Epílogo
Las nubes tapaban el sol en un pueblecito fronterizo del distrito trébol. El límite con Vaystin estaba marcado por los enormes picos montañosos que separaban ambos países. Covul, en realidad, parecía más una aldea que un pueblo, habitado tan solo por una quincena de casas de campo sumidas en el silencio que emitía el abandono de la sociedad.
En la casa junto al río, el jaleo aquella mañana era tan usual como siempre, aunque ningún vecino viviese lo suficientemente cerca como para poder oírlo. Un niño de cinco años estaba sentado frente al vivo riachuelo, escuchando el agua gorgotear mientras corría río abajo.
Sus ojos grises estudiaban el torrente y sus ondas con detenimiento. Aunque no estaba sordo, el sonido tras él no lo inquietaba en absoluto. Los gritos en el interior de la casa no hacían más que aumentar, pero el niño no les dio importancia alguna.
Resonó el estallido de algo al estamparse contra el suelo y hacerse añicos. Un llanto femenino recorrió la casa en una caricia de agonía, pero los rugidos del hombre lo acaparaban todo, volviéndose ensordecedores.
El niño acarició la pequeña figura que yacía junto a él en el pasto seco. Sus dedos se hundieron en el pelo sucio del conejo que le hacía compañía, y agazapado allí permaneció observando el agua.
Sus ojos inocentes pero vacíos volvieron la vista hacia el pequeño animal, que continuaba inmóvil junto a él. Frotó con cuidado la cabecita del conejo mientras su atención recaía en el hilo rojizo que recorría el pecho y el vientre de la criatura allí donde había estado antes abierto en canal.
Las puntadas habían sido perfectas, casi como si hubiesen sido hechas por un profesional, y el profundo corte había sido unido lo mejor posible. Otro grito cruzó el campo. Más estruendo. El niño se levantó del suelo y se acercó a algo que había esparcido en la tierra junto a la orilla del río.
Con ambas manos recogió las vísceras aún húmedas y chiclosas del pequeño animalillo. Sus dedos se tiñeron de rojo conforme estos tocaron los órganos seccionados. Se detuvo en el borde del riachuelo y lanzó las entrañas al agua, esperando que pronto se las llevase la corriente.
Tras enjuagarse las manos, volvió a sentarse junto al animal, que no se había movido de su sitio. Abrazó el cadáver del pequeño conejo sin vida tras ponerlo sobre sus piernecitas amoratadas.
Deslizó su mano derecha por su lomo y habló después de mucho tiempo.
—Ahora ya estás bien.
El silencio fue la única respuesta que obtuvo. Sus oídos ya habían neutralizado los gritos que vibraban tras él. No existían.
Sus ojos grises volvieron a posarse sobre el imperturbable curso del río. No sonrió, no era capaz de sentir emociones. Eso le había reprochado su padre, a pesar de que no entendía qué quería decir. Aun así, pese a que sus ojos opacos no brillaron, sí lo hizo su mente cuando pensó en el conejo y le dijo:
—¿Quieres jugar conmigo?
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