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La Nueva Madre Superiora

I

Astrid se había guardado la Carta de Juan David en el lugar menos pensado por las almas inocentes: En un lugar privado que la madre superiora calificaba como «Sucios Cojines», María Gertrudis prefería utilizar el término «Pechos», Melissa era más conservadora y decía que su madre le decía que eran «Prominencias», Pero yo les decía Busto o Senos; claro, los impíos de los Monaguillos con sus pensamientos Lujuriosos decían un término algo vulgar que solo le había escuchado a Caín: Tetas.

Después de la breve velada, corrió a la cocina, sintiendo cómo el aroma de los guisos recién preparados la envolvía. Rosa, la cocinera, una mujer robusta y de manos hábiles, la recibió con una sonrisa cálida.

—¡Hola, Astrid! Ya te extrañaba, tenías tiempo sin venir.

—Tenía vedada la cena — respondió imitando el llanto de un recién nacido — Tengo mucha hambre.

—Se nota — observó — Ven, mira lo que tengo para ti — dijo mientras levantaba un enorme plato rebosante de comida suculenta: un estofado humeante, acompañado de arroz esponjoso y verduras frescas.

Astrid, sorprendida, se detuvo en seco:

—¿Para mí? — preguntó, con un atisbo de incredulidad en su voz. — pensé que sería una cena ligera.

La cocinera asintió con alegría.

—Sí, querida. La Madre Superiora ha decidido que hoy debes comer algo resuelto. Te lo mereces.

Las últimas palabras resonaron en su mente. La Madre Superiora... siempre tan estricta, tan distante. Astrid nunca había imaginado que le dedicaría un gesto tan amable. A menudo, había sentido que su presencia se ceñía sobre ella como una sombra pesada, llena de reglas y castigos. Pero ahora, esa misma figura imponente había decidido hacer algo bueno por ella.

Confundida, tomó el plato, sintiendo el calor que emanaba de él. Miró la comida con ojos brillantes, pero también con un leve recelo.

—¿Por qué? — se atrevió a preguntar.

—Quizás ha visto algo en ti que merece ser celebrado.

—Quizás — se limitó a responder.

—Bueno, no te quito más tiempo. ¡Buen provecho! — Y se retiró.

—¡Gracias!

Astrid se sentó en una mesa cercana, el plato frente a ella, y comenzó a degustar su cena. Quizás, solo quizás, había más bondad en el mundo de lo que había creído.

Sin embargo, la comida no le pasaba por la garganta. Tenía que llegar al fondo de todo esto. Así que llamó Nuevamente a la cocinera.

—Rosa. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro, querida. ¿Qué te preocupa?, ¿La comida sabe mal?, ¿Necesitas agua?

—No, Rosita, está excelente La comida, pero... La Madre Superiora… hoy fue muy amable conmigo. Pero, normalmente, solo me regaña. ¿Por qué crees que tuvo ese buen gesto?

—Ah, — sonríe con complicidad — eso tiene su explicación, Astrid. La Madre Superiora tiene sus razones.

—¿Qué razones? Me parece tan extraño…

—Verás, — y bajó el tono de voz asegurándose de que nadie más la escuchas — su hermana, la monja Lucía, acaba de llegar. La Madre Superiora quiere mantener las apariencias, hacer que todo luzca perfecto.

—¡Oh! ¿Eso es? Pero, ¿no es un poco… falso?

— Falso, si; Pero en este lugar, las apariencias son muy importantes. La Madre Superiora quiere asegurarse de que Lucía vea lo mejor del convento en su llegada.

—Supongo que tiene sentido… pero me gustaría que fuera genuina, no solo por la visita. Me has dado mucho en qué pensar.

En ese momento, se escuchó a lo lejos unos tacones que hacía un ligero estruendo, la mayoría pensó que era la Madre Superiora, y Astrid se encerró en su plato, el temor por la bipolaridad de la autoridad siempre estaba presente en ella.

—¡No lo recordaba! — exclamó Rosa — tengo que preparar un plato más.

—¿Para quién?

—Para la madre superiora.

—¡Pero si ella nunca cena con nosotras! — le susurré.

