28
La valentía se esfumó de su cuerpo en cuanto puso el culo en el coche. En cambio, su compañero de aventura se mostraba exultante. Ya no sonreía, pero sus facciones estaban relajadas mientras prestaba atención a la carretera. Alisa, pese a considerarlo aún un enigma con patas, poco a poco iba aprendiendo a leerlo, a descubrir cuáles eran sus gestos o reacciones ante determinadas cosas, o también la falta de estas. Su forma de procesar las emociones y pensamientos seguía siendo un misterio para ella, pero pretendía solucionar aquello en el futuro.
Pese a que el lugar del mapa no estaba demasiado lejos y podrían haber llegado caminando, habían optado por la vía rápida: subirse al coche del soldado para llegar cuanto antes. La decisión que Alisa había tomado había sido precipitada e improvisada, pero aun así había sucedido para todos los jugadores a la vez. Todos habían visto la prueba en sus pantallas al mismo tiempo y debían haber tardado un tiempo similar en decidirse, más aún tras ver el limitado aforo.
Alisa se contradecía a sí misma. Por una parte, rezaba para ser la primera en llegar y así no quedarse fuera, pero a la vez le rogaba a aquel que estuviese escuchando sus plegarias que cuando pusiese un pie en el lugar de la prueba el cupo ya estuviese lleno. Por supuesto que se arrepentía, como siempre que se disponía a enfrentarse a la suerte de nuevo, pero en el fondo sabía que debía hacerlo tarde o temprano. Harkan ya le había dicho cuando se conocieron que lo mejor era hacerlo todo cuanto antes. Si no, la espera por la libertad se hacía eterna; el sufrimiento se alargaba por voluntad propia.
Tardaron poco más de cinco minutos en llegar al lugar indicado. Estaba algo alejado del centro, pero el paisaje, al final, seguía siendo el mismo: edificios que casi rozaban las nubes y puentes que los conectaban unos con otros. La zona, por suerte, era una un poco más tranquila.
Cuando Alisa empezó a caminar hacia la entrada del edificio, Harkan la agarró del brazo para frenarla. La muchacha lo observó sin comprender. Vio que alzaba la vista hacia la prominente estructura y Alisa hizo lo mismo para intentar averiguar qué sucedía.
Pese a que la afluencia de gente en aquel sitio había disminuido, las luces estaban prendidas en la mayoría de plantas del edificio. Se dio cuenta de que la parte inferior estaba ocupada por tiendas, mientras que los últimos pisos eran domicilios particulares. Algunas personas seguían saliendo por la entrada cargadas con bolsas. La mirada de Harkan se desvió al edificio contiguo, que saltaba a la vista que era residencial. Estaba menos iluminado, y nadie parecía entrar ni salir.
Los ojos de ambos se desviaron hacia el cielo y descubrieron que un puente unía el último piso de este con el inicio de las viviendas del otro. Su destino era la azotea. Por la mente del soldado se cruzó un plan que los haría pasar más desapercibidos. Tiró del brazo de ella mientras echaba a andar hacia el edificio contiguo, que tenía la puerta del rellano abierta.
—Vayamos por aquí —decretó el soldado.
Alisa llegó a la misma conclusión. Dejándose llevar y consciente de la idea que había tenido el chico, asintió y le siguió el ritmo. Entraron al edificio grisáceo con paso apresurado y se detuvieron frente al ascensor. Con cuidado, el soldado agarró la tela de la sudadera de Alisa y le colocó la capucha de forma que cayese sobre sus ojos.
El sonido del elevador al llegar les advirtió de que era hora de subir, y así lo hicieron. En silencio y sin moverse dentro de la cabina llegaron al último piso. Al salir les envolvió la mudez de aquella planta, que estaba totalmente a oscuras. Se deslizaron como fantasmas hasta la puerta que daba al tejado. Alisa juraría que escuchó el estornudo de alguien en su casa mientras cerraban la pesada puerta tras salir al exterior.
Atravesaron corriendo el terrado bajo la noche estrellada, que les observaba curiosa por saber qué les depararía el azar. Ante ellos se mostró el puente, de menos de unos setenta metros de largo, y Harkan no se lo pensó ni un segundo antes de comenzar a caminar a través de él.
Alisa intentó seguirle el ritmo como antes, pero cuando llevaba tan solo unos metros sus ojos se desviaron al vacío y su cuerpo se quedó casi paralizado. La impresión le hizo soltar el poco aire que contenían como oro en paño sus pulmones. Con las pupilas empequeñecidas por el impacto que sentía al estar a tanta altura, vio lo que significaba estar a veinte pisos de distancia del suelo.
Las personas ya no eran hormigas, eran diminutos puntos de colores bañados por las sombras y luces de los faros de los coches. Estos mismos parecían de juguete, de esos que coleccionaban los niños y que cabían de sobra en la palma de su mano. Tragó saliva mientras intentaba retirar la vista de allí, incapaz de hacerlo por más que quisiese. Buscó a tientas la mano del soldado y la agarró, estrujándola con fuerza.
Harkan se giró con un movimiento brusco, sorprendido por el súbito agarre de la muchacha. Vio cómo su pierna se tambaleaba en el aire al intentar dar un paso más. Sus dedos se quedaron rígidos por unos segundos, aunque Alisa no estaba centrada como para captar aquel pequeño detalle. Él apretó la mandíbula con fuerza.
Se dijo a sí mismo que debía aguantar. Que las debilidades eran malas, y que debía aprender a soportarlo, como siempre había hecho con todo. Hasta ahora, el roce de la piel de los demás había sido evitable, algo puntual de lo que se podía deshacer en seguida, pero si pretendía estar con ella mucho tiempo, debía saber que el contacto, al fin y al cabo, sería inevitable; algo que debía dar por sentado. Era crucial en el desarrollo de las relaciones humanas, y a veces sucedían cosas como esta, donde uno buscaba apoyo en el otro y la única forma de sentirse un poco más seguro era compartiendo las emociones a través del físico, de la carne, del roce de unos dedos.
Haciendo de tripas corazón e intentando mantenerse igual de gélido frente a sus propios sentimientos que siempre, no dijo nada y comenzó a caminar de nuevo. Arrastró a Alisa con él, aunque redujo el ritmo de sus pasos al notar que sus tobillos la frenaban al rozar contra el suelo. En ningún momento cerró los dedos, como hacía Alisa mientras se aferraba con fuerza a su mano. Los mantuvo tiesos y firmes, permitiendo que la muchacha solo tocase el resto de su mano y poco más.
Que hubiese dormido junto a ella no significaba que hubiese superado la repugnancia que sentía hacia el roce de la piel ajena. Había sido algo de un día, y Harkan se había sentido casi ebrio después de pasar horas enganchado a su cuerpo caliente. Después, todo había sido como siempre. Si había podido con aquello, se había dicho a sí mismo que podía hacer aún más, pero una vez que se había levantado de la cama, su cuerpo se había reseteado por completo. Quizá todo dependía del momento y de la atmósfera que los envolviese. En aquellos instantes, el cuerpo y la mente de Harkan no estaban muy puestos por la labor, aunque el chico lo intentó.
Alisa apenas fue consciente de haber cruzado el resto de trozo de puente. Cuando se dio cuenta, ya estaba en el terrado del otro lado y poco a poco volvió a coger aire. Jamás había sentido miedo de aquella forma por las alturas. Quizá hubiese sido por el gran vacío oscuro que se veía desde allí arriba hasta llegar a las luces urbanas del fondo. Puede que hubiese sido la presión que sentía por la situación, o por lo ansiosa que se sentía después de haber sugerido intentar conseguir aquella carta. No lo tenía claro.
Sus ojos volaron hacia Harkan mientras su respiración se estabilizaba. Vio en su rostro pétreo un pequeño atisbo de incomodidad. ¿Fue por la tensión en su gesto, o quizá por la forma en que evitaba mirarla? Sintió un pellizco de tristeza en el pecho. Aun así, le estuvo agradecida por soportarla. Con rapidez, le soltó la mano y liberó su palma de su agarre. Estaba algo avergonzada.
—Perdón.
Las palabras escaparon de la boca de Alisa como acto reflejo. Escondió las manos en los bolsillos de la sudadera y bajó la mirada a las piernas del chico para no hacer contacto visual.
Harkan la observó por unos segundos, pero luego se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta que los llevaría al interior del edificio.
—No es momento de disculpas —dictaminó mientras le daba la espalda—. Y tampoco tienes que pedirme perdón por nada.
Después de decir aquello, el soldado entró en el bloque y dejó que la puerta se cerrase. Alisa se apresuró a ir tras él. Aún con la capucha puesta por si acaso, siguió al moreno y subieron las escaleras de las siguientes tres plantas. Ya se habían expuesto lo suficiente en el ascensor anterior, que debía tener varias cámaras. Evitaron hacer lo mismo allí. Al ser una edificación dedicada en su mayoría a lo comercial, estaba claro que habría cámaras también en el elevador. Las escaleras no implicaban más seguridad, pero seguro que habría menos ojos mirando allí que en el ascensor.
Cuando Alisa se paró frente a la puerta de metal abierta que daba a la azotea, se planteó dar media vuelta y salir corriendo, pero Harkan ya la esperaba en el otro lado y se limitó a respirar hondo y salir de nuevo al frío de la noche. Aquella azotea, al contrario de lo que había esperado, era enorme. Tras el pequeño cuartillo por el que estaba el acceso, justo donde ellos estaban situados, se expandía la explanada de forma considerable. Cuando se asomó, vio una caseta al otro lado de la amplia terraza. La puerta estaba abierta y se podía ver la luz amarillenta que iluminaba el interior.
Harkan se posicionó a su lado y observó desde allí. Se escuchaban voces de timbre masculino que provenían del interior de la caseta. Allí debía ser donde se llevaría a cabo la prueba. Entonces Alisa distinguió una silueta que caminaba con paso firme por dentro, como si montara guardia. En el momento en que la chica achicó los ojos en un intento de distinguir la cara de aquel hombre, Harkan tiró de ella y los escondió a ambos tras la puerta de acceso, que les hacía, junto a la pared que la envolvía, de escudo ante los ojos ajenos.
Alisa frunció el ceño y escrutó el rostro del muchacho en busca de respuestas, pero la alarma en sus ojos la hizo preocuparse de verdad. Alarma. En los ojos de Harkan. Aquello no era una broma, al parecer. Si alteraba de alguna forma a su impertérrito soldado, quería decir que tenía motivos suficientes para contener el aliento.
—No voy a poder entrar contigo — anunció de golpe.
Alisa abrió los ojos más de la cuenta y sintió el miedo trepar por su garganta.
—¿Por qué? —la ansiedad latió en la voz de la muchacha. Estuvo tentada a buscar las manos del soldado de nuevo. Necesitaba algo a lo que aferrarse.
Aquella frase le había dejado la nuca helada. Podía parecer algo con poco peso. Muchos dirían a simple vista que no era para tanto. Pero había más significado detrás de aquellas palabras del que parecía. Alisa siempre había estado con el chico en las pruebas. Siempre había contado con su protección y su astucia, y muchas veces habían salido victoriosos precisamente gracias a él.
Siendo honesta, no tenía ni idea de qué podría hacer ella sola allí dentro. La primera y última vez que había jugado una prueba sola... había terminado con la sangre de un hombre empañándole las manos y la memoria. No quería ni imaginarse en qué condiciones estaría el sótano en aquellos instantes.
Necesitaba que le dijese ya qué era lo que ocurría. Seguro que tenía solución. No entendía qué podía ser aquello que había turbado por primera vez a Harkan, no comprendía qué podía ser tan grave.
Porque Alisa no lo conocía, pero él sí. Era Fintan, Finn. El soldado cabezaloca que había estado junto a él en el pelotón de Zurith unas semanas atrás. El integrante más joven de la Vanguardia de Corazones. El pelirrojo voluble se mantenía vigilando cerca de la puerta y parecía que iba a ser el supervisor de la prueba que estaba a punto de acontecer.
