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52

Alisa apretó los labios en una mueca triste al ver entrar a Lynnete en su habitación la mañana siguiente. Estaba convencida de que venía a arrebatarle el único objeto de entretenimiento que había tenido en su estancia en el palacio: su televisor. Sin embargo, no pudo ocultar su sorpresa al ver que la doncella se acercaba al filo de la cama y la observaba con ojos cansados.

—¿Puedo sentarme?

Asintió e hizo un gesto con la mano para que se acomodase en el enorme colchón.

—Claro.

Lynnete se sentó entonces en el borde de este, en silencio, y de repente se dejó caer hacia atrás en la cama, desparramando su cabello por las sábanas. Aquel día tan solo llevaba unos mechones trenzados, unidos detrás como una pequeña aureola alrededor de su cabeza.

Alisa la observó, sentada a tan solo unos diez centímetros de ella, y le resultó raro que la joven estuviese tan relajada allí tumbada, junto a una supuesta criminal.

—¿Cómo es que no me tienes miedo? —le preguntó movida por la curiosidad.

Lynnete volvió sus ojos hacia ella, grandes y redondos. Al principio no contestó, pero luego dijo:

—Hace poco que te conozco, pero no desprendes un aura negativa...No pareces mala persona —Alisa se mordió los labios sin darse cuenta. ¿Cuánto hacía que nadie le decía algo así? ¿que alguien confiase de alguna forma en sus palabras? Los únicos habían sido Kane y Harkan—. Sabes, en la corte es un poco difícil hacer amigos. Tú y yo hemos hablado poco, pero extrañamente me siento a gusto contigo. Eso no quiere decir que me fíe por completo de ti, pero no me suelo equivocar con estas cosas. Esta vez estoy segura de ello como mínimo al setenta por ciento.

—¿Y si fuese una asesina?

La doncella bufó y cruzó los brazos sobre su pecho.

—¿Tanto insistir en que no has hecho nada y ahora sales con esas?

Alisa cerró la boca y dejó los ojos fijos sobre el televisor. Las noticias sonaban de fondo, pero aunque estuviese mirando las imágenes, no tenía idea alguna de lo que estaban diciendo. No los escuchaba.

Lynnete se incorporó y apoyó las palmas de las manos sobre el colchón. Sus piernas colgaban balanceándose arriba y abajo en el filo de la cama.

—Si me matas —expresó con voz queda—, ellos sabrían que has sido tú y te ejecutarían por ello. Así que nos iríamos las dos juntas rumbo al infierno.

Por la garganta de Alisa subió el fantasma de una risa ahogada.

—¿Al infierno? ¿Y por qué diantres vendrías tú?

Ambas chicas se observaron cara a cara y Lynnete le sostuvo la mirada tan solo unos segundos antes de ponerse en pie de nuevo.

La doncella se alisó el vestido y revisó si en la tela había aparecido alguna arruga inesperada que delatase su pequeño descanso. 

—Ayer fue un día movidito —añadió cambiando de tema—. Al menos Su Majestad lo hizo bien. De hecho, estuvo increíble. Suele ser bastante emocional, pero no tuvo ningún desliz comprometedor. Se podría decir que todo salió a pedir de boca.

Alisa hizo caso omiso al repentino cambio que había tomado la conversación y frunció el ceño ante las palabras de la muchacha. No comprendió bien lo que quería decir.

—¿A qué te refieres con un desliz? —indagó—Se nota que se le da bien hablar, ¿qué se supone que debería haber salido mal?

La expresión de Lynnete, tan dulce y tranquila hasta ese momento, cambió bruscamente en cuanto cayó en la cuenta de algo que Alisa no logró entender. Sus ojos se abrieron con sorpresa, como si no hubiese esperado para nada que Alisa le preguntase aquello.

—Espera —murmuró mientras acercaba su mano a sus mejillas—, ¿no lo sabes?

—¿Saber el qué?

Lynnete soltó una carcajada incrédula y empezó a caminar por la habitación, alternando la mirada entre ella y el suelo.

—Vaya —empezó a decir, casi hablando consigo misma—, como cuando hablasteis se notaba que os conocías de antes, pensé que ya lo sabías.

Alisa estaba empezando a ponerse nerviosa. Se acercó también al borde de la cama, dejando que sus pies descalzos casi rozasen el suelo.

—¿Qué demonios es eso que debería saber? 

Los labios de Lynnete se estrujaron mientras parecía meditar si debía decirlo o no. Sus ojos bajaron a las muñecas de Alisa, que ya no estaban vendadas y poco a poco iban retomando su color natural, aunque aún eran visibles las marcas de las pequeñas quemaduras, que tardarían en desaparecer. 

Negó suavemente con la cabeza.

—No puedo, lo siento. Su Majestad es quien debería contártelo, en todo caso —se disculpó—. Aunque no te recomiendo que se lo preguntes directamente. En realidad, no te hará falta decirle nada para darte cuenta. Seguramente lo veas con tus propios ojos muy pronto.

Si ya estaba confundida, aquello la descolocó aún más. Inclinó la cabeza a un lado mientras evaluaba lo que acababa de decir la doncella.

—No sé cómo tomarme eso.

Lynnete se pasó las manos por el delantal del vestido. Intentó sonreírle para que no se preocupara.

—No hay motivos para asustarse —aseguró alzando las cejas—. Podría decirse que es bueno y malo a partes iguales.

Alisa no parecía muy convencida.

—Ya, claro —musitó para restarle importancia. No iba a conseguir nada si seguía pensando en ello. Necesitaba salir de allí si pretendía descubrir eso que Darko no le había dicho y que su doncella le estaba ocultando—. Pero eso de pronto es relativo. No creo que me entere de lo que escondes si sigo encerrada entre estas cuatro paredes.

—Lo cierto es que venía justo para comunicarte algo relacionado con eso —confesó entonces la muchacha. Se llevó las manos a la espalda y adoptó un tono más servicial—. Su Majestad te ha dado permiso para salir de tu cuarto —Alisa abrió mucho los ojos y casi se puso de pie—. Pero solo tendrás acceso a la zona oeste del palacio.

A la vez que hablaba, Lynnete empezó a caminar poco a poco hacia la puerta. Alisa se puso de pie por fin, la deliciosa tela de la moqueta bajo la cama acarició sus dedos.

—Puedes ir a la biblioteca Real, a los jardines interiores...—enumeró la otra conforme iba pensando— quizá puedas salir también a los exteriores, aunque no lo tengo muy claro. Oh, y es bastante posible que el Rey Darko reclame tu presencia en su comedor privado o en la sala del té, si es que en algún momento quiere hablar contigo —Alisa se estremeció ante la idea de estar sola con el chico. Era una incógnita gigante y no sabía qué se suponía que debía esperar de él—. En las plantas superiores de esa zona están las habitaciones reales y los nuevos aposentos de Su Majestad. Ahí, claro está, no puedes ir. Así que el límite termina en las escaleras que dejan la primera planta.

—Espera, demasiada información —musitó Alisa. Con cada pequeño paso que daba se iba acercando más a ella. La doncella, por su parte, estaba a punto de tocar la puerta—. Hasta que no lo vea no sabré identificar todo lo que me estás diciendo.

Lynnete alzó elegantemente el brazo izquierdo en dirección a los enormes armarios.

—Pues ya estás tardando en cambiarte. Aún no he podido conseguirte un par de pantalones. Me temo que tardaré en hacerme con algunos —Alisa tragó saliva y la chica le sonrió con los ojos—. Ponte uno de esos bonitos vestidos. Lo creas o no, es lo mejor que puedes ponerte para pasar desapercibida por el palacio.

Alisa asintió sin acabar de creer aquello. Sentía que si se ponía alguna de aquellas hermosas prendas todas las miradas recaerían en ella. Lynnete abrió la puerta de su habitación.

—Date prisa, tengo que seguir trabajando —exclamó antes de salir—. Yo te espero aquí fuera.


*****


Cuando Lynnete le habló de la Biblioteca Real jamás se la imaginó así.

Una cúpula enorme hacía de techo de la enorme estancia, que debía ocupar por lo menos como cuatro habitaciones como la de Alisa juntas. Estaba tan alta y sus cristales tintados de azul eran tan increíbles que el reflejo de sus colores caía sobre las sombras de la biblioteca, convirtiendo los tonos grises y marrón oscuro de los muebles, las estanterías y las paredes en zonas de aire azulado.

Alisa caminó fascinada por en medio de los pasillos de altísimas estanterías, con su vestido azul claro ceñido a la cintura. La falda era amplia y un poco abultada y a Alisa le había dado vergüenza llevarlo puesto nada más salir de la habitación, pero un par de pasillos más adelante se había percatado de que nadie la miraba. 

En realidad, el Palacio estaba más lleno de lo que había imaginado. Muchos criados y trabajadores iban y venían llevando a cabo sus tareas, y nadie la miraba. Se tranquilizó aún más al ver que Lynnete tenía razón. Las mujeres llevaban todas vestidos: muchas iban de verde como su doncella, pero otras lucían diferentes colores como sucedía con los soldados, por lo que era relativamente fácil pasar caminando junto a ellas sin llamar la atención de nadie.

Mientras que no se pusiese ninguno de los vestidos más llamativos que se escondían en el interior de su armario, todo iría de lujo. O eso le había comentado Lynnete.

Después de que la doncella le hubiese dado un par de indicaciones sobre los lugares a los que no podía ir y la hubiese dejado en la biblioteca, se sorprendió al descubrir que estaba prácticamente vacía. Las puertas de entrada estaban abiertas, cosa que demostraba que cualquiera podía entrar, pero tan solo consiguió distinguir a un viejo bibliotecario que examinaba y recolectaba libros en una de las inmensas estanterías del fondo, justo en el lado contrario en el que se encontraba ella.

Estaba segura de que jamás había visto tantos libros juntos. Conforme había ido creciendo, su interés por la lectura había ido también en aumento. Todo había sido gracias a las historias que le contaba su madre, y los cuentos que su padre les leía de vez en cuando. Tras el accidente apenas había vuelto a leer, porque los libros costaban dinero, y el dinero que ganaba trabajando con el señor Kane lo invertía prácticamente al completo en comida. Por eso mismo le había alegrado encontrar libros en la casa del distrito de la pica en la que había vivido con Harkan.

Se adentró en uno de los tantos pasillos a su izquierda y deslizó el dedo por el lomo de los libros a la altura de su cabeza. La luz de los enormes ventanales entraba con fuerza en la bonita biblioteca, y los jarrones con flores colocados junto a estos, al final de cada pasillo, parecían darle aún más vida al lugar. 

Alisa se detuvo al final del pasillo, a poco más de un metro del ventanal de cristal, frente al que reposaba una mesa de madera y un gran jarrón repleto de peonías rosadas recién abiertas. 

Se había detenido allí por pura intuición, y al alzar la vista y fijarse en los títulos de los libros no pudo evitar sonreír. No sabía si era una sección como tal, pero se había parado justo frente a unos estantes llenos de ejemplares de esos cuentos y leyendas que tan bien conocía y que había escuchado contar a su padre tantas noches.

El león y el ruiseñor, La dama del mar, La estrella perdida, Las trepidantes aventuras de Luna y Sol... Leer aquellos títulos fue como volver de nuevo a su infancia, y empezó a sentirse triste y nostálgica. Con dedos tímidos comenzó a sacar de su sitio el tomo de El león y el ruiseñor, cuando alguien se lo arrebató de las manos.

Alisa se dio la vuelta para recuperar el libro, pero se encontró de bruces con Darko y se vio obligada a echarse hacia atrás, apoyando la espalda en la estantería.

—Vaya vaya —murmuró él con ironía—, así que los criminales también leen. 

La muchacha mantuvo la boca cerrada e intentó quitarle el libro, pero él, mucho más alto que ella, solo tuvo que alzar un poco el brazo para evitar que lo cogiese. Al final, Alisa se negó a ser humillada de aquella forma y se puso a buscar un nuevo libro que tomar de la zona que antes había estado mirando. Darko, en cambio, dio un paso hacia atrás para alejarse un poco de ella y se puso a ojear por encima el tomo.

El león y el ruiseñor —leyó con calma. Alisa pudo sentir sus ojos puestos en ella, quemándole en la nuca, pero no se volvió y siguió decidiendo cuál escoger—. Entonces te gustan los cuentos.

Como Alisa volvió a contestarle con silencio, el chico apoyó el hombro en la estantería, dejándose caer justo a su lado. Alisa no pudo evitar echarle una mirada de reojo antes de seguir ignorándolo.

