32
Tras un paseo por las pequeñas callejuelas centrales del casco antiguo de Noblento, Harkan se detuvo ante la puertecita de cristal de una pequeña tienda. Desde el exterior, Alisa podía ver los maniquíes blancos que portaban vestidos de todo tipo. El exterior de la tienda le hizo pensar que llevaba muchos años en activo. Los bordes de madera pintados con finas líneas doradas le otorgaban un atractivo antiguo que provocaban curiosidad en el transeúnte, y le hacía sentir como si estuviese ante el lomo de un viejo tomo que albergaba miles de años de conocimientos olvidados.
Sobre la puerta reposaba un cartel con las letras pintadas del mismo color, con una tipografía algo desgastada pero que cumplía su función: «La alacena de la elegancia».
Alisa no tenía ni idea de lo que se suponía que iban a hacer allí. Recordó las palabras de Harkan sobre ponerla guapa, y según lo que tenían delante, parecía que pretendía comprarle algo de ropa. Pero, ¿por qué? Si era algún tipo de regalo espontáneo le sabría mal aceptarlo, ya estaba haciendo suficiente por ella, pero la intuición le decía que no era eso. Era algo más complicado, algo que no le había contado.
Harkan no le dio opción a objetar. Estiró la mano hacia el pomo y empujó la puerta. Mientras entraban en la tienda, el tintineo de una campana resonó por el aire, que olía ligeramente a rosas y a frescura. El suelo de madera caoba crujió bajo sus pies. Alisa deslizó la mirada alrededor del establecimiento, que a primera vista parecía vacío. Pese a eso, estaba realmente limpio. No se veía ni una mísera mota de polvo sobre los muebles ni una mancha sobre las tablas del piso.
A su alrededor se exponían numerosas piezas únicas en su belleza. Alisa podía jurar que no había visto prendas iguales ni en los escaparates de Ugathe. Parecían nuevas, modernas, y aun así, casi de cuento, arrancadas de una fábula, como si se hubiesen estancado en el tiempo.
La puerta de cristal se cerró tras ellos con lentitud mientras Alisa rozaba el borde de un conjunto de cortes irregulares y patrones singulares con los dedos. La tela era de una suavidad extrema, tanto que a la muchacha le costó retirar las yemas de la prenda, pero se vio obligada a hacerlo cuando unos pasos ligeros rechinaron al fondo de la tienda y captaron su atención.
Una mujer bajita les sonrió desde la esquina con las manos posicionadas frente al vientre de forma servicial. Llevaba el pelo rubio oscuro recogido en un moño sujetado por unos alfileres un poco más largos de lo normal. Alisa estaba segura de que antes no había estado allí. El movimiento de la cortina tras ella indicaba que estaba en lo cierto. El repiqueteo de sus tacones negros resonó por toda la tienda cuando se acercó a ellos. Se acomodó las gafas de pasta azules con un dedo mientras parecía evaluar a sus potenciales clientes, aún manteniendo en su rostro un gesto cordial. Alisa se distrajo observando los largos pendientes anaranjados que colgaban de sus orejas, a juego con su vestimenta.
—¿En qué puedo ayudaros, pareja?
El silencio se hizo en la tienda por unos segundos. Alisa no sabía qué decir, ella también quería saber la respuesta a la pregunta de aquella mujer. Harkan no había dicho nada respecto a sus planes de aquel día y Alisa empezaba a inquietarse. Aunque no tenía claro si era por miedo a que ocurriese algo malo, o por la posibilidad de pasar tiempo de verdad a solas con él, sin la excusa de las pruebas entre ellos.
Para su sorpresa, Harkan sonrió.
—Es un placer ver que sigues tan bien como siempre —dijo.
Alisa elevó una ceja, confundida, y la mujer se asemejó a ella por unos segundos. Recorrió al soldado de arriba abajo con ojos indagadores y, entonces, su boca se abrió en sorpresa. La alegría le inundó el rostro y no tardó en extender los brazos hacia él con gesto emocionado.
—Dios santo, pensé que nunca volverías a pasarte por aquí.
Escuchó una suave risa proferir de los labios del soldado y a Alisa le pareció música celestial. Jamás lo había oído reír. Harkan no sonreía a menudo, solo en ocasiones inauditas, y sin embargo allí estaba, mostrándose amigable mientras una pequeña y bonita sonrisa le curvaba los labios.
La chica observó perpleja cómo la mujer se acercaba a su soldado y le daba un cálido abrazo. Harkan se quedó algo rígido ante aquella muestra de afecto, pero le devolvió el gesto como pudo, dándole ligeros toquecitos a la señora sobre la tela de su jersey.
Cuando la mujer se separó, lo examinó como si fuese un modelo del que quisiese capturar cada detalle.
—Diantres chico —masculló ella—, estás aún más fuerte que la última vez que te vi. Aunque sigues igual de guapo.
Harkan apretó los labios en respuesta, encantado. La incredulidad ante aquella nueva faceta del muchacho debía estar impresa en su cara, porque Harkan volvió a prestarle atención y alzó una mano hacia la mujer rubia.
—Alisa, te presento a Madame Blanchard, la dueña de la tienda y una de las mejores modistas del reino.
La señora, que debía rondar los sesenta años, se llevó las manos a los mofletes, claramente halagada por las últimas palabras del chico.
—No hace falta que seas tan cortés, con que me llames por mi nombre de pila basta. Hace mucho que nadie me llama así.
Harkan asintió, cumpliendo con la petición de la mujer. Alisa percibió que se llevaban bastante bien, y por lo que había dicho la modista, se conocían desde hacía años. Sin embargo, no podía adivinar cuál era el motivo por el que ambos habrían llegado a coincidir.
—Camille fue hace años la modista favorita de la difunta reina. Ella diseñaba todos sus vestidos y se hizo muy famosa por aquel entonces. Aunque yo aún no estaba aquí para verlo.
La aludida hizo un gesto con la mano, restándole importancia a sus palabras.
—Menos mal que confiaron en mí después para que hiciese algunos trajes más para el resto de la familia. Es una pena que no hubiese más mujeres —expresó ella, rememorando algunos recuerdos en su mente—. Pero tengo múltiples talentos y la moda femenina no es lo único que sé trabajar.
Camille dirigió su mirada a Alisa y le habló como si le divirtiese de verdad conversar sobre ello.
—Gracias a eso nuestros caminos se cruzaron.
La chica miró al moreno de soslayo. Este, al poder leer las preguntas en sus ojos, se explicó de inmediato. Harkan no se justificaba ante nadie, pero últimamente las palabras se le escapaban solas de la boca cuando recibía una mirada demandante de los ojos esmeralda de aquella pequeña joven de bucles oscuros.
—Por aquel entonces yo acababa prácticamente de empezar. Me enviaron muchas veces a recoger los trajes cuando me pillaba cerca de la zona. La jefa confiaba en mí para que los trajese impolutos, aunque en aquel entonces yo me sentí más bien como su chico de los recados.
Alisa asintió con comprensión. Camille, frente a ellos, juntó las palmas de las manos.
—Me alegra mucho que estés aquí de nuevo después de... ¿qué han sido? ¿dos años? —dudó— no estoy segura. Pero me temo que no he recibido ningún encargo de la Casa Real que tenga que entregarte —entonces su frente se arrugó de preocupación—. A no ser que haya perdido la orden por ahí y no me haya enterado... ¡Ay, tonta de mí! Me estoy haciendo mayor y a veces pierdo la cabeza.
—No, no —se apresuró a decir él—. No vengo a por ningún encargo —sus ojos se deslizaron entonces hacia Alisa—. En realidad, vengo para ver si tienes algún vestido para ella.
La chica abrió los ojos sorprendida. La dueña de la pequeña boutique la observó, asintiendo para sí misma con un dedo en la barbilla.
—¿Para mí?
—¡Hijo mío, por vestidos no has de sufrir! —Exclamó la señora Blanchard con hilaridad. La inquietud había abandonado su semblante, pulverizándose en cuanto escuchó la palabra «vestido». La examinó al detalle y la hizo dar una vuelta sobre sí misma. Alisa se dejó hacer, aunque aún seguía desconcertada—. Estoy segurísima de que podemos encontrar alguno de vuestro agrado en mi colección.
Camille empezó a caminar hacia el lugar donde la habían encontrado antes. La muchacha se percató de que una pequeña cinta métrica azul sobresalía del bolsillo de su larga falda.
—¿Qué tipo de vestido estáis buscando? —les preguntó a ambos.
Alisa se encontraba de nuevo sin respuesta para sus preguntas. Harkan apretó el paso y se posicionó junto a la mujer. Mientras caminaban hacia la cortinilla por la que había aparecido antes la pequeña modista, el soldado se encorvó para estar a su altura y susurrarle algo al oído. La señora Blanchard le contestó de igual forma y, entre susurros, Alisa no logró captar nada de su conversación. Se limitó a seguirlos una vez que vio que cruzaban la cortina gris y la dejaban abierta a un lado.
Cuando Alisa traspasó el marco de la ausente puerta descubrió que la tienda era mucho más grande de lo que parecía desde fuera. Se extendía en una zona que hubiese sido realmente espaciosa de no ser por los cientos de vestidos colgados de largos carritos situados por toda la habitación, que ocupaban bastante espacio. Alisa alcanzó a ver un pasillo que llevaba a un almacén en la otra punta de la habitación. Desde allí se llegaban a ver las cajas y las fundas que cubrían la ropa, protegiéndola del polvo.
Había un par de probadores amplios separados por paredes de tela y, en el centro de la sala, una plataforma redonda giratoria. Alisa observó maravillada la infinidad de vestidos que colgaban de las perchas. Habían de todo tipo, pero la mayoría parecían sacados de esas historias que sus padres le contaban de niña. Sus ojos iban y venían mientras apreciaba cada centímetro de tela que brillaba frente a ella. Sus zapatillas pisaron la suave moqueta roja del suelo conforme iba adentrándose más en el lugar.
Camille se acercó corriendo a ella y la asió del brazo para sacarla de su ensimismamiento al llevarla al probador más alejado. Harkan se sentó en un banquito de madera desde el que no se podía ver nada, justo frente a la superficie giratoria. Mientras la mujercita la llevaba casi a rastras, le habló en voz baja, casi entre risillas.
—Eres una afortunada, querida. Tienes un novio muy guapo, seguro que te trata muy bien.
Alisa se apresuró a contestar, aunque fue interrumpida rápido.
—Él no es...
Camille le lanzó una pequeña bolsita de tela y dejó a un lado una caja llena de tijeras, alfileres e hilos.
—Quítate la ropa y déjala aquí, corazón. Iré a buscar algunos modelos con los que podamos comenzar.
La modista desapareció tras correr la tela y dejarla totalmente sola, aunque desde allí podía escuchar el traqueteo de las fundas y las cajas al moverse.
Comenzó a desvestirse con una única idea en la cabeza: ¿qué diablos estaría planeando Harkan? Ahora era evidente que no estaban allí para comprar ropa normal. Aunque debería haberlo deducido desde que vio la peculiar tienda y la ausencia de clientes. Parecía un lugar caro y único. Allí no se creaba ropa ordinaria.
Se vio en el reflejo del enorme espejo mientras se sacaba los pantalones. Camille llegó cuando aún estaba terminando de quitárselos. Apenas era capaz de verle la cara de tantas prendas que cargaba en los brazos. Las depositó sobre un pequeño taburete que había dentro del probador y le entregó la primera a Alisa, que era de un tono púrpura adornado con bordes de encaje negros.
Alisa inspeccionó el vestido con ojos curiosos mientras fruncía el ceño. Sin embargo, Camille no le dio tiempo a mirar demasiado porque en cuestión de segundo ya estaba colocándolo sobre su cabeza. Ni siquiera le dio tiempo a mirarse al espejo cuando lo tuvo puesto, tan solo pudo dedicarle unos segundos de visión y no le desagradó.
Camille la llevó con prisa pero con tacto hacia la plataforma redonda, en donde hizo que se subiese. Una vez allí, la mujer hizo que esta girase a su antojo para verla desde todos los ángulos.
—Te queda divino, aunque tendría que darle un par de puntadas para que te quede más ceñido a la cintura. Creo que eso realzaría aún más tu figura —habló pensativa.
Alisa no supo si debía decir algo o no, realmente se sentía desarmada y expuesta, y como no sabía el propósito de aquellas compras exprés, no tenía argumentos para hablar con confianza.
Harkan, sentado desde su sitio, la observaba con los ojos entornados. Alisa se sintió desnuda bajo su mirada escudriñadora. Por un segundo se sintió ridícula allí arriba, portando un vestido cuando era una prenda que jamás se había acostumbrado a llevar.
—No es lo que busco —concluyó echándose atrás en su asiento.
—Probaremos con otro —le contestó la modista mientras ya se dirigía a por la siguiente pieza—. Tengo un par con los que estoy segura de que estarás arrebatadora.
*****
—¿Para qué exactamente estamos haciendo esto?
El tono de Alisa sonaba cansado pese a que solo llevaban una hora encerrados en La alacena de la elegancia. Había perdido la cuenta de cuántos vestidos se había probado ya. Todos le habían parecido bonitos, aunque se viese extraña en el reflejo del espejo, pero a Harkan no parecía haberlo convencido ninguno. Asumía que el chico debía tener una idea en mente y estaba esperando que la señora Blanchard sacase el vestido que más se asemejase a lo que tenía pensado.
Alisa le hablaba en aquel momento desde el probador, mientras Camille la ayudaba a introducirse en la estructura del siguiente vestido y a colocar bien cada una de sus partes. La voz de Harkan sonó sobre las telas que los separaban.
—Es una sorpresa, ya lo verás.
La chica bufó. Justo en aquel momento Camille apretó los cordones del corsé, casi dejándola sin aire.
—Últimamente estás bastante detallista.
Pudo observarse entonces en el espejo mientras la modista acababa de acomodar algunos últimos detalles. En cuanto se vio, se quedó sin palabras. Ya le había parecido precioso en la percha, pero le fascinó lo bien que le sentaba y lo guapa que se sintió con él puesto. Alisa deslizó los dedos por la tela de terciopelo rojo de la falda, que era algo voluminosa y estaba llena de pequeños detalles bordados con hilos de oro y encaje. El escote era pronunciado y resaltaba su piel fina y clara. Las mangas cortas abullonadas hacían que sus brazos y manos se viese más elegantes, y Alisa se preguntó cuánto costarían los pequeños detalles de pedrería que adornaban el corpiño del vestido.
Alisa parecía la princesa de una dinastía perdida, una que justo acababa de escaparse de su propio cuento.
Mientras admiraba fascinada la visión que se representaba en el espejo ante ella, Harkan volvió a contestar:
—Yo no llamaría a esto un detalle —objetó—. No seas impaciente y hazme caso. Ya lo descubrirás luego.
Camille deslizó la tela del probador permitiéndole salir y le hizo un gesto para que avanzase hacia la plataforma. Harkan, que estaba de brazos cruzados, se incorporó en su sitio al verla aparecer. Alisa mantuvo la vista en el suelo hasta que estuvo situada en el centro de aquella tarima giratoria. Cuando le miró a la cara, vio que la observaba con los ojos bien abiertos, casi pasmado. Sintió cada uno de los movimientos de sus ojos sobre ella como si sus manos le estuviesen rozando la piel bajo el vestido. No pudo evitar sonrojarse bajo la intensa mirada del muchacho, que tragó saliva antes de dar su opinión.
—Te queda bien.
Simple y escueto. A Alisa no le hacían falta más palabras. Sus ojos vidriosos del color de las tormentas, enturbiados ahora por la emoción contenida, hablaban por él.
La señora Blanchard la hizo girar al pulsar un botón de la plataforma. Cuando esta volvió a su posición inicial, aplaudió con entusiasmo mientras una sonrisa triunfal se dibujaba en su rostro.
—Estás increíble, querida. Has nacido para llevar este vestido.
Alisa sonrió y se volvió hacia donde estaba el espejo para volver a admirar su figura. En su vida había estado más guapa que en aquel momento. No tenía ni idea de lo que planeaba hacer el soldado, pero todas aquellas preocupaciones quedaron opacadas por la felicidad que sintió al verse realmente bien después de tanto tiempo sin sentirse a gusto consigo misma.
Camille le puso las manos en los hombros mientras la guiaba de nuevo al probador.
—Ahora mismo lo preparo para que te lo lleves —canturreó—. Eres una gran modelo, por cierto. Estaría encantada de trabajar contigo de nuevo en el futuro.
El futuro. Si Alisa aún tenía un futuro por cumplir, esperaba que algún día aquellas palabras pudiesen hacerse realidad. Entonces significaría que habría ganado.
*****
Se levantó del sofá de un salto. Ni siquiera se acordaba de cuándo se había quedado dormida. Apenas había sido una pequeña siesta de media hora, pero Alisa sintió al despertarse que se había perdido por lo menos medio día. Eran casi las seis de la tarde. Lo último que recordaba era que Harkan hacía un buen rato que se había marchado de nuevo a hacer sabe dios qué.
Alisa se pasó los puños de la sudadera por la cara y se frotó los ojos. El soldado había cumplido su promesa y antes de marcharse se había llevado a su hermano a jugar un rato a la pelota. Estuvieron poco más de una hora, pero cuando Ciro volvió a casa se le notaba en el rostro que se lo había pasado de fábula. Poco después, Harkan anunció que se marchaba sin decir el motivo y su hermano decretó que quería convertirse en una estrella de mar, por lo que se tumbó en el suelo del balcón a tomar el sol.
Desde allí, Alisa podía ver que el calorcito había provocado que acabase durmiéndose y seguía en el mismo sitio espatarrado, con la boca abierta y la baba a punto de resbalarse por la comisura de sus labios. Alisa reprimió una risotada.
Se pasó la mano por el pelo y pensó que quizá estaba demasiado despeinada. Las ondas habían estado apretadas contra los cojines del sofá y estaba segura de que debía haber dado un par de vueltas mientras dormía. No tenía ganas de asemejarse a un nido de pájaros. La solución rápida era mojarse un poco el cabello, por lo que se encaminó al pequeño baño que había junto a la entrada.
Cuando estaba a un metro de la puerta se percató de que esta estaba entornada y la luz de dentro estaba encendida. Su mente inmediatamente culpó a su hermano. Seguro que había ido al baño mientras ella dormía y se había dejado la luz prendida. Tendría que recordarle que ellos tenían que procurar gastar lo mínimo, que Harkan ya tenía suficiente con aguantarlos. Mucho más después del dineral que debía haberse gastado el muchacho para comprarle aquel vestido. Ella había insistido en saber el precio, pero se había negado a hablar. Había oído cuando se iban cómo Camille le decía que le había hecho "precio de amigo", pero seguía pensando que debía haberle costado un ojo de la cara, y aquello la hacía sentirse culpable.
Entró al baño casi sin mirar y pegó un pequeño saltito al encontrarse con que no estaba sola. Harkan estaba allí, sin camisa. Sobre el váter había tirada una toalla húmeda, por lo que parecía que se había duchado hacía poco. Alisa no se había enterado de que había vuelto. Se llevó una mano al corazón para calmar su ritmo, que se había acelerado por el susto. O quizá por otra cosa.
El muchacho estaba apoyado sobre el lavamanos y parecía que justo acababa de terminar de afeitarse. Sus mejillas y barbilla estaban limpias y lisas, como la piel de un bebé. Se incorporó al ver que estaba allí y la miró durante unos segundos, pero luego volvió a sus cosas y dejó de prestarle atención. Se enjuagó la cara y la secó con la toalla para después ponerle el tapón a la espuma de afeitar.
—No sabía que habías vuelto —se justificó Alisa.
Le dio vergüenza que la pillara desprevenida. Seguro que había parecido tonta al asustarse por una nimiedad.
—He llegado hace poco.
Los músculos de su espalda se movían y flexionaban mientras se estiraba para guardar las cosas y dejarlas en su sitio. Los ojos de Alisa se vieron obligados a fijarse, como si su piel fuese un imán. Recorrió su anatomía con la vista hasta que llegó a la zona lumbar, justo sobre el inicio de los pantalones. Allí descubrió las marcas de unas viejas cicatrices con formas extrañas. Una de ellas parecía algo similar a una quemadura, aunque debían de ser de hacía mucho.
No se sintió con el valor de preguntar. Ni tampoco con el derecho de hacerlo. Alzó la vista de nuevo y vio que el soldado la estaba observando con sus ojos grises a través del cristal. Alisa giró la cabeza para evitar hacer más contacto visual. Estaba avergonzada de que la hubiese pillado examinándolo tan descaradamente. Sintió que el calor le subía por el cuello.
Harkan hizo caso omiso y se separó del lavamanos para ir a recoger la toalla que había dejado tirada en el váter y así colgarla en su sitio. Alisa aprovechó que el hueco estaba libre para cumplir con lo que había venido a hacer. Abrió el grifo del agua y se mojó las manos lo suficiente como para poder pasárselas por el pelo y así humedecerlo. Estaba tan concentrada en su propio reflejo que cuando se percató de que Harkan caminaba hacia ella ya estaba demasiado cerca.
El pecho de él casi rozó su espalda y Alisa se puso tensa de golpe. Tras ella, el soldado comenzó a toquetearse el pelo aún mojado, como si la chica no estuviese allí en medio y la cercanía de ambos no le estuviese acelerando el corazón.
Sus miradas conectaron a través del espejo y Alisa empezó a sentirse realmente nerviosa. Giró sobre sí misma para estar cara a cara con él y así obtener un poco más de espacio, pero el muchacho no se movió. Sus ojos bajaron a su pecho desnudo antes de mirarlo a la cara.
—¿Qué haces? —le preguntó.
Harkan inclinó la cabeza a un lado.
—Tienes cara de que quieres preguntarme algo.
De inmediato, las cicatrices de su espalda volvieron a pasar ante sus ojos como un recuerdo fugaz. ¿Era posible que se hubiese dado cuenta de que las había visto? Sabía que el chico era ágil y observador, pero juraría que tan solo las había observado unos segundos. De cualquier modo, era incapaz de preguntarle por ello, sabía que Harkan era reservado, y preguntarle por algo del pasado podía provocar que cerrase la puerta que tanto le había costado abrir entre ellos.
En su lugar, otra pregunta salió de los labios de Alisa. Una que al instante se arrepintió de pronunciar.
—¿No te parecía que estaba muy mona con el vestido?
De pronto, y con un ritmo lento, como si estuviese agachándose para cazar, se cernió sobre ella. El soldado apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo, haciendo presión sobre la porcelana del lavamanos. Estaba tan cerca que Alisa se sintió tentada a poner una mano en su pecho para alejarlo, pero se contuvo. No quería tocar su piel desnuda.
La mirada de Harkan se detuvo en su sudadera, que era en realidad la sudadera del soldado. Aquella que él le había regalado. Alisa pudo ver cómo las comisuras de su boca se curvaban levemente hacia arriba.
—Sí.
—¿Y por qué no lo has dicho? —Alisa arrastró las palabras. En realidad se estaba diciendo a sí misma que parase, pero salieron solas, se le escaparon sin querer.
Apretó los puños de la sudadera con fuerza mientras se inclinaba levemente hacia atrás. El chico estaba tan cerca que podía sentir su aliento en la nariz.
Los ojos de Harkan chispearon. Parecía estar divirtiéndose. Su mirada bajó por la mejilla de ella y se quedó estancada en su cuello por unos segundos. Luego volvió a subir y la miró directamente a los ojos.
—Estabas tan guapa que me dieron ganas de darte un bocado.
Alisa contuvo el aliento. Podía jurar que tenía el corazón en el puño y que estaba a punto de estallar. Sintió cómo sus mejillas se teñían de rojo, y la sonrisa de Harkan le confirmó que así era. Su mano por fin se movió y le dio un suave puñetazo en el pecho al chico mientras intentaba ocultar una risa ahogada, producto de la incredulidad y los nervios. Notó la piel de él tensarse bajo su toque, pero solo durante un par de segundos.
Harkan se alejó, volviendo a abrir la corriente de aire entre ellos que le permitió a Alisa respirar de nuevo. Dio un par de pasos atrás mientras le mostraba una sonrisa juguetona de dientes blancos. Nunca le había visto sonreír así. Sintió un hormigueo en el estómago que la hizo morderse el interior de la mejilla.
—Por eso no quería decir nada. Que conste que tú has insistido —declaró el moreno.
Aprovechó que Alisa aún seguía ahí parada para agarrar su camiseta e irse. La muchacha, acalorada, tragó saliva. Cuando estaba por cerrar la puerta y desaparecer, volvió a asomar el rostro por la rendija.
—Deberías ir poniéndote ese vestido que tanto me gusta. Pronto tendremos que irnos si queremos llegar a tiempo y seguramente tardes un rato en arreglarte.
Alisa se cruzó de brazos y apoyó el cuerpo sobre el lavamanos. Frunció el ceño al mirarlo, aún con los mofletes rosados.
—¿Se puede saber a dónde demonios vamos ahora?
El soldado, después de un día repleto de incógnitas, por fin dijo algo de utilidad.
—A la fiesta del Duque.
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