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4

Para nuestra sorpresa, los Ríos se negaron a recibirnos. Por más que Alejandra intentó convencerlos, no hubo forma. Y no podíamos insistir tanto a una familia en duelo.

Lo curioso fue que lo mismo ocurrió cuando quisimos acercarnos a los allegados de los otros muertos. Nadie quiso hablar con nosotros. 

Resignada, nuestra anfitriona se dejó dominar por la decepción y regresó a su casa acompañada por Susy y su fastidiosa sonrisa.

Ya sin ellas, mi secretaria y yo nos dedicamos a recorrer el pueblo. Nos deteníamos cada tanto para, con cualquier excusa, conversar con los vecinos. Preguntamos, por ejemplo, hacia dónde estaba el mar o cómo podíamos hacer para salir del pueblo. Así nos enteramos, a través de una señora que arreglaba unas miserables plantas amarillentas en el jardín, que la mayoría de los habitantes vivían en un miedo permanente tras haber recibido aquellas espeluznantes notas.

—¿Y por qué no se van? —reclamé. No me entraba en la cabeza que se quedaran allí, esperando que algún loco terminase con sus vidas.

—¿Adónde? —preguntó ella como si fuera una obviedad—. Estamos acá desde que tenemos memoria, levantamos nuestros hogares, forjamos sueños, conocemos a cada uno de los vecinos. Ninguno tiene otro lugar adonde ir.

—¿Cuál es su fecha? —inquirió Imotrid sin preámbulos, haciendo gala de su insolencia.

La mujer, que tendría unos diez o quince años más que Alejandra, abrió, estupefacta, sus ojos oscuros.

—¡Debo ser una de las pocas a las que no le han colocado, aún, fecha de vencimiento! —Dio una palmada suave en el brazo de la chica—. Supongo que es porque saben que moriré pronto.

«Saben». Ahí estaba otra vez la referencia a otras personas. Imotrid, que lo notó también, me miró de rabillo.

—¿Saben? ¿Quiénes? —cuestioné rápido, antes de que la conversación se fuera por las ramas.

Pero la señora se limitó a sonreír. Recogió sus petates, se acomodó en la cabeza el arruinado sombrero que le colgaba en la espalda y caminó hacia la entrada.

—Discúlpenme, es hora de mi siesta. Buenas tardes.

—Una pregunta más —requerí. Ella giró y noté un brillo particular en sus ojos que me molestó—: ¿Cómo es que quienes viven acá no tienen problemas para respirar y nosotros nos ahogamos cada dos palabras, o dos pasos?

Ella amplió la sonrisa.

—Este sitio no es para cualquiera, señor Lamadrid. Usted debería saberlo.

Y cerró la puerta.

Mi secretaria y yo abrimos la boca para decir algo, pero, en una especie de acuerdo tácito, callamos, dimos la vuelta y abandonamos el jardín.

—¿Por qué debería saberlo? —me cuestioné en voz alta mientras subíamos al coche.

—No lo sé —repuso ella a media voz—. Hay muchas cosas raras en este lugar, y su amigo, el comisario, sabe algo, estoy segura.

—¿Por qué lo dices?

—Primero intentó disuadirnos de que no viniéramos, después sugirió que nos marchásemos, ¿no le parece raro?

—El hombre hace su trabajo —justifiqué, algo inseguro—. A la policía no le gusta que intervengan detectives o investigadores privados. Alegan que entorpecemos las investigaciones.

—¡Pero después lo aceptó! «Está bien, pero cuídate y cuida de la niña» —imitó en tono grotesco—. ¡Ahí está! ¡También eso! ¿Lo ve?

—¿Qué cosa?

—¿No le suena a que, como no le quedó más remedio, se hizo el bueno: «cuídate, cuídala», porque quiere enterarse antes que nadie si descubrimos algo? Además, ¿por qué no nos advirtió de que acá no se puede respirar? ¡Él tampoco podía! ¡Si cuando corrió hasta mí creí que le daba un infarto!

—Estás exagerando. Lo más probable es que lo del aire sea algo del clima, no te olvides que los humanos estamos haciendo estragos hasta en el espacio.  No todos los días será igual, supongo. En cuanto a lo otro, que Santoro quiera enterarse si descubrimos algo que ellos no, me parece normal. Y en cuanto a que se «haga el bueno» como tú dices,  ¡la gente habla porque puede; no siempre hay una lógica o una intención detrás! A ver, ¿puedes explicarme por qué recién ahora, después de casi un año que trabajas conmigo, te preocupa si alguna vez hubo algo entre tu madre y yo?

