I
“El rojo carmesí selló su destino, convirtiéndolo en sangriento. Su marca maldita se encuentra no sólo en su cuerpo, sino en su alma; cicatrices que aún no sanan. Y que nunca lo harán.”
Llantos débiles sonaban en aquel precario lugar, una nueva vida acababa de llegar, —apenas—. Una criatura indefensa, incapaz de valerse por sí misma; sin padres, sin nadie en el mundo. Pocas esperanzas le esperaban a aquella bebé, débil y tan pequeña.
Aquel viejo sótano, casi a oscuras, había presenciado el nacimiento de la fuerza y fragilidad, valentía y temor, y más que todo el sufrimiento y el dolor. Recibida en aquel lúgubre lugar dónde las goteras se encontraban por doquier y los pequeños animalillos correteaban de forma asustadiza y suspicaz a sus pequeños hogares.
La partera la sostenía entre sus brazos de la forma más delicada posible, temiendo hacerle daño a aquella niña tan pequeña como un ratón y frágil como el cristal. Su piel apenas y tenía color, estaba fría como un cubo de hielo a causa del poco calor que allí dentro había y el frío invierno que predominaba fuera. Su cabeza estaba cubierta por una fina capa de cabellos rubios —aunque parecían más blancos— y su boquita estaba pálida al igual que el resto de su cuerpo.
Aquella mujer mayor observaba a la madre de la criatura —inerte en el suelo dónde había dado a luz—. En realidad tenía muy poco parentesco con la bebé en sus brazos, y es que los rasgos de su padre tampoco eran presentes —pero de igual manera, él era su padre—, si tan sólo aquel miserable la hubiese aceptado como hija al enterarse quizá aquella niña tendría mejores atenciones y no estuviese a punto de morir.
La mujer de nombre Amelia, envolvió a la pequeña bebé en sábanas que se encontraban ahí —algunas manchadas de sangre por el parto—, dejando a la mujer allí, que pronto sepultarían al amanecer. Se dirigió fuera de ese mugriento lugar.
Aún se sentía el frío, si aquella criatura sobrevivía sería un milagro. Amelia se dirigió a la chimenea —que apenas y tenía brasas—, para tratar de darle un poco de calor a la bebé que aún no tenía nombre y que probablemente no lo tendría si moría aquella noche.
Notó la tormenta afuera, era imposible que pudiese llegar a su cabaña ilesa con aquella ventisca y más con la bebé en sus brazos. Sólo esperaba que pronto terminara y poder dirigirse a su cabaña y atender un poco mejor a la pequeña, al menos darle calor.
Pasaron horas, interminables y eternas, tantas hasta que llegó el amanecer. Aquella señora no había dormido en toda la noche, serciorándose de que la pequeña aún estuviese con vida.
Apenas terminó la tormenta, se dispuso a encaminarse a su cabaña —que para su suerte, no se encontraba lejos de allí—, afortunadamente la criatura en sus brazos había resistido increíblemente al frío de la húmeda cabaña dónde se encontraban.
Ya en su cabaña, su prioridad fue la pequeña; la cual llevó a su cama y cubrió de mantas gruesas con la esperanza de darle calor suficiente —después de limpiarla—. Su piel era casi transparente, sus venas se veían como pequeños hilos que rodeaban todo su ser; sus manitas eran tan pequeñitas —más que las de un bebé normal—. Sospechaba que era prematura, y aún no cumplía las suficientes semanas de gestación. No lo sabía con exactitud.
Pero su salud era delicada y su vida pendía de un hilo, ella haría todo lo posible por mantenerla con vida.
Su pecho subía y bajaba de manera lenta y pausada, con dificultad. Aquella bebita mantenía sus pequeños ojos cerrados y sus manitas empuñadas, Amelia podía ver claramente que aquella bebé quería luchar por su vida, y lo hacía fervientemente.
No se atrevió a separarse de ella, ni en un solo momento.
Inesperadamente la bebé comenzó a llorar, de manera vigorosa.
Amelia sonrió, probablemente estaría hambrienta. Pero estaba feliz de que de alguna manera aquella pequeña le demostrara que quería luchar. Rápidamente fue en busca de alimento para la bebé, encontrando un poco de leche.
Tomó a la bebé en sus brazos, —que no paraba de llorar incesantemente—. Para luego dirigir el biberón a su boquita; la pequeña instintivamente succionó de manera desesperada, era el primer alimento que que probaba. Y por primera vez pudo ver sus ojos; eran grises —era lo único que había heredado de su madre—, pero de alguna manera eran diferentes, eran tan claros que casi parecían blancos.
Esa pequeña criaturita la cautivó, aquellos ojos que la miraron tan fijamente, con duda, mientras agitaba sus manitas en el aire con alegría; ella la había eligido. Eso la hizo feliz.
Ella viviría, su destino ya estaba escrito.
“La sangre sería su guía, y la maldición que llevaba con ella su destino.”
——————★——————
Junio, 5 de 2018.
Kenny P.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro