19
Por un segundo, a Alisa se le paró el corazón. Notó la sangre subirle a la cara de forma repentina y sintió que las orejas se le ponían rojas, al igual que las mejillas. Aun así, la sensación duró eso, tan solo unos segundos.
Harkan se mantuvo observándola desde arriba con la misma expresión, como si acabase de decir algo totalmente normal, como cuando uno dice que tiene hambre. Con ese comentario, aunque fuese una estupidez, ella había sentido algo en el estómago, pero allí estaba él, como si aquellas palabras no tuviesen nada de importancia y no acabasen de salir de su boca. Podría haber sido una broma, un comentario sin relevancia para aligerar el ambiente, aunque a Alisa no le parecía normal viniendo de una persona como él, que parecía no ser el mejor cómico del mundo. No entendía con qué intención le había dicho aquello, por lo que optó por ignorar el comentario.
Aun así, seguían bastante cerca el uno del otro, y aquello no ayudaba con el rubor repentino que había decidido subir a sus mejillas. Alisa bajó de inmediato la cabeza, rompiendo el contacto visual que tanto había intentado mantener para que no pudiera ver su cara.
Entonces, el dedo que antes había estado en su pecho apareció de nuevo. El soldado lo puso en su frente, alzándola, y antes de que ella pudiese si quiera cuestionar lo que el muchacho pretendía hacer hizo fuerza con el índice, empujándola ligeramente hacia atrás y alejándola, aumentando la distancia entre los dos.
—Vámonos antes de que venga alguien y nos descubran por tu culpa —se limitó a decir.
Le dio la espalda, empezando a andar calle abajo con las manos metidas en los bolsillos de la sudadera gris y la gorra calada hasta los ojos. Alisa se quedó algo descolocada, pero no tardó mucho en seguirlo. Pese a sus palabras, no parecía haberlo dicho enfadado. Su tono había sido natural, igual al que usaba siempre que hablaba. Alisa no le vio la cara mientras andaba tras él, pero a su alrededor sintió un aura tranquila. Cuando estuvo algo más cerca y pudo verle un poco un lado del rostro, su expresión era relajada. Parecía satisfecho.
Corrió un poco hasta ponerse a su altura y caminó a su lado en silencio. El único sonido audible en aquel lugar era el de sus pasos contra el viejo asfalto mientras caminaban y el canto de algún que otro grillo. Alisa lo observó de reojo. Se había enfadado con él por quitarle el teléfono, sí. Había sentido una ola de indignación subiéndole por la sien. Pero, de alguna forma, después de aquel comentario se le había olvidado. En un momento ayudó a relajar un poco la creciente tensión que había aparecido entre ellos, cosa que acabó agradeciendo al final.
Caminaron juntos, ya más cómoda con él. Aún no había desaparecido del todo el mal cuerpo que le había entrado en el piso, y la mezcla de emociones parecía haber consumido toda su energía. Cada uno de sus pasos pesaba el doble de lo normal. Estaba cansada. Atravesaron lo que parecían unos polígonos industriales vacíos, sin ningún atisbo de maquinaria, y observó la oscuridad que les rodeaba. Allí no había farolas que iluminasen el lugar, simplemente estaban ellos, la luz de la luna y su calor corporal, que les recordaba la presencia del otro.
Pese a la insistencia en irse del soldado, no corrieron más. Anduvieron sin prisas, casi como si estuviesen dando un paseo, sin ninguna alma cerca. Solo ellos dos. Con aquel ritmo llegaron al coche y se montaron en él. Alisa tenía ganas de dormir, pero no cerró los ojos en ningún momento del trayecto. Pasó el tiempo viendo al muchacho conducir, sin decir una sola palabra. Examinó la forma en que sus manos aferraban el volante, apretándolo de vez en cuando. Su mirada viajó a su cuello y mandíbula hasta llegar a sus ojos, que se mantenían fijos en la carretera y los retrovisores. Cuando la luz de alguna farola los tocaba al pasar, se podía ver ese color único que los caracterizaba. Pensó que aquellos orbes tormentosos no habrían podido ser de otra manera, parecían reflejar a la perfección un cachito de su personalidad.
