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53

El nudo en el pecho que la estaba asfixiando paulatinamente la obligó a marcharse con sus libros a la habitación unos minutos después de que Darko se fuese.

Sentía que había hecho algo malo. En sus ojos había quedado grabada la expresión de él, entre dolorida y furiosa, y el color mortecino que había adoptado su piel tras las palabras que había soltado por la boca. Poco después de su partida, Alisa aún podía notar la gelidez que había adoptado la temperatura de la biblioteca, tan sincronizada con el momento como con el cielo, cuyas nubes grises no paraban de crecer. 

En su huida hacia su cuarto, Alisa no se paró siquiera a observar los enormes y luminosos pasillos por los que caminaba apresurada. La luz radiante de antes entraba ahora por los ventanales apagada, con tristeza, proyectando sobre las baldosas ese tono gris que poco a poco iba minando aún más en el ánimo de Alisa. Estaba segura de que pronto llovería.

Se sentía mal consigo misma, y se llamaba estúpida por dentro, recordándose que, pese a que hubiesen hablado con aparente sinceridad, debía haber medido sus palabras. Él era el Rey de corazones. Él había creado aquel sistema traicionero. Por su culpa, ella había tenido que abandonarlo todo por segunda vez en su vida. 

Lo odiaba, tenía que odiarlo. Él era el retorcido, el monstruo, su dichoso verdugo. El corazón de Alisa luchaba en el interior de su pecho mientras caminaba, lleno de contradicciones. Pese a todo lo que implicaba aquella afirmación, seguía sintiéndose mal por decirle aquellas cosas a la cara, y por sí misma. Ahora que había hecho eso ya no había otra opción. No iba a conseguir su compasión. Lo había provocado e insultado, y dado su nuevo estatus, si antes ya podía acabar con ella cuando quisiese, ahora que era la autoridad máxima del reino no había nada que le impidiese deshacerse de ella.

Se apretó el pecho, estrujando el escote del vestido con la mano. Todo estaba mal. La benevolencia se había acabado, estaba segura de ello. No le quedaba otra que actuar con naturalidad y escapar, como había imaginado desde un principio.

Metida en su mundo mental, no se enteró de que estaba a punto de llegar a su habitación hasta que chocó de lleno con alguien que caminaba en la dirección contraria. 

Cayó de culo en el limpio suelo del pasillo con un aullido de sorpresa. Frente a ella, alguien se sobó el hombro adolorido.

—¿Está bien, señorita?

Un ligero acento vaystiano le hizo levantar la cabeza para enfrentar a la pobre persona que se había llevado por delante en medio de su crisis. Su piel batalló consigo misma, sin saber si ponerse roja de vergüenza o blanca como la leche al reconocer al chico rubio que extendía la mano hacia ella para ayudarla a levantarse. 

—Discúlpeme, alteza —murmuró Alisa abochornada sin atreverse a volver a mirarlo a la cara—. Iba tan concentrada en mis pensamientos que no le he visto. ¿Está herido?

La muchacha tomó su mano y se levantó del suelo, con cuidado de no pisarse el vestido. El príncipe Jacques le mostró su radiante dentadura.

—Estoy perfectamente, no se preocupe —le aseguró. Sus cejas se alzaron mientras la examinaba, echándole un rápido vistazo. Alisa, que estaba sobándose el muslo derecho con la punta de los dedos, retiró la mano de allí de inmediato— ¿usted se ha hecho daño?

Con rapidez soltó la mano del joven y escondió la suya tras la espalda.

—Para nada —mintió. Intentó sonreír agradablemente, pero sus nervios provocaron que su sonrisa flaquease—. Le ruego de nuevo que me perdone, no era mi intención envestirlo de ese modo.

Una fina carcajada escapó de la garganta del rubio antes de asentir en comprensión. Después, le vio alejarse un paso de ella, retomando la dirección de su camino. Con el acento cosquilleándole en los labios, le dio una última mirada.

—Si me disculpa... —Alisa murmuró algo similar a un "oh, sí, sí" y le indicó con las manos que siguiese caminando. El joven apretó los labios en respuesta— Que tenga un buen día. 

Alisa no se atrevió a volver a abrir la boca. Le observó mientras seguía marchando pasillo abajo, hasta que desapareció al girar la esquina. Fue entonces cuando se permitió soltar todo el aire que había estado conteniendo. 

