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9. La premonición

Los días fueron pasando y Rodrigo y Óliver poco a poco se fueron acostumbrando a su nueva vida en la fortaleza. La primavera se acercaba, y aunque tuvieron una gran nevada que cubrió con un manto blanco todos los patios y los campos de cultivo, enseguida llegaron varios días de sol que les permitieron disfrutar de la nieve antes de que terminara de derretirse. Aún así, las tareas que les encomendaban ocupaban la mayor parte de su tiempo. Cada pocos días había que arar, sembrar y cosechar, pues la dama Iradis tenía el poder de acelerar el crecimiento de las plantas. Eso despejó una duda que había tenido Rodrigo desde que entró en la fortaleza, ya que siempre se había preguntado como unos campos tan pequeños podían alimentar a tanta gente.

Lo que más le gustaba a Rodrigo eran las clases de tiro con arco, aunque Aixa era siempre la que acertaba más dianas. En las clases de equitación en cambio, era Óliver el que superaba a todos con diferencia, pero eso era porque hacía trampas y siempre le susurraba al caballo lo que quería. Donde no destacaba ninguno era en el manejo de la espada. El caballero Dónegan seguía atormentándolos con sus clases absurdas en las que no les enseñaba nada y solamente les reprochaba sus errores.

En cuanto al control de sus poderes, todos ellos intentaron hacer las prácticas que Balkar les había encomendado, pero la única que consiguió algún avance fue Vega, que ya era capaz de leer las cinco primeras hojas de un libro sin abrirlo. Óliver y Aixa seguían igual, y Rodrigo seguía sin descubrir ninguna capacidad especial.

La tarea que menos les gustaba era probablemente la de servir y recoger las mesas, porque tenían que aguantarse el hambre hasta que todos los demás hubieran terminado de comer. Un día sin embargo les tocó servir la mesa de los caballeros y afortunadamente pudieron hacerlo con la barriga llena, puesto que los adultos cenaban una hora más tarde que ellos. Allí estaban todos reunidos alrededor de una gran mesa en una sala contigua al comedor. Balkar, el maestre, conversaba jovialmente con una mujer de aspecto severo que debía de ser Mirena, la enfermera. Harim, el experto jinete, parecía estar explicando algo a Toravik, que tenía su frondosa barba llena de fideos. Por los cortos fragmentos que pudo escuchar Rodrigo mientras servía el vino, Harim estaba tratando de convencer al herrero de que ningún caballo aguantaría muchas leguas con semejante peso encima. No llegó a escuchar a qué peso se refería, pero se imaginó que sería algún martillo enorme con el que aplastar a los hurgos de tres en tres. Ese era el tipo de ideas que solían pasar por la mente de Toravik.

—¿Habéis visto al viejo Erold? —preguntó Darion, cuando se juntaron en la cocina—. Menuda batallita le está contando a Dónegan. Él no dice nada, como siempre, pero tiene pinta de que se va a caer redondo encima del plato de un momento a otro.

—Ya me lo imagino —dijo Óliver, y se puso a imitar la quebradiza voz del viejo—. "Oye Dónegan, ¿te he contado alguna vez la fiesta que me hicieron en mi octogésimo tercer cumpleaños? Necesité media hora para apagar todas las velas. Fue tan grande el esfuerzo que me dieron tres infartos, pero como soy inmune a las enfermedades me recuperé al momento. Lo recuerdo bien porque lo tengo escrito en mi diario. Creo que está en la página treinta y cuatro mil quinientos uno"

—¿Qué te parecería si nos burlásemos de tu don? —Le preguntó Aixa, intentando contener la risa sin conseguirlo—. ¿Quieres que te recuerde el día que le dijiste al caballo que se diese la vuelta y se puso patas arriba?

—No, Aixa, no me lo recuerdes, que todavía me duelen las costillas. Tengo que aprender a elegir muy bien las palabras cuando hablo con los caballos. Se lo toman todo al pie de la letra.

Todos se echaron a reír, pero al momento fueron interrumpidos por unos gritos que venían del comedor. Era una mujer. Su voz desgarrada transmitía auténtico terror. Rodrigo se asomó para ver qué pasaba. Era una mujer con un pelo rubio muy rizado que la llegaba a la cintura. Ya la había visto alguna vez, pero no tenía ni idea de cuál era su función en la fortaleza. Nunca les había tocado con ella en ninguna de sus tareas.

—¡Ágata! —gritó Adara—. ¿Qué te ocurre?