Su mirada se posó en los labios de él, que estaban ligeramente entreabiertos. Vio su pecho subir y bajar relajado, y cómo el aliento escapaba por su boca. Sus palabras volvieron a resonar en su cabeza. «Sólo para ti», Alisa se estremeció en el asiento de solo recordarlo. Estaba segura de que era la primera vez en su vida que le decían algo como aquello. Se agarró los codos mientras pensaba en ello, casi como si se abrazase a sí misma. Harkan, que había estado sumido en su mundo hasta entonces, la miró de reojo.
—¿Tienes frío? —preguntó.
Alisa respondió al instante, como si la hubiesen pillado haciendo algo malo.
—No, no. Estoy bien.
Pese a su respuesta, Harkan movió la mano hasta tocar una ruedecilla en los mandos del coche y encendió la calefacción. A Alisa le pareció un gesto dulce, y no pudo evitar compararlo con la imagen que había visto en el dormitorio de aquel apartamento unos minutos atrás. Pudo visualizar a la perfección la mano del chico introduciéndose entre las vísceras del cuerpo sin vida del infante, y deseó no haberlo recordado. Pese a que no sabía qué pensar exactamente sobre aquello, decidió que jamás le diría nada sobre el tema al soldado, a no ser que él mismo lo sacase a relucir. Eso sí, no le vendría mal tener el mismo estómago de acero que el chico para según qué ocasiones.
Poco después, como si pudiese leer mentes, Harkan mencionó algo relacionado con lo que Alisa estaba pensando.
—Ese niño debía llevar muerto por lo menos una semana.
Alisa no sabía mucho de cadáveres, saltaba a la vista. Harkan, en cambio, podía haber visto muchos por culpa de su trabajo. El olor y el aspecto del niño parecían indicar que seguramente tuviese razón, aunque no tenían ninguna forma de confirmarlo.
—¿Qué crees que debe haberle pasado? —interrogó ella.
Parecía que el muchacho sabía un poco del tema. Tenía curiosidad sobre qué estaría pensando él. Harkan suspiró, estirando la espalda en el asiento del conductor. Se apoyó un poco más sobre la piel del asiento, echando la cabeza hacia atrás hasta que tocase el respaldo, y mantuvo el volante sujeto con una única mano. La otra la apoyó sobre su muslo.
—Creo que de alguna forma el viejo decía la verdad —comenzó. Alisa se giró un poco para mirarlo mientras hablaba—. Dijo que el niño había estado enfermo. Probablemente lo estuvo, pero el abuelo, por culpa de su enfermedad, olvidó lo que le pasaba. Incluso posiblemente olvidase hasta darle de comer o que el niño estaba en esa habitación —entonces llegó a una conclusión—. Lo más probable es que muriese de inanición o por la fiebre. O por ambas cosas.
Alisa apretó los labios en respuesta.
—El hombre también estaba muy delgado.
—Es típico de ese tipo de patologías. Puede que piensen que ya han comido cuando no han probado bocado. Más de una vez me he cruzado con algún caso parecido —añadió el muchacho sin dejar de mirar al frente—. Se olvidan de cuidarse a sí mismos.
La muchacha calló, hundiéndose en su asiento con los brazos cruzados. Le costaría olvidar lo que habían vivido hoy. Deseaba que los médicos no tardasen mucho en venir y pudiesen sacar al anciano de allí, aunque fuese a cuestas. Sus caminos jamás volverían a cruzarse, por lo que nunca descubriría si aquel anciano había logrado estar en un lugar mejor donde lo ayudasen y lo tratasen como es debido.
El silencio volvió a inundar la cabina y Harkan volvió a volcar toda su atención en la carretera.
Cuando llegaron a casa ya eran pasadas las once. Al abrir la puerta del apartamento descubrieron que todas las luces estaban apagadas y la puerta del dormitorio cerrada. Ciro debía estar durmiendo, por lo que intentaron no armar un escándalo. Harkan se quitó la gorra y la lanzó sobre el sofá. Bajó un poco la cremallera de su sudadera grisácea y se pasó los dedos por el pelo, primero echándolo hacia atrás y luego alborotándolo, dándole libertad tras tanto rato escondido bajo aquella tela tejana. Se apoyó sobre el mármol de la cocina y la miró a ella, que estaba de pie en medio del pequeño salón.
