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10. La loba herida

No les costó demasiado encontrar a Dónegan. Primero se acercaron a su despacho por la planta inferior, pero Vega pudo comprobar que no se encontraba allí. Entonces decidieron ir a echar un vistazo a su dormitorio y antes de llegar Vega lo vio a través del techo, caminando por el pasillo que se encontraba justo encima de ellos.

—¡Shhh! Está encima de nosotros —susurró la chica—. Va hacia allí.

Los chicos se pusieron a seguirle (mejor dicho, a seguir a Vega) procurando no hacer ruido ni siquiera con sus pasos. Enseguida la muchacha se detuvo y les indicó con gestos que Dónegan se encontraba encima de ellos. Mientras ella permanecía atenta a todos los movimientos del caballero, los demás la miraban a ella y se preguntaban qué estaría viendo.

—¡Es el dormitorio de la vidente! —susurró Vega— ¡Acaba de entrar! Está buscando algo. Supongo que será el diario. Está abriendo todos los cajones.

—¿Y cómo ha hecho para abrir la puerta? —preguntó Noa.

—No la ha abierto. Parece como si... como si la hubiera atravesado. Se paró delante de ella y un momento después ya estaba dentro.

La chica se quedó en silencio, sin desviar la mirada del techo, y permaneció así durante más de dos minutos.

—Ha salido. Sigámosle —dijo, retrocediendo por el mismo pasillo por el que habían venido.

—¿Ha encontrado el diario? —preguntó Rodrigo.

—Creo que no. Me parece que ya no estaba allí.

—¿A dónde va ahora? —preguntó Óliver.

—No lo sé —dijo Vega—. Parece que a su dormitorio. No, esperad, está bajando las escaleras. ¡Escondeos!

Los seis chicos retrocedieron unos metros y se apiñaron contra la pared, mientras Dónegan pasaba a pocos metros del lugar donde se encontraban. Había estado a punto de descubrirlos, pero afortunadamente pasó de largo sin darse cuenta.

—Sigue bajando —susurró Vega—. Ya podemos seguirle.

Poco a poco comenzaron a bajar las escaleras, siempre atentos a las indicaciones de su amiga, que procuraba no perder de vista a Dónegan en ningún momento. Después de descender dos plantas más ella se detuvo y todos los demás la imitaron.

—Está en la planta baja, donde los despachos —dijo—. Lo vigilaremos desde aquí.

Una vez más volvieron a seguir a Vega mientras recorría los pasillos de la fortaleza, esta vez con la mirada fija en el suelo. Después de doblar una esquina se paró tan de golpe que Óliver no pudo evitar tropezarse con ella.

—¡Ha entrado en el despacho de Balkar! —dijo—. Otra vez está rebuscando por todos los cajones y armarios.

—Seguirá buscando el diario —dijo Rodrigo—. Si no estaba en el dormitorio de la vidente, lo más probable es que lo tenga el maestre.

—Pues sí, acaba de encontrarlo —dijo Vega—. Se lo ha guardado debajo de la túnica y... y...

La chica se quedó con los ojos muy abiertos y empezó a girar la cabeza en todas las direcciones.

—¿Qué pasa? —preguntó Darion.

—¡Ha desaparecido!

—¿El qué? —preguntó Óliver.

—Dónegan. ¡Ha desaparecido de repente!

—Vamos —dijo Rodrigo—. Tenemos que avisar a Balkar, aunque quizá sea demasiado tarde.

—¿Cómo puede atravesar las puertas y luego desaparecer? —preguntó Aixa, mientras corrían hacia las escaleras—. Su don es el de reconocer las mentiras. No hay nadie que tenga dos poderes.

—Creo que nos ha estado engañando a todos —dijo Rodrigo—. Seguramente se lo inventó para ocultar su verdadero poder, y ya de paso poder inculpar a los demás de sus propios crímenes, como ha hecho con Adara.

Cuando salieron al patio de armas se encontraron con Toravik, el herrero, que caminaba en pequeños círculos con la cabeza baja.

—Buenas tardes, caballero Toravik —dijo Rodrigo—. Estamos buscando al maestre. ¿Usted lo ha visto?

—No —bramó el herrero—, pero se va a acordar de mí cuando lo vea. Cuando pille a ese malnacido le voy a sacar las tripas y le voy a aplastar ese cerebro de troll que tiene dentro de su cabeza.

