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5

 Nos metimos de nuevo en el auto y llamé al comisario, quien no se mostró muy asombrado de lo que le conté y nos aseguró unas dos horas de espera hasta la llegada de la patrulla.

—¿Tanto crimen hay en Almafuerte? —preguntó Imotrid con razón.

—¡Santoro! —protesté al teléfono—. ¡No podemos quedarnos aquí hasta que lleguen! ¡Ni deberíamos abandonar el cuerpo! ¿No crees?

De todos modos no va a irse a ninguna parte, ¿verdad? —replicó él de mal modo—. Escúchame bien, Lamadrid, porque no te lo repetiré más: toma a esa secretaria colorinche que tienes y regresen a Almafuerte. Y, si no te da la gana hacerlo, pues no lo hagas, pero no me digas cómo hacer mi trabajo, ¿de acuerdo? Te quedas a esperar la patrulla si te place, y te las aguantas. Y, si no, te vas; ya nos encargaremos nosotros del fiambre. Que bastantes tenemos por estos días.

—¡Precisamente! Todos estos muertos ¿no te llaman la atención?

¡Claro que sí! ¿Qué puedo decirte? ¡No hay ningún indicio que sugiera otra cosa que no sean suicidios!

—¡Tanto Felipe Ríos como esta mujer que acaba de tirarse por el acantilado, tienen un tajo en la nuca, ¿eso no te dice nada?!

¿Y tú cómo sabes? ¡Ah! La chiquilla entrometida, ¿verdad?

—Esa chiquilla entrometida, como dices tú, tomó una fotografía de la herida de Ríos y de...

¿¡Que hicieron qué?!  —me interrumpió a los gritos—. ¡Hazme caso, Lamadrid, salgan de ese sitio ya mismo!

—¿Por qué?

¡Porque te lo digo yo! ¡Al menos no le cuenten a nadie de las fotografías! ¿Las tomaron con una cámara o con un teléfono?

—Con el celular de Imotrid.

¡Bórrenlas! ¡No se las muestres a nadie! ¡Vete de ahí ahora mismo!

Y colgó.

—¿Qué pasó? —espetó mi secretaria con cara de susto. Le conté lo conversado—. ¿Se da cuenta? —señaló con reproche—. ¿Ve que acá hay algo raro?

—Sí, sí, lo veo. Debemos irnos. Pásame las fotografías al Whatsapp y luego quítalas de tu teléfono.

—¡Ni lo sueñe! Se las envío, sí, pero las conservo.

—Santoro nos está advirtiendo que hay peligro y ...

—¡Santoro podría ayudarnos en lugar de escondernos cosas! ¡Si sabe algo debería decírnoslo!

—¡No tiene por qué! ¡Es policía! ¡No puede andar compartiendo información de sus casos así como así, ya deberías saberlo!

—¡No tengo por qué obedecerlo por más poli que sea! ¡Es mi teléfono y guardo en él lo que se me antoja! Lo que sí voy a hacer es quitar la localización. ¡Y usted debería hacer lo mismo!

—De acuerdo —me resigné, falto de aire—, no podemos hacer caso a Santoro pero sí debo obedecerte a ti.

Ella suspiró con cansancio.

—Yo no le oculto cosas, siempre le digo la verdad y generalmente tengo razón, ¿o no? Conduzca hasta ese montículo. —Señaló una especie de loma cubierta de árboles y yuyos altos. Esas cosas locas que suelen ocurrírsele. A esa altura, me dolía horrores la cabeza y estaba fastidioso por no poder respirar con normalidad—. ¡Meta el coche ahí! —se impacientó.

No tengo explicación del por qué la obedecí, pero lo hice.

—¿Qué esperas encontrar?

—Nada. Solo quiero saber si ocurre algo mientras llegan los ineptos policías.

Maniobré hasta calcular que el auto quedaba a cubierto. Ella seguía dale y dale con el móvil.

—¿Qué crees que podría suceder hasta el arribo de las patrullas? —susurré. ¡Como si alguien pudiera escucharnos! 

