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6

Lo primero que vi al despertar fue el rostro amable de la señorita Pardo. Después, la detestable sonrisa de Susy. 

—¡Ay, señor Lamadrid! —exclamó Alejandra al tiempo que me ayudaba a incorporarme—. ¡Qué bueno que despierte al fin! —Reconocí de inmediato la suite en la que nos hospedábamos, en su casa. Alguien —no quise pensar quién— me había desvestido y metido en la cama.

—¿Dónde está Imotrid? —pregunté con terror.

—¡Acá! —respondió mi secretaria sentándose de un salto a mi lado.

—¿Estás bien?

—Yo sí. El que quedó medio knock out es usted. —No había emoción en su rostro, lo cual era buena señal. No creo haber mencionado antes que Imotrid pocas veces sonríe, su expresión es más bien como la de un gato: siempre alerta, pero indiferente.

—Buen golpe se dio —señaló Susy con las manos cruzadas sobre el vientre—. Lo dejaremos que descanse. En unos momentos, les subiré algo de comer.

—¡Muchas gracias, señor Lamadrid! —susurró Alejandra con una mirada que mezcló ternura con algo que, en aquel momento, no pude definir. Ahora sé que ella lo sabía. Su palma, pequeña y suave, acarició mi mejilla.

—¿Se asustó? —me preguntó Imotrid ni bien nos dejaron a solas.

—¡Claro! ¿Tú no?

—Un poco.

—¿Qué fue lo que sucedió?

—No tengo la más pálida idea. Hay algo muy horrible en este lugar y usted y yo tenemos que descubrirlo. —Mientras hablaba se acomodó a mi lado, medio acostada sobre el acolchado, con la espalda en la cabecera de la cama, las piernas estiradas y los pies cruzados. Tecleaba en un móvil que no era el habitual; al de ella lo reconocía por unas pegatinas que tenía en el reverso.

—¿De dónde sacaste ese aparato?

—Es el suyo. Al mío lo apagué por las dudas. Tiene que poner una clave, Lamadrid, o cualquiera puede agarrarlo y conocer su secretos. —Antes de que pudiera, siquiera, asombrarme de que lo estuviera usando como si nada, agregó en voz baja—: ¿Se dio cuenta de que cuando estamos en esta casa respiramos mejor? —Se apoyó en el codo derecho para acercarse a mi oído—: Estuve investigando y no encontré ningún sistema de ventilación.

—¿Cuánto hace que estamos acá? ¿Cómo regresamos? ¿Le contaste a alguien de la mujer que se suicidó?

—Nos rescató Luis, el de la casilla de entrada, ¿recuerda? Hace un par de horas. Cómo se enteró de que estábamos en problemas, no lo sé, pero ni bien pasó la tormenta esa, apareció. Bajó hasta donde estaba yo en dos trancos, me levantó como a un saco de patatas y subió de la misma forma. Me depositó en su camioneta y después hizo lo mismo con usted. Solo que usted estaba desmayado. ¡Pero no sabe! ¡Lo levantó como si no pesara nada! ¡Tiene una fuerza, ese tipo!

—¿Dijo algo?

—Que Riscos no es para cualquiera. Le pregunté por qué suceden esas tormentas; «es algo que siempre ocurre», me respondió. No le creí, por supuesto, tiene que haber una explicación y no me la quiso dar. ¡Ah! Y, ¿a que no sabe lo mejor?

—¡No me digas que se «suicidó» alguien más!

—De momento no. Escuche: la Susy esa, ¡nos esperaba como quien espera a la tía que viene a tomar el té!  Con su sonrisita tonta y una amabilidad que, para mí, es súper fingida. En cambio, Alejandra ¡tenía una cara! ¡Parecía que en cualquier momento se iba a echar a llorar!

¡Eso era lo que me había insinuado la mirada de Alejandra Pardo! Ganas de llorar. La pobrecita tenía las lágrimas a las puertas de los ojos. ¡Claro! Nos acercábamos a su fecha y no resolvíamos nada! Iba a comentárselo a mi secretaria cuando se abrió la puerta y entró Susy con una bandeja.

—Puesto que ambos han pasado por momentos de mucha tensión, no se les pedirá que bajen a cenar —dijo—, les traigo un menú digno de reyes. Si necesitan algo más, ya saben. —Señaló la campanita. Sonriendo, por supuesto. Luego se dirigió a los ventanales y desplegó las cortinas. Era la primera vez que reparaba en ellas, impresionaban gruesas y pesadas.

—No es necesario que las corra —dije con amabilidad—. No creo que haya muchas luces allá afuera, durante la noche.

Por toda respuesta me regaló otra irritante sonrisa y terminó de extenderlas.

—Gracias —manifestamos al unísono. La mujer observó con maliciosa picardía a Imotrid, recostada a mi lado, y salió. Me repugnó la sola idea de que pensase algo indebido.

—No sé si deberíamos comer esto —dudó mi compañera—. Pero tengo un hambre feroz.

—También yo. ¿Llamaron a un médico?

—No. ¿Para qué?

—¡Me encontraron desmayado! ¿A nadie se le ocurrió pensar que podría necesitar un doctor?

—¡Ah, sí! Pero resulta que Susy es enfermera, ella lo revisó; aseguró que no tenía nada.

—¿Ella me desvistió?

—Sí, con Luis... ¡Ay! ¡Lamadrid! —agregó en tono burlón al ver mi semblante abochornado—. ¡No me diga que le da pudor!

Pues sí, claro que me dio pudor que dos personas completamente extrañas, en las cuales no confiaba un ápice, me hubieran desnudado y, que una de ellas, además, me hubiera revisado. Pero no dije nada.

