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3

Tras hallar una nota dirigida a su esposa pidiéndole perdón y deseándole lo mejor, no cabía duda de que Felipe Ríos se había suicidado. El único motivo que encontraban sus allegados para tan drástica decisión —él no lo especificaba en el escrito— era la depresión provocada por el reciente fallecimiento de su madre tras una penosa enfermedad.

Hubiera sido estupendo hacerme con la misiva, pero me fue negada, tanto por la familia como por la policía.

El cuerpo se halló en un descampado cercano. Santoro nos permitió presenciar el momento en que lo descolgaron del encino y yo, con mi crédula inocencia, intenté proteger a Imotrid de semejante espectáculo pidiéndole que no asistiera. Ella no respondió, pero, por la forma en que me miró, entendí que no haría el menor caso de mis palabras. 

Una vez en el sitio, contempló absorta cada movimiento de los peritos. Recuerdo que fue en ese momento en el que pensé que, tal vez, mi secretaria había encontrado su verdadera vocación. Y donde también nació mi temor de que me empujara a olvidar  las infidelidades ajenas y las mascotas perdidas —que nos reportaban exiguas ganancias—, y a entrar de lleno en la investigación de homicidios, asesinatos y demás crímenes de primera línea, como los llama ella.

Nos colocamos obedientemente detrás del cordón policial. Cuando Santoro nos vio, se acercó.

—¿Lo ves, Lamadrid? —dijo con voz jadeante—. Otro suicidio... Ni siquiera hay que investigar. El tipo dejó una carta de despedida. 

A mí también me faltaba el aire.

—¿La leíste? —pregunté.

—¡Por supuesto! Fue fotografiada y será adjuntada al expediente.

—¿Puedo verla?

Santoro hizo un movimiento rápido con la cabeza y se quedó viéndome durante los varios segundos que le tomó recuperar el aliento.

—¡No! —exclamó—. Te dejaría verla si tuviéramos la sospecha de que ha habido un crimen, que para eso te contrataron, ¿no? Pero no lo es, por tanto, no puedes interferir. ¿Lo entiendes o necesitas un esquema?

—¡Pero me llamaste para ver el cuerpo! —protesté y, al hacerlo, casi me quedé sin aire—: ¿Por qué es tan difícil respirar en este lugar? 

—Por la altura ¡Te llamé para que te convenzas de que fue un suicidio! ¿Adónde va esa chica? ¡Hey, señorita! Pero ¿qué hace? —Santoro salió a los trancos a detener a Imotrid que, tras escabullirse por quién sabe dónde, se acercó a los especialistas que estaban a punto de cerrar la bolsa mortuoria. Se dejó caer sobre las rodillas, la vi hacer un rápido movimiento de manos, como si quisiera tocar el cuerpo, y luego quedarse petrificada, mirándolo. Me figuré que había entrado en shock así que corrí antes de que el comisario la detuviera o hiciera algún comentario inconveniente. 

—Vamos —dije tomándola por los hombros. Ella me miró con sus enormes ojos oscuros y se dejó guiar, como en trance. Llevaba las manos apretadas contra el estómago. Era evidente su agitación—. ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza, caminamos despacio, abrí la puerta del auto y la ubiqué en el asiento del acompañante. Rígida, miraba todo a su alrededor, asustada.

—¡Sabía que no te haría ningún bien ver el cadáver! —farfullé, enojado conmigo mismo por haberlo permitido—. ¡Eres demasiado joven!

La voz ronca del comisario me hizo girar. 

—¡Lamadrid! —Caminaba con dificultad hacia nosotros—. Ya lo has visto, ahora será mejor que dejen el pueblo. —Hizo una pausa para tomar aire—. No hay nada que investigar y esa chiquilla... Esa chiquilla parece muy impresionable. No quiero que le de algo por andar viendo muertos.

Imotrid le dedicó una mirada de hielo.

—No todavía, Santoro —repliqué—, antes tengo que hablar con mi clienta. Ya veremos qué hacer. Gracias por cuidarnos. Seguiremos en contacto.

Él torció el gesto con evidente disconformidad. Encendí el motor y arranqué.

—¿Qué es lo que guardas entre las manos? —pregunté a mi compañera ni bien nos alejamos del lugar. Ella abrió las palmas.

—Mi teléfono. Tomé una fotografía del cuerpo. —No atiné, siquiera, a preguntar por qué hizo semejante cosa. No hizo falta—. ¡El tipo tenía una herida en la cabeza!

—Tal vez lo golpearon al bajarlo del árbol —sugerí, no muy convencido.

—¿No me dijo que los muertos no sangran?

—Sí, así es.

Me enseñó la pantalla y lo que vi a simple vista me obligó a detener el vehículo en un costado del camino. Me coloqué los lentes. En efecto, el occiso tenía la nuca abierta y gran parte del cabello teñido con sangre. Mucha sangre.

