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Nueva Indumentaria

I

Creo que nos hemos olvidado del pobre de Juan David.

Se había levantado temprano, algo muy raro en el; había tenido insomnio y por dicha razón decidió no tomar ni un sorbo de café. Después caminó a su estudio dónde comento a escribir unos versos, quizá Dedicados a Astrid; estaba sumido en sus deberes cuando el sonido del timbre interrumpió su tranquilidad. Con una ligera irritabilidad, se levantó y se dirigió a la puerta, sin saber quién era o qué quería, no esperaba visita de ningún tipo, solo quería estar solo.

Al abrir la puerta, se encontró con una figura familiar: la duquesita de Winter. Su presencia siempre había sido deslumbrante, pero en ese momento, parecía llevar una carga en sus hombros. Su vestido, elegante y cuidadosamente confeccionado, no lograba ocultar la fragilidad de su expresión.

—¡Juan David! —exclamó, su voz tintineando con un matiz de nerviosismo.

—¡Duquesa!, ¡No te esperaba! — y clavo en ella una mirada desconcertada.

—¿No me vas a invitar a pasar?

—¡Oh! Perdóname, claro, pasa.

La última vez que habían hablado, la conversación había terminado en un tenso silencio tras un intercambio de palabras hirientes. Duquesa había hecho gala de su arrogancia y desprecio, y él, herido por su comportamiento, había decidido poner fin a su relación.

Pero ya era un escenario que no debía ser recordado, no era menester.

—¿Te gustaría un café? —preguntó él, intentando romper el hielo mientras se sentaban en la sala.

—No, gracias. Prefiero ser breve —dijo ella, moviendo las manos nerviosamente sobre su regazo.

—Ok — musitó — Tú dirás.

Para Duquesa no era fácil exteriorizar sus sentimientos, era algo que no hacía nunca, y su madre nunca le dio importancia. Para ella con solo tener una caja repleta de joyas era suficiente, ahora, en su soledad, pensaba como adulta y no como niña mimada, queriendo un ramo de rosas rojas en lugar de final perlas y cuarzos, ¡Nadie se lo regalaba! Necesitaba experimentar la simpleza de uno u otro modo, y pensaba que Juan David le haría sentir plena e importante nuevamente.

—Es que no sé por dónde empezar — contempló Duquesa con algo de tartamudez.

—Creo que lo mejor sería empezar por el inicio. — y sonrió algo apenado por su broma.

Parecían dos completos desconocidos en una primera cita.

—Quiero disculparme por cómo me comporté la última vez. Te traté con desprecio y arrogancia, y no fue justo. Estaba abrumada por la presión de mi familia y... bueno, no es una excusa, lo sé.

Juan David la miró fijamente, tratando de descifrar las emociones que se reflejaban en sus ojos. Había algo genuino en sus palabras, pero él no podía olvidar el dolor que había sentido.

—Entiendo. — se limitó a responder.

—¿Solo eso tienes que decir? — exclamó algo iracunda, Pero sin que se notara mucho — Esperaba más de tu parte.

—Eso no justifica tu comportamiento. Me hiciste sentir menos, como si no valiera nada.

Ella bajó la mirada, y por un momento, el silencio se adueñó de la habitación. Juan David sintió una punzada de compasión, pero rápidamente la reprimió. No quería caer en la trampa de su encanto.

—Sé que no puedo cambiar lo que hice, pero quiero intentar arreglarlo —continuó la chica guapa, su voz llena de determinación—. Me gustaría que renováramos nuestro compromiso.

Las palabras de la duquesita resonaron en el aire como un eco distante. Juan David sintió que el mundo se detenía por un momento. Renovar el compromiso significaba revivir todo lo que había amado y odiado de su relación, y no estaba seguro de estar listo para eso. Actualmente, su prioridad era Astrid.

Si, Astrid Caro Osorio era su chica ahora, así fuera una monja, eso no le importaba.

—Duquesa... —comenzó, pero ella lo interrumpió.

—Escúchame, por favor. He reflexionado mucho desde nuestra última conversación. Me he dado cuenta de que mis acciones no solo te hirieron, sino que también dañaron nuestra relación. Me importas, y quiero que me des otra oportunidad para demostrarte que puedo ser diferente.

Juan se cruzó de brazos, sintiendo cómo su corazón se debatía entre el deseo de perdón y el miedo a repetir el pasado. Para ser sincero no deseaba llegar a un lugar donde estaba por conveniente, prefería ser pobre y sincero, que casarse por dinero.

—No puedo simplemente olvidar lo que pasó. No puedo ignorar cómo me hiciste sentir. No creo que podamos volver a estar juntos —respondió, con el nudo en la garganta que me impedía confesarle que se había enamorado de otra mujer.

—Es otra mujer, ¿Verdad?

—Si, debo ser sincero contigo.

Para su sorpresa, esperaba ver una típica escena de celos, Pero lo que vió, fue un largo suspiro de arrepentimiento.

—¿No hay nada que pueda hacer para cambiar tu opinión? —preguntó nuevamente, su tono ahora suplicante—. He estado pensando en lo que realmente quiero, y te necesito a mi lado.

—No se trata solo de lo que tú quieres, También se trata de lo que yo necesito. Y ahora mismo, necesito distancia. Necesito estar a gusto con la persona que elija —explicó Juan David, sintiendo que las palabras eran un peso que debía liberar.

La duquesita se levantó de su asiento, paseando por la habitación mientras su mente parecía estar en un torbellino.

