Capítulo 9: La prueba de los espejos
—¡Aberta portare! —profesó el Maestre Grand. Contempló desafiante la pared.
Desde las alturas colgaba una planta trepadora. Abonada por la negrura, proliferaba a lo largo de la superficie mohosa. A relieve, sobre la piedra áspera y provocando un sonido carrasposo, emergió un portón de doble hoja. Las proporciones titánicas dejaban en entrevisto la pequeñez de los visitantes. Despertando de a poco, surgió la enorme entrada. Retumbaron los techos y los cimientos.
La enredadera, de diminutas hojas verdes cedió. Agitó sus delgados tallos y raíces, los que, imitando el zigzagueo de una serpiente se hicieron a un lado, quedando al descubierto los esmerados patrones que sobresalían de forma mixtilínea sobre la entrada.
Se impregnó en la piel el olor de la humedad, al soplo de una imperceptible corriente de aire que se abrió paso entre el desamparo. Cubierto por una capa de polvo, el patrón de los suelos perdía su encanto. Con un movimiento lento el portón se abrió.
Una ráfaga de viento se escabulló por la ranura de la entrada. Adenia sintió una extraña revoltura en el estómago y contuvo la respiración. El tufillo a azufre que arrastraba la brisa era casi insoportable. Se encontraba agotada, aún le temblaban las piernas después del largo descenso por las escaleras y galerías de elevadas proporciones. Para su suerte, durante la bajada encontró apoyo en una baranda de mármol que sobresalía de las paredes. En los alrededores una llama azul verdosa y de poca vida resplandecía. Aquella incursión para nada se asemejaba a la tranquila rutina de la pequeña. El recuerdo de los días comunes, en los que se refugiaba bajo los paneles cristalinos del invernadero, le despertaron unos deseos irascibles de retornar a la quietud, mas, el cosquilleo de la averiguación le motivaba a continuar adelante.
Rara vez quedan al azar las decisiones. ¿Cuánto somos capaces de percibir de la realidad? ¿Cuántas experiencias escapan a los sentidos?
La existencia de los niños quedaría marcada para siempre después de los calculados acontecimientos de esa jornada de domingo invernal, al enfrentarse a un destino premeditado.
—Este lugar no ha cambiado en nada, se ve tal y como lo recuerdo ¿No lo crees Freda? —mencionó una voz en un tono pausado y algo ronco. Una conversación tenía lugar, aunque no se escuchó respuesta a su interrogante— ¿Me anuncias que pronto atravesarán el umbral? ¡Yo también lo creo, puedo sentirlo! El Maestre Grand ha cumplido con su labor. La prueba de los espejos aguarda.
El Maestre Grand carraspeó la garganta al adentrase en la sala. Anunciaba su presencia.
—¡Richard Buttons! —La experiencia de la edad se reflejaba en el sonar de la misteriosa voz que se percibía desde el interior del habitáculo— Ha sido un largo tiempo desde la última vez que te tuvimos por aquí.
«¿Ya he estado aquí?» Richard no recordaba el mencionado suceso.
—Técnicamente aun estabas dentro del vientre de tu madre —El anciano parecía intuir las interrogantes del niño.
Cientos de espejos decoraban la visión del interior de la sala, desde las paredes abrillantadas hasta los techos curvados y pilastras. Un espacio desnudo de todo mobiliario cotidiano. La luz de escasas antorchas se reflejaba con discreción sobre las superficies, envolviendo la estancia en un místico halo. Se volvió casi imposible divisar el camino entre los cristales enmarcados en ébano oscuro. Esta vez, la madera mimetizaba a la perfección la figura humana en su compleja anatomía, aquellos colosos humanoides que suplían de marco se insinuaban dotados de vida.
Richard escrudiñó receloso el espacio. No le acompañaba una buena sensación. Podía sentir en la nuca como si cada uno de sus pasos fuesen vigilados por una presencia oculta. Adenia, de igual manera, parecía desconfiar. El maestre Grand se mantuvo inalterable. Lideraba el camino.
Un animal de dimensiones disimuladas pareció escabullirse en la oscuridad.
