9
Mientras conducía sin saber bien hacia dónde, recordaba al profesor Maciel y sus gritos: «¡Tenemos que descubrir quién maneja los hilos!».
Me preguntaba si le habría sucedido lo mismo que a nosotros ¿Había hecho aquel mismo monstruoso viaje en el tiempo? ¿O —recuerden que me costaba creer que fuera real—, habría alguien jugado con su cabeza como lo hacía con nosotros? De ser así, la teoría de la «gran simulación» no se mostraba tan descabellada. Es decir, si de verdad algún ente, o algún ser, podía estimular nuestros cerebros de manera tal que llegásemos a dudar del tiempo en el que vivíamos, bien podíamos admitir que nuestra existencia no es real.
Eran cuestiones para volver loco a cualquiera, admití. Y entonces me compadecí del profesor Maciel.
—Tenemos que encontrar el modo de salir de acá —repetí, con algo de desesperación.
—Si todo esto es cierto —deslizó mi compañera—, significa que todos nuestros conocidos están muertos ahora, ¿verdad?
—No quiero ni pensarlo.
—Pero, si logramos regresar, estarán vivos.
—Eso espero. —Por mi mente cruzaron cada uno de los miembros de mi escasa familia: mi primo, Héctor, su esposa y la pequeña beba de ambos. La tía Amanda, que rondaba ya los noventa. Y mi amigo Franco. ¡Quería volver a verlos!
—Lamadrid, ¡tenemos que averiguar más sobre esta época! —gritó Imotrid borrando de un plumazo mis recuerdos.
—¡Dios mío! ¿De verdad, crees que esto es real?
—Si no lo es, es un sueño bastante loco, ¿no le parece? ¡Menuda droga debe habernos dado la Susy! ¡Para ser prototipo aprendió bastante! ¿Actualizó su teléfono?
—No, ni pienso hacerlo. No significa nada. Los teléfonos se hackean.
—¿Y por qué alguien querría hackear nuestros aparatos? ¡No somos nadie! ¡No tenemos un peso!
Tenía razón.
—Si esto es real —reflexioné—, tenemos datos que nadie más tiene. Si es verdad que estamos en el 3022, tenemos información del pasado que, supongo, será valiosa en esta época. Pero, si regresamos a dos mil veintidós, tendremos información del futuro, lo cual no es poca cos... ¡Pero qué estoy diciendo! ¡Tenemos que salir de aquí! —Giré el volante y comencé a buscar a Luis; en algún lugar debía estar. Una parte de mí se sentía fascinado ante los cambios, otra se resistía a los mismos—. No entiendo nada —admití—. ¿Por qué las muertes? ¿Por qué los suicidios? ¿Qué son esas placas que tenían los muertos en la nuca? —Imotrid permaneció en silencio—. Acá está —dije al llegar adonde quería.
La caseta estaba, en efecto. Pero no igual. Las paredes eran de cristal polarizado y contenían placas con botones. El alambrado seguía rodeando el predio, aunque dispuesto de una forma mucho más simétrica, con su cableado interno y sus lucecitas blancas que —lo comprobamos en aquel momento— hacían sonar una alarma cuando uno se acercaba.
Y nos habíamos acercado.
—¡Dios! ¡Esto parece una cárcel! —gritó mi secretaria—. ¡Tiene que haber una forma de salir! ¿Por qué no intenta comunicarse con Santoro?
—¿En qué quedamos? ¿Crees o no crees lo del cambio de tiempo? ¡Si estamos mil años adelante, Santoro será cenizas! Toma, por las dudas. —Le alargué el teléfono mientras intentaba alejarme de la odiosa cerca que chillaba como loca. Imotrid lo encendió y lo arrojó al asiento trasero con frustración.
—No funciona si no se actualiza.
—Vamos a hacer una cosa —propuse—. ¿Viste Volver al futuro?
—No, no sé qué es eso.
—Bueno, son unas películas donde uno de los protagonistas viaja en el tiempo a bordo del DeLorean, un auto que atraviesa la barrera del sonido o algo así.
La chica llevó los ojos al techo y, por las dudas, se aferró de donde pudo.
—¡Lamadrid!