—Supongo que la policía habrá encontrado una explicación... —mascullé, rabioso por las dificultades para respirar—. ¿Cómo lograste tomarla?

—Cuando estábamos atrás de la valla me pareció ver una mancha roja en la cabeza del hombre, por eso me apuré a acercarme mientras usted hablaba con el comisario. Saqué la foto justo cuando estaban metiendo el cuerpo en la bolsa. Esto significa que no se suicidó, ¿verdad?

—No lo sé —dudé—. Santoro vio la carta que le dejó a la familia.

—¿Se la mostró?

—No. Al no haber crimen, no tengo por qué verla. Y, en último caso, Alejandra Pardo no nos contrató para investigar la muerte de Ríos, sino la de su amiga y la del otro muchacho.

—Y para prevenir la suya —añadió Imotrid—. Lamadrid, ¡tenemos que ver esa carta!

—Concuerdo contigo. Lo ideal sería compararla con algo que Felipe Ríos haya escrito antes... Mañana visitaremos a su esposa. ¿Habrá algún hotel en este pueblo? Me gustaría que nos quedásemos.

Tenía el presentimiento de que, al día siguiente, no nos dejarían entrar.

—Tal vez Alejandra nos permita quedarnos en su casa —sugirió mi compañera que intentaba ver detalles en la fotografía. Es una de las cosas que admiro de ella: su rigurosidad a la hora de seguir indicios.

—Prefiero que no —dije—. Instalarnos en casa de Alejandra nos limitaría en cuanto a percepciones, prefiero un sitio neutral y totalmente objetivo.

—¿Y con qué dinero pagaríamos ese hotel, según usted? Porque yo no tengo.

Aspiré profundo y apreté los labios.

—Deberás pedirle un adelanto a Alejandra.

—¿Yo? ¡Usted es el jefe!

—Y tu quien arregló el pago.

Su mirada y la forma en que frunció los labios, explicó con exactitud lo que pensaba. Arranqué el auto y partimos.

La señorita Pardo no tuvo el menor problema en abonar la mitad de nuestro presupuesto, pero no había hotel en Riscos y, si lo hubiera, expresó, no nos permitiría instalarnos en otro sitio que no fuera su casa. Aseguró que nadie nos molestaría.

—La propiedad es muy vieja pero es enorme —señaló—, tiene un montón de cuartos que nadie ocupa así que aquí se quedarán. Me vendrá bien un poco de compañía.

—¿Vive sola? —preguntó mi secretaria.

—En teoría, sí —repuso la anciana con un con un dejo de tristeza—, aunque la verdad es que siempre hay alguien cerca.

—Supongo que le colaborarán con la limpieza —sugerí, intentando sonar amable.

—Claro, claro. ¡Miren, acá está Susy, ella es quien más me ayuda! —Una mujer delgada y pequeña entró en la sala con una enigmática sonrisa de piano—. Viene cuando sabe que la necesito. —Las dos mujeres se enlazaron en un abrazo blando.

Después de una breve charla sobre banalidades, Susy dijo:

—Les mostraré los cuartos —Sus ojos oscuros, de párpados ligeramente caídos, chispearon como los de un niño que ha cometido una travesura.

—Sí, sí, vayan —nos pidió Alejandra con el ademán que hacen los granjeros al arrear las ovejas. Nos indicaba la escalera.

Imotrid y yo cruzamos miradas. Daba cierto temor pisar aquellos escalones tan angostos, de pasamanos descalabrados. Pero cuando Susy, que acusaba más o menos la misma edad de Alejandra, subió como una gacela, nos animamos.

Aunque en el piso alto había un inconfundible tufillo a humedad, el ambiente se veía más limpio que la planta inferior. Los suelos estaban alfombrados y las paredes revestidas con papeles lisos de colores claros. Había cuadros cubistas y algunos paisajes. Susy nos guio hasta una puerta doble detrás de la cual apareció, cual oasis, una preciosa suite de dos dormitorios, baño y sala de estar. Todo decorado con buen gusto y modernidad.

—¡Guau! —exclamó Imotrid—. ¡Menos mal que no hay hotel en Riscos! ¡Jamás hubiera superado esto!

Susy se mostró complacida y con esa eterna sonrisa a la que mi instinto juzgó falsa desde el minuto cero.

—Hay un llamador acá. —Señaló una campanilla que reposaba en una mesita redonda—. Cualquier cosa que necesiten, la hacen sonar y alguno de nosotros vendrá de inmediato.

—¿Alguno de ustedes? —Quise saber—. ¿Quiénes?

—Intenten descansar un poco, el agua caliente es fantástica para relajar los músculos, la tina es enorme y agradable. Los llamaremos para la merienda.

