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14. El escondite de Dónegan

Los entrenamientos planificados por Corentín resultaron ser extenuantes aunque francamente divertidos. Hicieron prácticas de tiro con arco, circuitos de obstáculos, combates en equilibrio sobre un tronco y un montón de cosas más. Por si eso fuera poco, los mayores les enseñaron algunos trucos para derribar al contrincante o esquivar los golpes. La única que seguía sin confiar en su victoria era Noa, que no paraba de meter la pata una y otra vez. Ella insistía en que sería mejor para todos que no participase, pero Corentín se negaba a rendirse.

—Puedes conseguirlo —le decía una y otra vez, sin perder nunca la paciencia—. Lo único que necesitas es creer que puedes hacerlo, y yo te aseguro que puedes.

Pero Noa debía de tener menos confianza en sí misma que el propio Corentín, porque en el mejor de los casos sus flechas sólo alcanzaban al borde de la diana, y en los combates sobre el tronco se caía antes incluso de empezar.

—Nosotros te hemos visto tirar con el arco mucho mejor que hoy, así que no digas que no puedes hacerlo —le dijo Rodrigo después del entrenamiento—. Lo que tienes que hacer es olvidarte del campeonato y de la apuesta. Cuando vayas a tirar, imagínate que estás tú sola en el bosque, cazando liebres.

—Es que no puedo evitarlo —respondió ella—. Cada vez que apunto me empiezo a imaginar las risas de Kail y los de su equipo, aplaudiendo a rabiar cada vez que la flecha sale por fuera de la diana. Hacedme caso. Es mejor que no participe.

—De eso nada —dijo Darion—. Tenemos que hacer algo para que recuperes tu confianza. Seguro que se nos ocurre algo.

Sin decir nada, Vega se levantó y cogió un papel y una pluma de la mesa de al lado. Volvió a sentarse y empezó a escribir:

"Kail está detrás de la puerta. Nos está escuchando".

Durante un instante nadie supo qué decir ni qué hacer, pero de pronto Rodrigo tuvo una idea. Tal vez podrían aprovecharse de la curiosidad de Kail para hacerle caer en una trampa. Inmediatamente cogió la pluma y escribió también en el papel:

"Seguidme la corriente".

—Me acabo de acordar de algo que podría ayudarnos a ganar el torneo —dijo luego en voz alta—. Una de las pociones que vimos en la enfermería. Mirena dijo que unas gotas eran suficientes para darte una fuerza extraordinaria durante un día entero. Caramba, no consigo recordar su nombre. ¿Tú lo recuerdas, Aixa?

—Ah, sí —dijo ella—. Aquella de color blanquecino. Creo que empezaba por R.... ¡Ya me acuerdo! ¡Rumularia! Se llamaba rumularia.

Afortunadamente Aixa había comprendido perfectamente su plan y le estaba siguiendo el juego.

—Pues mañana mismo nos colaremos en la enfermería por el arbotante y nos la llevaremos —dijo Rodrigo—. El día del torneo echaremos unas gotas de rumularia en la leche de todos los de nuestro equipo sin que se den cuenta, aprovechando que nos toca servir el desayuno.

—¡Genial! —dijo Aixa—. Gracias a esa poción vamos a machacar a los del equipo verde.

—Ya está. Acaba de irse —interrumpió Vega, mirando hacia la puerta.

—¿Pero en qué estabais pensando? —protestó Óliver—. Ahora irá corriendo a chivarse a Balkar y nos expulsarán del torneo por tramposos.

—Lo dudo mucho —dijo Aixa, riéndose—. Seguro que va a contárselo a sus amigos y se colarán en la torre para robar la rumularia hoy mismo.

—Ah, ya lo entiendo —dijo Óliver—. Queréis que sean ellos los que hagan trampas para poder acusarlos y que los expulsen a ellos del torneo. Bien pensado.

—¡Ay, Óliver, qué despistado eres! —se rió Aixa—. ¿Ya no te acuerdas de lo que nos dijo Mirena? La rumularia no te da fuerzas, sino todo lo contrario. Cuando los del equipo verde se tomen esa poción, no tendrán fuerzas ni para levantar una espada de madera. No va a ser necesario acusarlos de nada.

Todos se echaron a reír, imaginándose el ridículo que iban a hacer Kail y sus compañeros. Hasta Noa soltó una leve risita, por primera vez desde que el maestre anunció la celebración del torneo.

A la mañana siguiente, Balkar volvió a llamar a Rodrigo y Óliver a su despacho. En cuanto se sentaron, el maestre sacó algo de un cajón y lo colocó encima de la mesa. Eran los anillos, los mismos que Mirena les había robado.

—Los encontré enterrados en el jardín —dijo Balkar—. Me gustaría que os los quedarais.

—¿Pero ya no hay ningún peligro, verdad? —preguntó Óliver.

—Así es, o al menos eso espero —respondió Balkar—. Pero aún así prefiero que los tengáis vosotros. Por cierto, Rodrigo, ¿Has descubierto ya tu don?

Rodrigo se quedó sorprendido por la pregunta. Con todo lo que había ocurrido últimamente se había olvidado por completo de las tareas que Balkar les había encomendado.

—No, señor —respondió—. La verdad es que últimamente no...

—Tranquilo, no tienes que justificarte —le interrumpió el maestre—. Entiendo que estos días habéis estado muy entretenidos, pero ahora que todo ha vuelto a la calma quiero que sigáis ejercitando vuestros poderes. Pronto os convocaré para una nueva clase. Ahora coged los anillos y guardadlos bien.

Después de salir del despacho del maestre se reunieron con sus amigos. Aixa les propuso volver a la enfermería para comprobar si los del grupo de Kail se habían llevado la rumularia. Todos se mostraron de acuerdo y se dirigieron hacia el patio.

—¿Tú también vienes? —preguntó Aixa a Noa— ¿Vas a cruzar el arbotante?

—Bueno, no creo que haga falta —respondió Noa, con una tímida sonrisa—. Tengo la llave de la enfermería. Balkar me ha encomendado que cuide de Adara. Precisamente ahora tengo que ir a cambiarle los apósitos.

—¡Eso es estupendo! —la felicitó Aixa—. Si no fuera por ti, no habría nadie que pudiera cuidar de ella.

Noa se sonrojó al oír esas palabras, pero su cara reflejaba una profunda satisfacción. En cuanto entraron en la enfermería se acercó a la loba para comprobar su estado y luego se puso a preparar una mezcla con sumo cuidado. Rodrigo mientras tanto se acercó a la estantería de las pociones, convencido de que la rumularia ya no estaría allí, pero estaba completamente equivocado.

—¡No puedo creerlo! —dijo—. Estaba convencido de que Kail y sus amigos intentarían robarla antes que nosotros.

—Seguro que no se han atrevido a cruzar el arbotante para llegar hasta aquí —dijo Óliver—. Lo único que saben es fanfarronear.

—Yo no estaría tan segura —dijo Aixa, abriendo el bote de rumularia y acercándolo a su nariz—. Lo que me imaginaba. Es leche. Han intentado darnos el cambiazo. Seguro que ahora se están partiendo de risa pensando que no nos vamos a dar cuenta. Si supieran lo que nos vamos a reír nosotros...

—De todas formas no estaría mal encontrar algo que realmente nos diera una gran fuerza —dijo Óliver—. No sé, tal vez en uno de estos cajones... ¡Mirad esto! Parece una bola de cristal...

—Yo que tú no la tocaría, por si acaso —dijo Rodrigo, pero su advertencia llegó demasiado tarde. Óliver había desaparecido.

Rodrigo miró a su alrededor y enseguida averiguó dónde había ido a parar su amigo. Sus gritos provenían del techo.

—¡Ayuda! Me he quedado encerrado ¿Podéis oírme?

—Tranquilo, Óliver, estás justo encima de nosotros —respondió Rodrigo—. ¿No hay ninguna puerta, o alguna trampilla?

—No veo ninguna, aunque la verdad es que esto está muy oscuro —respondió Óliver—. Sólo me entra luz por una pequeña rendija que hay en el tejado.

—Si no hay ninguna puerta tiene que haber algún teleportador para poder salir de ahí —dijo Aixa—. ¿No ves algún objeto extraño?

—Aquí no hay nada —dijo Óliver—. ¡Espera! Creo que veo algo... Es un libro.

—Prueba a tocarlo —dijo Aixa—. Tal vez te traiga de vuelta aquí.

Las pisadas de Óliver se oyeron por el techo de la enfermería.

—No pasa nada —dijo Óliver—. Lo tengo en mis manos y... ¡Espera un momento! ¡Es el diario de la vidente!

—¡Claro! —dijo Aixa—. ¡Has encontrado el escondite de Dónegan! Sin duda es el mejor sitio que podía encontrar, porque Mirena no dejaba entrar a nadie en la enfermería.

—Sí —corroboró Rodrigo—, además desde ahí arriba podía escuchar todo lo que decíamos. Por eso apareció aquí en cuanto dormimos a Mirena.

—Una prueba más de que eran cómplices —dijo Aixa—. Por si aún nos quedaba alguna duda.

—¡Eh, chicos! —se oyó la voz de Óliver—. ¿Vais a seguir debatiendo por mucho tiempo o pensáis ayudarme a salir de aquí?

—Claro, pero nosotros no podemos hacer nada —respondió Rodrigo—. Tienes que encontrar el teleportador que te traiga de vuelta.

—Aquí no hay nada más que el diario —dijo Óliver—. Será mejor que vayáis a buscar a Balkar.

—Pero nos vamos a meter en un lío —dijo Darion—. No deberíamos estar aquí.

—¿Y qué propones? —replicó Óliver— ¿Que me quede aquí a vivir?

—Vale, vale, ya vamos —accedió Darion.

—Pero no me dejéis solo, eh —dijo Óliver—. Que alguien se quede conmigo.

—Está bien —dijo Rodrigo—. Ya me quedo yo.

En cuanto los otros salieron de la enfermería en busca de Balkar, Rodrigo se sentó sobre una cama y enseguida se quedó absorto en sus propios pensamientos. Tenía la intuición de que algo no cuadraba, aunque no lograba saber lo que era. Por más que le daba vueltas, no llegaba a comprender por qué tenía esa sensación.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —preguntó Óliver.

—Sí, Óliver, yo sigo aquí.

—Pues cuéntame algo, que me aburro. ¿Por qué estás tan callado?

—Estaba pensando. Tengo la sensación de que algo no encaja en todo este asunto de Dónegan, Mirena y el asesinato de la vidente. El caso es que no consigo averiguar de qué se trata.

—Pues yo creo que está todo muy claro —respondió Óliver—. Mirena era una bruja que intentó envenenarnos, y Dónegan habría matado a Balkar si no hubiera sido por ti. No te quepa duda de que uno de los dos mató a la vidente. Lo hicieron para apoderarse de esto que tengo ahora entre las manos: su diario.

Rodrigo se quedó otra vez pensativo, incapaz de encontrar ningún error en los argumentos de su amigo. Entonces se abrió la puerta y entró Balkar, seguido del resto de sus amigos.

—Vaya, vaya —dijo al entrar. Por suerte no parecía enfadado—. Creo que sois el grupo de escuderos más revoltosos de los diez últimos siglos. ¿Qué hacíais aquí? ¿Echabais de menos las medicinas de Mirena?

Rodrigo sintió que le ardían las mejillas. ¿Habría averiguado Balkar el verdadero motivo por el que habían venido a la enfermería?

—Nosotros... Sólo estábamos acompañando a Noa —mintió.

Por suerte, el maestre pareció satisfecho con la explicación y dirigió su mirada hacia el techo de la sala.

—Óliver, soy Balkar. Escúchame ¿Llevas el anillo contigo?

—Sí —respondió Óliver—. Lo tengo aquí, en el bolsillo.

—¿Y tú, Rodrigo? ¿Lo tienes aquí?

—Sí, señor, aquí lo tengo.

—Entonces todo arreglado —dijo Balkar. Extendió su mano derecha, donde relucía un anillo igual que el de ellos. Lentamente, acercó el dedo índice de su mano izquierda a la piedra del anillo y al instante desapareció. Un instante después Óliver apareció al lado de Rodrigo, todavía con cara de susto. El maestre regresó unos segundos después, con el diario de la vidente bajo el brazo.

—Y ahora todos fuera de aquí —dijo Balkar—. Tú no, Noa. Tú puedes quedarte todo el tiempo que necesites.

Los chicos descendieron a toda prisa por las escaleras de caracol hasta llegar al patio de la fortaleza.

—Menos mal que teníamos los anillos —dijo Óliver—. Si Balkar no los hubiera recuperado me habría quedado encerrado en esa buhardilla para siempre.

—Te habría estado bien empleado, por estar siempre enredando —dijo Aixa—. Tienes suerte de que el maestre no te haya impuesto ningún castigo.

—La verdad es que no parecía enfadado —dijo Óliver—. Creo que en el fondo estaba contento conmigo porque he recuperado el diario. Seguramente ya se le había olvidado la premonición de la vidente.

—Lo dudo mucho —respondió Aixa—. No creo que el maestre sea tan despistado como tú.

—¿Qué insinúas? Yo me acuerdo perfectamente: "Cuando la oscuridad comience su retirada, el espejo del poder aparecerá donde el fuego nunca se apaga"

—Vaya, tengo que reconocer que me sorprendes —dijo Aixa.

—En realidad ya se me había olvidado por completo —confesó Óliver—. Lo que pasa es que la acabo de leer en el diario, mientras estaba allí arriba esperando.

—¡Pero eso no es posible! —objetó Rodrigo.

—No creas —dijo Óliver—. Es verdad que estaba oscuro, pero había una rendija en el...

—No lo digo por eso —interrumpió Rodrigo—. Se supone que Balkar había arrancado la última hoja del diario. ¿No recuerdas lo que dijo Dónegan cuando consiguió derrotarle? "Dime lo que ponía en la última página, la que arrancaste".

—Es verdad —admitió Óliver—. Pero yo te aseguro que la última página no estaba arrancada. Yo mismo la he leído hace unos minutos.

—A lo mejor está escrita con una tinta mágica, que sólo pueden leer los que tienen buenas intenciones —sugirió Vega—. Por eso Dónegan nunca llegó a conocer la profecía.

—¡Claro! —exclamó de repente Rodrigo— ¡Esa es la pieza que no encaja!

—¿De qué estás hablando? —preguntó Darion.

—Tenía el presentimiento de que algo no cuadraba en toda esta historia. Ahora ya sé lo que es. Si Mirena era cómplice de Dónegan, no necesitaban robar el diario para conocer la premonición de Ágata. Ella estaba allí cuando encontraron el diario. ¡Ya la había leído!

—¡Es verdad! —dijo Aixa—. Ahora sí que no entiendo nada.

—¿Y si Mirena es inocente? —sugirió Rodrigo—. ¿Y si nunca ha ayudado a Dónegan?

—Pues claro —intervino Noa—. Es lo que yo os decía.

—¿Y entonces por qué intentó envenenarnos? —preguntó Óliver— ¿Y por qué nos quitó los anillos?

—Podría haber sido todo obra de Dónegan —dijó Rodrigo—. Estaba escondido justo encima de nosotros y pudo haberse colado en la enfermería por la noche, usando sus monedas. Él pudo quitarnos los anillos, y pudo cambiar algunos de los ingredientes de la poción de Mirena por algún veneno.

—Parece improbable —dijo Aixa—, pero no imposible. Deberíamos encontrar alguna prueba. Si Mirena es inocente, no se merece estar encerrada en las mazmorras.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Noa.

Nadie supo dar ninguna respuesta.


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