El día cada vez iba a peor, eso estaba claro. Suspiró con fuerza, sin saber cómo procesar las múltiples emociones y experiencias vividas en el pequeño tramo de treinta minutos. ¿Podía ocurrirle algo más?

Con pasos cansados siguió su recorrido, directa a su habitación, con las ideas que le habían carcomido la cabeza hasta entonces perdidas por el camino.

Se detuvo ante su puerta, dispuesta a entrar por fin y volver a refugiarse en la cueva de la que tantas ganas había tenido de escapar, hasta que escuchó una voz que reñía con fuerza a alguien al fondo del pasillo y volvió la cabeza para presenciar la escena.

Lynnete estaba cerca de la pared, con la cabeza gacha y la mirada en el suelo. Frente a ella, una mujer que debía rondar los cuarenta hablaba con la voz alzada en un tono estridente y que destilaba claro enfado. Iban vestidas de forma similar, pero mientras que el vestido de la doncella era de un tono verdoso, el de la mujer era de color crema.

Alisa no se percató de que empezó a caminar con curiosidad hacia ellas, tan solo se dejó llevar por su cuerpo de forma inconsciente para escuchar mejor.

—...porque la irresponsabilidad no es algo que pueda tolerarse aquí —gritaba la mujer. Conforme Alisa estaba cada vez más cerca fue escuchando la conversación con mayor nitidez. Ellas no parecieron percatarse de su presencia—. Si no estás por la faena, mejor vete a otro sitio. Sé que llevas años aquí y nunca habías dado problemas, pero últimamente no paras de escabullirte a todas horas. Con eso demuestras el poco interés que tienes por tu posición —la mujer se cruzó de brazos y pronunció cada afilada palabra con fuerza—. Creo que no eres consciente de cuántas personas querrían estar en tu lugar. Y que estés muy lejos de casa no es una excusa para holgazanear. Al contrario, si tanto empeño tienes en seguir teniendo una cama aquí, deberías ponerle ganas como has hecho siempre. Si no, ya puedes volverte al campo.

Lynnete, encogida frente a ella, se mordía las mejillas con fuerza sin mirarla a la cara.

—Pero señora —balbuceó—, no estaba vagueando, tenía cosas que hacer...

Una carcajada sarcástica rasgó el tenso aire a su alrededor. La mujer, que debía ser una de las jefas de las doncellas de palacio, la miró desde arriba con desagrado.

—¿Ahora dices que tienes motivos? ¿Y qué motivos son esos? —indagó sin creerla— ¿Dónde estabas esta mañana mientras limpiábamos las habitaciones de los embajadores? ¿Y ayer, antes de la coronación? Todo era un caos, y cuando más manos necesitábamos desapareciste.

—Yo...

—Estaba conmigo.

La expresión de horror que se adueñó del rostro de Lynnete al ver a Alisa allí podría haberse presenciado a kilómetros de distancia. Ella, por su parte, se acercó a las dos tras interrumpir su conversación con el semblante más cálido que podría mostrar en aquellas circunstancias. Les sonrió a ambas como si fuesen dos nubecillas recién caídas del cielo.

La mujer alzó una ceja al verla intervenir.

—¿Y tú quién eres?

Alisa se aclaró la garganta sin dejar que su sonrisa temblase.

—Una... invitada temporal del Rey —explicó—. Llevo unos días alojada aquí y he sido yo quien ha acaparado su tiempo. 

Pudo leer varias emociones pasando por el gesto de la mujer en cuestión de segundos.

—No tenía constancia de su presencia —contestó cambiando el tono y hablando más formalmente. Aún parecía recelosa y bastante confundida—. ¿Cómo dice que se llama?

Fue rápida de mente y consiguió responder con la mayor naturalidad posible a su pregunta. Técnicamente no estaba mintiendo, era una verdad a medias.

—Lady Alisa.

La mujer se quedó inmóvil unos segundos con el ceño ligeramente fruncido, procesando la información, probablemente intentando recordar si le sonaba aquel nombre.