Ante la visión indagadora del pequeño los reflejos se deformaban, algunos mostraban una realidad alargada, otros una robustez exagerada. Extrañamente, o de forma dudosa dejaban ver recovecos de la casa y los rincones oscuros como si se tratasen de portales hacia otras dimensiones.
Al poco tiempo los niños arribaron al centro de la habitación. Quedó al descubierto un espacio circular custodiado por espejos alargados y de terminación trabajada. El maestro se hizo a un lado, revelando la visión de una figura longeva que aguardaba atenta. Lucía algo intimidante bajo un lustroso traje negro y sombrero de copa. Un anciano, de extremidades huesudas y cabellos blanquecinos, algo encorvado sobre un bastón trabajado, pero de aspecto pulcro y elegante les examino de una ojeada.
—¡Oh! —intervino, no lograba apartar la mirada de los niños— Ya eres todo un hombrecillo —se refirió particularmente a Richard en esta ocasión—, has crecido mucho. Si la memoria no me falla pronto tendrá lugar tu decimotercer cumpleaños.
—¿Perdona? —interrumpió Richard de forma educada— ¿Cómo es posible que sepa quién soy, nunca le he visto antes?
—Richard, no deberías interrumpir —reprendió Grand con suavidad—. Debes limitarte a responder a las preguntas. El Prefecto merece nuestra reverencia.
—Tranquilo Maestre, no pasa nada, el niño tiene sus motivos para dudar. Por supuesto que él no recordaría a un viejo como yo —prosiguió, y una vez más enfocó a Richard—. Permíteme darte una correcta bienvenida a la casa torcida, o como le llamaba la gran señora Scarlett, ¡la Casa Suspiria! Llevo un largo tiempo sirviendo esta estancia, más del que podría predicar. Yo presencié tu nacimiento muchas lunas atrás.
—¿Eres… Él? —mencionó Richard de súbito.
Entre las arrugadas comisuras del rostro de aquel señor se dibujó una media sonrisa.
—Hace mucho tiempo que no me llamaban así. Esa palabra suena muy seria, inspira demasiado respeto. Jean Pevsner, para servirles. Me haría feliz que me citaran por mi nombre. Así me siento más joven.
—¿La Casa Suspiria? —dijo Adenia una vez concluida la petición del veterano— ¿Por qué nunca he escuchado sobre la señora Scarlett? Tuvo que haber sido una mujer impresionante por la forma en la que hablas de ella.
—Maestre Grand, me encantaría pasar un momento a solas con los niños ¿Podrías aguardar afuera de la habitación? —prenunció sorpresivamente el anciano usando un tono blando.
Quedaron acalladas de forma súbita las palabras regañonas del Maestre. La reprimenda prevista, ante la nueva intromisión de los niños, permaneció sellada entre sus labios. «Él» conocía las intenciones de Grand y tales formalidades ya no eran necesarias. Sin protestar, el mentor se dispuso rumbo a la salida. Su reflejo se perdió en la distancia.
—Así es, mi pequeña lectora. La señora Scarlett, una venerada mujer por todos sus seguidores —prosiguió con la conversación el longevo—, fue la primera habitante de estos parajes prohibidos. Era procedente de tierras lejanas de arraigas costumbres. Su registro diario aún se encuentra oculto en la Casa Suspiria, permanece lejos de las miradas indiscretas. Tal vez, alguien como tú podría encontrar cierta fascinación entre sus letras y su historia. Incluso yo moriría por darle una ojeada a esos apuntes una vez los tengas entre manos —enderezó con trabajo la espalda—. Ahora, acérquense un poco más, ya la vista de este anciano comienza a fallar y me gustaría poder contemplarlos más de cerca.
Después de un intercambio de miradas los niños se acercaron con cautela. Buttons rebuscó entre sus bolsillos, dejando al descubierto la página escrita que le había conducido hasta el Prefecto Jean Pevsner. El amuleto, obsequiado por la cocinera, también quedó a la vista. El anciano cambió a una expresión de extrañeza, sus facciones se volvieron precavidas. Mostró una sonrisa obligada, mas la rigidez de la mueca no pasó desapercibida.
—¿Nací en la casa torcida? —Richard se notó sorprendido.
—Tu madre creció en la casa, junto a tus padrinos.
—Yo… —titubeó Richard— no lo sabía.