La mujer estaba de pie, con el cuerpo muy estirado y arqueado hacia atrás. Sus ojos estaban vacíos, como si estuviera soñando.

—¡La muerte! —gritó la mujer—. La muerte se acerca... Piensa visitarnos esta noche...

Nada más decir esto empezó a agitar los brazos como para liberarse de un ataque. Luego cayó al suelo y empezó a dar violentas sacudidas hasta que finalmente se quedó inmóvil. Mirena, la enfermera, acudió inmediatamente a tomarla el pulso.

—¿Está bien? —preguntó Balkar.

—Sí —respondió ella—. Es lo que suele pasar cuando tiene sus premoniciones. Se queda tan exhausta que pierde el conocimiento, pero pronto se despertará.

—Será mejor que la llevemos a su cama, para que descanse —dijo Balkar—. Toravik, ¿puedes llevarla?

El herrero levantó a la mujer entre sus fuertes brazos como si fuera una pluma y se dirigió hacia la puerta del comedor.

—Esta noche nos quedaremos dos de nosotros en cada dormitorio de los chicos —anunció Balkar—. Nos turnaremos y permaneceremos vigilantes durante toda la noche.

—¿Crees que existe algún peligro? —preguntó Adara.

—Las premoniciones de los videntes siempre se cumplen, aunque muchas veces no significan lo que imaginamos —respondió Balkar—. Tal vez sea sólo muera una vaca o un caballo, pero por si acaso tomaremos todas las precauciones posibles.

Adara asintió y giró la cabeza hacia la puerta de la cocina, donde Rodrigo y sus compañeros se amontonaban para ver lo sucedido.

—Voy a llevar a estos chicos a sus dormitorios —dijo—. Creo que ya han visto demasiado.

Adara les ordenó que dejaran todo lo que estaban haciendo y subieran con ella.

—Espero que no contéis nada de lo que habéis visto aquí —les dijo por el camino—. No hay necesidad de asustar a nadie.

Cuando llegaron a la planta de los dormitorios Rodrigo, Óliver y Darion se despidieron de las chicas. Noa tenía la cara muy pálida. Adara también debió de darse cuenta e intentó tranquilizarla.

—No hay nada de qué preocuparse, pequeña. Aquí no hay nadie que quiera hacernos daño. Ya verás mañana como no ha pasado nada. Como mucho nos encontraremos un ratón muerto en medio del pasillo.

A pesar de las palabras de Adara, Rodrigo tardó en conciliar el sueño aquella noche. Por mucho que intentara tranquilizarse, su mente estaba pendiente de cualquier ruido extraño que llegara hasta sus oídos. Por si eso fuera poco, de vez en cuando se oían pasos fuera de las habitaciones, seguramente de los caballeros que montaban guardia. Cuando por fin logró conciliar el sueño debían de ser ya las dos o las tres de la mañana.

A la mañana siguiente Adara llamó a la puerta de su dormitorio para meterles prisa, como solía hacer todos los días. Parecía contenta, así que Rodrigo supuso que no había muerto nadie durante la noche.

—Rodrigo, Darion y Óliver venid conmigo. Tenéis que terminar de recoger la cena de anoche.

Rodrigo se levantó de la cama y miró a sus amigos. Darion ya se había levantado, pero Óliver seguía quieto bajo las mantas. Rodrigo se acercó y le zarandeó el hombro.

—Sólo un ratito más, mamá... —balbuceó su amigo, cubriéndose toda la cabeza con las mantas.

—Despierta Óliver —le dijo—. Es hora de levantarse.

—Ehh... Ah, eres tú, Rodrigo. Estaba teniendo un sueño...

—Ya, ya me he dado cuenta —dijo Rodrigo—. Anda, vístete. Tenemos que recoger lo de la cena de ayer. Vamos a ver si las chicas están todas bien.

—Sí que lo están —dijo Darion—. Acaba de decírmelo Aixa.

Un minuto más tarde, los tres chicos y las tres chicas bajaban rápidamente las escaleras siguiendo con dificultad los pasos de Adara.

—¿Entonces no ha muerto nadie? —preguntó Óliver.

—Seguro que sí, eso es inevitable —respondió Adara—. Pero no ha sido nadie de nosotros. Tal como os dije, seguro que sólo ha sido un ratón.

—¿Y la vidente ha montado todo este jaleo por un ratón? —preguntó Óliver.

—Óliver, las videntes no eligen sus premoniciones. Simplemente las tienen. No es algo que hagan voluntariamente.

