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17. El traidor

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? ¿Quién era? —empezaron a preguntar todos a la vez.

Vega tardó un par de segundos en contestar, como si todavía estuviera asimilando lo que había visto.

—¡Era Balkar! —dijo finalmente.

—¿Cómo iba a ser Balkar? —preguntó Óliver, incrédulo.

—Seguramente sólo pasó por ahí por casualidad —dijo Darion—. Muchos caballeros estuvieron esa noche haciendo vigilancia.

Rodrigo sentía como si algo le estuviera estrujando el estómago. ¿Y si se habían equivocado en todo? ¿Y si nada era lo que parecía?

—Tenemos que entrar en el despacho del maestre —dijo—. Quiero volver a ver ese diario. Tengo un horrible presentimiento.

—¿Te has vuelto loco? —dijo Vega—. No quiero ni imaginar lo que pasaría si nos pilla dentro de su despacho. Además, ¿Cómo piensas entrar?

—No lo sé —respondió Rodrigo—. Pero tenemos que encontrar la forma.

—Podemos usar las monedas de Dónegan —dijo Óliver—. Sólo hay que pasar una por debajo de la puerta.

—Ya, claro —dijo Aixa—, pero resulta que esas monedas seguramente estarán precisamente dentro del despacho de Balkar.

—Precisamente —repitió Óliver—. Solamente tengo que pedir a Kepi que nos pase una por debajo de la puerta.

—¿De quién estás hablando?

—Del hurón de Balkar —explicó Óliver—. Siempre duerme dentro de su despacho.

—¡Es genial, Óliver! —exclamó Rodrigo—. Venga, vamos. ¿Quién se apunta?

—Creo que Vega y yo deberíamos ir a vigilar a Balkar—dijo Aixa—. Ella puede verle a través de la pared de su dormitorio y yo os puedo avisar con mi telepatía si vemos que se levanta de la cama.

—Bueno, pues yo me voy con vosotros —dijo Darion—. Si las chicas vigilan al maestre no tenemos nada que temer.

Los cinco caminaron juntos hasta las escaleras, donde Rodrigo, Óliver y Darion comenzaron a descender mientras que las chicas empezaron a subir hacia las plantas superiores. Caminaron sigilosamente y vigilaron bien todos los rincones, pero una vez más consiguieron llegar a su destino sin encontrarse con nadie.

—Aquí es —dijo Rodrigo, deteniéndose delante de una puerta que ya le resultaba conocida.

—Dice Aixa que Balkar está en su habitación, completamente dormido —informó Darion—. No hay ningún peligro de que nos pille.

Óliver se acercó a la puerta y pidió al hurón que buscara la moneda. Un instante después comenzaron a oírse unos ruidos provenientes del interior. Era el hurón que correteaba y saltaba de un mueble a otro buscando lo que Óliver le había pedido. Después de uno o dos minutos media moneda de plata apareció por debajo de la puerta.

—Perfecto. Ahora sólo tenemos que tocarla —dijo Rodrigo, agachándose y extendiendo sus dedos. Inmediatamente después se encontraba dentro del despacho de Balkar. Sus dos amigos aparecieron a su lado un momento más tarde.

—Bueno, ahora hay que encontrar el diario de la vidente —dijo Rodrigo.

—Seguro que Kepi sabrá dónde está —dijo Óliver—. A los hurones les encanta husmear en todos los rincones.

En cuanto Óliver se lo pidió, el hurón salió disparado hasta un cajón que estaba debajo de la mesa de Balkar. El animalito intentó abrirlo, pero lo único que consiguió fue quedarse colgando de sus patas delanteras.

—Gracias, Kepi, ya lo abro yo —dijo Óliver—. Mirad, aquí está.

—Déjame verlo —dijo Rodrigo.

Óliver le pasó el diario e inmediatamente se puso a buscar la última página. Allí estaba la premonición, la que hablaba del Espejo del Poder. Entonces Rodrigo miró la página anterior. Allí no había nada interesante. Solamente unas líneas que hablaban de la posición de las estrellas y de los planetas sobre el firmamento.

Pero la letra no era la misma.

