó con tono calculador el jefe—. Los vecinos habían reportado muchas veces los gritos que salían de esta casa. Parece que la familia tenía un problema. No se sabe nada de la madre y no hay señales claras de que alguien más viviera con ellos.
—¿Cree que el niño lo haya hecho? —cuestiono de nuevo el policía—. Hasta donde hemos visto no hay señal de algún intruso y no parece faltar algo dentro, así que no parece un robo.
—¿Ya viste el cuerpo? —El de mayor rango negó con la cabeza—. Es imposible que un niño haya hecho eso. Se necesita una fuerza increíble, y se ve que el acto fue hecho con furia. Un niño no puede contener tanta rabia.
La pregunta "¿o sí?" fue pronunciada en silencio, con una mirada que ambos se dedicaron.
Lo que pasó en el interior de la vieja casa era algo que un niño no podía haber hecho. Que, de hecho, parecía que ningún humano pudiera haber hecho. Era inhumano, sacado de pesadillas retorcidas o de una película de terror, de esas donde las entidades malvadas tomaban fuerza y causaban tragedias. Sangrientas tragedias.
—No den vueltas innecesarias, caballeros —una voz femenina interrumpió—. Nosotros nos haremos cargo.
Ambos hombres miraron a la mujer que sostenía una sombrilla negra. En ella resaltaba la bata de laboratorio y los lentes que le quedaban muy bien, acentuando la belleza de su rostro perfilado. Pero en su sonrisa había una oscura locura contenida a medias.
Parada en medio de un jardín inundado, de hierva alta y descuidada. Firme, estoica. Su elegancia, la limpieza de su ropa, su cabello estilizado e incluso el agradable aroma que desprendía desentonaba con su alrededor.
—Pueden retirarse —insistió la mujer, esta vez, mostrando un papel con la insignia del gobierno—. Este asunto será tratado con confidencialidad. Así que les agradecería que no lo comenten con nadie, y se olviden de lo ocurrido. Lo que hayan visto... jamás sucedió.
La mujer iba acompañada de hombres con máscaras en el rostro. Vestían de negro y mantenían las armas desenfundadas. Habían llegado en camionetas negras blindadas. Sin hacer el mínimo ruido. Rodeaban a los oficiales de policía de manera amenazante.
A los policías no les quedó otra opción que retirarse. Aunque al jefe le costó moverse. Mientras caminaba hacia su auto tras darle la indicación a todos de que se fueran a casa, no dejaba de echar miradas fugaces hacia el niño y la casa. Lo que sea que ocurrió, iba a ser enterrado o incluso eliminado de cualquier registro.
Una vez que los oficiales se marcharon, la mujer se encamino detrás de los hombres con trajes NBQ que entraron en la escena sangrienta que antes había sido la casa de alguien. Ella no siguió a los demás, pero los observó llevar herramientas y cajas para trasportar muestras.
—Que nadie se quite las máscaras de gas ahí dentro —ordenó hacia un hombre con traje táctico.
—Como usted ordene, Dra. Dalila —contestó este antes de informar la orden por radio.
Se quedó al pie de las escaleras con una sonrisa triunfante. Vio al último hombre entrar en la residencia. Se sentó a lado del niño sin dejar espacio de separación entre ellos. Cerró su sombrilla de un tirón, colocándola a un lado de sus piernas.
—¿Cómo ha estado mi cachorrito perdido? —pregunto mirando con curiosidad al niño.
El pequeño giró el rostro hacia otro lado, con un rechazo claro.
—Lo hiciste tú, ¿verdad? —la risa se filtraba en la voz de Dalila—. No te preocupes, estamos aquí para ayudarte.
—¿Por qué no viniste antes? —la voz del niño sonaba ronca, como si hubiera gritado por horas—. ¿Por qué no me llevaste contigo cuando te fuiste?
—¿Estás reclamándome? —La seriedad al fin abordó el rostro de la mujer—. Te di el regalo de la vida, aun cuando no te quería. Te dejé vivir, te di la oportunidad de hacer de tu vida lo que se te viniera en gana. Yo no te debo nada.
—Vete y déjame en paz —susurro el niño, con el ardor del rechazo creciendo en su pecho.
—Tenemos un problema. Porque yo no te debo nada, pero tú a mí me debes, y mucho.
El niño miró a la mujer como si ella estuviera loca. Sus oscuras cejas casi se unen en un gesto de incomprensión ante las palabras que acababa de escuchar.
—Ven conmigo —pidió la mujer—. De todos modos, ¿a dónde irías? Después de lo que hiciste, ¿crees que alguien va a tenderte la mano? Nadie te aceptará. Los asesinos y los monstruos no son bienvenidos en la sociedad.
El niño volvió a desviar la mirada, esta vez para ocultar la duda y el miedo por su futuro.
—Si vienes conmigo podemos solucionar lo que te pasa —propuso Dalila.
El niño la miró con desconfianza. Ella tenía un punto; ¿a dónde iría? No tenía en quien confiar. En su mente resonaba la observación de que todos actuaban como si esta no fuera la primera vez que veían una escena así. Nadie lo cuestionaba, nadie lo miraba con curiosidad. No había lástima o miedo. Solo una reconfortante indiferencia.
—Tú... ¿sabes lo que me ocurre? —se atrevió a indagar.
—Sí, lo sé. No eres el primero. Si vienes conmigo, podríamos encontrar la forma de que seas el último —declaró Dalila, con seguridad—. Podemos curarte, cachorrito. Podemos hacer que vuelvas a la normalidad —dijo con tono amable.
Los ojos del niño se mostraron cristalinos por unos momentos, pero él mismo se dio cuenta de eso, así que se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Su rostro se manchó con la sangre entre sus dedos y Dalila limpió la macha con delicadeza, mirándolo con calma. Entonces el niño se dio cuenta de que no había a dónde escapar.
Con esa caricia y una mirada, su pequeño corazón dañado se dejó engatusar.
。。。。。。。。
El tiempo trascurrido era imposible de saber desde dentro de aquel infierno. Nunca se estaba seguro de si era de día o de noche, a no ser que se consultara a un reloj.
Los gritos al otro lado del cristal resonaban con intensidad. Desgarradores, llenos de una furia retenida que se desbordaba de a poco. El hombre junto al intercomunicador apretaba el material de su bata mientras trataba de tragarse el nudo doloroso que la escena le formaba en la garganta.
Una habitación iluminada por luces blancas que resultaban segadoras para los del lado opuesto al cristal, proyectaba una escena incómoda. Una mesa de metal mantenía atado a su superficie a un niño. Otros hombres de bata lo rodeaban, mientras este se retorcía y gritaba cada vez que alguien inyectaba algo a su cuerpo. O al ver que alguna parte de sí mismo era retirada.
Del lado opuesto, las máquinas emitían sonidos guiadas los impulso que el niño generaba. Su ritmo cardíaco y sus ondas cerebrales eran las que destacaban. Tras días agotadores de pruebas físicas sin mucho resultado, habían pasado a una fase más invasiva.
—Dra. Dalila, no creo que pueda seguir de esta forma —su voz salió temblorosa—. Lleva tres días sin comer, o dormir bien, y ha sido sometido a diferentes estímulos sensoriales, incluso a los más dolorosos.
La mujer estaba parada a su lado con una carpeta abierta entre las manos. Leí con detenimiento las gráficas impresas, haciendo anotaciones cada vez que lo veía necesario.
—El objetivo es llevar a Vánagandr al límite —respondió con frialdad.
—Es un pequeño —se lamentó el hombre—. Un niño como él-...
—Un niño como él puede matar a cientos de personas —interrumpió la mujer.
Otro grito ahogado salió de la atormentada garganta del niño. Lo que hizo al hombre sentir que su piel se helaba del miedo. La culpa que comenzó a sentir por permitir que esto ocurriera lo carcomía. La sentía en su piel, mordiendo cada centímetro.
—Con todo respeto; él lleva semanas siendo sometido a pruebas fuertes. Y la anestesia dejó de hacerle efecto hace un mes —opinó el hombre con nerviosismo—. Esto no es correcto.
—La anestesia era una medida preventiva para nosotros, no para él. Iba a ser sometido a esta clase de exigencias un día. Si queremos obtener resultados satisfactorios, tenemos que emplear medidas extremas —alegó Dalila, aún sin mirar a su acompañante—. No me importa si tenemos que sacarlo de la muerte trescientas veces. Quiero avances, y los habrá.