—¿No teníamos que ir al comedor? —preguntó Rodrigo, al ver que Adara los llevaba por un camino distinto.

—Quiero pasar un momento a ver qué tal se encuentra Ágata —respondió ella—. Vamos Óliver, que tenemos prisa.

Pero Óliver ni siquiera la escuchaba de Adara. Se había parado delante de un espejo y se estaba mirando como embelesado.

—¿Qué pasa? ¿Se te ha descolocado el moño? —bromeó Rodrigo.

—¡Mira esto! —le dijo Óliver, ignorando su burla—. No me veo en el espejo. ¡Soy invisible!

Rodrigo retrocedió hasta ponerse al lado de Óliver y comprobó que él tampoco podía verse. El espejo reflejaba el pasillo, la puerta de enfrente, los candelabros de la pared... todo menos ellos dos.

—Es un espejo retardado —les explicó Adara—. Vuestro reflejo aparecerá dentro de una semana. Venga, vamos, que no tenemos todo el día.

Rodrigo y Óliver corrieron por el pasillo para volver a unirse a Adara y el resto de sus amigos, pero en ese momento alguien apareció al fondo del pasillo dando gritos. Era Mirena, la enfermera, que tenía cara de haber visto un fantasma.

—¡Está muerta! —gritó la mujer—. ¡Ágata está muerta!

—¿Estás segura? —preguntó Adara.

—Completamente. Alguien la ha matado. Tiene la yugular cercenada.

—Corre, avisa a Balkar —dijo Adara.

La enfermera echó a correr por el pasillo y Adara dirigió sus pasos hasta la habitación de la vidente, que seguía con la puerta abierta.

—Esperadme aquí fuera —dijo.

Rodrigo se asomó por el umbral de la puerta y vio el largo pelo rizado de la vidente que colgaba a un lado de la cama. Había un cuchillo en el suelo y las sábanas estaban empapadas de sangre. Poco tiempo después llegó Balkar y entró rápidamente en la habitación, sin dirigir ni una mirada a los chicos. Mirena venía con él. Al llegar puso una mano sobre la frente de Ágata.

—Calculo que estará a unos treinta grados, así que habrá muerto hace unas siete horas —dijo la enfermera—. Sobre la una de la mañana.

—¡Nuestra querida Ágata! —se lamentó Balkar, cogiendo la mano de la mujer—. ¿Quién te ha hecho esto? ¿Por qué a ti?

Mirena seguía inspeccionando el cuerpo minuciosamente, analizando cada trozo de su piel en busca de posibles respuestas.

—¡Mirad! —dijo de pronto—. ¡Tiene una llave dentro de la boca!

—Déjamela —dijo Balkar.

El maestre cogió la llave y comenzó a probar las cerraduras de todos los cajones y cofres que encontró en el dormitorio, que eran bastantes. Debió de encontrarlo enseguida, aunque Rodrigo no podía verlo desde fuera.

—Mirad, parece que Ágata entregó su vida para proteger esto—dijo Balkar.

—Un diario —susurró Adara.

Durante unos segundos no se oyó hablar a nadie.

—Mirad la última página —dijo finalmente Balkar—. Tiene fecha de ayer.

"Cuando la oscuridad comience su retirada, el Espejo del Poder aparecerá donde el fuego nunca se apaga" —leyó Adara.

—¡El Espejo del Poder! —exclamó Balkar—. Ágata tuvo una revelación sobre su paradero, por eso la mataron.

—¿Qué es el Espejo del Poder? —preguntó Mirena.

—Aparece en una profecía muy antigua —dijo Balkar—. Dice que aquel que lo consiga tendrá un poder capaz de hacer frente al de Arakaz.

—¿Y alguien ha matado a Ágata para encontrarlo? —preguntó Mirena.

—Eso me temo —dijo Adara—, pero tenemos que confiar en que Ágata se resistió hasta el final. Si ese objeto cayera en manos del enemigo, ya no quedaría para nosotros ninguna esperanza.

—¿Pero qué significa todo eso de la oscuridad y el fuego? —preguntó Mirena.

—Lo del fuego que nunca se apaga tiene que referirse a un volcán —dijo Adara—. Seguramente el de las Colinas Grises, que nunca está del todo inactivo.

—¿Y lo de la oscuridad? —preguntó Mirena.

Cuando la oscuridad comience su retirada... —repitió Balkar—. ¿Se referirá al dominio de Arakaz?

—Es posible —dijo Adara—. Aunque también podría ser algo mucho más simple. Podría referirse al amanecer.

—Tal vez tengas razón —dijo Balkar—. Si es así tenemos que ir a buscarlo cuanto antes. Me llevaré a Óliver y a Rodrigo. Volaremos en el simorg.

—¿A Óliver y a Rodrigo? —repitió Mirena, incrédula—. ¡Pero si son sólo unos chiquillos! Podría ser peligroso.

—Ya te lo explicaré con más tiempo Mirena, confía en mí —dijo Balkar—. De todas formas tampoco estarían seguros en la fortaleza. Me temo que hay un traidor entre nosotros. Tenéis que encontrarlo antes de que vuelva a hacer daño. Avisad a Dónegan y que interrogue a todo el mundo.

Sin esperar respuesta, el maestre salió de la habitación e indicó a Rodrigo y Óliver que le siguieran. Sin parar de correr ni un momento los llevó hasta la armería, donde cogió un peto de cuero y una gran espada que se colgó del cinturón. Luego buscó otros dos petos más pequeños y se los tendió a ellos.

—Poneos esto —les dijo—. Nos vamos de viaje.

En cuanto salieron al patio de armas Balkar ordenó a los centinelas que abrieran las puertas de la fortaleza. Los mecanismos y engranajes empezaron a chirriar y en cuanto se abrió un hueco suficiente el maestre echó a correr. Rodrigo y Óliver lo siguieron a duras penas a través del puente que comunicaba la fortaleza con el resto de Karintia. En cuanto pusieron sus pies sobre la hierba que coronaba los acantilados, el puente y el castillo desaparecieron como si se los hubiera tragado el mar.

—Vamos, Óliver, llama al simorg —apremió Balkar—. Ya está amaneciendo.

—¿Nos vamos en simorg? —preguntó Óliver, emocionado—. Estupendo. ¡Ven aquí, Caniche, nos vamos de viaje!

Unos instantes después Rodrigo observó en el cielo la inconfundible silueta del león alado, que rápidamente se fue acercando hasta que se posó a escasos metros del lugar donde se encontraban. En cuanto Óliver se acercó, la bestia se tumbó en el suelo para que pudieran subir.

—Dile que nos lleve hasta el volcán de las Colinas Grises, lo más rápido posible —le pidió Balkar a Óliver, que repitió la orden al animal. Inmediatamente el simorg levantó el vuelo y enseguida empezaron a tomar altura. El aire les azotaba en la cara con más fuerza que nunca, lo cual indicaba que estaban volando a gran velocidad.

—Supongo que os preguntaréis a dónde vamos y por qué os he elegido a vosotros —dijo Balkar.

Rodrigo decidió que era mejor no seguir fingiendo que no sabían nada.

—Lo sabemos —respondió—. Lo cierto es que les escuchamos a usted y a Adara hablando de la profecía. Estábamos escondidos en la biblioteca, pero le aseguro que no queríamos espiarles.

—Vaya, vaya —rió Balkar—. Así que lo habéis sabido todo este tiempo. Y yo preguntándome si os lo debería contar o no.

Era un alivio comprobar que el maestre se lo tomaba con buen humor.

—Mirad —les dijo después de un rato—. Eso que veis al fondo son las Colinas Grises, y el pico que sobresale en el centro es el volcán. Allí es donde buscaremos el Espejo del Poder.

—Un espejo no debe de ser muy difícil de encontrar —dijo Óliver.

—No creo que sea un espejo grande, como los que se cuelgan en la pared —dijo Balkar—. Más bien creo que será un espejo de mano o incluso algo más pequeño, como un colgante. Puede que ni siquiera sea un espejo. Tal vez sea una piedra muy brillante, o una espada de hoja resplandeciente.

—Aún así, seguramente reflejará la luz del sol y nos permitirá verlo desde lejos —insistió Óliver.

—Es posible, pero no te confíes. Podría estar boca abajo, o incluso escondido.

Poco tiempo después el simorg los dejó en la ladera del volcán, donde el suelo estaba cubierto de polvo gris. La lava procedente del cráter había dejado profundos surcos que hacían difícil caminar.

—Caminaremos en espiral e iremos subiendo poco a poco —dijo Balkar—. Permaneced muy atentos a cualquier cosa que parezca fuera de lugar.

Rodrigo y Óliver se echaron a andar con la mirada fija en el suelo gris. Las irregularidades del terreno les obligaban a avanzar muy despacio y vigilar en todo momento dónde ponían los pies. Al principio superaban los obstáculos con ilusión, convencidos de que en cualquier momento encontrarían el arma que permitiría a los caballeros de Gárador vencer a Arakaz, pero poco a poco su vista empezó a cansarse tanto como sus piernas, y sus esperanzas se fueron desvaneciendo poco a poco.