—¿Quieres cenar?
Su pose era relativamente sugerente. Estaba abierto a pasar un rato más a solas con ella, incluso a conversar, y Alisa debía admitir que tenía mucha curiosidad. Estaría bien pasar el rato con él haciendo algo totalmente ajeno a lo que los había unido. Quería saber más cosas sobre él, sobre ese soldado que había escogido oponerse a su trabajo para ayudarla. Había ido descubriendo que tenía un carácter peculiar, pero no la disgustaba. Puede que aquello le generase más curiosidad aún. Sin embargo, Alisa no tenía estómago como para engullir nada después de lo que había visto.
No le hizo falta decirlo con palabras, pudo ser la expresión que puso, o la forma involuntaria en la que se movió su mano, deslizándose hacia su vientre. Harkan suspiró levemente y se puso recto, apartando los brazos del mármol. Alisa se sintió mal al instante por estar desperdiciando aquel momento en que el muchacho parecía querer abrirse, acercarse un poco más a ella. La chica dio un par de pasos hacia la pequeña cocina para evitar que recogiese o se marchase, pero el soldado la frenó, acercándose a ella con un par de grandes zancadas.
—Está bien, ha tenido que ser una noche rara para ti —le dijo—. Lo mejor es que vayas a descansar.
Acercó su gran mano a la cabeza de la chica y le dio un par de palmadas en el pelo antes de pasar junto a ella y meterse en el baño. Alisa se quedó allí de pie por un momento, quieta. Escuchó la puerta del lavabo cerrarse, y luego silencio.
Ella también suspiró. Tampoco pasaba nada. Acababan de conocerse y parecía que la cosa iba para largo. Ya tendrían tiempo para hablar con calma. Él también debía tener ganas de acostarse. Llevaba todo el día trabajando y en su tiempo libre se había dedicado a ayudarla, merecía comer tranquilo si así lo quería y dormir un rato. Alisa sintió la llamada del cansancio, que la condujo con pasos lentos y fatigosos hasta el dormitorio del apartamento.
Cuando abrió la puerta se sorprendió al ver a su hermano despierto. Ciro era como un bebé respecto al tema del sueño. Había niños que jamás querían irse a la cama y rebosaban energía. Él era todo lo contrario. Había tenido que adaptarse a tantos cambios en su vida que tenía la capacidad de dormirse en cualquier sitio. No era problemático a la hora de irse a dormir. Cuando era muy pequeño, era el primero en querer irse a la cama. Estos últimos años en los que habían estado solos ellos dos siempre se había acostado al poco de marcharse ella a trabajar. Como consecuencia de esto, a veces se levantaba bastante pronto. Cuando vivían en el sótano se marchaba al bosque o en busca de objetos perdidos; cuando sus padres aún vivían, madrugaba si había algo que reclamase su atención a aquellas horas de la mañana. Aun así, si le apetecía podía ser muy perezoso.
Por eso le sorprendió verlo con los ojos abiertos. Estaba metido en la cama, tapado hasta los hombros. Tan solo se veía su pequeña cabecita sobresaliendo entre las sábanas. Bueno, y la de Calcetines, que estaba apoyado en la cama justo a su lado. Parecía que de verdad le había gustado el regalo de Kane, aunque, pensándolo bien, era el único entretenimiento material que tenía el niño en aquel lugar.
—¿Sigues despierto?
—No podía dormir —se sinceró el niño—. Tú no estabas y no estamos en casa, así que... estaba un poco nervioso.
Alisa encendió la luz y cerró la puerta al entrar. Ciro se hundió más entre las sábanas, hasta que solo fueron visibles sus ojos de color almendra.
—Ya estoy aquí, no hay nada que temer.
El niño asintió en respuesta. Su hermana se dirigió al pequeño armario y empezó a cambiarse. Se vistió con uno de sus pijamas más antiguos y agarró la ropa que había llevado puesta aquella noche. Se acercó las prendas a la nariz para olisquearlas en busca de restos del hedor nauseabundo que había inundado sus fosas nasales en el cuarto del pequeño difunto. Si hubiese sido otra persona la que hubiese olido aquella ropa, no habría notado nada, pero ella sintió que la peste seguía ahí, engarzada en las fibras de la tela. Hizo una bola con las prendas y las dejó en una esquina del armario, apartadas del resto de ropa en las bolsas.
Alzó una ceja al girarse y ver que Ciro seguía despierto, observándola. Su hermano no tenía problema alguno en dormir con la luz encendida, y Alisa pensó que una vez que ella estuviese allí, junto a él en la habitación, se dormiría de inmediato. Pero no, el niño seguía sus movimientos desde allí, medio oculto entre las sábanas.
Lista por fin, levantó las sábanas y se deslizó dentro de la cama. Ambos hermanos estaban de frente, cerca el uno del otro, y Alisa agradecía el calor corporal que emanaba su hermano después de una noche como aquella.
—Tienes mala cara —le dijo el niño.
Alisa no respondió. Optó por darle un beso en la frente y acariciarle el suave cabello castaño.
Le escrutó el rostro, apreciando cada centímetro de su cara. Ambos se parecían, pero a la vez eran bastante diferentes. Ciro era la viva imagen de su padre: Pelo marrón claro, liso y en cierta forma voluminoso. Ojos grandes llenos de vida, de un color entre miel y chocolate, cejas rectas y pestañas largas. Ella, en cambio, era casi una réplica exacta de su madre. Tenía sus llamativos ojos verdes y su cabello oscuro lleno de ondas. El rostro de su madre había sido anguloso, pero no tanto como el de Alisa ahora. Tanto Ciro como ella compartían la nariz y los labios algo carnosos que había tenido su madre.
Le tocó la punta de la nariz con el dedo, cosa que provocó que cerrase los ojos como reflejo. Sus mejillas le hacían ver tierno, y no habían desaparecido en ningún momento a pesar de la dieta restringida a la que se habían tenido que adaptar durante cuatro largos años.
—Duérmete.
—¿Me cuentas la historia que nos explicaba mamá?
La muchacha hizo un ruidito con la boca, simulando que se lo pensaba. No entendía por qué, pero aquella leyenda siempre había captado la atención de Ciro. Alisa no sabía el motivo. Cuando su madre se la contaba a ambos, su hermano apenas era un renacuajo. Era imposible que entendiese todo lo que su madre les contaba, pero aun así, no la olvidaba, y de vez en cuando, cuando no podía dormir, le pedía a Alisa que se la volviese a contar. Una vez le dijo a Alisa que aquello le hacía recordar la cara de su madre, que la escuchaba mientras lo contaba y que luego la veía a ella en sueños y le ayudaba a dormir tranquilo. Alisa no soportaba la idea de olvidar a sus padres. Cada vez que el niño se lo pedía, aceptaba con gusto. Quizá ella pudiese ver también su rostro en sueños alguna vez después de narrarle aquella historia.
—Vale, pero tienes que dormirte pronto —el niño asintió con fuerza y se acercó un poco más a ella, abrazando a Calcetines—. Bien.
Se aclaró la garganta antes de comenzar a hablar y desvió la vista al techo mientras recordaba todo lo que su madre les había explicado hacía ya muchos años, aunque había crecido con aquella historia y se la sabía de memoria.
—Desde hace siglos, se dice que existía un pueblo inusual más allá de Veltimonde, pasadas las enormes montañas del sur. Era un pueblo que había vivido siempre al margen del mundo, ajeno a las guerras y conflictos que ocurrían fuera de sus fronteras y bosques. Muchos pensaban que era una especie de poblado perteneciente a Vaystin, pero la verdad es que nunca tuvo relación alguna con ningún reino. En algún momento de su historia, aquellas gentes debieron ser nómadas provenientes del otro lado del planeta, que llegaron a aquel lugar arropado por la naturaleza y olvidado por las civilizaciones cercanas y se asentaron. O eso decía mamá.
» A aquel territorio algunos lo llamaron Mita, aunque ellos mismos nunca le pusieron nombre. Siempre lo llamaron Hogar. Decían que entrar allí era como estar en otro mundo. Vivían humildemente, en sus casitas de campo con sus inventos y herramientas, ajenos a la tecnología que iba desarrollándose en los diferentes reinos. Estaban en su propia burbuja, preocupándose únicamente de sí mismos y dedicando su vida al altruismo y la comunidad. Por este mismo hecho, pocas personas a parte de ellos llegaron a descubrir el fenómeno único que se decía que ocurría entre aquellas gentes.