—¡Dra. Dalila, es su hijo de quien hablamos!
—Con mayor razón. Soy su madre, si yo autorizo que esto continúe, nadie debería cuestionarme —dijo con tono de amenaza.
Dalila despego la vista de los papeles porque se escuchó a sí misma hablando desde el otro lado del cristal. Los hombres de bata de ese lado la miraban con expresiones horrorizadas. La mujer miró con desprecio al sujeto con el que había estado discutiendo. Él había presionado el botón del intercomunicador.
Los ojos con comisuras rojas por el llanto del niño apenas le causaron una reacción. La miraba con reproche, con furia. Después de que prometió curarlo y cuidarlo, ¿esto era lo que había obtenido?
En lugar de ayudarlo, lo habían destruido. Y oír que, la única familia que le quedaba, no le importaba lo que ocurriera con su vida... terminó por romperlo.
—Un trauma nuevo lo volverá un espécimen mejor del que ya era —soltó Dalila, cerrando de golpe la carpeta—. Si continúas interponiéndote, tomarás su lugar —amenazó al hombre.
Se dirigió hacia la salida sin si quiera sentir remordimiento por los lamentos del niño. Ignorando con frialdad la voz que le suplicaba que detuviera el sufrimiento. Esa voz que soltó un "mamá" con ira ardiente a sus espaldas.
Dalila había propuesto el proyecto Vanágandr al conocer la historia de su hijo. Quien en sus visiones de aquella entidad intentó luchar contra ella. Imperio llevaba años estudiando a los que se hacían llamar Ascendidos, pero era la primera vez que escuchaba que uno hubiera peleado contra la mujer que les daba las habilidades.
El primer Vanágardr —como se refería a su hijo—, le había contado que sintió miedo al ver a aquella entidad, así que se defendió. Y a Dalila se le ocurrió que quizá, si esa entidad desapareciera, ya no sería necesario crear Ascendidos artificialmente. Quizá si uno de ellos se rebelaba y la mataba, podía heredar la capacidad de otorgar esas habilidades.
No estaba segura de nada. No tenía la certeza de que alguien pudiera ganarle a una entidad que jamás había visto. Pero estaba dispuesta a correr el riesgo. Cegada por su avaricia de poder, había sacrificado el cuerpo y la mente de su hijo. Sin dudarlo.
Sus pasos la llevaron a una sala similar a en la que estaba antes. La diferencia era el sujeto atado a una silla de metal bastante ortodoxa. También era vigilado a través de un cristal.
Un adulto joven se mantenía con la cabeza gacha. Sin camisa, con varias heridas abiertas en el pecho y brazos. Sus pantalones de lino estaban manchados de gotas sangre, tanto seca como fresca.
—¿Cómo estás el día de hoy, Lain? —preguntó un hombre al lado del intercomunicador.
El hombre en la silla levantó la cabeza con lentitud. El color avellano de sus ojos estaba oscurecido por la ira que sus facciones demostraban.
—Bien, hasta que la copa de vino se me termino —soltó con tono ronco —. Por favor busca otra botella. Esta vez que sea cosecha "vete al carajo" del año "ahora mismo". —Sonrío forzadamente.
—¿Ha dicho algo que sea de ayuda? —cuestionó Dalila al hombre frente a los monitores.
—Lo sometimos durante tres días al suero, pero no logramos sacarle nada —informó el hombre—. Tuvimos que retenerlo de esta forma, porque se autolesionaba cada vez que estaba cerca de soltar información.
—Esas heridas, ¿se las hizo él mismo?
—Es tenaz —comentó el hombre del intercomunicador.
—Es un idiota, y un traidor —refutó el del monitor.
—¿Traidor? —Dalila se mostró curiosa ante esa palabra en particular.
—Hizo un trato con el director Lewis, ahora es uno de los nuestros —aclaro el hombre despegando su vista de las computadoras—. Ha traicionado a los de su raza.
Dalila observó mejor el hombre. No parecía mayor de los veinte años, casi un adolescente. Su cabello castaño oscuro era un desastre, las costillas se le marcaban, pero también lo hacían los músculos de sus brazos y abdomen.
Bajo el hueso de su clavícula izquierda, la palabra "Imperio" había sido escrita con algún objeto filoso.
—¿Qué hay con esa marca? —indagó Dalila.
—Se la hizo el director Lewis como garantía —informó el hombre del monitor—. Ninguno de los de su especie lo querrá cerca con eso en el cuerpo.
La mirada de Lain parecía cansada, perdida en algún punto en el techo que parecía tenerlo entretenido. Desde que había llegado a manos de Imperio, se había mostrado con la incapacidad de traicionar a los suyos, pero al fin pudieron doblegarlo.
—Lewis sabe lo que hace —declaro Dalila—. Podrá ser un bastardo, pero es sabio.
Lain se enderezó de golpe en su silla, su acción hizo chillar las patas de la silla. En el monitor en el que se mostraba su actividad cerebral se mostraron muchos picos, e incluso el monitor cardiaco se alteró.
—¿Qué te sucede, Lain? —preguntó con calma el del intercomunicador.
—¿Qué demonios le pasa ahora? —murmuró aún perdido en el punto invisible del techo—. Está fuera de control. Nos va a matar.
—¿Le administraron algún alucinógeno? —preguntó Dalila al ver el comportamiento extraño que mostró Lain—. Está alucinando.
—Está limpio desde ayer. —El de los monitores regresó su atención a las pantallas.
—¡Tienen que sacarme de aquí! —Lain comenzó una lucha contra sus ataduras—. ¡Tenemos que irnos! Oigan, ¡sáquenme de aquí!
Dalila hizo a un lado al sujeto frente al intercomunicador con la clara intención de ser ahora ella quien hiciera las preguntas. Al mismo tiempo, una alarma lejana comenzó a sonar.
Lain negaba desde su asiento, murmurando cosas a las que ya nadie prestó atención. Dalila y compañía salieron hacia el pasillo, donde vieron a varios de sus colegas corriendo en dirección a la ruta de evacuación. Había gritos, llanto y desesperación.
Dalila reconoció el miedo en las miradas de las personas que pasaban a su lado, pero eso no la desanimó de emprender su carrera hacia el cuarto que había abandonado minutos atrás. Segura de que ahí era donde todo empezó.
Conforme se acercaba, las personas que se iban cruzando con ella estaban manchadas de sangre o heridas en alguna parte. Una sonrisa nerviosa se le escapó al poner un pie dentro de aquel caos.
El cristal y los monitores habían sido reducidos a basura irreconocible. Había gente inconsciente o muerta en el suelo, con una o varias partes del cuerpo faltantes. Dalila tuvo que tener cuidado para no resbalar con los escombros y los charcos rojos del suelo.
Las luces de la habitación chispeaban, se encendían de manera intermitente, mareándola. Pero en medio de la conmoción, sintió una fuerte sensación victoriosa cuando supo reconocer qué estaba pasando.
Su hijo estaba de pie, jadeando con fuerza. De la mitad de su cuerpo una energía roja era emanada. Como si al niño comenzara a consumirlo un fuego carmesí.
—A-yu... da —se escuchó esa palabra en un murmullo ahogado.
Dalila se percató de que en la pared al lado de la puerta por la que había entrado se encontraba uno de los hombres que habían estado haciendo pruebas con el niño. El hombre estaba suspendido en el aire a un par de metros del suelo. Una especie de fuerza roja que danzaba como las llamas de una fogata envolvía su cuerpo.
Ella ató cabos con rapidez; eso era causado por los ojos brillantes y sangrientos del niño que tiempo atrás había dado a luz. No volteó hacia el hombre, aún después de escuchar sus huesos crujir.
—Eres increíble, eres impre-... —El dolor que llegó de golpe a su sistema no la dejó terminar.
En su pecho se abrió una herida trasversal que la mandó de rodillas al suelo. El dolor la dejó paralizada y veía con ojos aturdidos su cuerpo perdiendo ese vital líquido rojo. Vio con horror un par de pequeños pies pisar con desprecio el charco que ella misma creaba.
—No te mataré. Tú me diste la vida, yo ahora estoy perdonando la tuya. Con esto estamos a mano —la voz torturada del niño llenó el silencio—. Pero si te vuelves a cruzar en mi camino, si mandas a los que trabajan contigo a buscarme o incluso si escucho tu nombre... vendré y haré más profunda esa herida, hasta que tu corazón caiga por sí solo desde tu pecho.
