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El Azul Lavanda

I

El cuarteto de Monaguillos, conformado por Jonás, Mateo, Pablo y Caín se habían escapado por la rendija del confesionario y habían avanzado con sigilo al muro que era considerado la frontera del lugar, uno por uno empezaron a escalarlo hasta que el último de los chicos (y el más inocente) empezó a sufrir un ataque de asma, mientras los otros tres le echaban porras para que se apurara y la Madre Superiora no los cachase, apareció Astrid Carolina de los matorrales, causando un tremendo susto que tuvo como resultado que los 3 jóvenes sentados en la cima de la pared cayeran al suelo y se rasparan las manos y rodillas.

—¡Idiota! — gritó la cabecilla del grupo — Astrid, ¿Qué haces afuera a estas horas?

—Lo mismo te pregunto a tí, querido Jonás. — y sonrió con sarcasmo — yo por lo menos estoy paseando, tomando aire fresco, recogiendo flores silvestres... ¿Y ustedes?, ¿Qué pensaban hacer? ¡Oh! No me digan: lo que hacen todos los fines de semana.

—Por favor, no le digas nada a la madre superiora, te lo imploro. — le rogó mientras se arrodillaba en el piso.

—¡Maldito! — exclamó mientras miraba el suelo.

—¿Te has vuelto loca, Astrid? — le preguntó Mateo, mientras se limpiaba las manos que habían quedado repletas de tierra — ¿Por qué gritas ahora?

—¡Mis flores! Maldito estúpido... Las has pisado.

—¡Oh, qué tragedia! — recitó a modo de ironía el galante Caín — está gritando porque se han marchitado sus hermosas y bellas flores... ¡Llamen a la policía, al escuadrón central y a algún espectro de medianoche!

—¡Cállate, insensato! — regañó Jonás en voz baja — ¿No ves que nos puede acusar con la madre superiora?

—¿La vieja ésa? Yo no le tengo miedo. Es más, a partir de hoy no seguiré sus putas órdenes.

Astrid no estaba de humor para pelear, Desde el momento en que salió de la cama, todo parecía ir en su contra: Tropezó con la esquina de la mesita de noche, derribando un vaso de agua que se estrelló contra el suelo, esparciendo gotas por todo el cuarto; Desayuno apresurada, un café que se le derramó en el hábito y tuvo un nuevo altercado con la Madre Superiora, que la llevo nuevamente a confesarse con el padre Pérez, quién Por más que insistía a la anciana testaruda que no era necesario el confesarse todos los días, continuaba insistiendo en que exterminaría todos los pecados de Astrid.

—¡Ay muchachos! No estoy para broma y para peleas. He tenido un día difícil — dijo mientras se llevaba la mano a su frente — la madre superiora piensa que soy un vehículo para Satanás, María Gertrudis se la pasa comiendo mi cena porque la tengo vedada, el padre Pérez es muy bueno conmigo pero la vieja ésa nunca toma Sus consejos, quiero visitar a mis padres pero la visa no se tramita, y par completar los males, ¡Aplastado mis flores!

—¡Eh! Amiga, lo sentimos. — susurraron a coro el cuarteto — es que a esta hora nadie camina por aquí, asi que estábamos pensando en...

—¿En? — insistió Astrid Carolina — ¿Alguna Novia?

—No, solo íbamos a tomar un trago en el bar «El Jinete Azul»

—¡Cállate idiota! — exclamó Pablo mientras codeaba a su amigo.

—¡Ah! Eso lo explica todo. — y la joven novicia se echó a reír.

—No dirás nada, ¿Verdad?

—No diré nada. Pueden quedarse tranquilos.

Los jovencitos, sumando las 4 edades en números enteros no daban un resultado mayor a 80 y menos de 70, ¡Eran unos pequeñuelos apenas que querían experimentar cosas del mundo! Astrid bien lo comprendía, Así que guardó el secreto.

Al finalizar la discusión, el ambiente se tornó más relajado. Astrid y los cuatro chicos se sentaron en la grama, el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonalidades lavanda. Caín, curioso, rompió el silencio que se había instalado entre ellos.

—Oye, Astrid —dijo, mirando a la chica con una mezcla de interés y preocupación—. ¿Por qué te importa tanto las flores?

—¿Te importa tanto?

—No, solo pregunto para romper el hielo — dijo, mientras se miraba las manos magulladas por la caída — es que vi un especial interés por aquel ramo aplastado...

Astrid, sorprendida por la pregunta, se giró hacia él, dejando escapar un suspiro.

