¡Dios mío!
I
Era bien entrada la madrugada cuando el reloj de la capilla marcó las tres. Los pasillos del convento estaban en penumbra. Las luces parpadeantes de las velas apenas lograban despejar las sombras que danzaban en las esquinas, y el silencio era tan denso que se podía casi escuchar el murmullo de las oraciones que resonaban en los corazones de las hermanas. Sin embargo, todo esto se vio interrumpido cuando la hermana Lucía, con rostro encendido y una determinación inquebrantable, irrumpió en la habitación de la Madre Superiora.
Algo no andaba bien.
La puerta de roble se abrió de golpe, resonando un eco que rompió la calma de la noche. La hermana Lucía, con un manojo de cartas en la mano, estaba empapada de una indignación que brotaba como un torrente. La luz tenue de la lámpara iluminó su figura, resaltando la franja blanca de su hábito que contrastaba con la oscuridad del pasillo.
—¡Alba! —exclamó con voz firme, tratando de contener la agitación que la consumía—. Necesito hablar contigo. Es urgente.
La Hermana Superiora estaba arrodillada, a simple vista se veía que estaba rezando, se persignó y automáticamente alzó la vista, sorprendida por la irrupción de su infantil compañera. Sus ojos se entrecerraron, llenos de un desdén apenas disimulado.
—¿Qué es lo que ocurre, Lucía? Son horas inapropiadas para hacer visitas —dijo, con un tono que pretendía ser calmado pero que cargaba una pizca de irritación. — ¿Por qué tanto alboroto?
La hermana Lucía dio un paso al frente, con las cartas en alto, como si fueran un estandarte de su protesta.
—He encontrado estas cartas en el archivo. Son de la madre de Astrid, y tú nunca se las ha entregado —declaró, dejando caer el peso de sus palabras en el aire pesado de la habitación.
—¿Tu? — Alba se estaba molestando, para ella la razón de su hermana era nula antes sus prioridades — ¿Y el Usted no se usa como pronombre ante personal de altos cargos? Estamos en el convento Lucía, no es apropiado que me tutees. Hay que hablarnos con respeto.
—¡A la mierda tu maldito respeto! — exclamó Lucía, indignada por la poca importancia que le daban a lo que ella estaba presentando ante la autoridad.
Alba se persignó rápidamente, miro hacia el techo y empezó a susurrar unas plegarias. Ella no estaba acostumbrada a escuchar barbaridades de las estudiantes y novicias, Pero era muy diferente que su propia hermana Se las dijese.
—¡Dios mío, Lucía! — y volvió a persignarse — Cuida esa boca, debes dar el ejemplo. Le debes respeto al hábito.
—No lo cargo puesto, Así que no le debo respeto. — respondió, mientras agitaba las cartas en el aire — ¿Te crees que por solo ser la máxima autoridad aquí, puedes hacer la vida miserable a cualquiera?, ¿Qué te he hecho yo?, ¿Qué te ha hecho Astrid?
La Hermana Superiora frunció el ceño, su expresión cambiando apenas una fracción, pero lo suficiente para que la hermana Lucía lo notara.
—¿Y qué importa eso? —respondió, con desdén que apenas ocultaba su desprecio por la novicia —. Astrid está aquí para dedicarse a la vida religiosa, no para recibir correspondencia de su familia.
—¡Pero son su madre y su familia! —protestó Lucía, con los ojos encendidos en llamas —. Ella necesita saber de ellos... ¡Esto es una falta grave a la moralidad?
La Hermana Superiora suspiró, como si el simple hecho de hablar sobre el tema le resultara agotador. Se recostó en su silla, cruzando los brazos sobre su pecho y mirando con cansancio e impaciencia.
—Hermana...
—¡No te atrevas a utilizar el "Hermana" para hacerme cambiar de opinión — la respiración de Lucía se hacía cada vez más rápido — Ahorita no soy monja, ni religiosa, soy Lucía, un ser humano como cualquiera.
—¿Ya vas a empezar con tus sentimentalismo?, ¡Es igual de tonta que Astrid!
—Anda, — la actitud desafiante de la recién llegada prometía discutir durante todo lo que quedaba de noche — sigue hablando mal de una persona que no está presente para defenderse.
—Lucía, la vida en este convento es un sacrificio. Y tú lo sabes, siempre ha sido así. — se levantó de la silla y se acercó a su hermana, Pero ella se alejó — Astrid ha elegido dejar atrás su vida anterior. La correspondencia de su madre no es más que un recordatorio de lo que ha dejado atrás. Debe concentrarse en su vocación.