—¿A... a Balkar? —balbuceó Rodrigo.

—Pues claro, ¿o es que conoces a algún otro maestre?

—No, claro, pero... ¿Qué ha hecho?

—¿Es que no entiendes nada? —vociferó el herrero—. ¡Se ha ido sin avisar! Ha ido a buscar a Adara sin mí. Ahora mismo estará solo, enfrentándose a vete tú a saber qué peligros, y yo aquí, con mi espada recién afilada muerta de aburrimiento.

—Bueno... —comenzó a decir Darion, titubeante—. Estoy seguro de que...

Sus palabras fueron interrumpidas por el poderoso sonido de un cuerno.

—¡Abrid las puertas! —gritó un caballero desde el torreón de vigía—. Es Balkar.

Otros dos caballeros comenzaron a girar una enorme rueda de madera, que accionaba el mecanismo de apertura de puertas.

—¡Ahora me va a oír, ese maldito aprendiz de afilador de cucharas! —bramó Balkar.

Un instante más tarde vieron al maestre cruzar el puente levadizo a lomos de un brillante caballo negro. En su grupa llevaba un animal. Parecía un lobo muerto.

—¿Eso es todo? —le preguntó Toravik—. Te vas durante horas a recorrer un imperio infestado de hurgos y... ¿Qué nos traes? ¡Un lobo! ¿Para eso me dejo yo la barba forjando espadas?

—Creo que es Adara —dijo Balkar, con su voz ahogada por el cansancio—. Me la encontré al lado del volcán. Le han atravesado el cuello con una flecha.

—¿Cómo sabes que no es un lobo cualquiera? —preguntó Toravik.

—Los lobos nunca se acercan al volcán —respondió Balkar—. El fuego es el mayor de sus temores.

Toravik se quedó un rato callado, apretando los puños y los dientes con todas sus fuerzas. Parecía que la cara se le iba a estallar de un momento a otro.

—¡Dama Adara! —Sollozó de repente, apoyando su barbuda cara sobre el lomo del animal— ¡Malditos sean! Juro que no descansaré hasta encontrar a los responsables de este crimen. No pararé hasta verles muertos. ¡Juro que no volveré a ponerme unas botas hasta que sea para pisar su tumba!

Inmediatamente Toravik se quitó sus botas entre maldiciones y blasfemias y las arrojó lo más lejos posible. Uno de los guardianes de las puertas tuvo que apartarse para no recibir el golpe de una de ellas.

—No desesperes, Toravik —dijo Balkar—. Creo que todavía respira. Llévala inmediatamente a la enfermería. ¡Que alguien avise a Mirena!

El herrero cogió a la loba entre sus musculosos brazos y comenzó a atravesar el patio con sus pies descalzos. Tenía los ojos rojos y parecía que se le iban a saltar las lágrimas.

—Os lo dije —sentenció Óliver—. En el fondo Toravik es un sentimental.

—Oh, cállate Óliver —dijo Aixa, que también tenía los ojos enrojecidos.

—Tenemos que decirle a Balkar lo que hemos visto —dijo Rodrigo—. Vamos.

Rodrigo caminó velozmente hacia el maestre, que atravesaba el patio de armas a grandes zancadas.

—Caballero Balkar, señor, tenemos que hablar con usted —dijo.

—Ahora no es buen momento, pequeños —respondió Balkar—. Tengo asuntos urgentes que atender.

—Es sobre Dónegan, señor —insistió Rodrigo—. Creemos que es él el traidor. Ha cogido el diario de su despacho y ha desaparecido.

El maestre se detuvo en seco.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó.

Rodrigo explicó al maestre lo que Vega había visto unos minutos antes.

—¿Y dices que entró en mi dormitorio sin abrir la puerta y luego desapareció? —preguntó Balkar a la chica—. ¿Estás segura?

—Completamente, señor.

El maestre se quedó en silencio unos instantes.

—La verdad es que ya me lo imaginé en cuanto vi que Adara había sido atacada—susurró Balkar, como meditando para sí mismo—. Si ella no era la traidora, sólo podía haber sido Dónegan. ¿Estáis seguros de que se ha marchado?

—No lo sabemos —respondió Noa—. Despareció en cuanto consiguió el diario y no lo hemos vuelto a ver.