—La verdad es que no me gustan las flores —comenzó a decir, con un ligero tono de desdén—. Excepto las que son de color morado.

Los chicos la miraron expectantes, como si anticiparan una revelación. Astrid sonrió levemente, como si una chispa de inspiración la hubiera alcanzado.

—Déjame contarte sobre ellas —dijo, su tono cambiando hacia uno más apasionado—. Los lirios, por ejemplo, son majestuosos; sus pétalos son como un lienzo donde la naturaleza se expresa en tonos púrpuras profundos. Son elegantes, como si cada uno de ellos llevara consigo un secreto antiguo. Los lirios son el símbolo de la pureza, y en su fragancia se esconde la esencia de la tranquilidad.

Caín y los demás la escuchaban embelesados, mientras Astrid continuaba.

—Y luego están las violetas, esas pequeñas maravillas que crecen en lugares insospechados. Son como guerreras que desafían al mundo, mostrando su belleza en medio de la adversidad. Su color morado suave es un recordatorio de que incluso las cosas más delicadas pueden ser fuertes.

—¿Cómo tú? — le interrumpió Mateo, — ¿Te consideras una guerrera?

—Bueno, no estoy aquí porque me fascine la religión, estoy aquí por imposición de mi padre. — y torció la boca mientras recordaba pequeños pasajes poco agradables — Mi padre quería tener un varón, ¡Un niño le hubiera alegrado el corazón! Pero por desgracia nací yo — una lágrima caía poco a poco, se asomaba con tímidez — él siempre quiso un varón y mi madre lo supo siempre, Así que cuando le falló en la Concepción, mi padre nunca más la tocó... ¡La consideraba una traidora! Así que nunca pude pisar una escuela, nunca pude tener amigos, nunca pude sentir lo que era tener novio.

—¿Si quieres puedo ser tu novio, Astrid? — interrogó el intrépido de Pablo.

—¡Baboso, ni lo sueñes!

—¡Cállate idiota, déjanos escuchar!

Se detuvo un momento, mirando al horizonte, como si en cada palabra que decía pudiera tocar el alma de la tarde.

—Y no puedo olvidar a las lavandas...

—Oye... Aún faltaba cosas que escuchar de tu pasaje. — la curiosidad mató al gato, pero estaba bueno el chisme, además, los cuatro jóvenes empezaron a simpatizar con Astrid

—Son cosas que no son gratis de recordar: lo último que supe es que había recibido una beca del estado, y mi padre decidió encerrarme en esta prisión; dónde mi vida se ha vuelto un infierno. No puedo hacer nada porque todo lo consideran un pecado, no puedo salir a la calle porque puedo convertirme en impura, no puedo decir malas palabras porque ya soy descendiente de Luzbel, no puedo ni siquiera respirar Porque todo lo que hago desagrada a la madre superiora... A veces quisiera no existir...

—Te entendemos, Astrid... Lo mismo sucede con nosotros, la mayoría estamos aquí porque no quisimos servir en la guerra, así que la solución que encontraron nuestros progenitores fue encerrarnos aquí también; y aquí estamos, como tú ¡Contigo!

—Me llevo mejor con ustedes que con cualquiera de las chicas — y sonrió fugazmente — Qué mal que no podamos compartir entre nosotros, ya escucho a la madre superiora diciendo que estamos cometiendo un terrible pecador. ¿Cómo se le dice?

—¿Fornicación? — intervino Caín.

—Si, así es... Suena algo sucia esa palabra. ¿No creen?

Y todos se echaron a reír.

La madre superiora, con su rostro amargo y una expresión que podía congelar el aire, se asomó al patio del convento. La penumbra comenzaba a envolver el lugar, y las sombras se alargaban mientras el día se despedía. Había escuchado ruidos extraños, ecos de risas furtivas y susurros nerviosos que no encajaban con la solemnidad del lugar.

Astrid y los cuatro monaguillos con pasos veloces se ocultaron detrás de unos arbustos frondosos. Los corazones de los jóvenes latían rápido, no solo por la emoción de la travesura, sino también por el temor a ser descubiertos por la madre superiora, cuya mirada podía ser tan afilada como un cuchillo.

Mientras la madre superiora se acercaba, los monaguillos se agacharon más, intentando hacerse invisibles entre las hojas y ramas que los cubrían. Astrid, con los ojos brillantes de emoción, les hizo señas para que permanecieran en silencio. La oscuridad empezaba a envolver el convento, y con ella, la sensación de peligro y aventura.

