2- FINAL. El Krampus.
—¡Sí, Rodolfo el cobarde, la culpa es tuya! —El Krampus le leyó el pensamiento: tal como le comentó Santa el aspecto era bestial, una mezcla de demonio maniático, de fauno con malas pulgas y de serpiente de cascabel furiosa—. ¡Tuya! Aunque reconozco que tienes razón. ¡¿A quiénes les importan esos niñatos que solo saben pedir, pedir y pedir?!
Él se mantuvo en silencio, mareado por la pestilencia que desprendía la peluda piel del ser, como si este se hubiera deslizado por los conductos de las aguas fecales. Ignoraba, asimismo, si tiritaba por el frío en el que se le sumía el espíritu debido a las consecuencias de sus actos o de puro terror.
—Y también es culpa del flojo de Santa Claus. Gracias a la fuerza que me habéis proporcionado acabo con la Navidad de un simple plumazo. ¡Ahora todos los mocosos malcriados son míos! Cuando vengan a buscar los regalos, dentro de los calcetines encontrarán trampas para cazar ratones y al lado del árbol solo habrá carbón. Luego, serán mi desayuno.
El Krampus se aproximó al pozo, pero antes de que saltara él le preguntó:
—Y a mis amigos los elfos, ¿cuándo me los devolverás?
El monstruo soltó una risa malévola y le contestó:
—No te preocupes por ellos, les servirán de golosinas a mis duendes diabólicos. —Se tiró al agujero sin mediar más palabras.
Un par de explosiones de gas amarillo y negro con olor a vómito salieron del enorme pozo. Y Rodolfo, que se consideraba un miedica, comprendió que nunca dejaría a sus compañeros en la estacada.
Dio un salto y partió detrás del Krampus. Aceleró el ritmo, flotando igual que cuando guiaba el trineo por el cielo nocturno... Y pronto se tropezó con la enorme cabeza. Empezó a pateársela a diestro y siniestro. Le machacaba con las patas traseras los cuernos, la frente, la mandíbula, cualquier sitio que le pudiera acertar.
—¿¡Qué haces, insensato?! —Chilló la alimaña, pero él seguía propinándole coces a mansalva.
—¡Voy a liberar a mis amigos, cueste lo que cueste! —Y seguía atizándole, sin preocuparle su seguridad.
Cuando llegaron al final y arribaron a la cueva, tuvo que separarse del Krampus porque decenas de duendes, para defender al jefe, intentaron atraparlo con cadenas herrumbradas. Las luces rojas y sobrenaturales que provenían de los sombreros de los hongos mutantes se asemejaban a ríos de sangre y sombras negras se camuflaban en ellas. Sospechaba que de esta no saldría, pero su misión de salvar a los elfos y la Navidad se hallaba muy por encima de su integridad física.
Se elevó hasta casi rozar el techo, zigzagueando entre estalactitas más afiladas que puñales. Y, como si fuese un avión caza de combate, cayó en picado y pilló con la boca a un par de elfos y otros cinco le saltaron sobre el lomo. Ascendió con ellos hasta la superficie, alejándolos del peligro.
—Debo volver —les informó y se deslizó por el agujero.
Repitió el procedimiento una vez más con idénticos resultados. Los duendes corrían de un extremo a otro como pollos sin cabeza y eran lentos de entendederas, de lo contrario se hubiesen adelantado a sus intenciones. No obstante, en el momento en el que pretendía ejecutar la operación desde el ángulo contrario, se le tiraron un centenar encima. Y, pese a ser pequeños, lo mordieron con tantas ganas que le costaba controlar los espasmos causados por el dolor.
—¡Si no te quedas quieto lo mato! —Aulló el Krampus.
Sujetaba a Snowball, el elfo que administraba el registro del comportamiento infantil, por el cuello y estaba a punto de partírselo.
—¡No le hagas daño, déjalo ir! —le imploró, poniéndose a merced de sus adversarios, pero sin ninguna esperanza porque la bestia tenía alojada en el pecho una piedra por corazón.
—Nadie que haya visitado mi hogar lo abandona con vida —anunció el Krampus, abriendo las fauces al máximo.
Y se le aproximó con la clara intención de morderlo. «¡Al menos he podido salvar a muchos! Me queda este consuelo», pensó angustiado. Lo embargaba la tentación de cerrar los ojos, pero prefirió mirar para enfrentar su destino con dignidad. Cuando el pútrido aliento le calentaba la yugular, de improviso el Krampus salió disparado hacia atrás: Trueno, Relámpago, Cupido y Cometa lo zurraban por todos lados.
—¿Pensabas acaparar para ti toda la diversión? —lo regañó Saltarín: los ocho renos se hallaban en la cueva y los defendían a capa y a espada.
—Rodolfo ambicionaba ser un superhéroe —se burló Bailarín, sacándole la lengua—. Y el deseo se le ha cumplido.
Mientras hablaban, el Krampus y los duendes se esfumaron: la alegría los alejaba igual que el ajo a los vampiros.
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