Rodrigo echó un vistazo al resto de las páginas del diario y comprobó que todas tenían la misma letra menos la última.

—Mirad esto —dijo—. La última página no fue escrita por Ágata. ¡Es la letra de otra persona!

—¡Es verdad! —confirmó Óliver.

—Déjame ver un momento —dijo Darion, cogiéndole el diario de las manos—. ¡Mirad! La página anterior está cortada. Alguien arrancó la última página de Ágata y luego escribió una falsa.

—¡Hay que encontrar un carboncillo! —dijo Rodrigo—. Creo que aún podemos leer lo que había escrito en la página que falta.

Con la ayuda de Kepi, Óliver enseguida consiguió una barra de carboncillo y se lo pasó a Rodrigo, que la puso de lado y comenzó a frotar la última página del diario. Mientras la página se iba oscureciendo, unas nuevas letras blanquecinas empezaron a aparecer sobre las que ya había. Rodrigo enseguida se dio cuenta de que era la misma premonición, pero había algo más:

Cuando la oscuridad comience su retirada

El espejo del poder aparecerá

Donde el fuego nunca se apaga.

El niño sin don lo encontrará

Pero un traidor estará a su lado.

—¡Ahora lo entiendo! —dijo Rodrigo, muerto de rabia—. ¡Balkar mató a la vidente y arrancó esta página para que nadie supiera que era un traidor! Y Dónegan lo sospechaba. ¿Recordáis lo que le dijo en la enfermería? "Dime lo que ponía en la última página, la que tú arrancaste".

—¿Pero entonces el traidor era Balkar? —preguntó Óliver, todavía desconcertado.

—El único traidor y el único asesino, me temo —dijo Rodrigo—. Nos ha estado engañando desde...

¡Chicos, Balkar se ha levantado de la cama y ha desaparecido!

La voz de Aixa les sobresaltó como el sonido de una alarma. Instintivamente, los tres miraron hacia la puerta y allí, mirándoles con una aterradora sonrisa, estaba Balkar.

—Muy bien, chicos —dijo—. Habéis sido muy listos, pero habéis cometido un grave error. Debisteis haberos deshecho de los anillos antes de entrar en mi despacho. Con ellos, aparte de poder aparecer junto a vosotros, también puedo escuchar todo lo que decís.

Rodrigo metió la mano en su bolsillo y se dio cuenta de que seguía llevando el anillo que les había dado Balkar. Lo cierto era que ya se había olvidado de él.

—Tengo que felicitaros —prosiguió Balkar, sin perder esa sonrisa imperturbable—. Aunque estáis equivocados en una cosa: yo no maté a la vidente. Solamente la convencí para que lo hiciera ella misma. A fin de cuentas, alguien estaba destinado a morir aquella noche, y si no era ella tendría que ser otro. Ágata siempre estuvo dispuesta a darlo todo por los demás. El rey Garad estaría orgulloso de ella.

Balkar pronunció estas últimas palabras con una mueca de desprecio que no se parecía en nada al Balkar que ellos habían conocido. Rodrigo intentó encontrar una vía de escape, pero el maestre se interponía entre ellos y la puerta, y la moneda de Dónegan estaba debajo de la mesa, fuera de su alcance.

—La verdad es que tengo mucho que agradeceros, pequeños. Dónegan y Mirena sospechaban de mí, y si no fuera por vuestra brillante actuación habrían terminado por descubrirme —Balkar se paseaba de un lado a otro del despacho. De repente se detuvo y se echó a reir—. ¡Y pensar que Mirena hizo todo lo posible para manteneros alejados de mí y al final vosotros me la entregasteis en bandeja, junto con su amiguito! Y por si eso fuera poco, me habéis ayudado a resolver la premonición de Ágata. Ya me imaginé que Adara conseguiría descifrarla, pero yo nunca lo habría sabido si no fuera por vosotros. Ahora, tal como os dije, nos vamos a ir de viaje. Vamos a buscar el Espejo del Poder.

Rodrigo miró a su alrededor desesperadamente, buscando cualquier cosa que les pudiera servir de ayuda. Entonces vio un escudo que tenía dos dagas atravesadas, y con un rápido movimiento cogió una de ellas. El maestre lo vio y se echó a reír.