La comida estaba exquisita. Cenamos en silencio; yo, pensando en cuánto tiempo hacía que no comía una buena comida elaborada, me la pasaba a emparedados y pastas con café. De vez en cuando, alguna porción de tarta de verduras que me convidaba Manuel si no la había vendido en el día. Imotrid masticaba al tiempo que rodaba pantallas.

—Lama...drid... —balbuceó—, ¡Elena Giacomo y Fabián Soria murieron en dos mil veinte!

—¿Cómo lo sabes? No se encuentran esas cosas en un teléfono... ¿o sí?

—Me bajé una aplicación.

—¿Es fidedigna?

—La usan los policías.

—¡Vaya! ¡Sí que tienes cabeza para esas cosas! No entiendo cómo tu madre dice que no hay nada que te interese.

—Porque es cierto. No me atrae nada de lo que ella quiere que me interese para quedarse tranquila.

—¿Por ejemplo?

—Abogacía, medicina, arquitectura, casarse, ser madre... No, perdón; ser madre no, darle nietos, que no es lo mismo. Y no que me case con cualquiera, ¿eh? No, señor, que sea con alguien de quien ella pueda presumir.

—Tu madre quiere lo mejor para ti. 

—No. Quiere lo mejor para ella, lo que la dejaría tranquila a ella.

No pude retrucarle puesto que le encontré razón. Conocía lo suficiente a Carlota como para saber que la chica no se equivocaba. Tampoco yo, claro. La pobre mujer creía que solo así su hija podría ser feliz. Aún lo piensa, aunque ha aprendido a abstenerse de mencionarlo.

—No lo hace de mala —intenté mediar.

—Ya sé; lo hace de bruta —replicó ella y agregó, abriendo pulgar e índice sobre mi móvil—: ¡La mujer que vimos en los riscos se llama... ¡Dios!

Me disponía a morder un trozo de carne asada, cuyo sabor comenzaba a dar por olvidado.

—Debe ser una app de esas a las que llaman fake... —pronuncié con la boca abierta, lista para engullir.

—No... Acá está la foto. —Giró el aparato hacia mi—. Es Elena Giacomo.

La carne regresó al plato y yo cerré la boca. Se me ocurrió que, tal vez, mi cerebro no funcionaba bien después del golpe. Tomé uno de los botellines para pasar el nudo que se me había formado en la garganta.

—¡No! —me atajó la chica frenando mi brazo—. Voy a buscar agua.

—¡Acá tenemos agua y jugo! ¿Para qué vas a salir de la habitación? 

—En las películas ponen los somníferos en las bebidas. ¡No tome de ahí!

No pude hacer nada, Imotrid tiene la particularidad de hacerme dudar de todo. Y, en aquel contexto, la inseguridad se acrecentaba. Se escabulló detrás de la puerta y regresó a los pocos minutos con dos vasos llenos.

—Esta agua es de las bombonas, de la que toman todos en la casa. ¿Se dio cuenta?

—No. ¿De qué?

—¡De eso! ¡Que toman agua de bombonas, no del grifo! ¿Qué clase de investigador es usted?

Acordamos no hablar con nadie del tema y nos dispusimos a dormir. Mi secretaria se marchó a su cuarto con mi móvil. Al día siguiente investigaríamos como pudiéramos. Yo llamaría a Santoro para averiguar algo acerca de los supuestos agentes que nos había enviado y de los muertos fuera de tiempo. Me resultaba extraño que el comisario no se hubiera interesado, hasta el momento, por mi estado de salud o en preguntarme sobre el cuerpo de la mujer, tan misteriosamente fallecida. Y dos veces, según internet. 

Tal vez Imotrid tuvo razón acerca de los somníferos, tal vez nos habían colocado algo en los botellines que no bebimos y, los de la casa, contaban con que nos dormiríamos como troncos. El caso es que ninguno de los dos logró conciliar el sueño.

No puedo decir qué hora era, puesto que no tenía conmigo el celular, cuando escuché un murmullo agudo que me erizó los pelos de todo el cuerpo. Nunca podré describir en palabras aquellos sonidos que, al día de hoy, llevo grabados en mi memoria. Como si un montón de criaturas pequeñas hablaran en secreto y a la vez.

Imotrid abrió la puerta con los ojos abiertos de par en par.

—Sí, yo también lo estoy escuchando —susurré extendiendo la mano, como para tranquilizarla. Ella corrió hasta mi cama y se sentó a mi lado, siempre con el móvil en la mano. Después de lo que vivimos en Riscos, nunca volví a reclamarle ni a criticar su apego a la tecnología.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó con voz asustada.

—No lo sé. —Eran como latigazos en el aire. Siseos. El murmullo se hacía, por momentos, más agudo y rápido—. Tal vez están viendo una película —arriesgué.

—Sí, Alien —asintió con ironía.

—¿Sí? ¿Tiene ese sonido? —Me miró. No sé si con rabia o con pena—. ¡No la vi! —me defendí.

—¡No, Lamadrid, era una broma!

—Vamos a sacarnos las dudas —dije resuelto, levantándome. Ni siquiera me percaté de que estaba en calzones y camiseta delante de una jovencita de diecinueve años. Creo que ella tampoco lo notó, no estábamos para formalidades. De todos modos, tal vez por instinto, me coloqué un albornoz que descansaba en el brazo del sillón y ella me acompañó aferrada a la manga.

No encendimos luz alguna, con todo sigilo abrimos la puerta y nos colamos por ella. La casa estaba a oscuras, excepto por un círculo de luz tenue en la planta baja. En mi afán de convencerme de que estaban frente a una pantalla, disfrutando de algún film, se me figuró que era la luz del televisor. Íbamos a comenzar a bajar la escalera cuando unas sombras se proyectaron en la pared inferior. Eran delgadas y largas, serpenteaban de un lado a otro y se perdían. Eran tres. 

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