Juntó las cejas con mirada profunda.

—¡Su pregunta me hace pensar que sí lo hubo! O hay. —Ante mi atónita expresión, declaró—: ¡Se quedó pensándolo! Yo ya me había olvidado.

Su gesto de triunfo me hizo reír. ¿De verdad la jovencita pensaba que su madre y yo...? ¡Por Dios! ¿Es que la juventud de hoy día no concibe una simple y maravillosa amistad entre un hombre y una mujer? Adoro a Carlota, pero lo cierto es que está muy lejos de parecerme atractiva o «sexy». Aunque no podía decirle eso a la hija, y no sé por qué, si fuera a la inversa y ella tuviera que comunicarme algo semejante acerca de mi padre o algún hijo si tuviera, estoy seguro de que lo haría sin ningún reparo.

—De verdad te lo digo, Imotrid, y no vuelvas a dudarlo: nunca, jamás en la vida, hubo ni habrá nada romántico entre tu madre y yo, ¿de acuerdo? Somos amigos desde hace muchos años, incluso... Oye, ahora que lo pienso, ella también conoció al profesor Maciel... ¿Lo recordará?

—¿Iban todos a la misma escuela o qué?

No alcancé a responder cuando un estruendo retumbó en todas partes, como si la tierra se despedazara.

—¡Ay, madre! ¡¿Qué es eso?! —preguntó asustada. No respondí, me hallaba demasiado ocupado intentando controlar el auto sin atemorizarla aún más.

Todo se volvió oscuro; el mar, que golpeaba las piedras enfurecido, resultaba ensordecedor.

Las copas de los árboles, sin embargo, no se movían. Lo que sí se movía era el auto, que daba coces, frenaba, corría y avanzaba en zigzag sin que yo lograra encauzarlo. 

Imotrid se aferró al apoyabrazos con la mano derecha y a mi brazo con la izquierda. Estaba rígida, solo sus ojos se movían de un lado al otro. Era como estar adentro de una coctelera.

—Esta oscuridad... —balbuceó.

—¡Una tormenta! —aseguré con voz destemplada.

Al cabo de unos segundos que se me antojaron eternos, logré dominar el vehículo. Frené.

—Será mejor que volvamos a casa de Alejandra.

—Lamadrid...

—¿Qué?

Sus cejas se elevaban y bajaban en una especie de señal que yo no comprendía. En realidad, en aquel momento, me resultaba imposible entender cualquier cosa. 

—¿No se da cuenta?

—¿¡De qué!?

—El cielo...

Sequé la transpiración de mi frente y me petrifiqué en el asiento. Era un día diáfano, con un sol inmenso y un cielo azul claro que resplandecía, escasas nubes blanquecinas se deslizaban con suavidad.

—¿Fue...?

Abrí la puerta, atontado, y descendí despacio, Imotrid, que no se atrevió a pronunciar palabra, me siguió. Caminamos unos pasos tomados de la mano. De lejos, el mar se veía tan manso como lo estaba al salir de casa de la señorita Pardo. Nos acercamos al acantilado y observamos el oleaje blando que acariciaba las piedras. Regresé mis ojos al cielo. Nada, ni señas de alguna tormenta.

—Habrá sido uno de esos fenómenos meteorológicos que aparecen cada tanto —deslicé, todavía sobresaltado por la experiencia.

—¡Una mierda! —masculló la chica—. ¡O fue una alucinación provocada por uno de los bocadillos que nos dio la Susy esa, o este lugar de verdad es un cementerio y está embrujado!

—¿Qué cosas dices! —protesté, y emprendí el regreso al auto—. Vamos a hablar con Alejandra, le pediremos que se ocupe de que mañana podamos ingresar a Riscos sin problemas. Regresamos a Almafuerte.

—¿¡Qué!?

—Estás asustada, nos vamos. No voy a arriesg...

—¡Es lo más raro y fascinante que me ocurrió en la vida! —exclamó—. ¡Y a usted también, estoy segura! ¡No nos vamos nada! ¡Tenemos que averiguar qué sucede en este lugar! —Si bien su voz sonaba temblorosa, había en sus ojos tal brillo de audacia expectante que me impulsó a aceptar. Lo que me preocupaba, y mucho, era qué explicación le daría a su madre si nos sucedía algo, o si la chica terminaba traumada con tanto susto. 