» Los mitianos moraban libres y felices, sin ser asediados por otras civilizaciones. Eran personas comunes, con sus costumbres y cultura propias, pero no vivían en anarquía. Tenían, pues, un líder al que seguían: la gran madre. Ella era el símbolo del pueblo, y era un cargo que se traspasaba de generación en generación. Sin embargo, no cualquiera podía ser la gran madre. Había un único requisito que cumplir: ser una mujer de la familia original. Los residentes de Mita tenían un secreto. Su paz y felicidad no era ordinaria. Venía atribuida por la bendición concedida a esta familia, sobre todo a la gran madre que mandase en el momento, quien decían que tenía una capacidad única en la tierra, y a la que sus habitantes consideraban casi una semidiosa.
» La historia de la familia original tenía siglos tras ella. Desde la primera niña que lo inició todo, las mujeres de dicho árbol genealógico siempre concibieron muchachas. Sólo la primogénita podía ser la gran madre cuando creciese, porque era la única en cuya sangre corrían los poderes entregados por los dioses. Las mujeres sucesoras nacían con la capacidad única de influir en todo aquello que las rodeaba, moldeándolo a su antojo, pero esta habilidad se perfeccionaba con el tiempo. Hasta que no crecían, el poder del que disponían era incontrolable y susceptible a su estado mental. Cuando la próxima gran madre ya era adulta y sustituía a la anterior, se dedicaba a mantener la paz y calma en el territorio, aislándolo del mal tiempo, procurando que las cosechas creciesen y protegiendo a todos sus ciudadanos con mucho amor.
» Nunca se supo si este pueblo existió de verdad, o si ahora aún estarían situados en un hueco oculto entre las montañas. Nadie nunca los ha visto, y si alguien lo ha hecho, o no ha dicho nada o los ha confundido con un pueblo normal de campesinos. La cuestión es...
Alisa dejó de hablar cuando giró la cabeza y vio que su hermano estaba dormido. Sonrió complacida al verlo respirar profundamente con sus ojos cerrados. Le subió un poco más la manta, hasta que sus orejas también estuvieron cubiertas.
—Dejaremos a los mitianos para otro día.
*****
El día empezó bien. Alisa procuró evitar pensar en la noche anterior e intentó ser una mujer positiva. Cuando ambos hermanos se despertaron y salieron de la habitación Harkan ya no estaba, aunque esta vez no les sorprendió. Mientras el soldado estaba haciendo su turno, los Parvaiz se adueñaron por completo del baño.
Alisa se dio una ducha a fondo para quitarse esa sensación de suciedad que cargaba desde la noche anterior. Después le llegó el turno a Ciro, quien no estaba muy versado en el arte de ducharse. Se había dado por primera vez una ducha de verdad en el As de tréboles. Después de años sin disponer de un servicio como ese, a Alisa le había resultado raro, pero Ciro era tan pequeño cuando aún vivían con sus padres que para él era una cosa prácticamente nueva. En el sótano se había acicalado con la ayuda de su hermana en el barreño. Ahora no iba a ser de otra forma. Aprovechando que tenían agua corriente caliente, Alisa tuvo a su hermano bajo el agua por lo menos media hora. Le ayudó a lavarse el pelo y le dio instrucciones para que aprendiese a frotarse el cuerpo bien. Cuando por fin salió del baño, el niño estaba más que resplandeciente.
El día avanzó poco a poco sin problemas inesperados. Comieron y vieron la televisión. Tuvieron tiempo suficiente como para aburrirse, hasta que a media tarde se escuchó la puerta crujir y Harkan entró al piso.
Dejó sus cosas sobre la mesa de la cocina y se paró frente a ellos con su uniforme militar gris.
—Id haciendo las maletas.
Aquella orden les alarmó. Alisa se levantó de golpe, sobresaltada.
—¿Qué pasa?
—Han cambiado mi destinación. Nos vamos al distrito de la pica.
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