—No lo sé. Por eso nos esconderemos acá. Envié las fotos al doctor Cuello. —Bufé con molestia. Era imposible entrar en razón con ella—. ¿No es gracioso? —preguntó enseguida.

—¿Qué cosa?

—Envié fotos de nucas al doctor Cuello.

No tenía ganas de reírme.

Nada sucedió, en definitiva, durante los casi cuarenta minutos que tardó en llegar la unidad. Confieso que me embargó una molesta desilusión. Esperaba que mi secretaria estuviera en lo cierto una vez más y que, durante la espera, viéramos algo lo suficientemente extraño como para terminar de convencernos de que no nos habíamos vuelto locos sino que de verdad pasaban cosas insólitas en aquel lugar. Pero todo transcurrió en absoluta calma.

—¿Solo viene una patrulla? —se extrañó Imotrid al divisar el auto por la carretera, detrás del alambrado de púas.

—¿Cuántas esperabas?

—¡No sé! ¡Que llegaran, al menos, con una ambulancia! ¡Se supone que vienen a levantar un muerto!

—Ah, mi querida —suspiré. Me deleitan esos pocos momentos en los que puedo sacar a relucir mi indudable mayor experiencia—. En primer lugar —expliqué con aire docente—, la policía debe constatar que realmente hay un muerto. ¡No pueden mover un sinnúmero de efectivos basándose en un único llamado telefónico! Recién después, si es que, en efecto, comprueban que alguien ha fallecido, llaman a quien se necesite.

Imotrid me clavó los ojos como quien escucha una obviedad tan grande que ni vale la pena responder. Y eso hizo. Entornó los ojos, meneó la cabeza y descendimos del auto. 

—Soy el sargento Vázquez —se presentó el conductor de la patrulla. Era un muchacho delgado con cara de buena gente, no muy alto. Según mis cálculos, sobrepasaría apenas los treinta años. De su compañero, en cambio, no podría definir edad; era de complexión robusta, bastante más alto y con gesto de andar oliendo estiércol—. Él es mi compañero, el oficial Rosenkrauss. —Vázquez calzó los pulgares en el cinturón—, ¿Ustedes descubrieron el cuerpo?

—Bueno, en realidad... —comencé.

—Digamos que lo vimos pasar de «persona» a «cuerpo» —interrumpió mi secretaria. No sé a qué vino su marcado sarcasmo, pero así es ella.

—Saltó el acantilado —aclaré antes de que el sargento la reprendiera.

—¿Les dijo algo?

—Que tenía que ir a la realidad —me adelanté—, parecía atravesar una crisis. Bastante profunda, por cierto.

—¿Es médico, usted?

—No, pero...

—Entonces no puede decir que atravesaba ninguna crisis. Lléveme a donde quedó el cuerpo.

—No hace falta demasiado título para darse cuenta que una «todavía persona» está en crisis —añadió Imotrid con un humor de perros. Vázquez la ignoró. En cambio Rosenkrauss le hizo una especie de gruñido que la llevó a aferrarse de mi brazo.

Los guiamos hasta el sitio en donde había caído la mujer. El oleaje era suave y la espuma bañaba las piedras en delicado vaivén.

Vázquez elevó su mirada —yo le llevaba al menos una cabeza—, y preguntó, con muy mal modo y un dejo de burla.

—¿Dónde está el «ahora cuerpo», si puede saberse?

—Se ve que ya es «alma» —murmuró Imotrid. Esas especie de bromas le salen debido a su imposibilidad de quedarse callada frente a sus propios nervios, estaba tan estupefacta como yo.

—No entiendo —dije—. Era una mujer de mediana edad, corrió, mi compañera intentó detenerla, no pudimos... y saltó. La vimos allí abajo, con la cabeza rota, llena de sangre...

Vázquez gesticuló una mueca despectiva y sacó una libreta del bolsillo alto de su camisa.

—¿Sabe que hacer perder tiempo a la policía es un delito?