—Bueno, hoy ha cambiado de opinión.

Mientras Astrid cenaba en la mesa del comedor, el suave murmullo de las voces y el tintinear de los cubiertos creaban un ambiente tenso mientras las pisadas se acercaban. De repente, sintió una ligera presión en su hombro. Se volvió, y frente a ella estaba la Hermana Lucia, una figura que no había tenido el placer de conocer hasta ese momento. Su rostro, iluminado por una sonrisa cálida, contrastaba con la seriedad habitual de la Hermana Superiora.

—Buenas noches, Astrid.

—Buenas Noches, Hermana — dijo Astrid un poco confundida, porque pensaba que se encontraría con la madre superiora. —¿Cómo sabe mi nombre?

—Todos saben tu nombre aquí — le dijo mientras le guiñaba un ojo — Quería presentarme, ya que dentro de dos días tomaré el lugar de la Hermana Superiora por un tiempo indefinido.

Astrid sintió una mezcla de sorpresa y curiosidad. La Hermana Lucia parecía ser una mujer distinta, con un aura más accesible y comprensiva. No se parecía en nada a la madre superiora.

—Creo que cada uno de nosotros tiene una historia que contar — dijo la Hermana Lucia, mientras Astrid la escuchaba atentamente. — Y es fundamental escuchar y entender esas historias, porque en ellas encontramos la esencia de lo que somos.

—¿Mi historia?, Me disculpa, reverenda madre; pero no sé de que me habla.

—No te preocupes, que aún queda tiempo para conversar. — y cambio de tema — Astrid, querida, ¿te gusta rezar?

En ese momento Rosa trajo el plato de la nueva comensal, Lucía agradeció el gesto y Astrid respondió a la interrogante.

—Bueno, sí, me gusta, pero... — hace una mueca — siempre y cuando no sea en latín. Ese idioma me confunde un poco.

— Es comprensible. — contesta mientras se ríe ligeramente — El latín puede ser un poco complicado. Lo importante es la intención detrás de la oración, ¿no crees?

—Sí, eso es cierto. — repitió — Solo que a veces desearía que las oraciones fueran más... sencillas.

—Cada uno tiene su manera de conectarse con lo divino. — tomo un sorbo de agua y continuó con La preguntadera, sin embargo, Astrid no se sentía incómoda — Y dime, Astrid, ¿siempre te portas mal?

—No, no siempre. Pero... — se encoge de hombros — la Madre Superiora siempre piensa que me porto mal.

—¿Y tú crees que es verdad?

—A veces sí, pero a veces solo estoy siendo... yo misma. — le explicó — Quiero decir, no es que haga cosas terribles. Solo, ya sabe, pequeñas travesuras.

—Ah, las travesuras de la juventud. Creo que todos pasamos por eso en algún momento. — y se acercó al oído de la joven — yo siempre le hacía travesuras a mi hermana Alba — suspiró — Lo importante es aprender de ellas y seguir creciendo.

—Tienes razón, Hermana Lucia. Tal vez debería intentar ser un poco más tranquila... al menos cuando la Madre Superiora está cerca.

—Dime Lucía, Mi niña.

—¿Está segura? No quiero que la madre Superiora me reprenda.

—¿Y qué? Ella se irá pasado mañana. Con qué rompas unas cuantas reglas antes de su partida, ¡No será el fin del mundo! — de repente, empieza a quejarse — ¡Uff! Hace un calor horrible, lo mejor es que yo también las acompañe y me quite el hábito también. Astrid, mañana quiero que me escuches rezar el Credo. Me gustaría que lo recitáramos juntas como parte de nuestra oración matutina.

Astrid levantó la vista, sorprendida pero sonriendo. Nadie en el convento había sido tan amable como esa señora recién llegada.

—Claro, Hermana Lucía. Pero, ¿por qué no lo hacemos ahora? Puedo darte una demostración antes de dormir.

La Hermana Lucía frunció el ceño ligeramente, pensando en la solicitud.

—Preferiría que fuera mañana, estoy muy cansada por el viaje. Necesito reponer mis fuerzas. Dime algo, ¿Conoces la versión del credo de Aquiles Nazoa?

