Confesiones con el Padre Pérez
I
—Tío, es algo inexplicable... ¿Te has enamorado alguna vez? — y lo examinó de pies a cabeza cada vez que tenía que respirar profundo — ¡Oh! Perdón, se me olvida que eres un cura... ¡Pero solo imagínalo por un instante! Es una jovencita algo terca Pero con un rostro muy lindo, Y eso que no lleva maquillaje... Nunca he entendido Por qué las mujeres beatas y creyentes no lo utilizan, ¿Lo consideran pecado? Si es así ya entiendo su decadencia y el por qué nunca se casan. Y me llega hasta el hombro, mi padre siempre decía que las mujeres tienen que ser por ley un poco más baja que nosotros; creo que tiene el pelo lacio y muy largo, ¿O será mi imaginación por haberla visto con un hábito que le cubría toda la espalda? Bueno, en realidad no lo sé. Pero creo que me he enamorado.
El padre Pérez mirada a Juan David, sentía algo de tristeza, cada vez que lo miraba sentía que su hermana estaba cerca, quizá en algún rincón oscuro, admirando con sabia precaución como su retoño iba creciendo Y convirtiéndose en un hombre. El padre escribía en una amarillenta hoja de papel, su letra era incomprensible, compuesta de líneas perpendiculares, garabatos, curvas, rectas secantes, planos cartesianos y jeroglíficos egipcios. En algún momento de su vida pensó en ser matemático, y lo logró, Pero al final desistió y se entregó a la vida religiosa del convento. En sus tiempos libres estudió Ecuaciones y Matemáticas avanzadas, y regularmente impartía clases en la Universidad De Buenos Aires, Argentina.
—¿Qué haces?, ¿Estás seguro de que me estás escuchando?
—Si, Hijo, perfectamente — contestó el padre sin dejar de mirar el papel.
Juan David se acercó un poco, tratando de no desconcentrar a su tío. Estaba dando forma a un examen teórico que sus alumnos presentarían la semana entrante.
—¿Entiendes algún ejercicio de estos? — le preguntó El cura.
—Para ser sincero, No, Tío Robert — y caminó de regreso a su lugar — nunca me gustaron las matemáticas con a tí.
—Bueno, cambiemos de tema — dijo sonriendo mientras dejaba de lado sus lápices y compases — ¿Me decías que te habías enamorado de una beata de este convento?
—Si, bueno, la he visto aquí muchas veces...
—Espera, No me digas su nombre, a pesar de que ya tengo casi 50 años y hay como 700 estudiantes entre chicos y chicas, ya se de quién me estás hablando.
—Ja, ja, ja — Juan David pensaba que su tío Le estaba tomando el pelo — Bueno, si es así, debes de conocer su nombre.
—Se llama Astrid.
Juan David tragó saliva. Además ya estaba pensando que su tío, siendo cura, leía la mente como los videntes; Hay personas en nuestro núcleo familiar que tienen habilidades sensoriales inexplicables, el joven siempre considero a su tío político el porcentaje más reducido de esas personas que nunca quieren brillar para no hacer notorias sus habilidades.
—Es una chica algo infeliz, eso es cierto —afirmó el padre Pérez, con un tono reflexivo—. Pero tiene un buen corazón. Siempre está dispuesta a ayudar a los demás, incluso cuando ella misma está pasando por momentos difíciles. He notado que prefiere pasar el rato con los jóvenes Monaguillos en lugar de las otras novicias.
—¿Y eso Tú lo consideras bueno o malo?
—Para mi no es nada del otro mundo, pero aquí hay una regla estricta que no permite que sexos opuestos estén juntos. La Madre Superiora dice que es para mantener la pureza y desterrar a la lujuria.
—¿Lujuria?
—Si.
Juan David frunció el ceño, se sentía confundido, de repente había sentido ganas de estudiar religión, para comprenderla mejor.
—La madre superiora dice que debe confesarse todos los días. — prosiguió el padre Pérez — ¡Pobre jovencita! Siempre se anda metiendo en problemas. A veces ella viene aquí y hablamos, y yo simulo que la estoy confesando, pero creo que no es necesario. ¡Es solo una jovencita qué necesita comprensión y cariño! Y la madre superiora no es tan condescendiente que digamos.
—Tío, ¿Eso de la confesión es obligatorio?
—A veces creo que lo hace porque la obliga, no porque quiera.
—Pero... ¿No puedes interceder Por ella, para que no la maltrate más?
—Hijo, Es cierto que la madre superiora tiene sus métodos... a veces un poco severos. Pero siempre busca lo mejor para las chicas del convento. — en sus ojos se notaba la hipocresía con que pronunciaba estas palabras, era muy notorio que tampoco estaba de acuerdo con las reglas impuestas — Sin embargo, — titubeó — entiendo tu punto de vista. A veces, la religión y la fe pueden ser malinterpretadas, y eso puede afectar a las personas.
Juan David se cruzó de brazos, sintiéndose cada vez más incómodo con la situación.
—Tío, perdona que lo diga, pero creo que la madre superiora es una bruja. Me parece que solo le causa más sufrimiento a Astrid con todas esas reglas. No le deja vivir su vida.
El cura se echó a reír, aunque su risa no era burlona. Era más bien una risa de complicidad, como si comprendiera la frustración de su sobrino.
—Quizás tengas razón en que es un poco estricta. Pero recuerda que, la madre superiora también tiene su historia. A veces hay que mirar más allá de las apariencias. Debe de tener una razón para actuar de esa manera.
Juancito se quedó en silencio, pensando en las palabras de su tío. Luego, miró al suelo y dijo:
—Pero Astrid no debería estar sufriendo.
—Exactamente —respondió, con un tono de comprensión—. A veces, las personas que más dan son las que menos reciben. Pero, Juan, tú puedes ser ese apoyo para ella. Si sientes algo por ella, deberías hacérselo saber. Eso sí, que la Madre Superiora ni nadie más se entere.
El joven se ruborizó, sintiendo que su corazón latía más rápido.
—Eso es lo que no sé… La amo, tío. Pero no sé si ella siente lo mismo por mí. ¿Tú crees que una novicia pueda pensar en el amor?
—Jesucristo nos amó a todos — empezó a decir con un tono filosófico — Por esa razón murió por nosotros en la cruz; hijo, el amor existe desde el principio de los tiempos. Nunca podrá ser reemplazado por nada ni nadie. El amor es un sentimiento poderoso, Juan David. A veces, el miedo nos paraliza, pero también puede impulsarnos a ser valientes.
—Tío, ¿Te has enamorado alguna vez?, ¿Tú pudiste Ser valiente como me lo estás aconsejando ahora?
¡Santo Cristo! Juan David había tocado sin querer una puerta que ya se creía oxidada por el tiempo y olvidada por el corazón de su tío. Todas las personas tenemos secretos, secretos que esperamos nunca salgan a la luz, Pero casi nunca podemos hacer alabanza de la clandestinidad.
—Si realmente amas a Astrid, deberías decírselo. A veces, una palabra puede cambiar la vida de alguien.
—Tío, ¿Me estás evadiendo?
—¿No te vas a quedar tranquilo si no te cuento, verdad?
Y Juan asintió, con una sonrisa melancólica.
— Creo que deberías de tomar papel y lápiz, toma dictado.
II
Ah, Imogina... ¿Cuántas veces he susurrado tu nombre en mis pensamientos, como un rezo que nunca se atreve a salir de mis labios? Han pasado 30 largos años, y aún siento que te amo, elegí encerrarme entre libros de catecismo y teología, ¿Y todo para qué? Me siento igual de desorientado, como aquel día en que te conocí.
Era el año 1914.
Europa estaba a punto de estallar en llamas, una Revolución inminente Se comentaba de boca en boca, pero en mi pequeño mundo, había un rincón de paz que llevaba tu nombre.
Te conocí en la universidad, creo que actualmente ya no existe, entre libros de leyes y debates apasionados. Recuerdo aquellas largas tardes en la biblioteca, cuando discutiamos sobre justicia y libertad. Con cada palabra tuya, mi admiración crecía, y con ella, un amor que no sabía cómo confesar.
Nunca fui un hombre de muchas palabras. La fe me enseñó a encontrar consuelo en el silencio, pero contigo, Imogina, mi corazón era un torrente de emociones. Cada vez que te veía, mi lengua se enredaba, y las frases que ensayaba en mi mente se desvanecían al acercarme a ti. Era un niño tímido atrapado en un cuerpo de hombre, esperando el momento adecuado para abrir mi corazón.