Y se retiró, entornando la puerta tras ella.

Imotrid me miró con ojos inquietos.

—No me gusta esta mujer —susurró.

—No me inspira ninguna confianza esa sonrisa —coincidí en el mismo tono, dejándome caer en uno de los sillones.

—¡Es verdad! —exclamó ella como quien acaba de darse cuenta de algo—. Los seres humanos tenemos, todos, la misma cantidad de dientes, ¿verdad?

No pude evitar reír. Si por algo llamaba la atención la tal Susy, era por el tamaño de sus dientes.

—Sí, todos contamos con la misma cantidad, aunque es cierto que esta mujer parece tener el doble.

—Me intimida.

—¡No puedo creer que algo logre asustarte! ¡Siempre andas con esa actitud de que todo lo sabes!

—¡Muchas cosas me asustan! Pero soy valiente, las enfrento. ¡Y no ando con ninguna actitud!

Estuve a punto de hacerle una broma que tenía que ver con su valentía, los estilos de peinado y paletas de colores que escogía para su imagen, pero me mordí la lengua para no hacerla enojar. En cambio, comenté:

—Voy a hacerle caso a Susy y me voy a duchar. ¿Te diste cuenta de que no respondió mi pregunta? —La expresión en su rostro me indicó que no sabía de qué hablaba—. ¡Dijo: «alguno de nosotros»! —repetí.

—¡Es verdad! Es cierto, no le contestó. ¿Habrá más gente dando vueltas por la casa? —inhaló en profundidad—. ¡Dios! ¡El aire de este lugar! ¡Es denso... pesado!

—Sí, estoy agitado todo el tiempo, supongo que tú lo sufres menos por ser más joven.

—Tal vez... Alejandra dijo que es por la cercanía del mar, pero yo he estado en el mar y nada que ver.

—Santoro me dijo que es por la altura. —Imotrid frunció el ceño—. Sí, yo tampoco me lo creo. No hay indicadores de que estemos por encima del nivel del mar habitual.  Almafuerte y todo el distrito es un lugar llano, ni siquiera hay montañas cerca.

—Fue de golpe, cuando llegamos a Riscos —señaló ella razonablemente.

—Es verdad. Bueno, con aire o sin él, tenemos que trabajar, señorita. Mientras me ducho, fíjate y anota todo lo que veas de raro en esa fotografía que tomaste.

—De acuerdo.

La merienda resultó por demás de lujosa, lo que llamó poderosamente nuestra atención. Susy atendió, en todo momento, cada reclamo que le hicimos. Conversamos de las impresiones de cada uno sobre las muertes. Para Alejandra todas habían sido consumadas por terceros. Para Susy, en cambio, era muy probable que fueran suicidios.

—¿Y por qué ocurren justo ahora? —pregunté.

—¿A todos se les da por matarse al mismo tiempo? —añadió Imotrid que había recogido su cabello en una cola alta y acentuado hacia las sienes las líneas negras que pintaba en sus ojos. Al día de hoy no sé por qué hace esas cosas. Si hubiera nacido mujer y tuviera su edad, andaría todo el tiempo a cara lavada. La juventud es un tesoro que se esfuma demasiado rápido como para esconderlo con maquillaje. 

—Además —agregué—. ¿Tan mal estaba Ríos como para suicidarse por la muerte de su madre? Digo, sé que es doloroso y que a uno se le hace un vacío tremendo, pero... es algo natural, sucede, es lo esperado. ¡Tenía hijos, caramba! Quisiera hablar con su viuda, aunque, considerando las palabras de Santoro, tendré que esperar a que la policía abandone Riscos.

—Se fueron hace un rato —afirmó Susy.

—¿Se llevaron el cuerpo?

—No lo sé. Supongo que no; si se determinó que fue suicidio, se lo habrán entregado a la familia para los funerales.

Mi secretaria y yo volvimos a cruzar miradas.

—¿Dónde está el cementerio?

Las dos mujeres me miraron como si hubiera hablado en chino. Después de un silencio incómodo, Alejandra expresó, con un dejo de reproche:

—En Riscos no tenemos cementerio, señor Lamadrid. Solo una capilla donde se hacen las cremaciones.

Imotrid dejó su taza y abrió la boca para hablar —con tono enojado, estoy seguro—, pero me adelanté antes de que metiera la pata.

—Disculpen mi ignorancia, no lo sabía —dije—. Entonces, si son tan amables de indicarnos cómo llegar a casa de los Ríos, iremos en cuanto terminemos esta agradable merienda.

—¡Oh, por supuesto! —exclamó Susy con acidez—. ¡Estoy segura de que les encantará escuchar que lo de Felipe no fue un suicidio sino un asesinato! 


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