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18

Harkan se detuvo justo en frente de la cama para examinarlo mejor. Sus ojos repasaron el hilo negro del estómago del niño, que contrastaba con el color enfermizo de su piel. Pasó sus dedos por su frente, apartándole el flequillo lacio a un lado. Estaba frío como el hielo. Sus labios amoratados estaban ligeramente entreabiertos, como si en sus últimos momentos hubiese respirado con dificultad. 

El corte en su estómago era bastante grande, igual de largo que la mano cenicienta del propio niño. El filamento que cosía su vientre parecía relativamente nuevo, apenas estaba sucio, lo que significaba que no hacía mucho que alguien había hecho aquello. El estado de su piel, en cambio, denotaba que llevaba días muerto. La herida no había supurado apenas sangre, seguramente por este último hecho, de forma que esta se había coagulado, provocando que la carne no sangrase demasiado en el momento en el que le hicieron el profundo corte.

Alisa se mantuvo a dos pasos de la puerta. Su mano buscaba el marco de esta para disponer de algún tipo de soporte. Había empezado a encontrarse fatal. De la impresión, sentía que apenas podía tenerse en pie. 

El soldado, como si no oliese el nauseabundo hedor del cadáver, acercó ligeramente el rostro hacia la herida infligida en el cuerpo del infante. En uno de los extremos del corte cosido con prisa divisó unas esferas blancas diminutas. En poco tiempo, las larvas saldrían de sus huevos para devorar la carne muerta y grisácea de aquel crío.

Lo más normal hubiese sido que Harkan se mostrase disgustado, pero el muchacho no mostró aflicción alguna en su rostro. Se incorporó, alejando la cara del vientre del chiquillo, que empezaba a mostrase hinchado, y se metió la mano en el bolsillo. 

Palpó la pistola y siguió buscando. Entonces lo encontró. Cuando sacó la mano, Alisa divisó que había cogido una pequeña navaja. No comprendió para qué necesitaba aquello, mucho menos en aquel preciso instante. Le vio acercarse de nuevo al cuerpo, confusa por lo que pretendía hacer, y pegó un pequeño grito de sorpresa al ver que Harkan cortaba de un tajo el hilo que unía los pedazos de carne en el estómago del niño. 

La hoja de la navaja rozó como una espada ambos extremos del corte, provocando que este se abriese aún más. No había sido un movimiento dirigido simplemente al hilo, parecía que el muchacho hubiese querido cortar aún más la carne, haciendo el tajo más profundo, separando aún más las dos mitades del vientre del niño. 

Alisa no soportó aquella visión. Con las piernas temblando, salió corriendo de la habitación en dirección al baño. Sus pasos eran torpes, parecía ir prácticamente ciega, con la mano sobre la boca. Esta vez, no se atrevió ni a buscar el interruptor de la luz. Avanzó a tientas. En cuanto entró en el servicio, se agarró a la tapa envejecida del inodoro y expulsó todo lo que contenían sus entrañas. Se agarró con fuerza al mármol blanco del retrete y devolvió el sándwich que había comido aquel mismo medio día.

Harkan escuchó las arcadas de la chica desde la habitación, pero hizo oídos sordos. Su atención estaba puesta en una única cosa. Como era de esperar, la sangre no brotó de forma normal. El cuerpo había dejado de bombear sangre hacía mucho, de modo que lo que quedaba de ella estaba más bien coagulada. Por este motivo, lo único que Harkan vio fueron coágulos gelatinosos entre las capas de venas y nervios seccionadas. Al no haber abundante sangre involucrada, Harkan divisó a la perfección la profundidad del corte y el estado interior del cuerpo. 

Ya había empezado el proceso de descomposición. La gente suele pensar que los cuerpos tardan mucho en pudrirse, pero lo cierto es que en unos días las larvas empiezan a devorarlos y los órganos explotan al no soportar la presión de los gases que alberga un cuerpo muerto.  El cadáver del niño aún no había llegado a aquel estado, pero no tardaría mucho en hacerlo.

Por el agujero del estómago, Harkan vio que los insectos ya habían calado dentro del cuerpo. Había huevas blancas en la carne, probablemente de muchas de las moscas que volaban por la estancia. No tardarían en abrirse y esparcirse por el interior del infante. La persona que había hecho el corte en el vientre al niño había provocado aquello. 

Sin embargo, eso no era todo. El soldado se fijó en algo extraño incrustado allí en medio, de un color casi transparente, pero que brillaba sutilmente con el reflejo de la luz. Meditó unos segundos lo que debía hacer. Chasqueó la lengua cuando comprendió que solo tenía una opción. Se arremangó el brazo derecho, subiendo el puño de la sudadera gris hasta la altura de su codo.

Mientras, Alisa se incorporó temblorosa en el baño. Su respiración estaba algo agitada tras echar aquellas bocanadas de líquido marrón y bilis. Se sorprendió al ver que el agua aún corría en aquella casa, y aprovechó para limpiarse la boca. Manteniendo el espíritu fuerte, se dirigió de nuevo hacia el dormitorio. De inmediato se arrepintió. La escena que se encontró era aún peor que la anterior.

Se preguntó si aquel hombre no sentiría ni un atisbo de pudor o asco, o si era tan insensible como para hacer aquello y no mostrar ni una simple alteración en su persona. Harkan tenía la mano en el interior del cuerpo del crío muerto. Había hundido la extremidad hasta más arriba de la muñeca. Fue la imagen más desagradable que Alisa había visto en toda su vida. De inmediato sintió la bilis subir de nuevo por la garganta, pese a que no había nada más que vomitar. Se agachó, intentando retener las ganas de salir corriendo de nuevo al baño, y lo observó desde la puerta, en cuclillas.

El muchacho palpaba en busca de aquello que había visto. Tenía una corazonada, pero no estaba seguro del todo. Entornó los ojos mientras movía con cuidado la mano por el vientre del niño, no muy seguro de qué era lo que iba tocando. Esperaba no manosear ninguna larva inesperada escondida entre las vísceras. Siguió así durante lo que fue aproximadamente un minuto en el que no se escuchó nada más que el ruido desagradable de la carne al ser toqueteada y los murmullos del abuelo, que hablaba solo en su silla de ruedas. Entonces se quedó quieto. Sus dedos agarraron algo sólido y flexible. Con las puntas tiró del objeto hacia arriba, hasta que pudo cogerlo por completo con la mano. 

Alisa, desde el lugar en el que se encontraba situada, ya no veía bien lo que pasaba. Harkan estaba totalmente de espaldas a ella, tapando con su cuerpo el vientre abierto del niño y lo que hacía allí dentro. Aguantándose con la espalda cerca de la pared y desde allí abajo, lo observó con el estómago encogido. Escuchó un ruido chicloso, probablemente proveniente del roce de la piel del soldado con la carne aún húmeda de las paredes internas del crío. 

Harkan se giró y sus ojos se encontraron de inmediato. Los suyos, horrorizados; los de él, estoicos. La marea plateada de sus iris permanecía en calma, pero sus pupilas, que se habían mantenido normales hasta entonces, se dilataron un poco al verla a ella. Alisa no supo si fue por asco o por excitación, porque entonces ella alejó su mirada de su rostro para ver lo que el soldado sujetaba con firmeza.

Pese a la solidificación de la sangre, su mano estaba teñida de rojo oscuro, casi negro. En ella sujetaba un plástico ensangrentado con un fino zip en la parte superior. Era realmente pequeño. Allí dentro apenas cabrían un par de botones. Alisa desvió la mirada entre el objeto y su compañero, dividida entre las ganas de arrojar y de abrir el saquito misterioso. Harkan no necesitó palabras para hacerlo él mismo. Con la mano limpia abrió la bolsa y metió los dedos, intentando no mancharse más aún. Con cuidado, sacó lo que había dentro. Entre las yemas de sus dedos apareció un cuadrado de cartón de color blanco y rojo. Alisa sintió un peso extraño sobre el cuerpo al comprender lo que era.

Harkan vio que en realidad estaba doblado para conseguir que ocupara tan poco espacio. Cuando lo desplegó por completo confirmó su teoría. Entre sus dedos estaba el cuatro de corazones, con las marcas del plegado y un poco de sangre de las manos ásperas del muchacho. 

—Lo tenemos —confirmó el chico.

Alisa no acababa de procesar la situación. En realidad, la carta había sido escondida en el vientre cosido del cadáver de un niño, abandonado en un apartamento de mala muerte con un anciano con demencia que apenas vivía, encerrado en su silla de ruedas y su mente. Rodeados de miseria por todas partes y abandonados para morir, olvidados por todos. Y ellos habían estado buscando por los rincones de los pisos, como si fuese tan fácil, tan simple.

Aquello era demasiado cruel. ¿A quién diablos se le ocurriría hacer eso y le parecería una buena idea? El niño ya estaría muerto, de acuerdo, pero profanar el cuerpo de aquella pobre alma desgraciada le pareció algo inhumano.

Harkan dio unos pasos hacia ella y le tendió la carta. Alisa observó su mano que colgaba a un lado de su cuerpo, manchada de burdeos como si hubiese metido el brazo en un barril de vino y lo hubiese dejado secar. Luego miró la otra mano, que se alzaba sobre la cabeza de ella con la carta medio doblada. Se quedó observándola, sintiendo que no tenía fuerzas para levantar el brazo y cogerla, de modo que se quedó así, quieta, primero mirando el pedazo de cartón y luego a él.

Harkan, ante la actitud de la chica, que lo observaba como un cachorro herido con la cara muy pálida, se guardó la carta en el bolsillo del tejano, retirando la mano. La miró desde las alturas con ojos indescifrables y desapareció, saliendo del dormitorio del niño. Alisa se forzó a levantarse. Aún respiraba de forma irregular. Cuando estuvo ya en pie, dudó sobre si debería seguir al soldado o no, pero acabó acercándose al borde del camastro. Desde allí escuchó un grifo abrirse.

Alisa contempló el cuerpecito delgado del niño. Era muy joven, demasiado, según ella. De alguna forma le recordó a Ciro, a pesar de que este último era mayor. Sus manitas reposaban sobre el colchón manchado de fluidos sobre el que ya se pudría poco a poco aquel humano desconocido que no había tenido oportunidad alguna de crecer, de hacerse mayor para ver cómo es el mundo. Alisa observó su rostro, haciendo acopio de fuerzas para soportar el fuerte hedor que emanaba. Unas pestañas largas adornaban sus ojos cerrados, que hacían que pareciera sumido en un profundo sueño. La muchacha deseó que no hubiera sufrido en el momento de su partida, y que la vida le diese una oportunidad más para poder volver a ver el cielo azul algún día. 

Evitó mirar su estómago porque, sólo de pensar lo que había allí y lo que había visto, la bilis le rugía en la garganta. Sin apartar la vista de su rostro, que parecía el de un ángel de mármol en eterno reposo, agarró el borde de su pijama azulado y lo bajó hasta taparle la tripa hinchada, ocultando la herida. Después agarró la manta, que quien había hecho aquello había dejado prácticamente tirada a un lado, y lo tapó hasta rozarle la barbilla.

Notó una presencia a su espalda. Una cabeza sobresalía por encima de ella. Le sintió sin necesidad de girarse. Estaba cerca, pero no se tocaban. Alisa tenía la cabeza a la altura de su pecho. Harkan habló por encima de su hombro.

—¿Sabes que no sirve de nada, no?

—Es para que no pase frío mientras sueña— le contestó.

El muchacho inclinó la cabeza mientras la observaba, como si escrutase un rompecabezas en busca de la solución. Alisa se alejó entonces de la cama y de él, acercándose a la puerta. Cuando volvió a mirarlo, vio que su mano volvía a estar como antes y no había rastro alguno en él de lo que había pasado.

El soldado la siguió y ambos salieron al pasillo. En aquel momento, el viejo volvió a reparar en su presencia y empezó a hacer pequeñas señas a la muchacha para llamar su atención. 

—Niña, niña, ven aquí.

Alisa se acercó sin dudarlo con el corazón encogido. Saber que el abuelo no era consciente de que jamás volvería a oír la voz de su nieto la entristecía, más aún sabiendo que reposaba muerto a unas paredes de él. Se acercó al hombrecillo, inclinándose hacia delante para estar a su altura. 

—¿Dónde está mi Nico? ¿Eres tú su madre? —le dijo el anciano. La observaba con ojos acuosos y confusos, como si tuviese una telaraña en los ojos que no le dejase distinguir bien lo que veía. Alzó los brazos hacia ella, buscando la manga de su ropa para cogerla.

Comprendió que así se llamaba el pequeño. Le dio una sonrisa apenada antes de esquivarlo y situarse detrás suyo. Agarró la silla de ruedas y empezó a moverla, deslizando al abuelo por la casa con calma. El hombre se dejó hacer, tan solo observó confuso como avanzaban por el salón. Alisa lo llevó hasta el dormitorio y abrió un pelín la puerta que habían dejado entreabierta al salir. Sin encender la luz del cuarto, le dejó observar la silueta del niño que se distinguía en la cama.

—Está durmiendo, mejor déjelo descansar.

El viejo asintió, alzando las comisuras de la boca al sonreír y volviendo sus arrugas más pronunciadas. Asintió complacido y posicionó sus manos temblorosas en los brazos de la silla.

—Iré a comprar algo para comer, tiene que hacerse grande como un oso.

Alisa se encontró entonces reteniendo las lágrimas. Las palabras del abuelo le hicieron rasguños en el corazón. Eran desconocidos, pero le dolió como si los conociese de toda la vida. Alguien había estado en aquella casa y había visto la situación en la que se encontraban. Y aun así había dejado todo como estaba y había abandonado al pobre anciano a su suerte. No sabía quién había sido el que había tenido el estómago suficiente como para rajarle el estómago a un niño muerto y dejar desamparado a un pobre abuelo desnutrido y enfermo, pero le pareció que era un desalmado, además de un miserable por meterlos en un juego como ese.

Escondida tras la espalda del abuelo mientras giraba la silla de ruedas para devolverlo al salón, parpadeó varias veces mirando hacia arriba para evitar que alguna gota rebelde escapara de sus ojos. Harkan la observó desde la puerta, con la mano estirada hacia la salida como si deseara marcharse cuanto antes. Se mantuvo inmóvil e impasible mientras ella llegaba hasta el centro del salón y dejaba al anciano en una posición similar a la que estaba cuando ellos le encontraron. 

Lo situó frente al televisor y escaneó el lugar rápidamente con la vista. Sobre el respaldo del sofá había tirada una manta muy fina. Se acercó corriendo y la agarró para después colocársela al viejo hombrecillo por encima, para que no pasara frío en una noche fresca como aquella. Luego se acercó a la desvencijada cocina e inspeccionó los cajones vacíos en busca de algo de comida. Al fondo de un pequeño armario olvidado vio un paquete de galletas saladas. Comprobó la fecha de caducidad y, a pesar de que eran de hacía bastante tiempo, aún no estaban caducadas. Se acercó de nuevo al anciano y le entregó el paquete, dejándolo entre sus manos, apoyadas en su regazo.

—Coma usted algo, señor. Tiene que estar fuerte y sano para cuidar de su nieto —Alisa supo que jamás sería capaz de mejorar, la mente es nuestro mayor enemigo y una vez que esta se deteriora no hay vuelta atrás, de modo que era mejor dejarlo vivir en su propia versión de la realidad y utilizarla para mantenerlo con vida un poco más. Aquellas palabras le quemaron en la boca al pronunciarlas, pero se contuvo apretando la mandíbula.

De pronto, vio cómo los labios del anciano se contraían en una mueca similar a un puchero. Algo húmedo resbaló por sus mejillas arrugadas. Dos lagrimones cayeron de sus ojos. El humor del abuelo era volátil e inestable, y Alisa no estaba preparada para verlo llorar. La miró con ojitos de cordero, pero aun así el viejo hombrecillo hizo un amago de sonrisa, intentando mostrarle los dientes entre aquellos labios finos y secos.

—Gracias, guapa. Es el mejor regalo que me han hecho nunca.

La chica le puso la mano sobre la espalda, acariciándolo arriba y abajo con suavidad, en señal de ánimo. Se sentía tan sensible como no había estado en mucho tiempo, a pesar de que ella era un mar de emociones siempre. Parecía que hoy estaban decididos a hacerla llorar. Observó la comida que aguantaba el abuelo con sus dedos escuálidos como si fuera un tesoro. Y pensar que habían estado abandonadas al fondo del armario...