¡Maldito sea ese día en que decidí declararme ante ti! Tenía un plan, un pequeño discurso que había escrito en mi mente, como un fervoroso sermón. Te invitaría a pasear, rodeados de flores y el murmullo de la naturaleza. Pero, como una cruel broma del destino, el mundo se desmoronó ante nuestros ojos.
Siempre supe que te encantaban las flores Moradas, pero yo asociaba ese color a la muerte, Así que en mi indecisión, compré el ramo más hermoso de rosas rojas que había visto en mi vida.
Pero...
¡Oh, Dios mío!
La noticia llegó como un rayo. La guerra había estallado, y con ella, la vida tal como la conocíamos. Tus padres, preocupados por la situación, tomaron la decisión de marcharse, de llevarte lejos de aquí, lejos de mí.
Recuerdo la tristeza en tus ojos, la desesperación de saber que no había un futuro claro para nosotros, y la promesa de un amor que nunca llegaría a ser.
¡Dios mío! ¡Cómo te amo Imogina!, nunca aproveché el tiempo y ahora en mi pronta vejez, moriré solo, moriré infeliz, aunque soy un hombre de Dios estoy seguro de que ya tengo un sitio resguardado en el infierno.
Imogina, el tren partió aquella mañana, y con él se llevó mis esperanzas. Te vi alejarte, y en ese instante, comprendí la fragilidad de la vida. En medio del caos de la guerra, mis sentimientos quedaron atrapados en un limbo, un susurro ahogado en el viento. Los años pasaron, y el conflicto dejó cicatrices en el mundo y en mi corazón. Pero nunca dejé de pensar en tí. En cada misa que oficié, en cada oración, te llevé conmigo.
Así que aquí estoy, Imogina, un viejo sacerdote con el corazón lleno de recuerdos, esperando encontrar la paz en este amor que nunca fue. Para mí la guerra nunca terminó, sino que se camufló entre una falsa paz, donde quiera que estés, ¡Te deseo lo mejor!
Amén.
III
—¿Imogina?, ¿No crees que es un nombre algo extraño?
—Si, lo creo. Ella decía que era un nombre francés poco conocido.
—Tío, ¿Has perdido las esperanzas de encontrarla?
—Ya no soy joven, mis fuerzas han cambiado. — su tez había tomado un color gris, como una mañana lluviosa — además, han pasado casi 30 años, lo más lógico es que se haya casado y tenga hijos. Ya no pienses en mí, por ahora, debes de ir a buscar a Astrid.
—Pero, ¿y si ella no siente lo mismo? No sé si podría soportar eso. Además, la madre superiora… no estoy seguro de cómo reaccionaría.
—La madre superiora no es quien tiene que decidir sobre tu corazón —dijo el cura con firmeza—. La vida es demasiado corta para vivir con arrepentimientos. Si realmente crees que hay algo especial entre ustedes, debes intentarlo.
—Tío, ¿y si ella me rechaza? ¿Y si eso solo la hace más infeliz?
—¿Quieres terminar como yo?, ¿Solo, arrepentido y soltero?
—¡No! — exclamó Juan David — y espero que eso no te ofenda.
—Necesitas echarle un camión de ganas para ofenderme, Hijo mío. — y lanzó una ligera carcajada — A veces, el rechazo es solo parte del camino. El que no arriesga no gana.
—¿Tú crees que debería hacerlo? ¿Decírselo?
—Si quieres, puedes utilizar tus dones a tu favor. Tú escribes muy bien, escribele una carta.
—Tío, escribirla es cosa fácil, ¿Pero cómo se la entrego?
En ese momento estaba entrando Jonás.
—Padre — empezó con algo de pena, como si estuviera interrumpiendo una reunión muy importante — Vine porque necesito confesarme, la madre superiora me lo ha ordenado.
—¿Y qué has hecho hijo mío?
—Nada, — y bajó la cara, con una vergüenza ante una situación que nunca pasó — Solo dije una injuria a María Gertrudis porque estaba gorda.
«Ya se cómo hacerle llegar la carta a Astrid» pensó Juan David.
—¡Oye, amigo! — exclamó Juan David — ¿Podrías hacerme un favor?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro