Capítulo 17: Las trece campanadas
Dentro de la habitación de escasa luz estalló el pánico. El candelabro en el techo tembló de forma imperceptible, luego toda la casa tiritó visiblemente. La estructura parecía despertar de un extendido sueño, estirar cada músculo de un cuerpo invisible y adormilado. Los adornos y parafernalias comenzaron a caer desde los estantes. Una enorme grieta atravesó lo alto de las columnatas. Con prisas, la familia, se resguardó en una esquina.
—¡Va a volver a suceder! —maldijo Zelma. En su piel podía sentir una rara y torcida energía que emanaba de todos lados.
—¡No! ¡Esto es diferente! —Verner observó a Grand con el rabillo del ojo— ¡No hay nada que temer!
Pero Richard sintió miedo. Una sensación horripilante le puso los pelos de punta.
—¡El Mitómano está entre nosotros! ¡Debe haber pasado la prueba de los espejos del Prefecto! —musitó reflexiva Adenia en medio del caos. Richard le prestó atención— La carta que recibimos también le mencionaba.
Buttons asintió con un gesto rápido, sus ojos no dejaban de deambular por la habitación, impulsados por la necesidad de indagar en todo lo acontecido.
—Debemos dar con la verdad —dijo Richard en un murmullo distraído por el bullicio—, pero estamos atrapados en esta habitación. No hay salida visible, la puerta está bloqueada.
—¿Espantos? —cuestionó ella cubriendo las espaldas del niño.
—No lo sé, pero se siente diferente. Creo que es algo más.
Otra fisura surcó la pared, provocando alaridos de terror en los presentes. La casa parecía colapsar, cual si no pudiese sostener su propio peso. Movido por la premura, el padrino se aproximó al portón y tiró con todas sus fuerzas. No obtuvo resultados. La cerradura no cedió, al contrario, las hojas parecían cerrarse con mayor intensidad. Verner zarandeó con desespero la madera, pero nada. Weber se sumó al esfuerzo, era un reflejo del pánico vivido, aun así, la expresión petulante no abandonó su rostro.
—¡Mejor lo intento yo! —dijo con cierto desdén.
Trece campanadas resonaron. El temblor no cesó dentro de la habitación. Desde el techo llovían nubes de polvo gris.
—¡Buttons! —llamó Grand en un momento de confusión.
Grand se acercó a la puerta uniéndose al esfuerzo. Richard no se movió, su cuerpo se hallaba petrificado por el miedo. Palpó el amuleto escondido dentro de su chaqueta, esperando a que algún acto celestial le librase de aquella situación desfavorecedora. Nada sucedió.
—¡Mocoso insolente! —Weber cansado de la inacción del niño le tiró de la manga de la chaqueta— ¡Necesitamos toda la ayuda posible para abrir esta puerta del demonio!
Escurriéndose del bolsillo en un descuido, el amuleto quedó al descubierto una vez más. Cayó al suelo y rodó. Brincaba, sacudido por las vibraciones.
Richard, alarmado, se liberó del agarre del hombre y gateó en la persecución del codiciado objeto. Se escurrió entre las nubes de polvo y las partículas que bañaban el aire. Una vez lo tuvo de vuelta entre las manos lo sostuvo con fuerzas. Algo en el tacto repentino del artilugio le abrasaba la piel, aun así, una energía invisible le impedía separarse del Quebranto. La reliquia quedó frente a su rostro y el entorno fue absorbido en un borrón.
Cual suspiro dorado y sin previa advertencia surgió una visión desde el fondo de sus pensamientos. Buttons fue atraído por un vacío imaginario, cientos de hilos tiraban de su alma dejando al cuerpo congelado atrás en el tiempo. Un fulgor blanquecino brotó frente a él, —solo era un espectador—.
Abrió y cerró los ojos, parecía despertar de una pesadilla interminable. Un cansancio sin igual invadió su ser. Contempló los alrededores, la habitación ahora se notaba diferente, derruida, el tiempo le había hecho mella, oxidando los escasos colores.
Sobre el suelo polvoriento yacían personas desconocidas, sus atuendos elegantes y refinados se encontraban cubiertos por una especie de planta enredadera que se aferraba, creciendo zigzagueante como serpiente que se arrastra sobre la arena en busca de nutrientes. Richard intentó reaccionar, pero su cuerpo no se movió.
Una invitación sobre el suelo le llamó la atención, pero no alcanzó a leer el texto en el trozo de papel desgastado. A sus espaldas, el sonar de unos pasos le indujo al pavor.