—Aquí no hay nada que se parezca a un espejo —se quejó Óliver.

—No te rindas todavía —le dijo Balkar—. Aún no hemos llegado a la cima.

Pero cuando llegaron a la parte más alta del volcán a Rodrigo se le cayó el alma a los pies. Ante sus ojos se abría un profundo cráter, más grande que un campo de fútbol. Todo su contorno estaba bordeado por escarpadas paredes rocosas, imposibles de descender. Por si eso fuera poco, el suelo estaba lleno de grietas de las que brotaban fuertes llamaradas y nubes de humo.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó a Balkar—. El Espejo del Poder podría estar ahí dentro.

Balkar se quedó en silencio, con la mirada perdida en las profundidades del volcán.

—Creo que es hora de que descubras tu don, Rodrigo —dijo finalmente—. Tal vez seas tú el destinado a encontrar el espejo porque tienes el poder que te permite hacerlo. Intenta atraerlo, verlo o sentirlo... Tienes que creer en ello.

—¿Y qué quiere que haga? —preguntó Rodrigo.

—Piensa que ahí abajo puede estar el arma que devolverá la libertad a Karintia y permitirá a tus amigos vivir en paz. Tienes que desear encontrarlo y tienes que estar convencido de que puedes hacerlo. Llámalo, atráelo, intenta visualizarlo... Cualquier cosa que se te ocurra.

Rodrigo intentó hacer todo lo que Balkar le había dicho. Intentó abrir su mente y concentró toda su voluntad en encontrar el Espejo del Poder. Intentó llamarlo, intentó verlo, pero una parte de sí mismo se sentía ridículo cada vez que intentaba algo así. Estaba acostumbrado a ver los poderes de sus amigos y compañeros, pero cuando se trataba de sí mismo todo parecía diferente. Era incapaz de imaginarse haciendo algo sobrenatural.

«A fin de cuentas nadie ha dicho que vaya a ser yo el que encuentre el espejo» pensó. «Tal vez sea Óliver el que lo encuentre, con la ayuda de su poder».

—¡Claro! —exclamó—. El don que necesitamos es el de Óliver. Puede pedir al simorg que busque el espejo desde el aire.

—Reconozco que no es mala idea—dijo Balkar—. Tengo entendido que los simorgs tienen una vista mucho más aguda que los humanos. Pueden acechar a sus presas desde cientos de metros de altura.

—Eres un genio, Rodri —dijo Óliver—. Todo tu poder está en tu cabeza. No necesitas nada más.

El chico le dio unas palmaditas en la espalda y llamó al animal, que se puso a sobrevolar el cráter volando en círculos y pasando muy cerca de las llamas y las nubes de humo. Rodrigo, Óliver y Balkar observaban atentamente, sin decir nada, como si cualquier ruido pudiera distraer al animal en su búsqueda. Así pasaron los minutos, tal vez incluso media hora, y el simorg no daba señal de haber encontrado nada.

—El sol ya está muy alto —dijo finalmente Balkar—. Creo que no tiene sentido que sigamos buscando. Puede que nos hayamos equivocado de momento o de lugar.

—¿Y si nos vamos y luego lo encuentra Arakaz? —preguntó Rodrigo, que en el fondo sentía que no había hecho lo suficiente.

—Ya habéis oído la profecía —dijo Balkar—. Uno de vosotros es el destinado a encontrar el Espejo del Poder. Ni siquiera Arakaz puede cambiar el destino.

—¿Cómo puede estar seguro de que será uno de nosotros? —preguntó Óliver.

—La profecía habla de alguien venido de un mundo sin poderes, un día que las estrellas caigan del cielo y la luna salga en pleno día... Está claro que se trata de uno de vosotros.

Pero Rodrigo no lo tenía tan claro. Estaba seguro de que Arakaz había llegado a Karintia exactamente de la misma manera que ellos dos, después de descifrar el enigma de la torre. Seguro que también fue un día con luna nueva y lluvia de estrellas. La profecía perfectamente podría referirse a él, y si Arakaz encontraba el espejo ya no quedaría esperanza de poder vencerlo jamás.

«Tengo que decírselo» —pensó—. «Tengo que decirle todo lo que sabemos sobre Arakaz».

Pero por más que lo intentó, las palabras no salieron de su boca.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Balkar—. Aquí ya no podemos hacer nada más.