—Está bien —consentí, henchido de valor. Accioné la palanca de cambios. Y ahí la vimos. 

Una mujer de unos cuarenta o cincuenta años, en jeans y corpiño, descalza, corría hacia el despeñadero. Se me ocurrió que buscaría a alguien perdido durante la insólita y extraña tormenta Aceleré hacia ella. Imotrid bajó del coche y alcanzó a tomarla por los brazos, la mujer jadeaba con ojos desorbitados. 

—¿Estás bien? ¿Qué sucede? —demandó mi compañera.

—¡Déjame! ¡Tengo que hacerlo!

—¿Hacer qué? —grité.

—¡Hoy es mi día! ¡Debo hacerlo! 

—¿¡Qué cosa?! —reclamó Imotrid sacudiéndola. Era evidente que atravesaba una crisis.

—¡Debo ir a la realidad, es mi turno! ¡Déjame!

Se retorció entre las manos de mi secretaria como un gato que quiere escapar de una encerrona y se soltó. Estiré los brazos; con la punta de los dedos alcancé a rozarla.

No se detuvo al llegar a los riscos, ni siquiera para pensarlo. Solo continuó corriendo. El eco sordo del impacto sobre la roca nos paralizó. 

Imotrid cubrió su boca con ambas manos. Había sangre en ellas. Y en su ropa. El desconcierto fue mayúsculo para los dos. Me asomé al vacío. Como una muñeca vieja, la pobre mujer yacía con la cabeza rota. La piedra se teñía lentamente de rojo  junto con la espuma del mar. Empecé a bajar. Imotrid, pese a la impresión, me siguió. Confieso que yo también estaba profundamente conmovido. ¡Fue tan insólito! Me pregunté si todos los suicidios habían sido así: de golpe; buscando «llegar a la realidad». 

Cuando al fin nos detuvimos junto a la extraña, comprobé, por su pulso, que estaba muerta. Sus ojos fijos contemplaban el mar. Nada mal para ser la última imagen que viera en vida. 

—Mire, Lamadrid —susurró mi compañera. Señalaba la parte posterior de la cabeza. Me acerqué; la búsqueda infructuosa de mis lentes en cada bolsillo, me advirtió que los había perdido en el traqueteo. Al notarlo, mi compañera —bendita sea— accionó una especie de lupa en su teléfono y logré, a través de la pantalla, distinguir un pequeño tajo en la nuca, un tajo quirúrgico, de bordes lisos, ajeno a la grieta que, de lado a lado, abría el cráneo como un coco bajo el martillo.

—Es igual al corte que tenía Ríos —comentó.

—Toma una fotografía y llamemos a la policía.

—¿Se puede matar a alguien haciendo un corte en la nuca? ¿O enloquecerlo?

—No lo creo, la mujer seguía viva después de ese corte. Espera. —A mi pesar, saqué la parte de mi camisa que alojaba dentro del pantalón y con un poco de esfuerzo —mis prendas son de una calidad excelente—, rasgué un trozo y lo empapé con sangre de la fallecida—. ¿Tienes alguna bolsa plástica en esa mochila que llevas? 

—Sí, pero la dejé en el auto. 

—Bien, preservemos esto primero. Después llamaremos a Santoro. 

—¿Por qué? ¿Cree que no la identificarán?

—No lo sé, Imotrid. Es todo demasiado raro. Tal vez esta mujer tenía un tumor en la nuca, que le extirparon, y se escapó de un hospital... Aunque, si Ríos tenía la misma herida, tal vez deberíamos averiguar de qué se trata. Tienes que cambiar esa camiseta y limpiarte, lo último que necesitamos es que te acusen de asesinato. ¿Tienes una muda en el auto?

—No. 

—Bien, subamos, te colocarás mi casaca encima porque tienes frío, ¿verdad? —Ella asintió con la mirada fija en el cuerpo. Me quité el saco. Metí los colgajos de la camisa dentro del pantalón y quedé más o menos decente. Detesto andar desaliñado en la circunstancia que sea.

—¡Un chip! —exclamó ella—. ¡Deben haberle colocado un chip! 

De inmediato comenzamos el ascenso, que fue bastante más difícil, pero la adrenalina acumulada lo simplificó. 




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