—Disculpa si mi intromisión en vuestras rutinas ha descompasado los resultados de vuestro trabajo —continuó ella—, pero necesitaba ayuda con algunos asuntos y esta joven me ha atendido y echado un cable con todo lo que he requerido. Le estoy muy agradecida. Hablaré personalmente con el rey para expresarle mi agradecimiento. Tiene usted una empleada muy diligente.

Los ojos de la mujer se abrieron sorpresivamente con la simple mención del rey y pareció plantearse si estaba haciendo bien en inmiscuirse en algo como aquello cuando estaba relacionado con Su Majestad. Pese al inicial gesto de horror de la doncella, Lynnete le siguió la corriente haciendo una pequeña reverencia.

—Gracias a usted.

—En ese caso, todo arreglado... —respondió la otra aún con voz dudosa pero intentando sonreírle. Después se volvió hacia Lynnete— aunque la próxima vez que se necesiten tus servicios avísame antes, para tenerlo en cuenta.

—No se preocupe, no me quedaré muchos días más —intervino Alisa de nuevo—. Intentaré molestar lo menos posible a su trabajadora.

Lynnete se apresuró a asentir repetidas veces ante la petición de su jefa.

—Así lo haré, señora.

—De hecho —añadió entonces la chica–, permíteme robártela un ratito de nuevo. No tardaremos más de media hora, lo prometo.

La sonrisa falsa de la mujer mostraba que no estaba de acuerdo con ello, pero que no tenía otra opción.

—Lo que usted necesite —aceptó.

Con una pequeña reverencia se dio media vuelta y echó a andar pasillo abajo. Alisa asió a Lynnete del brazo y se la llevó en la dirección opuesta, directa a su habitación. Simularon calma manteniendo un ritmo tranquilo al caminar, pero en cuanto sintieron que la mujer estaba lo suficientemente lejos como para no escucharlas, la doncella tiró de la parte superior de su brazo interno para acercarla a ella y gritarle en voz baja, histérica:

—¡¿Es que te has vuelto loca?! ¿Dónde ha quedado eso de pasar desapercibida? Por si no lo recuerdas, nadie en este palacio tiene que saber de tu existencia.

—Te estaban echando la bronca del siglo por mi culpa.

Cuando los ojos de Alisa recayeron sobre los de su doncella, esta permaneció en silencio, sin poder negarlo.

—Estabas conmigo cuando se suponía que tenías que estar trabajando.

—Su Majestad y Cadel me pidieron que fuese tu doncella pero que siguiese trabajando como siempre, actuando con normalidad porque nadie podía enterarse de lo que estaba pasando.

—¿Entonces has estado corriendo de aquí para allá, haciendo dos trabajos a la vez?

Lynnete no dijo nada y Alisa parpadeó, atónita.

—Guau, ahora entiendo por qué a veces tenías tanta prisa —murmuró más para sí misma que para la doncella—. Ya pueden pagarte bien. Debe haber sido agotador.

En cuanto llegaron a la entrada de su cuarto, se deslizaron en el interior de la habitación y Lynnete se apresuró a cerrar la puerta lo antes posible. Tras encender las luces, Alisa se alejó de ella y apoyó la espalda en la estructura de madera del dosel de la cama. Lynnete le dedicó una mirada de advertencia que le recordaba que no había olvidado la norma que acababa de saltarse.

—No tenías por qué ayudarme —dijo—. Pero gracias.

—De nada —contestó Alisa. Entonces le mostró el dedo índice y guiñó un ojo—. Ahora me debes un favor.

Lynnete bufó, pero su expresión se relajó un poco.

—¿Qué voy a hacer ahora? Se suponía que nadie debía saber que existías, y tú misma le has dicho hasta tu nombre.

—A ver —opinó la muchacha—, creo que no es para tanto. No tiene ninguna información importante con la que jugar. Al final no sabe quién soy, y ese nombre podría ser de cualquiera. Además, tengo intención de que mi estadía en Palacio acabe pronto, así que no tardarán en darte vacaciones.

Lynnete pareció no acabar de interpretar el final de su discurso. Estaba demasiado metida en las posibilidades de que las cosas se fuesen al garete por su culpa, y en la enorme bronca que le iba a caer si alguien se enteraba.

—No quiero ni imaginarme la cara de Su Majestad si se entera.

