Sábado, 14:54 a.m.
El piso estaba en silencio. La planta baja estaba vacía, con todas las ventanas abiertas. Por ellas entraba la cálida luz del sol, que iluminaba cada rincón del apartamento. El ruido del tráfico, el bullicio de sábado y los pájaros cantando se colaban dentro como un residente más. En la terraza ahora había un tenderete, del que colgaban toallas ya secas, y alguna pieza de ropa interior y de calle. Encima de la mesa, en el cenicero, una colilla descansaba, aplastada contra el cristal del recipiente, todavía humeante. El sofá de la sala de estar tenía los cojines desordenados, y el mando de la televisión estaba en el suelo, a su lado. En la pila de la cocina estaba todavía la vajilla de la noche anterior, esperando a ser fregada. Una luz roja parpadeaba en la lavadora.
En el piso de arriba, sólo se oían los pasos de alguien que caminaba descalzo por la casa. La pila de ropa que se había amontonado al lado de la escalera ya no estaba. Dos de las tres habitaciones estaban ocultas bajo sus puertas cerradas.
Una chica de piel morena salió del cuarto de baño y caminó con dificultad, apoyándose únicamente en sus talones, hasta su habitación. Se acababa de pintar las uñas de los pies y no quería estropeárselas.
La habitación de Silvia era pequeña, como las demás. Una cama en el centro, pegada a la pared, y un escritorio y un armario a sus lados era lo único que ocupaba aquel espacio. Al un lado de la puerta, un espejo colocado en vertical; al otro, un espejo colocado en horizontal. Las paredes, como todas, estaban pintadas de blanco, y los muebles eran de madera. En la pared de su escritorio había pegado algunas fotos.
Lip la había llamado pronto aquella mañana. Este se disculpó por lo que había ocurrido en el resturante, y además la volvió a invitar a la fiesta en el Alibi. Ella le quitó hierro al asunto y le prometió que iría.
Encima de su cama había unos cuantos montones de ropa. Abrió una puerta del armario, y sacó unas braguitas de encaje blanco. Después de ponérselas, abrió ambas puertas del armario, de par en par. Se paró allí delante, con las manos en las caderas, registrando rápidamente en sus retinas cada prenda de ropa que guardaba.
Después de pasar al menos veinte minutos mirando su armario de arriba abajo, se dio por vencida. Se dejó caer hacia atrás encima de su cama con un resoplido y se frotó la cara con las manos. Estuvo mirando el techo también durante largo tiempo; y se dio cuenta de que necesitaba una mano de pintura.
Decidir qué ponerse para aquella ocasión era todo un reto. No sabía cuánto había cambiado el barrio (aunque imaginaba que no mucho), ni cómo de formal era aquella fiesta, ni cuánto duraría, ni la gente que iba a acudir... Ella quería ir radiante, verse y que la vieran espectacular. Por otro lado, debía tener en cuenta que la fiesta se daba en el Alibi. Como ella tampoco había perdido la esencia del barrio, pensó que lo adecuado sería ir acorde con aquello. Pero combinar todas esas cosas era tan difícil... Decidió finalmente que, si quería llegar por la tarde, debía ponerse en marcha en aquel momento. No podía perder ni un solo minuto más.
Se levantó de un bote, y echó a suertes lo que había estado cavilando minutos atrás. Sacó unas sandalias blancas, de tacón de cuña, y se las calzó. Salió de su habitación para entrar en el cuarto de baño y abrió una de las puertas del armario de debajo del lavabo. Dejó encima del retrete sus tres estuches de maquillaje.
Una vez hubo terminado en su tarea de disimular el cansancio que marcaba su rostro, se retiró unos pasos del lavabo y miró su reflejo en el espejo durante unos instantes. Satisfecha con lo que vio, deshizo sus pasos hasta su habitación. Descolgó de una percha un vestido amarillo, ajustado y corto, de tirantes. Se lo puso por los pies, y de nuevo se miró en el espejo. Se sonrió a sí misma y paseó por la estancia, buscando unas pinzas para el pelo pequeñas, de color blanco. Las encontró tiradas por su escritorio.
Se recogió varios mechones con ellas, colocándolas a los lados de su cabeza; apartando el cabello de su cara. Finalmente, se perfumó con su colonia favorita; aquella que olía a flores frescas.
Cogió un bolso rígido, y además de los imprescindibles (entre ellos, por supuesto, el tabaco), metió en su interior un gloss.
Una vez escaneada su imagen en el espejo, decidió que era hora de marcharse. Bajó a toda prisa las escaleras de caracol y recogió el desastre que era ahora el piso lo más rápido que pudo: recogió la ropa del tenderete y la dobló, sacó de la lavadora la ropa y la tendió, puso en orden el sofá y fregó los platos. Se dirigió a la cocina. Sacó de la nevera una botella de agua de dos litros y una bolsa de papel con un par de sándwiches para el camino.
Procedió a cerrar todas las ventanas de la casa y, pasando de nuevo por la sala de estar, llegó al recibidor; descolgó de los ganchos de la pared las llaves del coche y las del apartamento. Ahora todos estaban vacíos. Echando un último vistazo al piso, abrió la puerta y la cerró con fuerza tras de sí.
Dentro del ascensor se puso las gafas de sol y se encendió un cigarro: le comían los nervios. Al salir de él caminó por el vestíbulo, salió a la calle y mantuvo la vista en el coche de color verde del otro lado de la calle.
Era un día soleado, y todos los transeúntes la miraban. Algunos detenidamente y otros por mera curiosidad.
Le encantaba que la gente reparara en ella.
Cruzó la calle y se montó en su coche. Dejando sus provisiones en la guantera y el bolso en el asiento del copiloto, arrancó el automóvil y puso rumbo al sur.
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