—¿Concentrarse en qué? —replicó —. ¿En las largas horas de oración y trabajo sin saber si su madre está bien? ¿Sin saber si la extrañan? Esto no es lo que Astrid necesita. Ella es joven y su familia la ama. No podemos ser tan crueles.
La Hermana Superiora se enderezó, no iba a dejar que nadie le dijera que hacer en su territorio de mando.
—No se le permite cuestionar mis decisiones, hermana Lucía. El camino de la fe no se forja en la comodidad de los lazos familiares. El sacrificio es parte del proceso.
—Deja de hablarme de usted, es patético, solo utilizas la religión para escudarte.
—¿Y qué si lo hago? — el reloj sonó fuertemente, indicando que eran las 3.30am — Mira, a estas horas deberíamos estar durmiendo, y no discutiendo por estupideces, deja de cuestionarme y vete a dormir.
—¡No te estoy cuestionando!, pero me parece un comportamiento atroz de tu parte, Alba... ¿Sacrificio? —la voz de Lucía sonó como un grito ahogado— Astrid no está en un campo de batalla. Está aquí, en un convento, y le estamos negando la oportunidad de comunicarse con su madre. Esto es inhumano.
La tensión en la habitación creció, como si el aire se hubiera vuelto denso. La Hermana Superiora se mantuvo firme en su posición.
—La madre de Astrid es una mujer apegada a lo material. Sus cartas son frágiles y llenas de sentimentalismo. No podemos permitir que eso la distraiga de su verdadero propósito aquí —dijo la Hermana Superiora, intentando mantener su autoridad.
—Alba, ¿Alguna vez te has preguntado si Astrid en realidad quieres ser monja?
La Madre Superiora no respondió al instantes, pasaron unos segundos para que lanzara unas frases llenas de incertidumbre.
—Debe querer serlo, para eso está aquí ¿No?
Lucía estaba comprendiendo el por qué el Párroco Estadal quiso que ella reemplazase a Alba en su cargo por tiempo ilimitado, no estaba bien de la cabeza, había perdido la empatía completamente, había perdido la simpatía que a duras penas había adquirido en su más reciente retiro espiritual. Sabía que no podría hacerla cambiar de opinión, Pero también tenía en cuenta que no la haría desistir de obrar con rectitud.
—Tienes que entender que esas cartas son importantes — culminó Lucía, sosteniendo el pequeño paquete de cartas con manos temblorosas—. Cuando Astrid despierte, se las entregaré.
—¿Y por qué deberías hacer eso? Esa niña no se merece tu misericordia. ¿Acaso olvidaste lo que te comenté de su comportamiento?
—Alba, debes sanar esas heridas. No estás bien. — y enseguida le preguntó algo de lo que luego se arrepintió — ¿Estás tomando tus pastillas?
—¿Sanar? —Alba soltó una risa amarga—. ¿Y qué hay de mí? ¿De todo lo que tuve que soportar? No puedo ser la salvadora de todo el mundo. ¡Ella debe enfrentarse a las consecuencias de sus actos!
—¿Y qué ganarás con eso? —preguntó Lucía, su voz casi suplicante—. ¿Más odio? ¿Más rencor?, Ya estás oficialmente destituida... No hay nada que puedas hacer para enmendar esa decisión.
—Quizás no, pero al menos yo no seré la tonta que le da una segunda oportunidad a alguien que no la merece —Alba dio un paso atrás, como si la distancia pudiera ayudar a calmar sus emociones—. No estás viendo el panorama completo.
—El panorama completo incluye compasión, Alba. Y si no se lo mostramos, ¿quién lo hará?
El silencio se instaló entre ambas, todas las palabras pronunciadas eran en vano, nunca llegarían a un mutuo acuerdo.
—Haz lo que quieras, Lucía. Pero recuerda que cada decisión tiene sus consecuencias. Y yo no estaré a tu lado para apoyarte cuando te arrepientas —dijo Alba, su voz fría como el hielo.
—No necesito tu aprobación para hacer lo que creo que es correcto — Lucía sentía cómo la tristeza se apoderaba de ella—. Solo espero que algún día entiendas que la misericordia no es una debilidad.
Sin más palabras, Alba giró sobre sus talones y salió de la habitación, dejando a Lucía sola con sus pensamientos, las cartas aún en sus manos, y el peso de una decisión que podría cambiarlo todo.