—Oye, solo es una simple trabajadora —apuntó Alisa—. Y hemos sido muy buenas actrices, no hay nada sospechoso de lo que tirar, y si lo hubiese tampoco tiene nada malo que denunciar.

—Espero que tengas razón.

—Al menos no eres tú la que ha embestido hace nada al príncipe del reino vecino como si fuese un toro.

—Espera, espera... —el rostro de Lynnete se transformó de nuevo en cuanto procesó la nueva información y le mostró una nueva mueca de horror— ¿qué has hecho qué?

Alisa le contó en resumidas cuentas lo sucedido. La doncella se llevó las manos a la cabeza mientras poco a poco la ansiedad empezaba a apoderarse de ella. Tuvo que apoyarse en la pared para poder mantener el equilibrio mientras la escuchaba.

—¿Y también le has dado tu nombre? —inquirió.

—¡Por dios, no! Ya tengo suficiente con morirme de vergüenza en mi propio país. No me apetece que nadie sepa mi identidad después de un encuentro tan bochornoso.

Lynnete rio con ironía y contó con los dedos.

—Primero el príncipe de un país conflictivo y ahora una de las jefas del personal doméstico. ¿Qué le sigue?

—Te digo que a él no le dije mi nombre, así que no importa. Se habrá cruzado con una infinidad de mujeres hoy en el palacio. Y fue muy agradable, no tienes razones para preocuparte...

—Mejor no sigas, me va a dar un infarto.

Alisa suspiró y se alejó del poste de madera para dejarse caer en la cama. Se estiró con los brazos abiertos y mirando hacia el techo.

—Infarto el que me ha dado a mi después de que me dejases sola en la biblioteca —se quejó. En cuanto el asunto que tanto la había inquietado volvió a su cabeza, recordó el motivo por el que había querido verla—. Escúchame, tú y yo tenemos que hablar.

Lynnete alzó las cejas, no muy segura de si estaba preparada para descubrir más noticias negativas. Como Alisa dio un par de palmaditas en el colchón, acabó sentándose a su lado sin estar muy segura de qué esperar.

—¿Has visto ese cielo tan feo que hace hoy? —le dijo la morena pasándose una mano por las ondas del cabello.

—Ajá.

—Pues algo me dice que es culpa mía.

La doncella la observó sin comprender. Cuando sus neuronas parecieron conectar, abrió ligeramente la boca y la observó expectante.

—Os habéis visto.

—Pues sí. Es curioso que relaciones el cielo gris con él. Algo me dice que entonces mi teoría no va muy desencaminada, aunque me parece totalmente surrealista. 

—Cuéntame lo que has visto.

Alisa se detuvo un segundo para rememorar todo el momento vivido con Darko en la biblioteca. 

—Bueno —comenzó con la vista fija en las manos mientras iba recordándolo todo—, flores increíblemente vivas que de golpe se marchitan, un trueno en pleno día soleado, el cielo... oh, también la temperatura. Hacía mucho frío de golpe —dirigió los ojos entonces a la doncella, y pese a que intentaba no delatar sus emociones, Alisa comprendió que sabía perfectamente de lo que le estaba hablando—. ¿Tiene esto que ver con eso que pronto iba a ver por mi misma? Porque en estos instantes estoy intentando tomarlo con humor, pero estoy empezando a pensar que me has echado algo en la comida o me has pinchado mientras dormía, y no sería la primera vez. 

Lynnete dejó de mirarla y se estiró la tela del vestido mientras sacaba una conclusión de todo aquello:

—Le has hecho enfadar.

—¿Cómo lo sabes?

La muchacha tomó aire y se apartó el cabello de la cara. De pronto agarró las manos de Alisa y se puso muy seria.

—Lo que te voy a contar es difícil de creer, pero necesito que me escuches hasta el final.

Alisa tragó saliva. Podía notar cómo el pequeño nudo que tenía en la boca del estómago palpitaba, fruto de su nerviosismo, pero asintió.

—Bien. Por dónde empiezo... —vaciló Lynnete— ¿has oído hablar alguna vez de un lugar llamado Mita?

El corazón de Alisa se aceleró de golpe. Un calor se esparció sobre su pecho como si acabasen de encender una ristra de cerillas en su piel. Claro que había oído hablar de ello. Tenía las historias de su madre grabadas a fuego en su mente, estaba segura que no las olvidaría ni después de muerta. 

Asintió con fuerza, apretando los labios para contener sus emociones.

—¿Y conoces las leyendas que corren por ahí sobre su gente?

—Mi madre me contaba cosas sobre ellos todas las noches antes de ir a dormir.

Lynnete agradeció que le ahorrase una parte de aquella densa tarea.

—Entonces sabrás que la líder de la comunidad se supone que es la Gran Madre, y que se decía que ostentaba unos poderes inmensos con los que protegía a su pueblo.

Alisa inclinó la cabeza. No porque no supiese aquello, sino porque no comprendía qué tenía eso que ver con el Palacio. Cualquier posibilidad que se le ocurriese, por disparatada que fuese, no tenía sentido.

—Lo sé.

—Vale... —musitó Lynnete, pensando en cómo continuar— Pues puedo asegurarte que todas esas leyendas son reales, y que hay una parte de la historia que nadie a parte de los trabajadores del palacio más cercanos a la Familia Real conoce.

—Me estás asustando.

La doncella continuó hablando pese a la expresión de la muchacha y le hizo una nueva pregunta:

—¿Recuerdas a la Reina? Falleció hace unos seis o siete años, pero en aquel momento debías tener la edad suficiente para tener conocimiento al menos de su existencia.

Alisa recordó el día en que Darko anunció la muerte de su padre y cómo la gente lo había llamado el príncipe mestizo. Sí, su madre era extranjera. De ella debía haber heredado Darko sus ojos rasgados.

—Sí, aunque nunca le presté mucha atención —admitió la muchacha—. Sé que años antes de que yo naciese hubo mucho revuelo por su boda con el rey por venir de fuera. Lo escuché de mi madre. Se entristeció mucho cuando murió. Dijo que era una muy buena persona. 

Lynnete pareció estar totalmente de acuerdo con su última afirmación.

—Así es. Jun Mika era un alma cándida que este país nunca supo valorar —corroboró—. Y venía de fuera, como bien has dicho. Concretamente, era mitiana. 

Alisa tuvo que moverse sobre el colchón, incapaz de quedarse quieta en su sitio.

—¿Cómo?

—La difunta Reina era mitiana, como lo oyes —insistió la chica, y tan seria como pudo miró directamente a los ojos a Alisa—. Ese pueblo existió de verdad. Pero no solo eso. Jun era la hija primogénita de la última Gran Madre del pueblo, lo que la convertía en la próxima Gran Madre de Mita.

Alisa sentía que se quedaba sin aire, entre ilusionada porque las increíbles historias de su madre fuesen ciertas, y aterrada por que aquello pudiese existir de verdad. Un poder más allá de la ficción.

—No puede ser —musitó, soltando una mano de la doncella para taparse la boca—. ¿Entonces todo era cierto? ¿Mi madre no mentía?

Lynnete le apretó la mano que aún tenía sujeta.

—Todo lo que te estoy contando es verdad, no tienes más que preguntarle a Cadel o a cualquiera de los otros guardias cercanos a Darko y te confirmarán los hechos, aunque firmaron un contrato de confidencialidad para no divulgarlo al resto del mundo.

Los ojos de Alisa iban de acá para allá, un misil de pensamientos tras otro.

—Por eso nos lo explicaba con tanta pasión —concluyó con la boca entreabierta—. No porque fuese una mujer fantasiosa o porque le gustase jugar con la idea de la magia para sorprendernos... Y mi padre nunca la contradijo. Mi madre debió ver algo. Algo de verdad.

—Es probable —admitió Lynnete tras escucharla—, aunque extremadamente difícil, ya que el pueblo de Mita es un pueblo casi imposible de ver. De hecho, no sé si siquiera seguirá existiendo. Al fin y al cabo, les quitaron a su futura líder, que iba a ser la encargada de defender a su comunidad del resto del mundo.

Alisa pareció volver en sí. La posibilidad recién revelada de que el hermoso mundo que le había descrito su madre ya hubiese desaparecido le estrujó el corazón. Justo acababa de enterarse de que era real, y ya le decían que probablemente había dejado de existir.

—¿Pero, por qué? ¿qué fue lo que pasó?

Lynnete se acomodó en su sitio, y Alisa presintió que iba a explicarle una larga historia.