—¿De verdad piensas que puedes enfrentarte a mí?

Rodrigo se dio cuenta de lo estúpido que parecía y por un momento dejó caer los brazos. Entonces de pronto volvió a levantar la daga y la colocó sobre su propio cuello.

—Yo soy el niño sin don —le dijo—. Si muero usted nunca encontrará el Espejo del Poder.

Justo en ese momento se oyeron unos golpes en la puerta. Entonces Rodrigo se temió lo peor.

—Eh, chicos. ¿Estáis ahí? —dijo la voz de Aixa—. Tenéis que salir cuanto antes. Balkar ha desaparecido.

—¡Marchaos! —gritó Rodrigo— ¡Id a buscar ayuda!

Pero ya era demasiado tarde. Balkar había abierto la puerta y estaba arrastrando a Aixa y Vega al interior de su despacho.

—¡Déjelos marchar! —dijo Rodrigo, volviendo a poner la daga sobre su propio cuello—. ¡Déjelos marchar o se quedará sin el Espejo del Poder!

—Los dejaré marchar a ellos —dijo el maestre—, pero tú tendrás que venir conmigo.

—¡No cedas! —gritó Darion—. ¡No te preocupes por nosotros!

Rodrigo pensó en lo terrible que sería dejar el Espejo del Poder en manos de un traidor, pero no podía hacer otra cosa. De momento tenía que poner a sus amigos a salvo. Luego ya encontraría la forma de evitar el desastre.

—Está bien —dijo, sin quitar la daga de su cuello—. Déjeles marchar. Iré con usted.

—Muy bien, jovencito —dijo Balkar. Entonces cogió una especie de cetro de oro que colgaba de la pared y rozó a Óliver con la perla que brillaba en su extremo. En ese mismo instante, Óliver desapareció.

—¿Qué ha hecho? —Preguntó Rodrigo— ¿A dónde lo ha enviado?

Muy lejos de aquí —dijo Balkar—. Como comprenderás, no quiero que un simorg nos persiga en cuanto salgamos de la fortaleza. Cuando me entregues el Espejo del Poder te diré donde está tu amigo, y podrás ir a buscarlo.

Sin esperar respuesta, Balkar acorraló al resto de sus amigos contra la pared y también los hizo desaparecer, hasta que Rodrigo se quedó solo ante el maestre.

—¿Dónde están? ¡Dígamelo!

—Pues ya que insistes, te lo diré. Los he encerrado en una sala subterránea que hay a cientos de metros bajo los cimientos de este castillo. Esa sala está comunicada con el mar a través de un túnel totalmente inundado. El mayor problema, amigo mío, es que cuando sube la marea el agua llega a cubrir la sala por completo.

Rodrigo sintió que le ardía la garganta y se le saltaban las lágrimas. Apretó los puños con tanta fuerza que sintió como las uñas se le clavaban hasta hacerle sangrar. Entonces sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre el maestre con la daga en la mano.

—¡No seas estúpido! —dijo él, esquivando su ataque sin dificultad y quitándole la daga—. Todavía quedan seis horas para que suba la marea. Si me das lo que quiero podrás volver y salvarlos.

—¿Cómo? —preguntó él.

—Te lo diré cuando me hayas entregado el Espejo del Poder.

—¡Ya no me fío de usted!

—Haces bien, pequeño, pero no creo que tengas alternativa.

Rodrigo comprendió que el maestre tenía razón. N podía hacer otra cosa. Tenía que ir con él a buscar el Espejo del Poder.

«¡No lo hagas!» —dijo la voz de Aixa dentro de su cabeza, como si hubiera estado leyendo sus pensamientos—. «Nosotros estamos bien. Pase lo que pase, no le entregues el Espejo del Poder».

Rodrigo sabía que sus amigos preferirían morir antes que dejar que un arma tan poderosa cayera en manos de Arakaz, pero era él quien tenía la vida de sus amigos en sus manos. No podía quedarse sin hacer nada sabiendo que sus amigos se estaban ahogando lentamente. Simplemente no podría soportarlo.

—Venga, vamos —dijo Balkar, poniéndole el brazo sobre el hombro. Él se hizo a un lado, pero empezó a caminar y salió del despacho delante del maestre.

La noche era fría y el fuerte viento parecía clavarse en la cara como agujas de hielo. Balkar forzaba al caballo a galopar todo lo rápido que era capaz y Rodrigo no tenía más remedio que sujetarse fuertemente a su cintura para no caer. Mientras atravesaban praderas y bosques, no dejaba de preguntarse cómo había terminado metido en todo esto. Por qué él, un muchacho normal y corriente de Madrid, era el predestinado a encontrar un arma poderosa en un mundo que jamás habría imaginado que pudiera existir. Entonces su mente volvió a centrarse en el Espejo del Poder. Llevaban tiempo buscándolo, pero nunca había llegado a entender muy bien lo que sería. ¿Otorgaría grandes poderes al que lo encontrara? Entonces tal vez podría utilizarlo contra Balkar y luego para salvar a sus amigos. Pero, ¿cómo iba a saber utilizarlo, si ni siquiera sabía lo que era?

Debían de llevar casi una hora de viaje cuando el caballo aminoró el paso. Habían dejado el camino llano y estaban ascendiendo por una escarpada senda en la ladera de una montaña. Rodrigo se inclinó hacia un lado y creyó distinguir en la cima los restos de un muro y unas columnas. Aquello debía de ser las ruinas de la ciudad de Irdún, el destino de su viaje.

«Ojalá nunca lo hubiéramos averiguado» —se lamentó, pensando que si no hubieran descifrado el mensaje de Adara ahora no se encontrarían en esta situación.

Tardaron casi media hora más en llegar a la cima de esa montaña, donde se encontraban las ruinas de lo que parecía una antigua ciudad. Todavía se podían distinguir las calles empedradas entre los restos de los muros, aunque el color negro de la piedra hacía que pareciera que se estaban adentrando en el interior de una mina. Rodrigo observó que los cascos del caballo dejaban una huella blanquecina, y entonces comprendió que el color negro no era de la roca, sino que era una densa capa de hollín. Entonces observó que en algunos lugares brotaban llamas entre las piedras.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo el maestre, haciéndole bajar del caballo—. Recuerda que cuanto antes encuentres lo que busco, antes podrás ir a salvar a tus amigos.

Rodrigo comenzó a caminar por los oscuros callejones, entre muros medio caídos y llamas que brotaban del mismo suelo. Balkar le seguía de cerca. Entonces notó que un resplandor rojizo se abría hueco entre toda la oscuridad que les rodeaba. Solamente por curiosidad levantó la mirada y se percató de que el sol estaba asomando por el horizonte. No podía explicarse cómo la noche había pasado tan rápidamente. Parecía como si hiciera menos de una hora que habían descubierto el reflejo de Balkar en el espejo retardado.

«A Óliver y los demás ya no les quedará mucho tiempo» —pensó, con un nudo en la garganta.

Dispuesto a encontrar el Espejo del Poder lo más pronto posible, Rodrigo bajó de nuevo la mirada, pero justo en ese momento algo captó su atención. Disimuladamente miró por el rabillo del ojo y comprobó que efectivamente había visto lo que creía: un simorg atravesaba el cielo y se acercaba a ellos a gran velocidad. ¿Acaso sus amigos habían conseguido escapar y acudían en su ayuda? ¿O sería el mismísimo Arakaz que acudía a recoger su premio? Rodrigo intentó distinguir si el simorg llevaba jinete, pero no se atrevía a levantar mucho la cabeza. Parecía que Balkar no se había dado cuenta de nada.

El simorg pasó por su lado izquierdo y entonces lo perdió de vista. Quizá no fuera más que un animal volando libremente al sol de la mañana. A fin de cuentas, nadie dijo nunca que los simorgs siempre volaran con jinete.

«Tienes que concentrarte en buscar el Espejo» —se dijo a sí mismo—. «Tus amigos dependen de ti».

En realidad no tenía muchas esperanzas de que Balkar lo dejara marchar después de entregarle su codiciada arma, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Aferrándose a sus escasas esperanzas intentó despejar su mente y centrarse en lo que tenía que hacer. Entonces algo lo volvió a distraer. Una ráfaga de viento le acarició la nuca haciéndole girar la cabeza. Balkar también lo había notado, pero su reacción fue mucho más rápida. Antes de que Rodrigo tuviera tiempo de cerrar la boca, el maestre ya había rodado por el suelo para esquivar el ataque del simorg, cuyas garras apenas le rozaron la capa. Entonces se fijó en que dos personas iban montadas sobre el animal: eran Óliver y Dónegan. El caballero rubio saltó inmediatamente de la montura, quedando a escasos metros de Balkar.

—¡Marcháos de aquí! —gritó, desenvainando su espada—. Yo me ocupo de Balkar.

Rodrigo se quedó como paralizado viendo cómo los dos caballeros comenzaban a luchar espada contra espada. Sus certeros golpes sonaban casi tan fuertes como los martillazos de la forja de Toravik.

—¡Eh, Rodri! —gritó Óliver—. ¡Ven aquí!

Él se volvió y vio que su amigo le esperaba montado sobre el simorg al fondo del callejón. Todavía indeciso, terminó corriendo hacia él sin dejar de mirar atrás.

—¡No podemos irnos! —le gritó al llegar a su lado—. Tenemos que ayudar a Dónegan.

—Por supuesto —contestó Óliver—. Sube de una vez.

Rodrigo subió detrás de Óliver y el animal empezó a batir las alas y a avanzar por el callejón. Enseguida comenzaron a elevarse y el simorg dio un giro completo para poder ver el lugar donde Balkar y Dónegan se enfrentaban, pero algo había pasado. Las espadas ya no se oían, y en el lugar donde antes estaban luchando los dos caballeros ya no se veía a nadie.

—¿Qué ha pasado? —gritó Rodrigo—. ¿Dónde están?

—No lo sé —respondió Óliver—. No veo a ninguno de los dos.

Óliver susurró algo al simorg y éste comenzó a trazar círculos en torno al lugar donde habían desaparecido los caballeros. Al cabo de un rato, Rodrigo distinguió un cuerpo tendido en el borde de la muralla.

—¡Mira! ¡Allí!

Desde aquella distancia no podían saber si era Dónegan o Balkar, puesto que ambos llevaban la túnica roja y dorada de los caballeros del rey Garad. Solamente cuando aterrizaron a su lado y bajaron del simorg Rodrigo distinguió el pelo rubio de Dónegan. Rápidamente se acercó a él y le levantó la cabeza. Parecía herido, pero sus ojos todavía lo miraban.

—¡Marchaos! —dijo—. Id a la fortaleza a buscar ayuda.

—¿Y Balkar? —preguntó Óliver.

—Ha caído —respondió Dónegan, señalando al vacío que se abría bajo la muralla—. Consiguió herirme, pero cuando se acercó para rematarme, yo le hice caer.

—Te llevaremos a la fortaleza —dijo Óliver—. Mirena podrá curarte.

Dónegan no respondió. Sus ojos estaban fijos en el negro suelo de la muralla que se extendía bajo su cuerpo.

—¡Dónegan! —gritó Rodrigo—. ¡Tienes que resistir! ¡Con la ayuda del simorg te llevaremos a la fortaleza en menos de una hora!

Dónegan no respondió. Su cuerpo permanecía completamente inmóvil.

—¡Monta en el simorg! —dijo Óliver—. Le pediré que lleve a Dónegan entre sus garras.

Los dos chicos se montaron rápidamente sobre el león alado y Óliver le ordeno que los llevara a ellos y a Dónegan hasta la fortaleza, pero la bestia ni siquiera se movió.

—¿Pero qué te pasa ahora? —gritó Óliver.

—Lo que le pasa es que ahora me obedece a mí —dijo una voz.

Rodrigo giró la cabeza y vio que había otra persona al lado del cuerpo de Dónegan. Su silueta apenas se distinguía de las rocas cubiertas de hollín que lo rodeaban. Todo en él era de color negro: su armadura, su capa... incluso la enorme espada que sujetaba en su mano derecha.


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