Con dificultad, Dalila miró hacia arriba. El niño manchado en sangre mantenía las manos cruzadas en su espalda y estaba inclinado hacia ella, en una pose que demostraba que él estaba seguro del poder que tenía.
—Nunca abandones esta cueva si quieres estar a salvo, aunque eso no te será difícil, ¿verdad? Porque tras lo que hiciste... ¿quién te tenderá la mano? —susurro con frialdad el niño—. Nadie te aceptará. Los monstruos y los asesinos no son bienvenidos en la sociedad.
El niño pasó con indiferencia a un lado de su madre, quien se desmayó con la visión de las delgadas piernas de su hijo abandonando el lugar.
。。。。。。。。
Refugio en la reserva de Anhelm
<<Actualidad...>>
Vánagandr estornudo ante el humo que le golpeó la cara. Estar rodeado de demasiadas personas lo abruma. Pero hoy siente cierta curiosidad porque esta fogata es en honor a su compañero recién caído. Aquel chico que controlaba la gravedad.
—Es inusual verte en el refugio durante el día, Vánagandr —llamó la voz de un hombre rubio, vestido con una elegante gabardina.
—Lo mismo puedo decir de ti, Seven —fue la respuesta que obtuvo.
—Escuché que andas cazando a Ada. No deberías jugar con ella, la llaman El fantasma ígneo por algo —aconsejó el rubio—. Dicen que su habilidad es-...
—No es su habilidad. —Vánagandr interrumpió—. Los Imitadores están hechos de Ascendidos muertos. Las habilidades que tienen no les pertenecen. Y quédate tranquilo. No estoy jugando... voy en serio.
—¿Si contenerte? —Sonrío el rubio.
—No necesitas hacerlo cuando vas con intenciones de matar.
Seven río a carcajadas descaradas.
—Que seas así de directo con ese tema, es tan inusual como verte aquí —Seven se acercó al muchacho con pasos cautelosos—. Por lo general, encuentras una razón para no estar.
—Quizá esta vez encontré una razón para quedarme —soltó a mitad de un bostezo.
El lobo sabe que no puede mostrar emociones en presencia de Seven. El rubio tiene la fama de ser un manipulador. Así que volteo el rostro hacia otro lado, para no darle armas que Seven pueda usar en su contra.
—¿Y la hay? —inquirió Seven ante el silencio del chico.
Vánagandr dejo salir una risa moderada. Seven se mostraba interesado en cualquiera que haya manchado sus manos con sangre antes. Y el lobo sabe que él mismo es uno de esos intereses.
—¿La hay? —insistió Seven con tono oscuro.
El hombre rubio siguió la mirada del chico que parecía empecinado con ignorarlo. Al principio no notó nada fuera de lo común. Lo común en un día para ellos. Pero entonces, ambos varones giraron el rostro hacia la entrada del refugio.
—Interesante adquisición, si me lo preguntas —dijo el rubio—. No importa a dónde se mueva. Te obliga a mirarla. Según sé, su madre fue un Enigma. No es de extrañar que tenga una presencia fuerte.
Nira, la recién llegada al refugio, ayudaba a las personas de la cocina a llevar platos hacia las mesas. A su paso, las miradas se dirigían a ella. La saludan con sonrisas que ella contesta con un movimiento de cabeza. La chica, tras dejar lo que traía en las manos, buscó alrededor con la mirada. Era como si alguien se le hubiera perdido de pronto.
—Deberías tener cuidado —pronunció Vánagandr—. Ella no es lo que aparenta.
—Ella es un peón en un juego mayor que no entiende. —Una risa ronca resonó en el pecho del rubio—. ¡Peón!, me gusta.
—En el momento en el que deje de negarse a lo que en realidad es, incluso tú correrás riesgo, Seven.
—Entonces sólo debo sacarla del tablero —amenazó el mayor.
—Suerte con ello...
—La suerte es algo que jamás a estado del lado de los Ascendidos, tú mejor que nadie debería saberlo.
Una mirada fría fue lo último que Vánagandr le dedico a Seven antes de darse media vuelta e internarse en el bosque.
_ _ _ _
Este capítulo quedó más largo de lo planeado. Pero si lo leen con la música que les dejé en el contenido audiovisual, lo leerán sin que sea pesado. Y también ayuda para entrar en ambiente ;D
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro