Una poquito de azúcar
La misa había llegado a su fin, y el murmullo de las oraciones se disipaba lentamente, dejando tras de sí un silencio reverente. La Madre Superiora se encontraba profundamente conmovida. Lloró unos instantes, lloró amargamente como Jesús cuando esperaba en el Getsemaní que llegaran sus captores; las lágrimas brotando de sus ojos como un manantial que había estado contenido demasiado tiempo. No se trataba solo de la tristeza por las penurias que había vivido, sino también por el peso de las decisiones que había tomado. Recordó los castigos, las reprimendas, y en particular, aquellos que había infligido a Astrid.
¿Por qué había sido tan dura con ella?
Cuando finalmente se recompuso, la llamó a un lado. La joven se acercó con un ligero titubeo, sin entender del todo la gravedad del momento. En su mente divagaba la idea de que el regalo de despedida de la madre llora sería un último regaño, Pero así no fue, sino que temblando de emoción, tomó las manos de Astrid entre las suyas, buscando su mirada.
—Astrid —comenzó con voz entrecortada—, quiero pedirte perdón. Te he castigado, a veces con dureza, e incluso he sido injusta contigo. No sabía cómo guiarte, y mis miedos me llevaron a actuar de maneras que no debí.
Astrid la miró, sorprendida, no entendía lo que estaba pasando, a lo lejos, la hermana Lucía admiraba la escena, no decía nada, no se atrevía a interceder, parecía una estatua, resguardando la integridad de la novicia que había apostado todo por un rato de relajo y diversión.
—Madre, —respondió Astrid con dulzura—, todos cometemos errores. He aprendido mucho de esta experiencia, y en mi corazón no queda resentimiento. En algunos momentos, la comprendí. Sin embargo, en otras ocasiones, veía sus reprimendas con injusticia.
—Lo se, Astrid; he estado observándote. Los años han dejado huellas en mi corazón, y me temo que han dejado una sombra de amargura en mi. — suspiró — por eso tomaba tantas pastillas, ¡Para olvidar tus sentimientos que para mí son pecados!, me he vuelto muy amargada.
—¿Amargada?, tal vez si, pero sé que lo hacía con buenas intenciones. Madre, tal vez solo sea realista. He visto lo que la gente puede hacer, las decisiones crueles que toman. No creo que sea una cuestión de amargura, sino de experiencia.
—Y por experiencia es que He tomado una decisión, Astrid. Me iré un tiempo, a un lugar donde pueda reflexionar y encontrar paz. Tal vez eso también te ayude a encontrar tu propio camino.
—¿Y eso significa que se alejará de nosotros para siempre?
—Espero volver algún día. — le prometió — sin embargo, prométeme a mí que llegarás a ser una buena monja.
Entre los planes de Astrid nunca estuvo ser monja, ella, la hermana Lucía y todos las que la conocían estaban al tanto de esa realidad. Sin embargo, pensó nuevamente a su padre, y se imaginan lo feliz que estaría al verlo cumplir una de sus aspiraciones para ella, para su pequeña hija.
—Tal vez... tal vez lo intente. Pero, prometame usted que volverá.
—De acuerdo, llevo años sin prometer nada — y sonrió, junto a unos hoyuelos que nadie se esperaba que asomara de esa cara que no había sonreído en décadas — Pero lo haré. Estamos en deuda.
Las lágrimas de la Madre Superiora fluyeron nuevamente, pero esta vez eran lágrimas de alivio. Había encontrado la gracia del perdón, un poquito de azúcar que la ayudaría a dejar las pastillas para sus repentinos cambios de humor.
—Para la próxima vez, — le dijo — Espero que recites el credo original.
—Lo haré, reverenda madre... Pero tiene que aceptar que esta versión mejorada es muchísimo más realista.
—No pienso discutir eso — exclamó, volviendo a su arrogancia de siempre — por ahora, abrázame, pequeña Ingrata.
Ambas se abrazaron, fue una escena digna de ver adaptada al teatro o cine mudo. Al culminar la emotiva despedida, el ambiente en el convento volvió a ser el mismo, allá, más al fondo, tocando el horizonte, el auto se iba empequeñeciendo, poco a poco al son del destartalada carburador.
—Nunca me cayó bien, — se confesó Astrid — Pero creo que sus palabras fueron sinceras. ¿No lo crees, Padre Pérez?
—Estoy seguro de que sí lo fueron, Astrid —dijo con voz firme pero amable—, necesito verte en mi oficina. Hay algo muy importante que debo entregarte.
—¿Entregarme a mí? — preguntó algo aturdida. — ¿Qué cosa?
—Eso debemos hablarlo en privado, — inquirió — lo que sí te puedo decir es que es algo que te va a alegrar.
Las cartas estaban envueltas en una vieja tela de estambre, se veían a simple vista algo amarillentas, como si estuviesen guardadas desde hace mucho tiempo, Astrid no recibía información de su familia desde hace casi un año, seguramente por esta razón es que la madre superiora le imploraba un perdón, el cual ella no creía merecer. Las cartas desde el principio de los tiempos han sido la forma más primitiva de comunicación escrita, y eso Augusto Pérez lo sabía muy bien.
Pudo haberle Escrito a Imogina muchas veces, pero no lo hizo.
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