II
¡Pobre Padre Pérez!
El amado cura se sentó en su sencilla oficina, rodeado de libros y fotografías de su comunidad. A pesar de la paz que a menudo encontraba en su labor pastoral, ese día una profunda tristeza se apoderaba de su corazón.
Había dedicado su vida a servir a los demás, a escuchar confesiones, a ofrecer palabras de consuelo y esperanza. Sin embargo, en esos momentos de soledad, una sensación de vacío lo envolvía. Se preguntaba si había hecho lo suficiente, si realmente había tocado las vidas de las personas como él deseaba. Cada misa que celebraba, cada oración que ofrecía, parecía perder peso y significado en comparación con la lucha interna que lo consumía.
Con indiferencia, miró el ramo de rosas rojas que estaba en su escritorio.
—Siempre he confesado a toda la sociedad, he escuchado sus problemas y aconsejado dentro de mis límites, Pero... ¿Quién me confiesa a mí? — es rosas rojas eran un recordatorio de lo que nunca se atrevió a hacer en un pasado, nunca puedo decirle a Imogina cuánto la amaba.
Cerró los ojos y respiró hondo, intentando encontrar respuestas en su interior.
«¿Qué es lo que me falta?» se preguntó.
Quizás era tiempo de buscar una nueva forma de conexión, de encontrarse a sí mismo en medio del servicio. Tal vez necesitaba redescubrir sus pasiones, esos pequeños placeres que solían hacerle vibrar el corazón.
Tal vez era tiempo de encontrar a Imogina.
Pero, ¿Y si ya estaba casada?, ¿Si ya no le resultaba un hombre atractivo?, ¿Sería capaz de dejar el servicio pastoral por casarse?, ¿La madre superiora aceptaría su renuncia...? y lo más importante de todo, ¿Imogina aún lo querría?
De repente, la puerta se abrió de golpe, y la Hermana Lucía entró con una expresión de preocupación en su rostro.
—Padre Pérez —dijo, con la voz temblorosa—, necesito que me ayude con algo.
El padre levantó la vista, sorprendido por la súbita irrupción. Lucía se acercó rápidamente a su escritorio y le entregó un pequeño paquete de cartas, cuidadosamente dobladas.
—Estas son cartas de la madre de Astrid —continuó Lucía, con la mirada fija en el suelo—. La madre superiora me pidió que se las entregara, pero… no tengo corazón para hacerlo.
«Dios mío, Dios mío... Perdóneme por la mentira que estoy diciendo... ¡Lo hago por una buena causa!, ¡Ojalá esta mentira me reserve mi entrada al paraíso!»
El padre Pérez sintió un nudo en el estómago. No entendía por qué le delegaban esa responsabilidad. Sabía bien lo que significaba esa situación. Astrid había estado muy deseosa de recibir noticia de su madre, pero la madre super llora siempre negó tuviesen cartas para ella. Eso le parecía muy extraño, y todo indicaba a que la Misma Alba las había ocultado. No lo había escuchado de la boca de la hermana Lucía, Pero ya conocía a Alba desde hace muchos años, y sabía lo que era capaz de hacer.
—Hermana, entiendo que esto es complicado —respondió el padre, intentando calmarla—. ¿Estás segura de que no se meterá en problemas? Alba es muy peligrosa cuando desafían Su autoridad.
—Sé que tiene razón, padre. Pero no puedo soportar la idea de ver a Astrid sufrir más. Esta situación ha sido tan dura para ella.
El padre Pérez tomó las cartas entre sus manos, sintiendo el peso de sus palabras.
—Prometo que seré delicado, Hermana. Le entregaré las cartas con cuidado y consideración. Astrid necesita saber que su madre se preocupa por ella, incluso en la distancia.
Con una mezcla de gratitud y angustia, la Hermana Lucía respiró hondo.
—Gracias, padre. Espero que pueda encontrar la manera de ayudarla. No quiero que estas cartas sean un motivo más de dolor.
Mientras la Hermana Lucía se retiraba, el padre Pérez sintió que la responsabilidad del momento pesaba sobre sus hombros. Sabía que debía prepararse para la conversación que tendría con Astrid, siendo un hombre muy elocuente para los sermones de los domingos, se encontraba ahora con la mente en blanco.
Ojalá los padres tuvieran un poco de curiosidad ante las cartas que no se han abierto, si tan solo hubiese echado una miradita, se hubiera encontrado con la solución a su tristeza.
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