—¡Duerme! —mencionó una voz masculina que no logró identificar.
Nuevas imágenes centellearon en su mente cual fugaces flashazos: una piedra tallada en mujer. Palpó la gentileza en sus rasgos. Con solidez, la estatua resistía todo embiste. No pudo observar más allá.
Un suspiro polvoriento devolvió a Richard a la realidad. La tormenta no cesaba dentro de la casa torcida.
De la nada la puerta cedió y las grandes hojas de madera se abrieron de golpe, tal vez por el esfuerzo de los caballeros, tal vez por decisión de alguna fuerza incorpórea. Vitorearon por un segundo palabras de gozo en la sala. Retornó la iluminación, sin embargo, la convulsión parecía no cesar. Ahora se sentía diferente. El umbral llevaba hacia otro plano, más allá de la existencia de la familia Aberleen, un mundo habitado por las sombras.
Un alarido de espanto emanó desde el corredor y todo índice de esperanza se quebró. Arrulló las paredes el sonido hueco del viento y una minúscula voz armonizó una rima melosa y espeluznante: «Son sueños, o es vida», repetía una y otra vez en un diminuto tono.
Weber fue el primero en abandonar la sala con una premura arrolladora, no le importaba nada más que su propio bienestar. No le detuvo la expresión despectiva de Agatha, el fugaz contacto de sus miradas quedó disuelto al instante. Ella le aborrecía.
Sin pensarlo dos veces, el petulante hombrecillo, se lanzó hacia el pasillo. El resto de la familia le siguió. Tronó con cada paso el repiquetear del bastón del mayordomo.
Sobre el suelo monocromático, curiosas sombras, parecían danzar bajo un resplandor azulado que se escabullía por los ventanales. Ya comenzaba a derretirse la escarcha que cubría los cristales, se escurría de la superficie del vidrio. Con el arribo de las horas nocturnas todo anhelo se vio menguado.
—¡Qué demonios es esto! —El pariente se detuvo a medio andar, paralizado por la emoción. Una corriente fría se adueñó del entorno. Weber empezaba a replantearse su decisión, la poca acogedora imagen de la casona le ponía los pelos de punta.
Las pinturas no estaban. Sobre las paredes grisáceas ahora descansaban los marcos vacíos de lo que antes eran fúnebres retratos, los lienzos descoloridos indicaban la ausencia.
«¿Quién sería capaz de llevarse tales atrocidades?» Pensó Weber. Sus sospechas giraban en torno a Argento, después de todo, eran sus creaciones. Sin embargo, el más joven de los hermanos Aberleen yacía inconsciente en medio de la saleta, Vanna Ronda intentaba auxiliarle.
Le asedió un susto de muerte. La habitación volvió a cerrar sus puertas y el pintor quedó atrapado en el interior.
—¡Argento! —bramó Verner golpeando con exaspero el portón— ¡Argento!
—¡Verner! —dijo Mildred con voz chillona señalando a un espacio sombrío— ¡Verner!
Una risilla emanó de la esquina. Los muros quedaron tapizados por una sombra de humedad y corrosión que creaba manchas chamuscadas sobre la piedra. Se extendía desde el suelo hacia los altos techos abovedados. De la nada una mirada nació, en un lodo ponzoñoso que se filtraba a través de los poros de las paredes. El eco turbador se escuchó con mayor intensidad y un cuerpo entero emergió.
—¡Las pinturas! —Trude apenas logró pronunciar la frase.
Los retratos habían perforado la barrera de la realidad. Ahí estaban, dotados de vida, lejos de sus prisiones de madera. Los ancestros, los merecedores, o peor, los no merecedores, ahora invadían los pasillos y sus intenciones no eran buenas. Comenzaban a intervenir en la historia. Desfilaban como fantasmas repletos de malicia, estaban allí para atormentar a la familia.
El chillido de Trude dio comienzo a la persecución.
La condesa de Listón Mayor fue la primera en separarse del resto, debido a la figura de Salvattore. Se escurrió en el interior de uno de los tantos salones. Una música avivada los acogió.
—¡No se queden detrás! —Grand tomó la delantera. Adenia y Richard le siguieron— ¡Debemos llegar al salón de clases!
—¡Usa una vez más la vela! —chilló Adenia— ¡Haz algo!
—Sería inútil —respondió el mentor—. La misma vela no arde dos veces. Necesitaría otra.
La mansión Suspiria rebosaba de vida. Las paredes y habitaciones ondulaban. Se movían los ladrillos, rotaban sobre un eje imaginario, modificaban la estructura. Pronto la casona dejó de lucir habitual, simulaba ahora a un lugar de locura y pesadillas. Parecían alargarse los corredores y las puertas conducían de vuelta al mismo sitio una y otra vez, en un ciclo sin final.
Los retratos —entes extraídos un mal sueño—, se movían a rastras por los suelos y por las paredes, dejando un rastro negruzco detrás de sus pasos deformes. Gobernaban el espacio.
Los Aberleen quedaron separados, arrinconados dentro de su propia ratonera. Se refugiaron bajo las mesas, en el interior de las habitaciones, dentro de los roperos, algunos descendieron a la planta de servicio en busca de sosiego. Se escuchaban los chillidos, acompañados por la risa maliciosa de las pinturas errantes.
Adenia exigió un segundo para reponerse. Lucía agotada.
—¡Malditos ropajes! —masculló ella— Las chicas también deberíamos vestir pantalones. Deberíamos poder correr libres como los niños.
Quedó irrumpida la pausa por un estruendo y una nube polvorienta obstaculizó la visión. De súbito, se alzó regio en medio del camino un muro de piedra desnuda. Grand al girar sobre sus pasos se encontró bloqueado en el interior de una inusual saleta, las paredes comenzaban a formarse. Vio una puerta a lo lejos.
El maestro arrancó, de un candelabro bajo, una vela quebrada e iluminó los alrededores, pero la penumbra absorbente mantuvo el cautiverio, persistió indócil. Fundidos con la decoración un cúmulo de estantes entorpecían el avance. Richard sintió miedo.
Con movimientos abstractos hizo su aparición una figura, parecía desafiar todas las leyes de la gravedad y de lo conocido. Un jadeo caracterizaba su andar debajo del velo negro. La mujer descubrió su rostro y unos ojos ennegrecidos quedaron expuestos, como dos agujeros sin vida sobre un lienzo pálido. Rosas marchitas se entrelazaban en su cabello, la dotaban de una belleza horripilante. Las mariposas negras reaccionaron a la presencia de la Dama.
—¡Freda! —murmuró Grand al toparse con ella. Con un gesto protector se paró frente a los niños.
—¿Freda? ¿Ese es su nombre? —preguntó Richard.
—¡No es el momento de preguntas! ¡Corran hacia la puerta! Busquen refugio en la Sala de los Espejos, es el único lugar seguro de la casa en estos momentos. El Prefecto sabrá que hacer —comentó Grand señalando hacia la entrada de la habitación—. ¡No se detengan bajo ninguna circunstancia ni miren hacia atrás! ¡Los encontraré en unos minutos!
Una sonrisa forzada fue la señal. Los niños quedaron a la deriva.
—Richard, por nada del mundo pierdas el Quebranto, es una joya muy valiosa—dijo el Maestre.
Ambos infantes corrieron con desespero. Sus pasos torpes se enredaban sobre el suelo inestable. La habitación se tornó eterna. Richard sostuvo con fuerzas el amuleto.
No vino acompañada de una grata sensación la primera pisada sobre los escalones. Tan pronto arribaron a las escaleras, una estatua de mármol blanco que había sido aventada desde las alturas, golpeó contra el descansillo, explosionando en puntiagudas esquirlas. Estremecidos por el impacto, los niños retrocedieron un par de zancadas. La cabeza quebrada de la imagen rodó escaleras abajo. Los marcos de los cuadros también se desprendieron de las paredes, seguido, estallaron los cristales de los ventanales.
Alrededor de un rugido se alzaron las sombras. Esta vez sí se trataba de Espantos. Buttons, atemorizado, se cubrió los oídos.
—¡No entiendo qué es lo que sucede! —chilló Adenia provocando la reacción del niño—¡Nos hemos quedado sin salida!
«¿Qué haría Grand en un momento como este?» Se cuestionó Richard. En un movimiento desesperado enfocó su mirada a través de las hebras doradas del amuleto. Solo percibió una soledad abismal en un ambiente devastado. Luego el artilugio resplandeció, en respuesta a sus plegarias.
«¡LARGO!» Buttons escuchó en el aire un quejido estridente como si la casa le expulsase roñosa. Toda fuerza menguó y sus parpados sucumbieron ante la oscuridad.
El exhalar de un grito ahogado despertó al pequeño de la vívida pesadilla. Dentro de la habitación una brisa suave sacudió las cortinas. Miró a su alrededor con desespero. Richard se encontraba a salvo en la tranquilidad de la noche cuando el reloj marcó las trece campanadas.
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