—Ehh, No, — respondió algo confundida — ni siquiera sabía que existiese otra versión del credo.

—¡Mi hermana la odia! — exclamó Lucía, aguantando la risa — Cada ves que la recito, ya me acusa de estar clamando blasfemias y herejías — deja el plato limpio, estábamos a punto de terminar la cena — Me gusta hacer enojar a mi hermana, le hace falta. Ahora en su vejez se ha vuelto demasiado amargada.

María Gertrudis también se levantó a dejar su plato en la fregadera. Con una expresión de envidia, Se acercó a la Hermana Lucía, que aún no terminaba su cena.

—Hermana Lucía —dijo María Gertrudis, con voz casi susurrante—, tengo que decirle algo. Astrid no sabe rezar. La vi esta mañana tratando de recordar las palabras del Padre Nuestro, y no le salieron.

Lucía levantó la mirada, sorprendida por la acusación. Sabía que en la mirada de la chica, haría dobles intenciones, además, le molestaba que la interrumpieran con comentarios impertinentes a la hora de la cena.

—¿Perdón? —preguntó, con una ceja levantada—. ¿Sabes con quién estás hablando, María Gertrudis?

—¿Como sabe mi nombre? — preguntó algo aturdida y sorprendida.

—De la misma forma en que tú sabes el mío a la perfección — respondió — además, Te agradecería que lo pronunciaras bien, con la tilde en la i.

—Disculpe, solo le estaba diciendo la verdad.

—La verdad puede esperar y tiene su fecha de caducidad — Por un instante, la afable cara de Lucía empezó a volverse algo aterradora — No me gustan las injurias. ¿Estamos claro?

—Si, Hermana Lucía.

—Para tí, Reverenda madre.

—Está bien, reverenda madre.

—Ahora, mañana te confesarás — le ordenó — y también necesito que te disculpes con Astrid.

Esta sería la disculpa más hipócrita de la historia.

—Oh, no —murmuró María Gertrudis, su rostro adquiriendo un tono rojo intenso—. Lo siento, Astrid. No sabía lo que estaba diciendo. No quise ofenderte. Me equivoqué al decir eso, de verdad.

Lucía no pudo contener la risa, y una sonrisa se dibujó en su rostro mientras observaba a María Gertrudis, que ahora se veía visiblemente avergonzada.

—¡Necesito que lo hagas de verdad! — exclamó con autoridad la nueva Madre Superiora — ¡En tus palabras no estoy viendo tu arrepentimiento ni tu fervor! Podemos durar aquí toda la noche.

—Sigo esperando — susurró Astrid algo feliz.

«Me la vas a pagar, Vieja Metiche. Aún no ha sido condecorada con el título y ya se cree La dueña del convento» pensó la gorda de María.

—Por favor, perdóname. Mañana mismo me confesaré —continuó María Gertrudis, con un tono de arrepentimiento genuino—. No debería haber hablado así.

Astrid, con una mezcla de sorpresa y diversión en su expresión, se acercó un poco más.

—No te preocupes, Gertrudis. Todos estamos aquí para aprender —dijo Astrid, amable pero con un toque de picardía—. Estoy segura de que, con tiempo, aprenderé a rezar bien.

María Gertrudis asintió, aún sonrojada, y se dio la vuelta para salir de la sala, mientras se repetía a sí misma que debía pensar antes de hablar en el futuro.

Una vez que se retiró, la risa de la Hermana Lucía resonó en la habitación, convirtiéndose en un eco de alegría.

—¡No puedo creer lo que acabo de oír! —exclamó, limpiándose las lágrimas de risa—. ¡María Gertrudis nunca dejará de sorprenderme! ¡Oh, Dios mío! Ya es muy tarde Astrid Carolina... ¡Mañana tengo que preparar el matutino! Y estoy convencida de que tú me acompañarás con el credo, ¿Verdad? Vamos, ¡Vamos todas! — ordenó — Hora de ir a la cama. Nos vemos mañana en el clamor matutino. ¡Puntualidad, por favor!

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