Durante todo el viaje de vuelta a la fortaleza Rodrigo no dijo ni media palabra. Se sentía mal consigo mismo. ¿Y si no conseguían encontrar el Espejo porque él no era capaz de descubrir su poder? ¿Y si lo encontraba Arakaz primero por su culpa? ¿Por qué no era capaz de descubrir su don si todos los demás lo habían hecho?

Las dudas y la culpa le seguían atormentando cuando por fin llegaron a la fortaleza, pero afortunadamente no tuvo ocasión de seguir pensando en ello. En cuanto atravesaron el portón de entrada, Dónegan salió a recibirlos.

—¿Lo habéis encontrado? —preguntó.

—Me temo que no —respondió Balkar—. ¿Y vosotros? ¿Habéis descubierto al traidor?

—He interrogado a todos los habitantes de la fortaleza y puedo asegurar que ninguno de ellos ha sido el asesino de Ágata.

Balkar se quedó pensativo unos instantes.

—Aún no has interrogado a todos —le dijo finalmente—. Faltamos nosotros tres.

Dónegan pareció titubear.

—No es momento de formalismos, Dónegan. Pregunta de una vez.

—Está bien. Balkar, ¿asesinaste tú a Ágata?

—No, no lo hice.

—Y vosotros, ¿habéis matado vosotros a Ágata?

—No, señor —respondieron Rodrigo y Óliver, sorprendidos.

—Pues ya sólo queda una posibilidad —dijo Dónegan, meneando la cabeza de un lado a otro—. Tiene que haber sido Adara.

—¿Pero qué estás diciendo? —protestó Balkar—. Adara nunca haría nada parecido.

—Es la única a quien no he podido preguntar. Se marchó de la fortaleza poco después que vosotros. Dijo que tenía que avisaros inmediatamente, que estabais buscando en el sitio equivocado. ¿La habéis visto?

Balkar negó con la cabeza, sin levantar la mirada del suelo.

—Me lo temía —dijo Dónegan—. Seguramente a estas alturas ya estará en el palacio de Arakaz, revelándole el auténtico paradero del Espejo del Poder.

—¡Adara nunca haría eso! —insistió Balkar.

—¿Entonces por qué no ha regresado todavía? Admítelo, Balkar. Sabes que cualquiera de nosotros podría caer bajo el hechizo del emperador. Es el riesgo al que nos exponemos cada vez que salimos de la fortaleza.

Balkar entrecerró los ojos.

—Está bien —dijo finalmente—. El tiempo nos dirá si tienes razón.

Cuando Rodrigo y Óliver contaron su aventura a sus amigos todos se sintieron desilusionados al saber que no habían encontrado el Espejo del Poder, pero pronto pasaron del desencanto a la indignación en cuanto les contaron que Adara era la principal sospechosa del asesinato.

—¿Cómo pueden pensar que Adara haría algo así? —murmuró Aixa—. Ella jamás traicionaría a sus compañeros.

—Eso mismo pensaba Balkar —dijo Rodrigo—, pero según Dónegan sólo puede haber sido ella. Es la única a la que no ha podido interrogar. Se marchó de la fortaleza poco después que nosotros y no ha regresado.

—¿Y si ha sido Dónegan? —replicó Aixa—. Él ha interrogado a todos, pero nadie lo ha interrogado a él. ¿Cómo sabemos que no es un traidor?

—Confío mucho menos en Dónegan que en Adara —admitió Rodrigo—, pero si fuera un traidor, ¿no se habría marchado a buscar el espejo o a informar al emperador?

—¿Crees que eso es lo que ha hecho Adara? —preguntó Vega.

—Me resulta difícil de creer, pero hay que reconocer que resulta sospechoso. Se marchó de la fortaleza diciendo que iba a buscarnos, pero no apareció. Y han pasado muchas horas y no ha regresado.

—¿Y si le ha pasado algo? —susurró Noa.

Rodrigo se quedó callado. A él también se le había pasado esa posibilidad por la cabeza.

—Haciéndonos preguntas no vamos a arreglar nada —Darion rompió el silencio—. Propongo que vayamos a espiar a Dónegan.

—¿A espiarlo? —repitió Noa, atemorizada.

—No es tan arriesgado —dijo Darion—. Vega puede vigilarle a través de las paredes. Podemos observar sus movimientos desde un piso más abajo, así nunca nos descubrirá.

Todos se pusieron en pie, contentos de poder hacer algo. Incluso Noa accedió a acompañarlos.


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