Yo estaba ocupado retrocediendo la marcha para encarar directamente el enorme portón que nos separaba de nuestro mundo. Al menos eso creía, basándome en los hechos del film.
—¿Qué?
—¡No atravesamos el tiempo en auto!
Frené.
—Tienes razón. ¿Cómo diablos llegamos hasta acá?
—Supongo que fue durante una de esas estúpidas tormentas. ¡Estábamos en casa de David!
—¡Eso es! ¡Tienes razón! Vamos allá.
—Sí. Ahora, digo yo una cosa... David nos dijo que Marcelo Maciel era su abuelo... Pero, si pasaron mil años, debe ser algo así como su tataratatarabuelo, ¿no?
—No lo sé, chiquita, yo ya no tengo más cabeza para todo esto. Lo que quiero es llegar a Almafuerte y seguir debiéndole dinero a Manuel.
—Y yo ver a mi mamá y a mi tía, con todas las locuras que tienen.
—Ahora estoy seguro de que Alejandra Pardo tenía razón. Toda esa gente no se suicidó, algo les ocurrió. Y también a Marcelo Maciel. Tal vez viajó en el tiempo, como nosotros y, a su regreso contó cosas que hicieron que no solo algunos lo tomaran por loco sino que, quizá convenció a otros de que hay otra realidad donde... ¡Ay, qué se yo qué pudo haber dicho!
—Es todo muy loco todo.
—Ya lo creo.
Después de algunas vueltas, llegamos a Manzanares 22 donde nos encontramos con un sitio totalmente diferente al que habíamos dejado. Dos uniformados flanqueaban la puerta doble de madera a la que se accedía luego de varios escalones.
Cerré el auto con llave y puse los seguros. No confiaba en dejar el vehículo solo, pero tampoco podía pedirle a Imotrid que se quedara a bordo y separarnos. Creo, que si nos hubiéramos perdido, uno del otro, hubiera sido nefasto para nosotros.
—Buenas tardes —saludé al acercarnos a los soldados.
—Número de identificación —demandó el de la derecha sin mirarnos.
—Cuatro ocho dos tres cinco cero —respondió mi secretaria, que había memorizado el número que se le indicara al activar el aparato telefónico.
El que, supusimos, sería un API, fijó en mí sus ojos inexpresivos.
—Estoy tramitando el mío —me excusé. Noté que ellos también tenían una especie de placa brillante en la sien izquierda.
El tipo se quedó inmóvil durante dos segundos, una lucecita en la oblea parpadeó y luego dijo:
—Cuatro ocho siete nueve cero uno. Es el número que se te ha asignado. Recuérdalo o tu vida estará en peligro.
—Gracias.
Los hombres se movieron y nos permitieron entrar.
Adentro era tanto o más imponente que afuera. Mármol y acero por todos lados, sillones de líneas rectas hechos en materiales que no conocíamos, botones y visores en cada rincón y en cada puerta.
Alguien salió a recibirnos. Una Susy. Era, sin duda, una versión mejorada de la que conocíamos. Esta no sonreía.
—¿En qué puedo ayudarlos? —La voz era muy similar.
—Necesitamos regresar a nuestro mundo —dije con atropello.
—Eso es imposible.
—¿Podemos hablar con alguna autoridad? Es que no pertenecemos a este lugar y no sabemos cómo comportarnos, ¡romperemos las reglas a cada momento solo por ignorarlas!
—Además, necesitamos resolver unos asesinatos —intervino mi compañera—, de lo contrario, el asesino —o los— podrían seguir matando gente y nada de esto existiría, ¿no cree? Ya sabe, el efecto mariposa.
—Tal vez el asesino deba seguir con su trabajo para que todo esto suceda —respondió la Susy. Y esta vez, sí, sonrió.
—Disculpe —continuó Imotrid—, ¿usted es una persona? Como él, o como yo, quiero decir.
—Soy una AHC versión 24. Una consciencia mixta de robot biológico y humano mecánico.
Era demasiado para mi cerebro. Mi secretaria, en cambio, se mostraba fascinada.
—¿Naciste de una persona y te colocaron partes robóticas? —preguntó con admiración.
—Soy producto de un laboratorio. El BD 042.
—O sea que eres un androide.
