1- Harto de la Navidad.
Rodolfo, uno de los renos del trineo mágico de Santa Claus, estaba harto de la Navidad. Daba vueltas sobre el lecho, insomne, rumiando este negro pensamiento. Llevaba décadas haciendo el agotador trabajo y le costaba horrores, cuando se aproximaba el mes de diciembre, fingir un optimismo patológico que su corazón ya no sentía.
Se hallaba a punto de convertirse en un misántropo, pues lo inundaba una profunda aversión por la humanidad consumista, que convertía estos mágicos días en un simple negocio. Los niños se transformaban en unos pedigüeños sin alma, solo reclamaban consolas, móviles, juegos de ordenador, drones, pero ninguno se molestaba en dejarle sabrosas hojas de abedul enano o las frescas de sauce. Ni siquiera un mísero liquen o una aromática menta salvaje o una diminuta brizna de hierba. ¿No se daban cuenta esos ingratos de que precisaba reponer fuerzas después de la loca carrera de recorrer el mundo en una larga noche para dejarles regalos?
—¿Qué te pasa, colega? —le preguntó Trueno, agitando la diminuta cola como si espantase una mosca y a quien sus frenéticos movimientos no le permitían dormir la siesta—. Te noto bastante melancólico.
—¿Nunca te entran dudas? —inquirió a bocajarro.
—¿Dudas? —Se sorprendió Relámpago: acto seguido se levantó y se acercó a ellos mientras bostezaba—. ¿Qué tipo de dudas, Rodolfo?
—Dudas sobre lo que hacemos. ¡¿De verdad creéis que vale la pena?!
—¡Ay, ay, a nuestro Rodolfo le ha llegado la hora de tener la «Gran Conversación»! —bromeó Cometa y emitió un ruidoso suspiro.
—¿La «Gran Conversación»? —repitió, intrigado, tanto que se le encendía la luz de la nariz.
—No eres el único que se ha sentido inseguro —le informó Cupido, rozándole el cuello con el morro para darle ánimos—. Uno a uno hemos ido cayendo presas del desaliento. Y Santa Claus nos ha animado dándonos la «Gran Conversación».
—¿Y cómo os ha aconsejado? —preguntó enseguida.
—No te diremos nada en absoluto —negó Trueno, lanzando un bufido—. Ve ahora mismo a decirle lo que te está pasando.
Siguiendo las instrucciones de los compañeros, llegó hasta la cabaña construida con troncos de abetos finlandeses y le contó a Santa Claus sus resquemores. Este lo invitó a recostarse delante del fuego.
—¿Sabes, querido Rodolfo, que no eres el único que ha cuestionado nuestra increíble tarea? —Y le palmeó el lomo, comprensivo—. Hace mucho, mucho tiempo, yo solo era Nicolás, el hijo de un rico comerciante cuya principal ambición consistía en que siguiera su legado. Pero por desgracia la peste arrasó la ciudad y se cebó con mi familia.
Efectuó una pausa. Los ojos castaños le lucían lacrimosos.
—Entonces repartí la riqueza que heredé entre los hogares pobres con niños, pidiéndoles que el día del nacimiento de Jesús les regalasen un juguete que les hiciera ilusión, una muñeca de trapo o un caballo de madera. Y si no podían, unas apetecibles galletas —prosiguió, todavía conmovido—. Y partí hacia Mira para vivir con mi tío, que era obispo allí. A los diecinueve años me ordenaron sacerdote y cuando él murió me eligieron para ocupar su lugar... Era una época muy dura para los cristianos. El emperador Diocleciano regía el destino del Imperio Romano y su propósito principal consistía en acabar con nosotros. Comenzó la «Gran Persecución», quemando las biblias y a los miembros del clero que se negaban a renunciar a la nueva religión... Hasta que el emperador Constantino promulgó el edicto en el que se establecía la libertad de religión en todo el Imperio. —Sonrió igual que si lo reviviera—. Desde ese instante me dediqué en cuerpo y alma a premiar a los niños que se portaban bien y Dios tuvo la misericordia de recompensarme con la inmortalidad para que siempre me pudiese dedicar a esta ocupación. Y el mismo regalo le otorgó a mis renos y a mis elfos.