—Eras apenas un recién nacido cuando ella te llevó lejos, ese día las paredes temblaron, pero el destino te trajo de vuelta a tu lugar de origen, te trajo de vuelta a la Casa Suspiria. ¿Crees en la magia Richard Buttons?
—No estoy seguro —dijo Richard mostrando el papel entre sus manos. Lo desdobló con cuidado—. He encontrado esta página en una de las habitaciones, las letras aparecen de forma misteriosa. A veces muestra frases equivocadas.
—Oh, la había dado por perdida —el anciano entornó los ojos para contemplar la página. Nuevas letras comenzaban a brotar. Sonrió despreocupado—, me alegra que haya terminado en buenas manos, aunque ya el papel no me es útil. Ha cumplido su función. El libro madre ha quedado hecho cenizas tras un infortunado encuentro.
Al concluir la frase la página quedó impregnada en llamas. Richard soltó el papel y retrocedió asustado. Le rozó la yema de los dedos una sensación de ardor penetrante.
—¡La magia no existe! —criticó Adenia con el ceño torcido.
—Oh señorita Ethel, la magia siempre ha existido, desde los tiempos inmemoriales. Pronto lo podrán comprobar —El anciano dio un paso al frente y acortó la distancia. Sus palabras no se perderían en el viento—. ¿Conocen los secretos que se resguardan en la tercera planta de la Casa Suspiria?
—La tercera planta —meditó el niño—. No tengo permitido subir.
—¡Calumnias! ¡Lo que escuchan mis oídos es una injusticia! —Hizo un gesto teatral el hombre— ¿Quién se atreve a negarte semejante privilegio?
—Los señores Aberleen me han prohibido deambular por los corredores. Debo seguir sus reglas.
—¡No está bien visto privarte del conocimiento de la historia! —prosiguió el vejestorio— Las leyendas de tu familia y tu relación con la casa yacen entre las paredes de la tercera planta. Fue el lugar de tu nacimiento. No eres una persona ordinaria Richard Buttons. Mi pequeña Ethel, tampoco tú lo eres. Tienen una función dentro de la Casa Suspiria, no es casualidad que estén aquí. Pronto todos se reunirán bajo el mismo techo.
—No entiendo —intervino la niña algo conmocionada—. ¿A qué se refiere?
—Primero, este pobre anciano les tiene una encomienda, después podrán marcharse a reposar —apuntó con la mano al final de la sala—. Más adelante encontrarán un espejo algo singular, no solo refleja la piel, sino que deja al descubierto la estampa bautismal; el signo de la magia que les acogió al nacer. Quisiera que se sometieran a la prueba de los espejos. Era una de las grandes tradiciones de mi señora y de la Casa Suspiria, sería todo un honor mantener vivo su legado. Dicen que los espejos, al igual que los ojos, son portales hacia nuestras almas, pasajes hacia otros mundos y que algunos permiten ver una verdad nunca antes expuesta. Tu madre, Richard Buttons, también cumplió con la tradición cuando tenían tu edad.
—¿El signo de la magia? —Adenia sonaba cada vez más extrañada.
—Scarlett aseguraba que existen seis marcas de la magia en nuestro mundo, cada persona que nace con talentos excepcionales es acogida por una de ellas. Define el flujo en muchas cuestiones de la vida, aunque para algunos no son más que simples títulos —el hombre enumeró usando sus dedos huesudos—. El Ermitaño, el Ahorcado, el Mitómano, la Belladona, el Vidente y, por último, pero no menos importante, el Creador —Pevsner aclaró su garganta con un carraspeo, como si un largo discurso estuviese a punto de comenzar—. La Belladona, dulce pero mortal, suele estar asociada con el conocimiento. Son aprendices natas y cuentan con una capacidad cognitiva superior a la de los demás. Suelen ser de temperamento apasionado, justo como Scarlett, jamás pasan un detalle por alto. En tiempos pasados, esta hermosa planta era conocida como Átropos, no por casualidad compartía el mismo nombre con la mayor de las tres Moiras. Aquellos que poseen dotes extravagantes para la alquimia y la transmutación, suelen nacer bajo el signo del Ermitaño. Caracterizado por sus manos prodigiosas. Personas solitarias, cálidas y de miradas penetrantes —el anciano hizo una pausa, intentaba evocar los recuerdos—. Las energías de las almas se palpan diferente para el Vidente, maravillosamente sensitivo y de un refinado olfato para los temas atemporales y agonizantes. Nada escapa a su visión. En el Ahorcado nunca podrán depositar la confianza, son alimañas astutas que apuestan por una única cosa: su propia supervivencia. El Mitómano se relaciona con la persuasión y manipulación, la mentira es su mayor virtud. Cuenta con un carisma incomparable, una actitud dócil y amable que le hace pasar inadvertido mientras teje los hilos de sus maquinaciones. Por su parte, el Creador es fabuloso, todo un misterio, posee características de todas las otras marcas de la magia y una energía desbordante.