—¿Y si te prometo cambiar? —dijo finalmente, deteniéndose frente a la ventana, mirando hacia el jardín—. He estado trabajando en mí misma. He hablado con mi familia, y he dejado claro que no quiero ser esa persona arrogante. Quiero ser alguien que realmente valore lo que tiene.

—Duquesa, las palabras son solo eso: palabras. Necesito acciones. No puedo construir una relación sobre promesas vacías —replicó él, sintiendo que la frustración comenzaba a asomarse en su voz.

Ella se dio la vuelta, enfrentándolo con una expresión que Juan David nunca había visto en ella: vulnerabilidad pura.

—Entiendo que no sea fácil perdonarme. Pero, por favor, dame la oportunidad de mostrarte que puedo ser mejor. Solo un segundo intento. Si no funciona, entonces no te molestaré nunca más.

—No puedo, Lucía. Debo pensar en lo que es mejor para mí. Y lo mejor para mí es seguir adelante —dijo con voz firme, aunque el dolor en su pecho era palpable. — No te amo, nunca te amé, acepté el compromiso por necesidad e imposiciones de mi padre. Y seguir con esta patraña sería hacerte un daño a ti, y te mereces lo mejor del mundo, y eso no soy yo.

Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas, y por un momento, Juan David sintió un impulso de consolarla. Pero se detuvo.

—Entiendo —respondió ella, su voz quebrándose—. Solo quería que supieras que lamento lo que hice. No esperaba que todo volviera a ser como antes, pero sí tenía la esperanza de que podríamos intentar reconstruir algo.

—Te deseo lo mejor, de verdad —dijo Juan, intentando sonar amable—. Pero creo que lo mejor es que cada uno siga su camino.

Lucía asintió, su dignidad estaba intacta a pesar de la tristeza que la envolvía. Caminó con pasos ligeros hacia la puerta: la visita hacia Culminado.

—Gracias por escucharme, Juan. Espero que encuentres lo que buscas —dijo, y luego, con un último suspiro, se marchó.

Esa fue la última vez que la vió. Pasados algunos años y en medio de la guerra póstuma, en las primicias de los noticias locales se supo que la dinastía Winter había quebrado, y que la Duquesita terminó casándose con un humilde pastor de ovejas, terminó empeñando todas sus joyas para saldar deudas y tuvo un hijo al que llamó David Samuel, con la casualidad de que eran nombres bíblicos así como Juan David, Tadeo Daniel o Esther María.

II

Juan David no podía sacarse a Astrid de la cabeza. Desde aquel día en que se despidieron (que había sido hace dos días) no podía realizar nada bien. Su padre le decía que se estaba enamorando nuevamente, a lo que siendo verdad se lo negaba porque no quería que se supiese su secreto.

Decidido a no dejar que la distancia se interpusiera entre ellos, Juan David comenzó a tramar una artimaña. Sabía que el convento tenía estrictas reglas sobre la entrada de visitantes, pero su deseo era más fuerte que cualquier advertencia.

Pasaba horas recordando cuando Astrid le dijo que no lo imaginaba como un Jardinero.

«Por verte sería Jardinero, Pastelero o Cura, si fuese necesario» suspiró.

Ya se veía disfrazado ante la puerta principal, donde una monja de aspecto severo lo recibió con una mirada inquisitiva.

—¿Qué deseas, joven? —preguntaría la monja.

—Vengo a ofrecerme como jardinero. He escuchado que aquí cuidan de un hermoso jardín y me gustaría ayudar —respondería El enamoradizo joven, tratando de sonar lo más convincente posible.

Pero estaba seguro de que eso no funcionaría.

Tenía que ver a Astrid, y la única forma de hacerlo era infiltrándose en el convento. La idea le parecía descabellada, pero una persona enamorada nunca presta atención a Los cabos sueltos de un problema sin resolver.

¡Un disfraz! Esa era la idea, eso sí, no compraría el de Jardinero, sino uno que combinara más con la ocasión.

Con el pulso acelerado y una decisión firme, corrió hacia la tienda de disfraces que había descubierto al lado del bar. Al entrar, sus ojos se posaron en un disfraz de monja, sencillo pero efectivo. Lo mejor de todo era que estaba a mitad de precio. Sin pensarlo dos veces, lo compró y salió disparado de la tienda, sintiendo la adrenalina recorrer su cuerpo.

Al llegar a casa, Juan David se miró al espejo. Su barba y su bigote, aunque no eran tan densos, eran una amenaza para su plan. Con determinación, tomó la maquinilla de afeitar y se deshizo de cada vello que pudiera delatarlo. Al final, se sintió extraño, casi irreconocible, pero eso era exactamente lo que necesitaba.

Con el disfraz de monja bien ajustado y la cara limpia, se dirigió al convento. Caminó con paso firme, intentando imitar la serenidad de una verdadera monja.

Juan David se ocultó tras un arbusto frondoso, observando con curiosidad el bullicio que se formaba en la entrada del convento. La madre superiora, con su hábito negro y su porte autoritario, estaba siendo despedida por las novicias, quienes, con lágrimas en los ojos y sonrisas nerviosas, le ofrecían abrazos y palabras de agradecimiento.

—¡Esto no podía salir mejor! — se dijo — la bruja se irá y tendré el camino libre.

Mientras las novicias se afanaban en la despedida, él aprovechó la distracción para deslizarse entre las sombras y acercarse a la puerta del convento. Al principio, se sintió como un intruso, las novicias, abstraídas en otros asuntos, no parecían notar su presencia.

Ahora, la pregunta del millón:

¿Dónde estaba Astrid?

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