—¿Y para qué querría hacerles perder el tiempo? ¡Llevamos cuarenta minutos esperándolos!

—Mire —dijo Imotrid enseñando la pantalla de su teléfono—. Ahí está el cuerpo, ¿lo ve?

No cabía en mí del asombro. Santoro acababa de recomendarnos que no le mostráramos las imágenes a nadie  y ella va y lo hace. La insensata se rebelaba a obedecerlo mientras algo dentro mío me advertía que estábamos en peligro. En un peligro muy serio.

—Tenemos que confiscarle el teléfono, señorita —señaló Rosenkrauss abriendo una bolsa plástica. No hizo falta, para intimidarnos, más que la falsa sonrisa que se le dibujó en su cuadrado rostro desde una oreja a la otra. Perdón, para intimidarme, porque a Imotrid..., no hay manera. 

—¡Para eso va a tener que traer una orden judicial! —chilló ella con la frente arrugada. El pecho del grandote se amplió como un airbag, creí que le quitaría el aparato de un manotazo, pero intervino Vázquez.

—Rosenkrauss —dijo—, olvídese del teléfono y vámonos. Usted, Lamadrid, tenga mucho cuidado con volver a hacer perder tiempo a las fuerzas del orden.

—¿Cómo pudiste hablarle así a ese mastodonte? —pregunté horrorizado una vez que nos quedamos solos.

—Veo muchas series policiales desde que trabajo con usted y conozco mis derechos, no pueden llevarse mi teléfono por tomar unas fotos. Es verdad que me lo podría haber sacado y romperlo, pero ya tengo resguardo. Se las envié a Cuello, ¿recuerda?

Sé que ustedes, lectores, piensan : ¡Qué inteligente es Imotrid! Créanme, yo lo sé, pero en aquel momento estaba muy asustado. ¡Nos exponía innecesariamente una y otra vez! 

Es una costumbre que aún no ha perdido.

—No vuelvas a enfrentarte así a un par de policías cuando no hay nadie más alrededor, ¿comprendiste? —Ella asintió—. ¿Por qué crees que son tan importantes esas imágenes para ellos?

Juntó los labios en actitud pensativa.

—No lo sé. Esos tipos no me caen nada bien. Sobre todo el grandote. —A mí tampoco me habían gustado. Y, aunque reparé —tarde— en que ni siquiera nos habían enseñado sus placas, no se lo mencioné para no desatar un torbellino.

—Bajemos —dijo—. Ese cuerpo no puede haber desaparecido así como así. ¿Entiende por qué quería que nos escondiéramos en el montículo? —agregó luego de una pausa que aprovechó para buscar un apoyo seguro donde pisar—. Algo me dijo que ese cadáver traía algo raro. Pero me equivoqué, tendríamos que haber salido del auto y escondernos entre los yuyos, más cerca de donde cayó.

—No voy a bajar de nuevo. El agua debe haber barrido los restos de esa pobre mujer y quién sabe ahora dónde estarán.

—Eso sería posible si hubiera un gran oleaje —gritó entre jadeos, ya a unos cuantos metros por debajo de mí—, pero el mar está tranquilo. ¿Cree que pudo haber arrastrado un cuerpo? A mí no me parece.

La fuerza del mar puede ser terrible, todos lo sabemos. En ese momento estaba calmo, las aguas se movían como una madre acunando a su niño. Me faltaba el aire, así que solo moví la cabeza negando. Ella terminó el descenso y la vi recorrer las piedras con puntilloso cuidado.

—¡No hay nada! —gritó—. ¡Ni una gota de sangre!

Entonces sobrevino otra vez aquel ruido de ultratumba, el día se oscureció y la tierra tembló bajo nuestros pies.

—¡Imotrid! ¡Sube de inmediato! —grité como pude, el aire no entraba en mis pulmones. Ella no contestó, la vi boquear, tan falta de aire como yo.  Caí por la falta de equilibrio, me tomé de unos yuyos e intenté atajar el viento girando la cabeza—. ¡Imotrid!

Se produjo un silencio. Luego nada. 

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