—La Belladona, el Creador y el Mitómano —musitó Adenia para sí misma refrescando la memoria con el recuerdo de la carta recibida un poco antes. Su curiosidad había quedado achispada con las palabras del desconocido. Deseaba aprender más sobre las historias, sobre la mujer, sobre el secreto de la Casa Suspiria. Anhelaba tanto dominar todas las sapiencias que no podía pensar en nada más—. ¿Tú también pasaste la prueba de los espejos?
—En efecto, señorita Ethel. Fui uno de los primeros en tomar la prueba a vuestra edad. En aquellos tiempos era un simple refugiado en un país de culturas místicas. Mis hermanas y yo aprendimos mucho más de lo que ustedes podrían imaginar.
—¿Cuántos años tienes?
—La edad no es importante. No le negarán a un viejo deslucido como yo el privilegio de mantener vivas las tradiciones —suplicó, dejando de lado las respuestas innecesarias.
Adenia Ethel fue la primera, guiada por la luz de las antorchas que custodiaban el camino. Cuando arribó al final de la sala quedó expuesta frente a un espejo. Lo cierto es que no le encontró nada de particular al gigante vidrioso. Solo se trataba de un enorme cristal sujeto, a ambos lados, por dos figuras ennegrecidas en posición heroica. Observó ella su reflejo de arriba a abajo, pero no notó nada fuera de lo usual.
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De un sorbo apresurado, el Conde de Listón Mayor bebió el té de la refinada taza que sostenía entre manos. Exhaló un suspiro caliente. Su esposa, la condesa, dormía en la cámara contigua; necesitó de un fuerte sedante que la ayudase a aplacar los nervios. Había terminado en un estado de sopor sin igual después de los sucesos relacionados con la caída de los retratos.
Salvattore había esperado toda su vida para presenciar dichos acontecimientos. Sin dudas, una fuerza sobrenatural había sido la causante de tal arrebato y él estaba dispuesto a llevar a cabo la investigación como todo buen detective de lo paranormal. Lo sentía en la médula.
«¿Quién habrá sido el pintor de tales atrocidades?» Pensó el conde, evocando en su memoria los rostros marchitos dentro de los marcos, aquellos cuadros que, a su criterio, estropeaban la majestuosa estructura de la casa.
Contempló, algo exhausto, la habitación estudio que le brindaba cobijo a esas horas de la tarde, un lugar apacible, como los demás salones de la mansión. Una tranquilidad añorada. Se llevó, con precisión médica, el dedo índice al entrecejo y ejerció un poco de presión en la zona. Comenzaba a asentarse una jaqueca, como las que acostumbraban a afligirle. Salvattore se dejó caer sobre el butacón adyacente al ventanal gris y cerró los ojos por un segundo para descansar la vista. Aún podía palpar el calor que emanaba del recipiente vacío en sus manos. Un crujido leve se originó de las sombras.
El conde estiró el brazo y colocó la taza sobre una mesilla cercana, notando el papel que, de manera inexplicable, aguardaba sobre la madera: un sobre pálido decorado con detalles dorados y oscuros.
«¿De dónde ha salido esto?» Extrañado, el caballero le dio una ojeada.
—Al Conde de Listón Mayor —leyó en la inscripción y extrajo la nota del interior—. «Cuando la Madre Blanca sea acunada por las nubes y coronada en todo su esplendor, los sueños de victoria se tornarán en pétreas pesadillas. Es imposible huir del destino una vez traspasado el umbral. Las pesadillas te asechan. Nunca debiste seguirla a esta casa.»
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