65
Aferraba los volúmenes de los cuentos contra su pecho, con sumo cuidado, como si fuesen un tesoro que pudiese deshacerse entre sus manos en cualquier instante. El crujido de la enorme puerta de la biblioteca al abrirse le dio la bienvenida a aquel lugar que parecía ajeno al tiempo y a todo lo que lo rodeaba.
Seguía estando vacía. El sonido del viejo bibliotecario que colocaba tomos en la última estantería de la gran estancia era tan rítmico como siempre. Se respiraba tranquilidad.
Aún dudaba si debía dejar todos los cuentos de vuelta en su sitio. Ciro había vuelto a estar a su lado y tenía ahora su propia habitación unos metros más allá de la suya. En cualquier momento podía ir allí a leérselos, y la posibilidad de ello la emocionaba. Pero no podía quedarse para siempre los libros. Cuando tuviese ganas de contarle alguno, vendría a buscarlo.
Mientras caminaba por el pasillo central, rodeada de altísimos estantes, algo se deslizó cerca de sus pies. Era un gato negro. Alisa se agachó para acariciarlo, pero el felino retiró el cuerpo lo suficiente como para que los dedos de la chica no llegaran a rozarlo.
¿Qué hace un gato aquí?, pensó Alisa.
En el cuello del animal relució algo, y la muchacha se dio cuenta entonces de la existencia de una placa de plata colgada en su collar. No era callejero, eso estaba claro. Inclinó la cabeza, manteniéndose en cuclillas, para evitar que se marchase al intentar tocarlo y leyó el nombre con detenimiento.
«Espectro».
Espectro, ¿dónde había oído ese nombre?
Antes de que tuviese oportunidad alguna de recordar nada, el gato gruñó, frunciendo el pelaje del morro que albergaba algunas canas blanquecinas, y se marchó tan rápido como había aparecido, convirtiéndose en una sombra más de la biblioteca.
Alisa siguió su camino. Al llegar al pasillo que buscaba, donde había encontrado los cuentos la primera vez, se adentró en él sin alzar la vista, aún meditando si debía dejar allí todos los tomos. Fue en el momento en que decidió mirar por dónde iba que se topó con Darko.
Era la primera vez que se cruzaban desde hacía dos días, desde que lo había besado en el salón del té y él la había engañado. En cuanto el muchacho se dio cuenta de su presencia y sus miradas se cruzaron, Alisa se quedó muda e intentó carraspear para disimular.
—No sabía que estabas aquí —pronunció con cautela unos segundos más tarde. Con un dedo señaló la salida de la biblioteca—. Volveré más tarde.
—Espera —la detuvo él antes de que empezase a moverse—, no es necesario. Haz lo que venías a hacer. Me iré pronto.
Alisa lo observó en silencio antes de acercarse. Le dio la espalda mientras comenzaba a colocar los libros en su sitio.
Darko toqueteó los lomos de los tomos de la estantería contraria.
—¿Estáis saliendo? —preguntó de pronto— Tú y el soldado.
Alisa tardó un poco en contestar.
—Sí.
—Ya veo.
El olor a libros viejos flotaba en el aire. Continuaron en silencio, hasta que Alisa hubo guardado todos los ejemplares de cuentos que había tomado prestados. Su atención se desplegó por la estantería, en busca de una nueva historia que devorar. La voz del muchacho interrumpió su proceso de inspiración literaria.
—Alisa.
La susodicha se dio media vuelta y se encontró con el joven rey recostado sobre la estructura de madera, dejando caer su peso al apoyar la espalda en ella. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y estaba serio, aunque no abandonaba jamás su deje burlesco, casi relajado.
—En realidad quería verte —le confesó—, pero no sabía qué debía decir, así que he venido aquí con la esperanza de que nos encontráramos.
Alisa se encogió en su sitio.
—¿Cómo sabías...? —empezó a cuestionar, pero se interrumpió a sí misma. Le había dicho a Lynnete que tenía intención de devolver los libros ese día, y ya se podía imaginar la rápida comunicación que debía haber entre la doncella y su amo— da igual.
Darko la miró entre los mechones de pelo negro, que le caían frente a los ojos al tener que inclinar la cabeza hacia abajo.
—¿Es porque ya has decidido que vas a dejar pasar lo de Harkan? —inquirió entonces la joven.
—No.
—¿Por qué? ¿No decías que ibas a pensártelo? No hay tanto que pensar.
—Tiempo al tiempo.
Alisa estalló en una risa ahogada. La disconformidad era evidente en su expresión.
—Claro, esto es como lo de mi castigo —murmuró con tono mordaz. Darko alzó una ceja—. ¿Te gusta alargar el sufrimiento de la gente? ¿Es tan divertido para ti pelear conmigo? Piénsalo, de una forma u otra siempre chocamos. Parece que lo hagas apropósito.
—Admito que a veces es entretenido —se burló él, mostrando un atisbo de sonrisa—. Menos cuando me drogas, por supuesto.
Alisa bufó. Se pasó las manos por el pelo, exasperada.
—No te entiendo.
—Yo a ti sí. Ahora te entiendo mucho mejor.
El joven rey se inclinó hacia delante. La chica dio un paso atrás.
—Es interesante estudiarte, ya te lo dije. Y podría decirse que ya sé lo suficiente de ti como para poder hacerme una idea de cuál debería ser tu castigo.
Hizo un rápido movimiento con la mano. En un instante, una ráfaga de aire se estampó contra la estantería desde el otro lado y un libro se salió de su sitio. Este cayó en la cabeza de Alisa, cuyos reflejos reaccionaron tarde ante la ausencia visual de la amenaza, y el tomo acabó golpeándola y estampándose contra el suelo.
—¡Ay!
Darko le agarró la cabeza allí donde había caído el libro y evitó que la moviese, manteniendo los dedos rígidos. Acercó su rostro al de ella, bajando a su altura para poder mirarla a los ojos.
—Eres fuerte de corazón, pero débil de mente y cuerpo —agregó entonces—. Eso no es bueno, me temo.
—Apenas me conoces —pronunció Alisa con tono dolorido por el golpe. No se movió ni un centímetro, no mientras el muchacho le agarraba la cabeza.
La mano del chico la soltó, pero él no se retiró, se mantuvo agachado a aquella altura, a tan solo unos centímetros de su cara. Mantuvo la mirada directa en sus ojos para asegurarse de que lo entendía, de que lo estaba escuchando, de que veía la sinceridad reflejada en sus ojos oscuros.
—¿Sabes por qué no me apresuro en la toma de esas decisiones? —Sus pupilas se dilataron levemente— Porque eso implica que por ahora no hay que poner un punto final a nada. No quiero que haya un final para nosotros, Alisa.
La muchacha contuvo el aliento. Pudo sentir cómo se le aceleraba el pulso mientras intentaba buscarle un trasfondo oculto a sus palabras, a pesar de que Darko pensaba que no podría haber sido más claro.
Le sostuvo la mirada durante lo que a Alisa le pareció una eternidad, y entonces él dio un paso hacia atrás. Dejó de encorvarse para volver a su postura habitual, alto y firme.
—Y tampoco quiero ponerle fin al asunto del soldado —continuó. Apartó la vista hacia la ventana y su cuerpo se encaró también hacia ella—, me gustaría conocer algunos datos más antes de dictaminar mi sentencia.
Alisa dejó escapar el aire retenido y se recolocó el pelo tras la oreja, nerviosa. Quiso decir algo, quiso quejarse, pero no pudo. Y tampoco la dejó hacerlo él.
—Pero Alisa, eso ahora no importa —las palabras salieron atropelladas de su boca con la intención de callarla—. Intento decirte que desde que te conocí me siento un poco más vivo. Un poco menos solo. Eso es muy importante para mí, no lo comprenderías. Provocarte, hablar contigo, incluso solo mirarte, me hace revivir.
—¿Qué es lo que estás intentando decir?
—¿No es obvio? —chasqueó la lengua sin mirarla. Sus pasos lo llevaron a situarse frente a la ventana, allí donde unos días antes había estado el jarrón de peonías. Una diminuta risa nerviosa subió por su garganta antes de hablar —No voy a permitir que te marches del palacio. Necesito algo de diversión para dirigir bien este país.
Alisa frunció el ceño. Bajo la luz brillante del sol que entraba por la ventana frente él, Darko dio media vuelta hasta encararla de nuevo y sus comisuras se alzaron hacia el cielo en una sonrisa luminosa cuando sus miradas volvieron a conectar.
Sus palabras le pusieron los bellos de punta.
—Cásate conmigo.
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