Jamás había entendido cómo funcionaba su cabeza. Puede que Harkan fuese de sentimientos rígidos o de miras cortas en ese sentido, pero lo consideraba uno de los seres humanos menos predecibles que uno podía encontrarse en todo Veltimonde. Le sorprendía que lo hubiesen puesto a cargo de algún tipo de prueba sabiendo su carácter explosivo, aunque lo había visto caminando dentro de la caseta y parecía bastante formal. Quizá al estar solo y no rodeado de sus compañeros se comportase de forma un poco más responsable, al menos para dejar de parecerse tanto a un niño y empezar a asemejarse más a un soldado implacable.
¿Por qué, de entre tantos soldados que tenía el reino, tenía que ser él? Ambos chocaban a menudo cuando trabajaban en el mismo equipo. Si hubiese sido Vladik, quizá...
De cualquier modo, no podía entrar. Era imposible. Alisa tendría que apañárselas sola ahí dentro.
Parpadeó un par de veces para disimular la extraña rabia contenida que sentía en el pecho. Costaba que algo lo sacase de quicio de verdad o lo hiciese sentir algo más que indiferencia, pero odiaba cuando los planes no salían como lo esperado. La irritación era una de esas pocas emociones que sabía diferenciar con claridad, y tener que dejar a Alisa en manos de aquel pequeño diablo lo irritaba más de lo que se habría imaginado, si es que aquel era el sentimiento adecuado para describir la situación.
Colocó las manos sobre los hombros de ella y los apretó ligeramente. Repasó milímetro a milímetro el rostro de la chica, en un último intento de memorizarlo, aunque en realidad ya se lo sabía de memoria. Asustada se veía aún más pequeña, diminuta entre sus brazos.
—Si noto que ocurre algo entraré sin pensármelo y haré lo que haga falta para sacarte de ahí —le aseguró. Sus palabras sonaron como una promesa que no dudaba en cumplir—. Pero por ahora debes entrar tú sola y ganar ese juego.
Alisa balbuceó algo similar a una respuesta que no acabó de entender. Su confusión se palpaba en el aire y sus ojos lo buscaban en busca de una justificación. Se veían grandes y brillantes, parecía un cachorro a punto de ser abandonado.
—Conozco a ese soldado, no te fíes ni un pelo de él.
La comprensión inundó poco a poco el semblante de la morena. Su mirada viajó de nuevo hacia la esquina. Alisa a veces era casi como un libro abierto, y en aquel momento Harkan podría haber dibujado a la perfección sus pensamientos. En aquellos instantes acabaría de asociar la figura de la caseta a las palabras que había pronunciado. En cuestión de segundos, le quedó claro el motivo por el que él no podía entrar.
Con un dedo apartó los bucles oscuros que el viento había enviado hacia su rostro.
—Confío en ti.
Alisa aceptó el pequeño gesto del soldado sin decir nada. Se limitó a asentir mientras volvía a recobrar la compostura. Harkan la observó mientras parecía estar mentalizándose de que no le quedaba otra opción que entrar ella sola y enfrentarse a lo que fuese que la esperase allí dentro. En principio debía ser un juego de cartas, no podía ser tan complicado.
Harkan se acercó de nuevo al borde de la pared para echar otro vistazo a la puerta de la caseta. Ya no se le veía, pero el muchacho podía ver la puntera de sus botas sobresalir por el lado izquierdo de la puerta. Estaba esperando allí dentro, justo al lado de la entrada.
Sabía que la implicación de soldados en los juegos no era una buena señal. Aquello indicaba varias posibilidades: el aumento de la peligrosidad de las pruebas, o la posible reducción del número de jugadores. Por supuesto, no los echarían amablemente. Eran delincuentes buscados, todos sabían a lo que se atenían si se cruzaban con un soldado. A Harkan no le gustaba ninguna de las dos opciones.
Se oyeron por segunda vez voces que provenían del interior de la caseta. Harkan logró distinguir tres tonos distintos, todos masculinos, y ninguno de ellos era el de Finn. Lo que quería decir que estaban a punto de ser ocupadas todas las plazas, solo debía quedar una.
Como si alguien hubiese estado leyendo sus pensamientos, ambos se giraron hacia la puerta al escuchar unas fuertes pisadas que retumbaban en el hueco de las escaleras. Soldado y fugitiva se miraron al instante. Un nuevo jugador estaba a punto de entrar al terreno de juego y amenazaba con robarle la última plaza.
Alisa se removió en su sitio sin saber exactamente qué hacer. El moreno le puso las manos en la espalda y la hizo salir de su escondite tras echar un breve vistazo a la explanada. Fintan seguía en la misma posición, por lo que no podía verlos. Empujó a la muchacha para que empezase a caminar hacia allí. Justo cuando lo hizo, alguien llegó a la azotea. Alisa no se detuvo a ver quién era, porque las palabras de Harkan resonaron en su cabeza.
—¡Corre, no dejes que te quite tu sitio!
Sus pies se movieron como un resorte y echó a correr hacia la puerta. El nuevo jugador ni siquiera se detuvo a mirar a Harkan. En cuanto vio que alguien corría hacia la otra punta de la azotea y entendió que allí iba a ser el juego y algo estaba sucediendo, la imitó.
Alisa oía el sonido de las zapatillas del otro al pegar grandes zancadas en su dirección. Sentía como si un elefante la estuviese persiguiendo. Los golpes de sus pasos contra el cemento sonaban huecos y fuertes, y para desgracia de Alisa, cada vez más cerca.
Corrió como nunca antes lo había hecho y sintió cómo le faltaba el aire cuando ya estaba a punto de llegar. Cuando puso un pie en la caseta ni siquiera se paró a frenar la velocidad que llevaba. Estuvo a punto de estamparse contra la pared, pero sus manos frenaron el golpe.
Mientras tanto, un muchacho pelirrojo la observaba con una ceja arqueada. Alisa, flexionada sobre su propio cuerpo, apoyó las manos sobre los muslos e intentó recobrar el aliento. Sus jadeos ensordecieron la conversación latente en la habitación. Unos segundos más tarde llegó también un chico de unos treinta años de piel tostada. Parecía estar debatiéndose internamente entre la confusión y el desagrado. No sabía por qué diablos corrían, simplemente había visto a la chica hacerlo y había decidido que debía ser importante, por lo que lo mejor era llegar antes. Pero no lo había logrado.
El pelirrojo chasqueó la lengua cuando vio al otro muchacho entrar y lo observó con disgusto mientras tosía después de hacer aquel esfuerzo.
Alisa se incorporó por fin y dejó caer sus ojos sobre el resto de la habitación. No era demasiado grande, era del tamaño de un pequeño invernadero. Las paredes eran igual que el suelo del exterior, de cemento gris desalentador. Una bombilla colgaba del techo e iluminaba pobremente la estancia, aunque permitía ver bien las caras de los demás y el lugar más importante de la habitación: una mesa de madera con cuatro sillas, una a cada lado.
Tres de las sillas ya estaban ocupadas y pronto se dio cuenta de que era la única mujer del juego. Todos eran mayores que ella, de eso estaba segura. Quizá habían estado confiados con la idea del juego de cartas, tenían más experiencia y probablemente más ingenio que ella. De primeras, debía estar en desventaja. Alisa se recordó, en cambio, que la carta que se jugaban era la Jota de tréboles. No podía ser tan fácil y simple, y los tréboles estaba relacionados con la suerte, y eso ellos no lo podían manipular.
El que estaba sentado a la izquierda era pequeño y desgarbado. Debía tener unos cincuenta años y parecía que no se hubiese lavado el pelo en semanas. A Alisa le pareció ver algo de tierra seca entre sus mechones de cabello. Por un momento se lo imaginó saliendo de bajo tierra, como un cadáver andante. No le faltaba mucho para serlo, por su apariencia. Se preguntó qué tipo de delitos habría cometido. Con aquel aspecto, daba la sensación de que estaba a punto de caer fulminado más que de ser un delincuente.
Enfrente suyo, en el lado derecho de la mesa, había un hombre de treinta y pocos años, o esos le echaba Alisa. Aquel sí tenía una pinta extraña. Tenía los ojos inyectados de sangre y llevaba una cazadora de piel marrón. Alisa no se atrevió a adjudicarle ningún delito porque todos le hubiesen pegado. Cruzar miradas con él le puso los pelos de punta.
El último estaba situado en el lado contrario al que le tocaría sentarse a ella, justo entre los dos. Su apariencia era más mundana, más común. Pese a que iba con una camisa a rayas y unos pantalones oscuros, parecía alguna especie de oficinista fracasado. La mente de Alisa lo asoció al fraude en un intento de distraerse mientras controlaba los nervios ante las miradas escrutadoras de los cinco hombres de la sala. Bien podía ser un asesino en serie, todos podían serlo. Pero Alisa nunca lo sabría, todo se quedaría en simples elucubraciones. Lo que sí podía asegurar la chica con certeza era que tenía una nariz enorme. Una de las más grandes que Alisa había visto en su vida.
El silencio en la sala era ensordecedor. Más aún sabiendo que había aparecido justo después de su llegada. La chica tragó saliva.
Su vista recayó por fin sobre el guardia. Alisa reparó en su pelo rojo rapado y sus espesas cejas negras. Era joven, quizá fuese unos pocos años mayor que ella. Tenía la cara llena de pecas que la hubiesen fascinado de haber estado en otra situación. El jovencito le dio una sonrisa ladina. Por su expresión, supo que no le auguraba nada bueno, y en vez de relajarla provocó que sus músculos se tensasen. Sus ojos de color miel la observaron con cierto atisbo de maldad antes de girarse al resto del grupo.
—Parece que ya estamos todos.
Los presentes se miraron entre ellos. Los tres hombres de la mesa compartieron gestos de desdén al mirar a los recién llegados. Por supuesto, sabían que sólo una persona podía unirse a ellos en la mesa, y que hubiese dos les traería problemas. La expresión del guardia daba a entender lo mismo.
Con pasos ligeros, se situó en el centro de la habitación, justo al lado de la silla vacía. Dio una vuelta sobre sí mismo, abriendo mucho los ojos y observándolos a todos de uno en uno.
—¿Alguien se rinde o tiene ganas de irse? —preguntó.
De nuevo, la caseta se llenó de miradas inquisitorias, acusadoras, confundidas. Narizón, Ojosrojos y Zombie no abrieron la boca, pero Alisa estaba segura de que querían dirigirle a ella y al otro desconocido unas palabras, y no demasiado cariñosas.
Pero allí habían venido a jugar y ella había llegado a tiempo y la cuarta. ¿Por qué demonios la miraban? Si alguien se tenía que ir, no era ella, desde luego.
Aun así, sintió que estaría más a gusto haciendo la prueba junto al chico de tez morena que con cualquiera de aquellos tres, en especial con Ojosrojos.
En el exterior, Harkan se había movido lo suficiente como para ver desde una esquina del acceso el interior de la caseta, que aún tenía la puerta abierta.
Finn suspiró, harto de esperar por una respuesta.
—Pues entonces hay que seguir las reglas.
Antes de que cualquiera de los presentes procesase sus palabras, se llevó la mano a la cintura y sacó el arma que llevaba escondida. Apuntó con una precisión increíble a la cabeza del último que había entrado en la sala y apretó el gatillo sin pestañear. Alisa saltó en su sitio y se echó hacia atrás mientras pegaba un pequeño grito, estupefacta. La bala le atravesó la frente al chico, que no tuvo oportunidad alguna de reaccionar. Cayó desplomado al suelo y este empezó a mojarse con su sangre, que adornó su cabeza en una especie de halo mortífero.
El pelirrojo entonces apuntó al pecho del chico y disparó de nuevo. La bala se abrió paso entre las costillas y le perforó un pulmón. Como si haberle disparado en el cráneo no hubiese sido suficiente.
Volvió a guardar la pistola en el mismo lugar y se dio unos toquecitos en las manos, como si se limpiase el polvo. Profirió un pequeño ruidito de satisfacción y se volvió hacia los tres hombres de la mesa.
—Perfecto, problema resuelto —comentó.
Por supuesto, nadie dijo nada.
Alisa se había deslizado por la pared por culpa del susto y ahora estaba en cuclillas en el suelo, con los brazos cerca de la cabeza por instinto para protegerse. El pelirrojo dio unos pasos hacia ella con sus pesadas botas. Eran exactamente iguales a las de Harkan. Llevaban incluso la misma ropa. Sus pies se detuvieron muy cerca de ella y lo vio agacharse hasta estar a su altura.
La observó con la mano en la cintura, cerca del arma. Con una lentitud mortal acercó su cara a la de ella e inclinó un poco la cabeza abriendo mucho los ojos. Le examinó el rostro sin disimulo alguno y se quedó unos segundos de más observando fijamente sus orbes esmeraldas.
—Qué ojos más bonitos —musitó en voz baja. Después le hizo un movimiento con la cabeza hacia la mesa y cambió su tono a uno más severo—. Siéntate.
Alisa sintió que, o hacía caso, o sería la siguiente persona en acabar tirada en el suelo con un balazo en la frente.
Por su mente pasó Harkan, que estaría fuera impotente, sin poder hacer nada aunque quisiese. Que fuese su compañero el que oficiase la prueba había sido la peor posibilidad entre todas. De esa forma no sería capaz de entrar ni aunque se muriese por hacerlo. De lo contrario, estaría en grandes problemas. No quiso ni imaginar lo que estaría pensando después de escuchar el disparo. En un momento como aquel, en el que el corazón le iba a mil por hora y sudaba por todas partes de puro temor, de verdad lo echaba de menos. Se sentía terriblemente sola, como si le faltase algo.
Se incorporó cuando el pelirrojo se alejó de ella. Con pasos dudosos pero rápidos se dirigió a la mesa y plantó el culo en la silla. Sus tres compañeros de juego parecían estar igual de pasmados que ella. Todos tenían cierto miedo a la muerte, y que acabasen de matar a uno de ellos delante de sus narices les debía haber revuelto el estómago. Al final, todos estaban allí porque querían vivir. Intentaban mantener la fachada, pero algunas pequeñas muecas en sus rostros les delataban: labios demasiado tensos, mandíbulas apretadas, ojos abiertos un poco más de lo normal. A Zombie le caía una gota de sudor por el cuello.
El soldado caminó alrededor de la mesa con paso parsimonioso. Parecía ligeramente divertido, como si tener el control alimentase su ego. Llevaba las manos tras la espalda y marchaba alrededor de ellos con la barbilla alzada, sin prisa alguna.
El silencio en la habitación era tan afilado como el cuchillo de un carnicero. Finn lo rompió con un navajazo que no hizo más que encogerles un poco más el corazón.
—De todas formas, si alguien se hubiese rendido hubiese acabado igual. No estáis en condiciones de reclamar nada, ¿sabéis?
Estaba claro que para él eran meros objetivos, disfrutaba martirizándolos antes de empezar. Recordarles que ese era su futuro debía hacerlo feliz. Siguió caminando en círculos alrededor de la mesa. Alisa se apretó los muslos con las manos en un intento de reprimir el leve temblor que le recorría los brazos.
—Ese es vuestro destino si os cruzáis con uno de nosotros, ya deberíais saberlo.
Cada palabra del soldado era como un balde de agua fría. Eran desalentadoras, y parecían estar insinuando mucho más de lo que había dicho. Hablaba para el futuro.
Se detuvo justo detrás de la silla de Alisa y ella volvió a tragar saliva bruscamente. Finn se llevó la mano al bolsillo y sacó algo pequeño que le cabía en la palma de la mano. De pronto, el objeto voló junto a la cabeza de la muchacha y se estampó contra el centro de la mesa. Comprendió que lo había tirado a propósito, por lo que se fijó en lo que parecía ser una baraja de cartas.
Sin embargo, aquellas cartas no eran las usuales que solía ver Alisa en el As de tréboles cuando se jugaban partidas de póker. No eran, por tanto, como las que estaban recogiendo para salvar sus vidas. Esas cartas eran algo diferentes: no tenían letras, sino que estaban formadas en su integridad por números. Los palos tampoco eran los mismos. En los bordes de las cartas que sobresalían de la caja, Alisa llegó a ver cuatro nuevos objetos: oros, copas, espadas y bastos.
La voz del guardia resonó tras su espalda como una pregunta, pero comprendió que no era más que otra amenaza, y que entre sus opciones no estaba negarse.
—¿Alguien quiere barajar?
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