—Soy una conciencia mixta de robot biológico y humano mecánico —repitió.
—Una especie de Frankenstein —murmuré. La Susy sonrió con suavidad. Movió las manos en el aire y una serie de pantallas nos mostraron un magnífico edificio.
—Esta es la base central —explicó—. Los laboratorios de creación son anexos repartidos en diferentes emplazamientos del universo. —Con otro movimiento, las pantallas se diluyeron en el aire y ella guardó silencio por unos instantes—. Lo siento —dijo después—. Debo ir al depósito a reprogramar mi sistema. He cometido una falla y seré castigada.
—Lo siento mucho —dije. De verdad lo sentía—. ¿Con quién debemos hablar para regresar a Riscos?
—No existe ninguna localidad con ese nombre. Esto es el distrito Doce Cuarenta y uno.
—Me refiero al Riscos del siglo pasado.
—Eso no es posible. Aunque pueden pedir a un API que presente su caso en el juzgado. Lo evaluarán y decidirán en el momento.
—¿Y dónde encontramos un API?
—En la puerta hay dos.
Nos miramos, le agradecimos y nos encaminamos a la salida mientras ella se perdía entre los innumerables pasillos. Era increíble, sus movimientos eran perfectos, nadie diría que se trataba de una especie de engendro mecánico.
—¿Ponen a estos súper soldados a custodiar entradas? —farfulló Imotrid.
—Fueron capaces de proporcionarme un número de identificación —señalé—, supongo que tendrán su importancia.
—¡Pst! ¡A mí me lo dio un teléfono!
Los API nos escucharon con atención, luego quedaron mudos y estáticos mientras unas luces azules recorrían alocadamente las placas ovoideas de sus sienes.
—Solo espero que no nos borren la memoria como en Hombres de negro —murmuré al oído de Imotrid.
—¿Quiénes son?
—¡Oh! ¡Olvídalo! —Si le parecía viejo en el siglo XXI, en el XXXI le parecería prehistórico.
—Regresarán —anunció el soldado que llevaba un listón más en su camisa, por lo que, supuse, tendría un rango más alto—. Contactarán de inmediato con el prototipo y él les dará instrucciones. Luego resolverán los crímenes.
—¡Eso significa que en nuestro tiempo los resolvimos! —exclamé, extasiado—. Si nos dijeran quién fue, sería más fácil, solo tendríamos que ocuparnos de probarlo.
—No debemos interferir. Su regreso al pasado está condicionado por el retorno a nuestra actualidad. Deberán volver en las fechas estipuladas.
—¡Buenísimo! —se exaltó Imotrid—. ¿Podremos ir y venir de acá a nuestro siglo cuando se nos antoje?
—Eso lo decidirá el Tribunal Superior. De momento, resolverán sus asuntos en el pasado y regresarán con nosotros.
—¿Y si no queremos? —volvió a preguntar Imotrid, esta vez con una altivez que, intuí, nos causaría problemas.
—Serán obligados a hacerlo —replicó el API con esa inexpresión de los que ni siquiera comprenden las emociones.
—De acuerdo —intervine, antes de que mi secretaria continuara desafiando nuestra suerte—, ¿podrías, primero, responderme una pregunta?
—Si no va contra las reglas.
—El profesor Marcelo Maciel, ¿también viajó hasta acá?
—Hubo varios Marcelo Maciel que llegaron hasta aquí. Supongo que te refieres a tu contemporáneo. Sí, viajó y no respetó el convenio.
—¿Cuál convenio?
—Lo sabrán a su debido tiempo. Ahora, márchense.
—¿Cómo saldremos?
—Solo conduzca.
Sería estúpido de mi parte si no reconociera que, en mi interior, se debatía, por un lado, el deseo de regresar al sitio donde pertenecía por nacimiento y, por otro, me podía el ansia de conocimiento, de saber más acerca de aquella cultura tan distante a la que, biológicamente, nos hubiera resultado imposible llegar y que se abría ante nuestros privilegiados ojos como una fuente de riquezas. Pero ninguno de los dos estábamos listos para soltar el tiempo al que pertenecíamos, así que conduje sin pensármelo mucho con la esperanza de llegar, de alguna forma, hasta el siglo anterior.
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