El maestre los miró a todos a los ojos, uno a uno.

—¿Puedo confiar en qué no hablaréis con nadie de todo esto?

—Desde luego, señor —dijeron ellos.

—Muchas gracias por todo, muchachos —dijo Balkar, dedicándoles una leve sonrisa. Luego se alejó a grandes zancadas.

Cuando llegó la hora de la cena, el comedor parecía más triste de lo habitual. Se echaba de menos la voz de Adara poniendo orden entre los comensales y organizando las tareas de los que tenían que servir las mesas. En realidad no hacía falta. A estas alturas toda la fortaleza se había enterado del asesinato de Ágata y nadie tenía ganas de hacer tonterías.

—No sé por qué, pero sin Adara me siento como desprotegida —comentó Noa—. Es como si la fortaleza hubiera dejado de ser un lugar seguro.

—No tengas miedo —dijo Aixa—. Estamos rodeados de caballeros valientes y poderosos. Además, si Dónegan se ha marchado a buscar el Espejo del Poder, ya nunca podrá volver a entrar en la fortaleza.

—¿Cómo puedes estar segura? —preguntó Noa—. ¿Y si le entrega el espejo a Arakaz? Puede que ni siquiera la fortaleza pueda protegernos si el emperador adquiere aún más poder.

Antes de que Aixa pudiera responder, la mirada de sus compañeros se había desviado hacia la puerta del comedor. Balkar había entrado y se dirigía hacia el centro de la sala. No le hizo falta pedir silencio.

—Mis valientes escuderos —dijo—. Hoy hay ocurrido en la fortaleza incidentes muy graves que tenéis derecho a conocer. Como ya sabéis, la dama Ágata fue asesinada esta noche. Murió defendiendo un secreto que jamás debería caer en manos de nuestro enemigo. La dama Adara, cuya ausencia seguramente ya habréis notado, también está gravemente herida.

Esta noticia todavía no se había propagado por la fortaleza, por lo que una gran conmoción se apoderó de todos los escuderos. No había nadie que no tuviera el asombro o la rabia escrito en su cara.

—Tenemos razones para creer que el causante de tanto daño no ha sido otro que nuestro propio compañero, el caballero Dónegan. Mucho me temo que nos ha traicionado y ahora sirve a los propósitos de nuestro enemigo Arakaz.

El maestre paró de hablar un momento y esperó a que cesara el bullicio. Poco a poco el murmullo general se fue apagando y finalmente pudo continuar.

—Sé que es difícil pedir que conservéis la calma después de haberos comunicado tan desdichadas noticias —prosiguió Balkar—, pero os aseguro que el responsable de todo esto ya se encuentra lejos de la fortaleza y nunca más podrá volver a entrar. Aún así, los caballeros mantendremos la guardia día y noche, pero os aseguro que ya no hay nada que temer.

»Lo último que debo deciros es que mañana al mediodía será el entierro de la Dama Ágata. Todos los que queráis decirle el último adiós a nuestra querida vidente seréis bienvenidos. Ah, una cosa más, mientras dure la convalecencia de la dama Adara, será la dama Porwena la coordinadora de vuestras tareas.

En cuanto Balkar terminó de hablar todo el comedor estalló como un torbellino, cuando decenas de voces se pusieron a hablar a la vez. Rodrigo se quedó mirando al maestre, que en lugar de salir por la puerta del comedor se dirigía directamente hacia ellos.

—Rodrigo y Óliver, cuando terminéis de cenar me gustaría que pasarais un momento por mi despacho.

—Por supuesto, señor —respondió Rodrigo.

—¿Hemos hecho algo malo? —preguntó Óliver, cuando el maestre ya se había alejado.

—No creo —respondió Rodrigo—. Será para hablar sobre nuestra búsqueda del espejo, o de la profecía, o de Dónegan.

—De Dónegan no creo —dijo Darion—. Para eso llamaría a Vega, que es la que lo ha visto todo.

—Todavía hay una cosa que no comprendo —dijo Rodrigo, volviendo a una duda que le rondaba por la cabeza—. ¿Por qué mató Dónegan a la vidente antes de conseguir que hablara?

—¿Cómo sabes que no lo consiguió? —preguntó Óliver.