—Ea ea, no llore —le alentó. La morena agarró el paquete de las manos de hombre y lo abrió, sacando una galleta redonda llena de pequeñas bolitas de sal enganchadas. Dejó el aperitivo de nuevo en sus manos y le acercó una a la boca—. Cómaselas todas.

Acercó los labios y la recibió con gusto, enjugándose las lágrimas de las mejillas con la manga del sucio y antiguo jersey que llevaba puesto. Alisa ya no olía si quiera el aroma a carne vieja y orín que emanaba el abuelo. El olor del dormitorio parecía haberlo neutralizado. Le vio chupetear la galleta, ablandándola con su saliva y engullendo cada trocito con gusto. La muchacha buscó el mando del televisor para intentar encenderlo y así darle algún tipo de entretenimiento. Cuando lo encontró y pudo encenderlo, la pantalla se iluminó y captó completamente la atención del abuelo, que se quedó absorto observando una especie de programa sobre niños, comiendo las galletas a su ritmo.

Alisa le dio una última sonrisa antes de alejarse de él. Le dejó allí, mirando el televisor. Mientras avanzaba hacia la salida le escuchó reír, quizá por algo que había visto en la pantalla y que él había interpretado a su manera. La muchacha se negó a mirar hacia el dormitorio de nuevo.

Harkan ya la esperaba en la puerta. Parecía estar mirando por si veía a alguien más cerca, pero se veía relativamente relajado. Cuando sus miradas se encontraron, el soldado vio que la chica tenía los ojos húmedos y no podía retener las lágrimas más tiempo. Se le escapó una, que rodó por su nariz hasta caer al suelo. La muchacha se sorbió los mocos cuando llegó a su altura. 

El moreno parecía no acabar de entender tanto sentimentalismo. Aun así, le pasó un dedo por encima de la nariz a Alisa para intentar limpiar el rastro mojado de aquella lágrima traicionera. Alisa le mantuvo la mirada hasta que el chico la agarró del brazo.

—Tenemos que irnos ya —decretó casi en un murmuro—. Ya te dije que una vez la tengamos tenemos que marcharnos cuanto antes.

Alisa asintió, dándole la razón. Harkan miró a ambos lados del pasillo, vigilando que no hubiese nadie, y cuando confirmó que nadie los veía tiró de ella, agarrándole la muñeca para que lo siguiera. Corrieron con sigilo, deslizándose por el pasillo exterior y deteniéndose al mínimo ruido. Cuando consiguieron llegar al extremo contrario del que venían vieron que había unas escaleras exactamente iguales a las de antes, por donde habían accedido. Descendieron con prisa, parando en cada planta para mirar y ver si había alguien. 

El hombre del segundo piso seguía allí. Se escondieron tras la pared de las escaleras justo cuando vieron que salía de uno de los apartamentos. Se pegaron ambos lo máximo a la pared, teniendo que echarse prácticamente el uno sobre el otro. Harkan le pasó un brazo por encima a Alisa, depositándolo sobre su espalda y pegándola más a él. La muchacha contuvo el aliento. Escucharon los pasos del otro jugador sobre el hormigón. Poco después, se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y los pasos cesaron. 

Harkan no la dejó ni abrir la boca, con la mano en su espalda hizo la fuerza justa para empujarla hacia delante e iniciar la marcha de nuevo. Volvió a buscar un punto de agarre, esta vez su brazo, y lo asió para llevarla junto a él con prisa. Acabaron de bajar hasta la salida sin encontrar al último inquilino que se les había sumado en la búsqueda. Entonces corrieron calle abajo, cruzando la pequeña plaza en la negrura de la noche hasta girar la esquina, perdiendo de vista el edificio abandonado.

Cuando pararon, Alisa tomó aire. La carrera la había dejado sin aliento. Harkan esperó hasta que Alisa pudiese respiraron con normalidad. Los ojos húmedos de ella habían quedado helados con el viento frío de la noche al correr. En el momento que Alisa pudo hablar con normalidad, le preguntó algo al soldado.

—¿Tienes teléfono? 

