TRACK#41: TO MUCH, TO BIG
Canción sugerida: Let It Go por James Bay
Para mí todo seguía siendo extraño. A veces llegaba a pensar que no acabaría jamás, aunque no estaba segura de que era lo que no se detendría. No sabía explicarlo, solo sentía muy dentro una soledad descomunal.
Ese chico de los hoyuelos, del que olvidada el nombre continuamente, seguía quedándose al lado de mi cama. Lo descubrí dormido un par de veces, cuando la enfermera venía a mover cosas debajo de mi sábana.
Era tan incómodo tener una bolsa de plástico conectada a mi cuerpo o no poder predecir cuándo iría al baño, si es que podía llamarle de esa forma a lo que hacía yo en las mañanas.
A veces sentía calambres en mi cabeza, iban cambiando por un ardor insoportable que la intravenosa se encargaba de calmar. Me habían preguntado quién era yo, cómo me llamaba o qué edad tenía.
A duras penas decía que era Issabelle López, que tenía veinticuatro años o quizás veinticinco y que mi hermano pequeño se llamaba Miguel. Eso sí lo recordaba bien. Tenía sueños con un bebé llorando y un niño correteando alrededor en un lejano parque. Luego me quedaba en tinieblas.
El chico de los hoyuelos solía leerme todas las tardes. No entendía por qué se quedaba o qué significaba que me llamara cariño la mayoría de las veces. No lo conocía pero no podía parar de sentir pena por él.
Por qué alguien tan joven se queda con alguien como yo. Cómo puedes perderte ese maravilloso sol que yo veo del otro lado de la ventana, cómo prefieres la sombra húmeda y lenta de esta habitación. Quise preguntarle eso varias veces.
No lo hice, algo en su voz me obligaba a callar, a concentrarme en los sonidos que la formaban, en el lento ritmo que iban creando sus palabras en mi mente y algunas veces llegué a reconocerla. Se parecía tanto a la de mis sueños, se parecía tanto a la de mi pequeña consciencia que idealicé que él estaba dentro de mí.
Eso me hizo aplicarme aún más. Debía recodar su nombre a como diera lugar, debía atrapar su recuerdo en mi mente con total empeño, pues en el fondo algo me decía que el chico de los hoyuelos era especial.
—¿Y cómo te sientes hoy?—preguntó el doctor nada más llegar. Yo dejé de mirar por la ventana y reparé en que solo estábamos la enfermera y nosotros en el salón.
—Bien, supongo que bien...
Después de eso vino el rutinario interrogatorio de quién era yo, qué edad tenía, cómo se llamaban mis padres, qué recordaba de lo que me había pasado.
Solo repetía lo que aquel chico y el propio médico me decían. Un accidente de coche, me llamo Issabelle María López... bla-bla-bla... Un examen de rutina y otro cambio más. Esperaba que me volvieran a colocar esa bolsa de plástico bajo la sábana, pero no fue así.
—A partir de hoy empezaremos una nueva fase. Ya puedes caminar...
El médico sonrió como si eso fuera un logro gigantesco. Yo no supe interpretar nada de eso. Las nueve en punto, pronto el chico de los hoyuelos y sus amigas estarían aquí. Ellas me recordaban vagamente que yo era una chica. Me habían traído revistas de moda y más libros, eso me hacía sonreír al menos un poco. Ellas a veces lloraban a escondidas. No entendía por qué.
—Hola...
El chico de los hoyuelos llegó solo, justo cuando la enfermera y otro ayudante conseguían sentarme en la cama que se había convertido en mi hogar.
—Hola...—contesté titubeando aun.
—El señor Baek me dijo que ya puedes caminar. Enhorabuena, preciosa...
Preciosa, aún seguía sin saber qué significaba eso, pero él solía llamarme así. Siempre una sonrisa, siempre una palabra cálida como él. Siempre limpio y acogedor como una casa recién pintada.
—Empezaremos con los ejercicios de rehabilitación ahora. Sería bueno que observaras, pues supongo que tú te encargarás en el futuro.
Dijo la enfermera como si yo no estuviera ahí. Como si yo no formara parte de esas cuatro paredes. El chico se puso serio mientras se acercaba más a la cama. Comenzaron con mis brazos, y estoy segura que hubiera llorando de no estar él presente.
Todo me dolía, mis piernas estaban rígidas, mi cuello peor. Fue una tortura en la mayor extensión de la palabra y cuando intentaron ponerme en pie solo conseguí caerme, casi de bruces, de no ser por el ayudante y aquel chico.
—Calma, un paso a la vez—dijo la enfermera con una sonrisa apenada. Yo no me daba cuenta de que ya había empezado a llorar.
Alguien iba a decir algo, estaba segura de que vendría una consoladora plática de tienes que ser fuerte o eres muy afortunada, como solía decirme aquella mujer de uniforme azul. No esperé que el chico de los hoyuelos se adelantara a tal pronóstico.
—¿Puedo proponer algo?
Ambos intercambiaron miradas y solo el acompañante estuvo a mi lado mientras los otros conversaban. No tenía ánimos de girar mi adolorido cuello para mirar sus expresiones. Solo quería dormir otra vez, dormir por siempre, no ver más rostros afligidos cuando la puerta se cerraba.
—Solo no abuses y evita moverle de más.
—Vale...
La plática había terminado y tanto el acompañante como yo nos quedamos a cuadros cuando aquel chico pasó un brazo debajo de mis rodillas y con un solo movimiento me cargó entre sus brazos.
—¿Puedes sujetarte de mi cuello?
Alguien ayudó a mis brazos a rodearlo más. Qué estaba pasando, por qué sentía calor, por qué me era tan familiar estar tan cerca, por qué él olía como a casa.
—Bueno, ya sabes Nam Joon, sin abusar...
—Claro enfermera Kim, solo daremos un paseo por el pasillo y tomaremos el sol.
El sol... eso trajo un recuerdo lejano para mí... una plaza, unas manos... el sonido de unas risas, una niña pequeña con el rostro cubierto de barro, una mujer joven con el cabello muy largo y oscuro.
—¿Estás cómoda?—preguntó el chico que me llevaba en brazos. Las puertas de mi habitación se habían abierto y ahora me daba cuenta que un mundo más grande y complejo se extendía detrás de ellas.
—Sí—lo miré.
Seguía con la expresión seria, pero sus ojos marrones estaban encendidos por alguna otra razón, quizás alegría, quizás alivio, seguía sin encontrarle muchas explicaciones a esas palabras.
Poco a poco, con cada paso del chico que la enfermera llamó Nam Joon, el pasillo se fue agrandando, descubrí un mostrador, más mujeres y hombres en azul y blanco. Todos me observaban con una extraña sonrisa, algunas mujeres ocultaban unas lágrimas que no comprendía.
Luego me di cuenta por qué, el cristal de las puertas sirvió de espejo y pude contemplar la escena que movía a todos a mirar y abrir paso.
Un chico alto y moreno, de rasgos gentiles y elegantes llevaba a una muchacha demasiado delgada entre sus brazos, ella tenía el cabello muy corto, como si hubiera sido pelada al rape últimamente. Estaba pálida y sus labios agrietados.
El sol y la luna, el día y la noche, tanta pena inspiraba yo. Ese pensamiento me mantuvo concentrada lo suficiente para que el pasillo se acabara y torciéramos a la derecha. Ya no quería seguir, la habitación era mejor.
Allí tenía la sombra y la humedad de mis propias lágrimas, allí estaba la voz de ese chico y los libros, allí estaban Elizabeth, Emma, Alicia, Wendy... este mundo nuevo y frío, este mundo no era para mí.
El viaje terminó en una especie de lugar abierto. Había plantas allí. El chico me dejó sobre una especie de banco de piedra, con mucho cuidado antes de sentarse a mi lado también. El frío de aquel sitio me invadió por completo, hasta ahora no había sido consciente de ello, hasta ahora no me había separado tanto de él y quizás por eso me aproximé más.
Quizás por eso pedí que me cediera más de la calidez que corría por su cuerpo, quizás por eso lloré.
—Cariño... está bien, está todo bien...
El chico me volvió a rodear con sus brazos, esta vez la sensación de calidez se multiplicó, dulce, espesa, como algún elixir mágico, como una medicina bendita. Me descubrí inhalando su olor a limpio, a hogar, a casa.
Lloré un poco más, aun perdida en todo lo que no podía reconocer. El chico susurró más cosas en mi oído. Me habló de seguir adelante, me dijo que no estaba sola, me dijo que nunca se alejaría de mí, y yo le creí. Yo me esforcé por aprenderme de memoria su nombre o cuántos lunares tenía en el rostro.
Ese fue el inicio de muchos días iguales. Todo comenzaba con las sesiones de fisioterapia. Dolor, torceduras, más dolores, pronto el ayudante fue sustituido por Nam Joon, el paciente chico de lo hoyuelos cuando sonreía. Pronto la enfermera también nos abandonó.
Él estaba allí antes de que despertara, lo presentía aun dormida. Sabía que cuando abriera los ojos lo primero que vería sería a un chico moreno metido en una sudadera de cualquier color con un gorro de lana o una gorra al revés. Siempre con un libro entre las manos, en los últimos tiempos una piedra.
Sí, habíamos encontrado muchas piedras en la gran maceta que había en la terraza del segundo piso. De todas formas y colores
Yo me había entretenido bastante en agruparlas en pequeños montoncitos. Él me había ayudado y un libro sobre geología había sido la excusa perfecta para identificar cada trozo de mineral o arenisca.
Era simple, solo pasábamos tiempo. Ahora Nam Joon traía pequeñas rocas todas las mañanas. Me ayudaba a cambiarme de ropa y hacer mis ejercicios. A veces entraba algunas golosinas de contrabando y era fuertemente regañado por el doctor, pues se suponía que el chocolate me mataría, yo no entendía por qué cuando era tan dulce, tan familiar y seguro como Nam Joon.
Aprender a caminar teniendo veinticuatro fue duro. Si me quejaba de los ejercicios eso fue peor. Llegar al final del pasillo se convirtió en una apuesta del personal del mostrador y hubiera sido una tortura para mí de no tenerlo a él y a las animadas chicas que me visitaban tres veces por semanas.
Primero eran la morena de los ojos azules y una asiática, luego se sumó una rubia y otra pelirroja. Más chicos fueron desfilando con el paso de los días. Mi hermano estuvo más veces acompañado de una muchacha seria que me abrazó nada más entrar. Se llamaba Ritsuki y se sentía como una madre.
Un chico pelinegro y flacucho también estuvo más presente los últimos días. Se esforzaba por hacerme reír y trajo un oso de peluche que le faltaba un ojo. Se llamaba Eddy y según él era mi favorito.
Todo era sutileza y suave diversión mientras esas personas estaban allí, mientras solo me veían en el pijama del hospital e intentando caminar en el pasillo. Cuando se iban, la parte fea comenzaba.
Mis lágrimas, mi frustración por no poder ir baño aun por mi propia cuenta, mi intento de romper el cristal de la ventana, mi incomprensible llanto o el hecho de no recordar la mitad de mi día y las pesadillas no me dejaran en paz. Solo Nam Joon veía y compartía eso, solo Namjoon me decía que estaba bien.
Hubiera dormido desnuda a su lado, que estaba segura que eso no le iba a importar. A veces pensaba que él no era real, que no podía existir una persona así, que no podía ser tan desinteresado.
El fin de semana, Nam Joon no apareció en mi habitación cuando abrí los ojos. Temía lo peor y ya estaba lista para enloquecer cuando el doctor y la enfermera aparecieron sonrientes.
—Ya puede volver a casa. Con supervisión, pero creo que el señor Kim está más que listo para cuidarle.
¿El señor Kim? Mi respuesta llegó con Nam Joon y ese montón de chicos y chicas que solían visitarme. Había flores, osos de peluche y muchas rocas. Miles de pequeños pedazos de polvo interestelar, como solía llamarlo él.
Podía caminar, muy despacio, pero podía hacerlo. Así llegué al fondo de un coche. Nam estaba a mi lado y por alguna razón eso bastó, por alguna razón yo dormí sobre su hombro todo el trayecto de un viaje que quizás olvidaría después.
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