—Valentin Rosenvita solo fue egoísta una única vez en su reinado, y puede que en toda su vida: cuando se enamoró de Jun y se empeñó en casarse con ella —le explicó la doncella—. En una expedición en las fronteras del reino en busca de bases de batallones ocultos vaystianos, hace unos veintitrés años, el rey cayó montaña abajo de su caballo y fue a parar a un pequeño pueblecito de campo situado en medio de las montañas. Cuando los soldados que viajaban con él llegaron hasta el lugar en que había caído, una muchacha ya estaba atendiéndolo. 

» Ahí fue cuando el rey conoció a Jun. Tras descubrir que se había roto una pierna, el rey y los soldados tuvieron que quedarse un mes en la tierra de los mitianos, a la espera de que la fractura de Su Majestad mejorase para poder marcharse, ya que estaban en plena guerra con Vaystin y no podían arriesgarse a llevar al rey totalmente herido por territorio extranjero.

Alisa escuchó la historia con los puños apretados, impaciente por descubrir su final.

—Así, Valentin empezó a entablar una extraña relación con la muchacha que lo había encontrado, que resultó ser la hija de la jefa del poblado. Aquel pueblo resultó ser mucho más grande que una pequeña aldea y el Rey quedó fascinado, pero pronto tenía que volver a casa, por lo que no quiso encariñarse.

» Lo que no descubrió hasta pasado casi todo el mes, es que gracias a la extraña magia que circulaba por sus venas, Jun fue curando su rotura, ayudando a soldar el hueso con mayor rapidez gracias a la manipulación de las células del monarca que ejercía mientras el hombre, por aquel entonces todo un jovenzuelo vigoroso, dormía.

» Con el avance de los días esa relación desembocó en amor. Lo que Jun no sabía era que Valentin era un rey. Por su ropa y su escolta imaginaba que podía ser alguien importante, como bien lo era su madre, pero la palabra rey no constaba en su vocabulario, por lo que no sabía lo que era ni lo que implicaba. 

—Cuando le pidió que se casase con él aceptó encantada. Después descubrió que aquello significaba que debía irse con él a una tierra nueva, muy diferente a la suya, y en parte eso la emocionó, pero su madre se opuso a ello firmemente.

Era comprensible, pensó Alisa. Estaba robándole a su pueblo la única fuente que podía mantener la calma y felicidad en la que habían vivido hasta entonces durante los próximos años. La última descendiente hasta la fecha. 

—No sé cómo lograron convencer a la mujer —continuó Lynnete—, pero Jun acabó marchándose con el rey y al poco de llegar se casaron, por lo que se convirtió en la nueva Reina de Veltimonde, y tal sorpresa trajo consigo parte del descontento de la gente.

En aquel momento intervino Alisa. Frenó el largo discurso de Lynnete alzando una mano para llamar su atención.

—Es una historia interesantísima —comentó—. A mi madre le hubiese encantado oírla entera al detalle. Yo estoy fascinada, aún no me creo que la magia o lo que sea que haga su linaje exista de verdad. Pero tengo una pregunta que me parece aún más importante... Si la reina falleció hace años, ¿qué tiene eso que ver con Darko?

—¿Es que no tiene todo que ver? —exclamó entonces la muchacha—¿No comprendes lo que estoy intentando decirte?

Alisa negó con la cabeza, siendo totalmente sincera, y Lynnete la agarró por los hombros.

—Darko ha heredado los poderes de su madre. Su sangre corre por sus venas.

Los ojos de la chica se abrieron de par en par. En ellos brillaba con fuerza la confusión.

—Pero es varón. Es imposible. 

Lynnete comprendió el punto de Alisa, pero lo rebatió.

—Sólo las hijas primogénitas obtuvieron el poder durante generaciones. Darko es hijo único, por lo que sería el primogénito, al fin y al cabo.

—Pero es hombre —insistió ella.

La doncella suspiró. Comprendía a la perfección lo que debía estar pasando por la mente de Alisa en aquellos instantes. Ella había vivido lo mismo al llegar al palacio, y conforme había visto a Darko crecer y descubrir sus propios poderes. 

—Darko es una anomalía, un desvío del canon seguido hasta ahora —aclaró—. Pero es hijo legítimo de una Gran Madre y tiene también sus poderes.

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