—Porque al día siguiente tuvo que ir en busca de su diario —respondió Rodrigo.

—A lo mejor Ágata se resistió tanto que Dónegan no tuvo más remedio que matarla —dijo Darion.

—O tal vez le engañó —sugirió Aixa—. El caso es que Ágata murió sin revelarle el secreto a ese traidor. Ha sido muy valiente.

Cuando terminó la cena Rodrigo y Óliver acudieron al despacho de Balkar. La puerta estaba entreabierta pero aún así Rodrigo la golpeó con los nudillos, para avisar de su llegada.

—Adelante, muchachos —dijo el maestre—. Sentaos, por favor.

Rodrigo y Óliver se sentaron y casi al instante Kepi, el hurón de Balkar, se subió al hombro de Óliver.

—Vaya, parece que te ha cogido cariño —rió Rodrigo.

—Os he hecho venir porque quiero entregaros algo —dijo Balkar, poniendo dos anillos encima de la mesa. Parecían de oro y tenían una pequeña piedra negra muy brillante—. Estos anillos son para protegeros. Quiero que los guardéis bien y los llevéis siempre en el bolsillo. En cuanto os pongáis el anillo en el dedo, yo sabré que estáis en peligro y acudiré mediatamente. Solamente tengo que tocar la piedra de mi propio anillo para aparecer a vuestro lado, estéis donde estéis —El maestre les mostró su mano. En su dedo índice llevaba puesto un anillo igual a los que acababa de colocar sobre la mesa.

—¿Pero no ha dicho que ya no hay ningún peligro? —preguntó Óliver.

—Así es, pequeño, pero quiero estar completamente seguro —respondió Balkar.

—¿Y por qué nos entrega los anillos a nosotros? —insistió Óliver.

El maestre permaneció en silencio por un instante, como pensando bien sus palabras.

—Ya sabéis lo de la profecía —dijo finalmente—. Es posible que el enemigo también la conozca, y en ese caso podría intentar utilizaros para conseguir el Espejo del Poder. Yo no creo que aquí vayáis a correr ningún peligro, pero aún así me gustaría que los llevarais siempre con vosotros.

—Así lo haremos, señor —dijo Óliver, cogiendo uno de los anillos. Rodrigo cogió el otro y se lo guardó en el bolsillo.

—Una cosa más. No quiero que habléis de esto con nadie, ni siquiera con vuestros amigos. Si alguien os ve el anillo y os pregunta, decidle que es un recuerdo familiar.

—Sí, señor —dijo Rodrigo.

El maestre se puso en pie, haciéndoles entender que ya podían marcharse.

—Rodrigo —dijo, mientras salían por la puerta—. Si en algún momento descubrieras tu don, me gustaría que me lo contaras a mí antes que a nadie. ¿Lo harás?

—Sí, claro —respondió Rodrigo—. ¿Usted cree que llegaré a descubrirlo algún día?

—Seguro que sí, Rodrigo. Ya lo verás.

Cuando llegaron a la planta de los dormitorios, Darion, Aixa, Vega y Noa todavía les estaban esperando en la sala de lectura.

—¿Qué os ha dicho? —preguntó Vega.

Rodrigo sintió que se le encogía el estómago. Había prometido a Balkar no mencionar a nadie lo de los anillos, pero se sentía incapaz de mentir a sus amigos.

—Quería avisarnos del posible peligro, y pedirnos que seamos precavidos —dijo finalmente.

—¿Qué peligro? —se extrañó Darion.

—Dice que si el enemigo sabe lo de la profecía, podría intentar utilizarnos para encontrar el... ya sabéis. No cree que corramos ningún peligro dentro de la fortaleza, pero aún así quería prevenirnos.

—¿Vosotros creéis que Dónegan realmente se ha marchado de la fortaleza? —preguntó Noa.

—Es lo más lógico —dijo Rodrigo—. Ya ha conseguido el diario de la vidente.

—También conoce la profecía, y seguramente sabe que habla de vosotros —dijo Aixa—. De lo contrario no habría guardado ese libro bajo llave.

—Pero entonces... —murmuró Noa.

—Entonces sabe que Rodrigo y Óliver son los únicos que pueden suponer una amenaza para su emperador —concluyó Aixa.

—Bueno, pero Balkar está seguro de que Dónegan ya no está dentro de la fortaleza —dijo Noa, nerviosa—. Él no cree que corran ningún peligro, ¿verdad?

—Me estoy mareando —interrumpió Óliver, apoyando la cabeza sobre la mesa. Estaba muy pálido y tenía la frente empapada en sudor.

—¿Te duele algo? —preguntó Noa.

—No, pero me cuesta respirar. Es como si algo me aprisionara el pecho.

—Voy a buscar a la dama Mirena —dijo Rodrigo, pero en cuanto se puso en pie notó que él también comenzaba a marearse. Por un momento creyó que se iba a caer al suelo. Tuvo que volver a sentarse y apoyar la cabeza sobre la mesa, igual que Óliver.

—Yo tampoco me encuentro bien —dijo.

—Ya he avisado a Mirena —dijo Aixa—. Seguro que vendrá enseguida.

—¿Os ayudamos a ir a la cama? —preguntó Darion.

—No me siento capaz ni de dar un paso —musitó Óliver.

—Ni yo —dijo Rodrigo.

La enfermera debía de encontrarse bastante cerca cuando la avisó Aixa, porque apenas tardó un par de minutos en llegar. En cuanto entró se puso a inspeccionarles los ojos, la boca y la frente.

—Tenéis mucha fiebre —dijo—. ¿Os duele algo?

—El pecho —respondió Rodrigo—. Casi no puedo respirar.

—¿Sentís mareos? —preguntó Mirena.

—Sí —dijo Óliver—. Es horrible. La cabeza me da vueltas y creo que voy a vomitar.

En ese momento apareció Balkar subiendo por las escaleras.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Óliver y Rodrigo están muy enfermos —dijo la dama Mirena—. Podría ser un tipo de peste. Tengo que llevármelos inmediatamente.

—Yo os acompañaré —dijo Balkar.

—No, Balkar —respondió Mirena, con un tono sorprendentemente autoritario—. Esto podría ser el origen de una epidemia. Tienen que permanecer aislados. Si quieres vigilarlos, tendrá que ser desde fuera de la enfermería.

A continuación Rodrigo pudo observar como la enfermera sacaba un colgante del interior de su túnica con el que rozó su mano y la de Óliver. Un instante después todo había cambiado. Ahora se encontraban dentro de una sala con forma circular, y sus amigos y el maestre habían desaparecido. Aunque estaba muy oscuro, Rodrigo pudo distinguir que había varias camas vacías y muchos armarios llenos de tarros con hierbas y líquidos de diferentes colores. También había una enorme estantería repleta de libros.

—¿Dónde estamos? —preguntó Óliver.

—En la enfermería, por supuesto —respondió Mirena, que acababa de aparecer también a su lado y comenzó a recorrer la sala encendiendo los candelabros de las paredes.

—¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? —volvió a preguntar.

—Con un teleportador —respondió ella, sin detenerse en ningún momento.

—¿Adara no está aquí? —preguntó Rodrigo, extrañado de no ver a la loba herida.

—Está ahí, detrás de la última cama, sobre unas mantas —explicó Mirena—. Ahora meteos en la cama. Yo voy a prepararos una poción.

Mirena cogió varios ingredientes de sus tarros de colores y los puso a hervir en un pequeño puchero.

—¿Es grave lo que tenemos? —preguntó Óliver.

—Aún es pronto para saberlo —respondió ella, repartiendo la poción en dos tazas—. Esto sabe un poco mal, pero es necesario que os lo toméis.

Rodrigo se llevó el brebaje a la boca y a punto estuvo de escupir. Era la cosa más horrible que había probado en su vida. Óliver, que también acababa de probarlo, ponía la misma cara que si se hubiera tragado una cabeza de pescado podrido.

—¿Pero qué es esto? ¿Sopa de mocos de troll? —preguntó Óliver.

—Ya os he dicho que sabía mal. Ahora terminadlo de una vez. Es hora de dormir.

Después de que se hubieran bebido toda su medicina, Mirena apagó los candelabros y les mandó meterse en la cama.

—Hasta mañana, chicos. Descansad todo lo que podáis —dijo, cerrando la puerta.

Rodrigo escuchó como los pasos de la enfermera comenzaban a descender por las escaleras, y un instante después se quedó dormido.

A la mañana siguiente se despertó con escalofríos por todo el cuerpo. Óliver seguía dormido, a pesar de que ya era muy tarde. Mirena estaba preparando otra de sus pócimas y Rodrigo no pudo evitar mirarla con aprensión.

—Tranquilo, que esta no es para vosotros —dijo la enfermera, que había captado su mirada—. Es para Adara.

—¿Ya está despierta?

—No, aún sigue inconsciente, y es mucho mejor así. La herida de la flecha es muy grave y cualquier movimiento podría empeorar su situación.

—¿Y cómo va a hacer para que se beba la medicina? —preguntó Rodrigo.

—Esta poción no es para beber —respondió la enfermera—. Solamente tengo que ponérsela sobre la herida, para que no se infecte.

—¿Y si sigue inconsciente mucho tiempo, no hay peligro de que muera de hambre?

—No te preocupes por eso. Ayer la hice tragar un fruto de anéfora. Esos frutos se deshacen lentamente en el estómago y liberan suficiente agua y nutrientes para mantenerla con vida durante una semana.

Rodrigo se sintió más aliviado, pero un momento después los escalofríos invadieron su cuerpo y se acurrucó bajo la manta.

—Tengo mucho frío —dijo.

—Es por la fiebre —respondió Mirena.

—¿Podría darme más mantas? —preguntó él.

—Lo siento, pequeño, pero ahora es necesario que pases un poco de frío para que no te suba más la fiebre. Tienes que aguantar.

Mirena retiró la poción del fuego y se puso a mojar con ella unas vendas que tenía extendidas en una especie de bandeja. Luego se acercó a la loba y con mucha suavidad le colocó las vendas sobre la herida.

—Es una suerte que se hubiera convertido en una loba —dijo Mirena—. Ninguna persona seguiría con vida después de sufrir una herida como esta.

—¿Y qué pasará cuando despierte? —preguntó Óliver, que por fin había sacado la cabeza de debajo de las mantas.

—Espero que cuando eso ocurra la herida ya esté más curada. En cualquier caso, si en algún momento veis que se despierta sin que yo esté aquí, tenéis que decirle que no se transforme. Que siga con forma de loba y que no se mueva. Su vida puede depender de ello.

—Descuide, que si se despierta nosotros se lo diremos —dijo Óliver.

—Muy bien, ahora voy a buscar vuestro desayuno —dijo Mirena—. Enseguida vuelvo.

—¿Podrán venir a vernos nuestros amigos? —preguntó Rodrigo.

—No, Rodrigo. Nadie podrá venir a veros durante dos semanas. Podría ser contagioso.

—Pero Noa es su aprendiz. ¿Podremos verla a ella? —preguntó Óliver.

—Me temo que eso tampoco será posible. No podemos arriesgarnos a que la enfermedad se extienda.

—¿Y usted? ¿No tiene miedo de contagiarse?

—Es mi trabajo. Alguien tiene que cuidar de vosotros. Ahora, antes de irme, quiero que me escuchéis muy bien. No se os ocurra tocar nada de lo que hay aquí. Algunas de las cosas que hay en estos armarios son muy peligrosas si no se utilizan correctamente. No quiero ni que os acerquéis a ellos. ¿Queda claro?

Rodrigo y Óliver asintieron. Un momento después, la enfermera metió la mano en su bolsillo y al instante desapareció.

—¡Dos semanas! —se quejó Óliver—. ¿De verdad piensa tenernos dos semanas aquí encerrados? Si no nos mata la fiebre nos matará el aburrimiento.

—O tal vez sus asquerosos brebajes... —añadió Rodrigo.

—Puaggg... No me lo recuerdes. Es lo más asqueroso que he probado en mi vida. Estuve a punto de vomitar.

—Oye, ¿No te parece raro que nos hayamos puesto enfermos casi a la vez? —preguntó Rodrigo—. Y así, tan de repente...

—Pues la verdad es que sí —dijo Óliver—. Yo creo que Balkar ya intuía que estábamos en peligro. Por eso nos dio los anillos. Creo que... ¡Mi anillo! Lo había dejado debajo de la almohada. ¡Ha desaparecido!

—¡Pero qué dices! —respondió Rodrigo—. Se te habrá caído al suelo. ¡Mira que dejarlo debajo de la almohada! Yo lo tengo aquí, en el.... ¡No está! ¡También ha desaparecido!


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