—Si la vieja ésta nos cacha, nos quedaremos sin Cena como Astrid. — lamentaron Mateo, Pablo y Caín.

—¡Shhhh! — susurró Jonás.

—Creo que ya se va, Hoy le toca El clamor nocturno.

La madre superiora, aún frunciendo el ceño, comenzó a inspeccionar los alrededores. Su figura imponente contrastaba con la fragilidad de los arbustos que ocultaban al grupo. Los murmullos se apagaron, y solo se escuchaba el crujir de las hojas bajo sus pies. Astrid contuvo la respiración, consciente de que cualquier movimiento en falso podría delatar su escondite.

—¿Qué está pasando aquí? — murmuró la madre superiora para sí misma, mientras su mirada se deslizaba por el patio. — aunque el diablo se levante lo declaramos incompetente, ¡En el nombre de Jesús!, ¡Amén y amén!

Seguidamente, se retiró a la capilla.

—¡Eso estuvo cerca!

—Chicos, tengo que irme.

—Pero, ¿A dónde vas? — interrogaron los cuatro al mismo tiempo.

—Voy a recoger otras flores, para mo habitación.

—¡Te acompañamos!

Aunque a Astrid no le agradó la idea al principio, tuvo que acceder.

II

Astrid guiaba a los monaguillos por un sendero serpenteante que se adentraba en el corazón del bosque. El aire fresco y puro estaba impregnado de la fragancia de la tierra húmeda y de las flores que comenzaban a florecer en la estación primaveral. Los jóvenes, entusiasmados, seguían a Astrid, riendo y conversando mientras avanzaban hacia un lugar que ella siempre describía como un pequeño paraíso.

Al llegar a su destino, los monaguillos se quedaron boquiabiertos ante la belleza que se extendía frente a ellos. Era un claro en el bosque, nunca antes habían visto esa sección del convento, un espacio rodeado de altos árboles cuyas copas se mecían suavemente con la brisa. En el centro del claro, una alfombra de flores moradas se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Las flores, de distintos matices de morado, parecían bailar al compás del viento, creando un espectáculo visual que deslumbraba a los nuevos visitantes.

Ya era de noche, Y eso hacía más hermoso el espectáculo.

Astrid se detuvo y se volvió hacia ellos, con una sonrisa radiante en su rostro.

—Bienvenidos a mi jardín secreto — dijo con un tono de complicidad.

—¿Siempre vienes aquí? — preguntó Mateo.

—Casi siempre, — contestó Astrid, con una sonrisa que enseñaba sus hermosos hoyuelos — y siempre vengo sola, me la pasó aquí cuando no quiero soportar los regaños de la madre superiora, además, el padre Pérez me cuida la espalda... Me hubiera gustado que mi padre tuviera el mismo sentir.

Por alguna razón, Los chicos no escucharon esta última frase.

«Gracias a Dios, no lo escucharon » pensó Astrid.

Los monaguillos se acercaron con cautela, como si temieran romper el hechizo que envolvía el lugar. Había flores de diversas formas y tamaños: algunas eran pequeñas y delicadas, con pétalos finos que brillaban como gemas al sol; otras, más grandes, se erguían con orgullo, mostrando sus robustos tallos y hojas brillantes. Había un tipo de flor que se asemejaba a una estrella, con sus pétalos puntiagudos extendiéndose en todas direcciones, mientras que otras tenían una forma más redondeada, casi como copas que estaban listas para recibir el rocío de la mañana.

El brillo de las flores moradas contrastaba con el verde intenso de la hierba que las rodeaba. Algunas de ellas tenían un leve destello plateado, como si hubieran sido salpicadas por un pincel mágico.

Astrid respiró hondo, como si cada flor que había mencionado llenara el aire que la rodeaba. Los chicos se miraron entre sí, sintiendo que su conexión con ella se hacía más fuerte.

—Así que, aunque me desagraden la mayoría de las flores, el morado tiene un lugar especial en mi corazón —concluyó, su voz casi un susurro—. Porque en ese color hay una historia, una emoción, algo que siempre me ha resonado en lo más profundo.

El cuarteto asintió, no solo se trataba de flores; era una forma de ver el mundo.

—¿Podríamos venir aquí en otra oportunidad?

—Estan invitados — y mientras Astrid abría sus brazos en señal de fraternidad, los jovencitos empezaron a ruborizarse.

«¿Ella siempre ha sido así de linda?» se preguntaban entre los cuatro.

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