—Deberías actualizar tus gustos. Ya vas siendo mayorcita para leer solo cuentos de hadas. O quizá tengo razón y los criminales no leen de verdad.

Ante aquel extraño ataque no pudo mantener más la boca cerrada. Contestó a sus puyas, aunque no se detuvo a mirarlo y mantuvo la vista fija en los libros. Con los dedos toqueteó el título de La estrella perdida grabado en el lomo del tomo.

—Claro, porque tú eres un gran lector, ¿me equivoco?

Deslizó la mano hasta otro tomo más cercano a donde el chico tenía la cabeza, y por el rabillo del ojo pudo ver cómo sus labios se estiraban en una sonrisa mientras achicaba sus ojos rasgados. Estaba evaluándola.

—Me he leído tantos libros de esta biblioteca que ya he perdido la cuenta, así que sí, tienes razón.

—¿Qué es lo que quieres?

Por fin Alisa se volvió para encararlo, olvidándose de los libros, y la irritó la sonrisa de suficiencia que seguía adornando su cara. El príncipe, ahora convertido en rey, colocó el cuento que le había quitado en el hueco que había quedado vacío sobre la cabeza de Alisa. Su camisa negra se estiró y tensó con el movimiento. Ya no llevaba el pelo hacia atrás, pero eso no eliminaba el aura oscura y juguetona que Alisa podía palpar a su alrededor.

Una vez colocado el libro en su sitio, Darko dio un par de pasos, caminando a su alrededor hasta apoyar su espalda en la estantería contraria. La observó desde allí, con los brazos cruzados sobre el pecho y ojos voraces y penetrantes.

—Eso debería decir yo —comentó—. Como ya he mencionado, soy un ávido lector. Tan solo venía a por un libro nuevo al que echar el diente. Es curioso que nada más te haya permitido salir de tu habitación ya estés siguiéndome. Ahora ya no estoy muy seguro de que no seas una acosadora, aunque tú insistas en lo contrario.

—No soy una acosadora —sentenció Alisa. 

—Lo que tu digas, encanto. De momento tus acciones demuestran lo contrario.

La muchacha suspiró. Empezaba a exasperarse con la actitud del monarca, que parecía disfrutar sacándola de quicio. Dejó de encararlo para ir al extremo del pasillo más cercano al ventanal, justo en el borde de la estantería, y examinar una nueva pila de libros. Al dirigirse hacia allí, las peonías le habían parecido incluso más abiertas que antes, más brillantes y rosadas.

—¿Qué pretendes hacer conmigo?

La pregunta de Alisa provocó que el chico se mantuviese callado durante unos segundos.

—Aún no lo sé, necesito pensármelo bien.

Se volvió para observarlo, y la mirada en sus ojos la hizo estremecerse. Intensos, tan negros como un agujero de gusano, e igual de absorbentes.

Se obligó a dejar de mirarlo y volvió a posar su atención en los libros.

—No lo entiendo. Eres muy raro.

Darko dejó escapar un bufido sarcástico. 

—Tú también. ¿No deberías hablarme un poco más formalmente como hace el resto del mundo? No sé si lo recuerdas, pero soy tu rey.

—Cuando nos conocimos no eras ni rey ni príncipe, tan solo un extraño más —se justificó ella—. Me resulta... antinatural tener que hablarte de usted después de... —se vio obligada a carraspear para evitar que el color le subiese al rostro— todo. Pero tienes razón. Si así lo desea, Su Majestad, le hablaré con respeto.

El tono con el que Alisa habló y pronunció Su Majestad provocó que Darko hiciese una mueca de desagrado. La muchacha pudo ver a la perfección cómo fruncía ligeramente el ceño.

—Déjalo, no me gusta —decretó entonces—. Háblame como antes.

—¿Es una orden?

Alisa parpadeó varias veces mientras observaba al joven rey. Este, con una pequeña sonrisa ladina y los ojos de nuevo entornados, alzó la cabeza y la miró desde arriba. La morena se empezó a poner nerviosa, cosa que hizo que enfocase de nuevo toda su atención en los libros frente a ella para evitar pensar en la pizca de malicia que brillaba en su gesto tras su tonta broma.

Darko hizo lo mismo y empezó a examinar los libros de la estantería contigua, justo detrás de ella.

Alisa aprovechó para coger por segunda vez el cuento El león y el ruiseñor y colocó encima un par más de los que jamás había oído hablar, pero cuyas portadas le parecieron bonitas en el momento.

Cargada con los tres libros sujetos entre los brazos, echó un vistazo al joven. Había sacado medio libro del estante y estaba examinando otro situado más arriba. Parecía estar sopesando sus opciones. Alisa afinó la vista para descubrir de qué podía ir el libro sin mostrar de forma demasiado evidente que estaba interesada por cuales serían sus gustos. Uno de ellos, de tapa oscura y detalles dorados, debía tratar sobre guerra, dadas las palabras que pudo leer y los dibujos de la portada. El otro, forrado con una tela roja y repleto de letras negras y blancas, tenía las palabras «El verdugo de T...» escritas en la portada. Su mano le impidió leer el resto del título.

Alisa rompió el extraño silencio que se había formado entre ellos mientras escogían sus próximas lecturas. 

—¿Os lleváis bien, tú y esa mujer? —preguntó, intentando parecer casual.

Darko tardó en responder, aún metido en la sinopsis del libro que había estado examinando. Cuando cayó en la cuenta de a quién se refería, contestó:

—¿Por qué lo preguntas?

La muchacha tragó saliva. No estaba segura de si quizá se estaba metiendo en terreno pantanoso, pero ya que estaban hablando sin nadie cerca, no estaba de más descubrir dónde recaían sus lealtades. A fin de cuentas, aún no había dado señales de querer matarla.

—No parecías muy contento con ella la última vez que nos vimos.

Darko se aclaró la garganta, aún de espaldas a ella.

—Tenemos una relación complicada.

Alisa estuvo a punto de sonreír. Si no se llevaban bien del todo, quería decir que con aquel chico aún había esperanza. Pese a las peculiares circunstancias y la relación extraña que los unía, Alisa sintió un peso menos en el pecho. Le habló al pelinegro con sinceridad mientras seguía examinando los libros, dispuesta a encontrar uno más para llevarse consigo.

—Había visto pocas veces su cara, pero ayer en la retransmisión de la coronación la enfocaron de cerca y no pude reprimir mi desagrado. Tiene cara de bruja, no podía soportar mirarla.

Pudo escuchar la voz de él tras su espalda, mientras ambos seguían escudriñando los estantes.

—¿Y eso?

Alisa chasqueó la lengua, un poco más confiada que antes. Pensaba que aquello era obvio.

—Es por su culpa que estoy aquí ahora y que he tenido que pasar por una infinidad de cosas desagradables —expuso—. Jamás comprenderé cómo diablos se le ocurrieron todas esas pruebas y torturas a las que somete a las personas, cómo caza a la gente y les hace jugar a tonterías esperando que al final mueran. Todo eso sólo podría hacerlo una persona con una mente muy retorcida. Esa Reina de Corazones es un monstruo —y añadió al final:—. No me extraña su famoso apodo, juega con los corazones de la gente a su antojo.

Un trueno interrumpió su discurso justo en el momento en que pronunció la última palabra y Alisa pegó un pequeño bote en su sitio, sobresaltada. Al no obtener respuesta alguna respecto a sus comentarios por parte de Darko, se giró para verlo. Al instante, un escalofrío le recorrió la columna.

Los rayos de sol que con tanta fuerza los habían iluminado hasta entonces habían desaparecido, remplazados por una nube gris que se cernía sobre el Palacio. Darko estaba pálido, tan blanco como la leche, y los iris casi negros de sus ojos parecían bullir.

Con la mandíbula apretada y la expresión más seria que le había visto hasta entonces, dijo:

—Esas pruebas de las que hablas no las hizo mi general. Las creé yo. Yo soy tu dichoso Rey de corazones.

Colocó los dos libros que llevaba en las manos sobre los que cargaba Alisa en los brazos con un golpe seco, y pasó junto a ella y las peonías marchándose airado. En tan solo unos segundos, Alisa volvió a encontrarse totalmente sola en la biblioteca. Con un nudo en el estómago y repentinas ganas de vomitar.

Cuando se volvió hacia el enorme ventanal, todas las peonías se habían marchitado y caían flácidas y descoloridas por el borde del jarrón.

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