Santa Claus se levantó. Se sirvió un chocolate caliente y lo paladeó, esbozando una mueca de satisfacción. Le dio unas hojas de juncia a él, que estaban riquísimas. A continuación se acomodó otra vez en la mecedora.
—¿Sabes por qué te comprendo a la perfección, mi querido Rodolfo? Porque cuando finalizó la Primera Guerra Mundial yo también me planteé si valía la pena mi labor.
Abrió la boca, completamente anonadado por la confesión de su superior.
—Sí, Rodolfo. Veía a las personas pelearse en las tiendas para coger los objetos más escasos. No hacían ni la más mínima reflexión de por qué iniciaron un conflicto de tamañas proporciones ni a nadie le interesaba el significado de la Navidad. Me dije que ese era mi último año, que me merecía un descanso después de tantos siglos de actividad. Creía sinceramente que tenía derecho a jubilarme... Y entonces «él» apareció...
—¿«Él»? —Se asombró y lo apremió para que prosiguiera—: ¿Quién es «él»?
—El hijo de Hel, la diosa nórdica del Inframundo. El nieto de Loki... El Krampus...
Santa efectuó una pausa y se santiguó.
—El Krampus, una cabra demonio con unos cuernos retorcidos y mucho más largos que los vuestros. Y portador de una lengua bífida y de unos colmillos similares a los de las víboras, con los que le gusta probar a sus víctimas. —Tembló sin control—. Al principio solo me acechaba desde lejos. Pero durante la noche de Navidad, al dejar los regalos, él accedía a las chimeneas detrás de mí y me susurraba con voz gélida: «Eres demasiado permisivo con este niño. Yo lo metería en mi saco para castigarlo golpeándolo con una rama. O, mejor, me lo comería». Y al pronunciar estas palabras me llegaba su aliento apestoso. Además se relamía y un charco de baba le caía por las comisuras hasta regar el suelo y corromperlo como si fuese ácido. Nada puede matarnos, salvo una mordida del Krampus... Supe de este modo que jamás me retiraría, no podía dejar desprotegidos a mis pequeños, pues lo único que conseguiría sería cederle mi puesto a esa infame criatura. Y me volví a llenar de esperanza y mi optimismo fue más poderoso que antes.
El discurso de Santa no lo convenció, aunque se despidió como si llevara la lección aprendida. Mientras se hundía en el camino helado intentando llegar al refugio de los renos, escuchó pasos y una ramita crujió.
—¿Sa...n...ta, eres tú? —balbuceó, pero nadie le respondió.
La oscuridad extendía su maléfico manto. Así que empezó a caminar más rápido, atisbando a izquierda y a derecha. Cada tanto giraba la cabeza hacia atrás, pero la ventisca no le permitía ver nada. Era tan fuerte que los copos de nieve le cegaban la visión y solo rezaba para llegar rápido al abrigo de la cuadra que compartía con sus colegas.
Se puso a trotar, ansioso, convencido de que el Krampus leía las dudas que le hacían palpitar con desgana el corazón y de que lo perseguía para comerlo. Cuando llegó a la morada, la luz de la entrada reflejó en la pared unos cuernos gigantes detrás de los suyos y un escalofrío lo paralizó. Segundos después escuchó una explosión y vio cómo la fábrica de los regalos se hundía en la tierra, arrastrando a los elfos en la caída.
¡Sus amigos estaban en peligro! Y todos los niños del mundo se quedarían sin obsequios. La culpa era solo de él, por atraer con su negatividad al maligno engendro...
https://youtu.be/AUa8q_mcFSo
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