Los móviles eran algo poco común en Veltimonde, más aún en el distrito trébol. Solos los oficiales y la gente importante y adinerada disponían de uno. Los demás usaban de vez en cuando las cabinas, aunque no tenían mucha costumbre de hacerlo. El soldado alzó una ceja, inquisitivo, pero sacó un móvil negro del bolsillo trasero del pantalón. 

Alisa se lo robó de las manos y toqueteó la pantalla hasta que esta se iluminó. No sabía cómo funcionaba, pero no lo dudó cuando vio escrito en la parte inferior de la pantalla el botón de «llamada de emergencia». Alisa lo presionó con impaciencia. La pantalla se iluminó con un tono más oscuro, con un número de tres dígitos que Alisa sabía que correspondía al servicio de emergencias. Harkan dio un paso hacia ella frunciendo el ceño.

Un tono extraño e intermitente empezó a sonar y la muchacha se puso de inmediato el teléfono más cerca de la cara, frente a ella. El soldado dio otro paso más, dispuesto a frenarla, pero Alisa le hizo un gesto con la mano para que se detuviera. Curiosamente, Harkan le hizo caso de inmediato, aunque apretó la mano en un puño.

A los pocos segundos, una mujer atendió la llamada, presentándose y consultando la urgencia por la que se usaba el servicio. Alisa habló rápido, casi cortándose a sí misma. 

—Hay un anciano enfermo en un edificio abandonado —comenzó—. Está desnutrido y no durará mucho... Va en silla de ruedas y no puede moverse solo... Y tiene algún tipo de demencia —la mujer al otro lado de la línea le pidió que hablase más lento y claro, pero Alisa a penas la escuchaba. Quería dar el mensaje completo antes de que no la dejaran explicárselo—. Necesita que lo saquen de ahí, está en la tercera planta y solo hay escaleras. Vengan rápido, antes de qu...

Harkan se acercó como un rayo y le arrebató el móvil de las manos, colgando de inmediato la llamada y guardando el teléfono de nuevo en su pantalón. Alisa le golpeó el pecho enfadada.

—¿Qué diablos haces? —gritó.

Harkan permitió que le golpeara.

—¡No podemos dejarlo así! —continuó ella, indignada— No les he dicho dónde estaba, ahora nunca lo encontrarán...

—Eres una imprudente —le contestó él, cortándola.

Harkan se acercó a la chica, haciéndose más grande a medida que su cuerpo se pegaba al de ella. La miró desde arriba con los ojos entrecerrados. Alisa tuvo que alzar la mirada para verle, negándose a apartar los ojos como un corderillo asustado. La diferencia de altura era realmente obvia. Harkan agachó la cabeza hacia ella, inclinándola hacia un lado como hacía siempre que la observaba. El muchacho estaba prácticamente sobre ella, totalmente serio.

—Rastrearán la llamada —comentó en voz baja—. Así que sí, lo encontraran.

Con todo lo ocurrido, Alisa tenía las emociones a flor de piel. En aquel momento estaba tensa, con el cuello estirado para atrás para poder ver la cabeza que colgaba sobre ella. Los ojos de Harkan en aquel instante eran como una estaca de hielo, pero notaba una chispa en ellos, como si el hecho de que lo enfadara le diese vida, o incluso le divirtiese.

—Tienes que hacerme caso o las cosas no irán bien para nosotros —añadió sin moverse. Alisa pensó en dar un paso hacia atrás, pero prefirió no hacerlo. No quería parecer débil.

—No podía dejarlo morir allí —le contestó.

Harkan estiró el dedo hasta tocarle el pecho, cerca de la clavícula, dándole pequeños golpecitos. Alisa contuvo el aliento de nuevo.

—Ese corazón tuyo va a traernos muchos problemas.

Alisa era empática y sensible, no podía ignorar a alguien que necesitaba ayuda cuando lo veía. En cambio, estaba descubriendo que él era a veces como su polo opuesto. Insensible, casi como si no fuese humano; sin apenas reacciones ante el sufrimiento de los demás. Sin embargo, él la había salvado hacía nada. Había demostrado de alguna forma que se preocupaba por ella. Por lo tanto, no era tan apático como él intentaba demostrar.

—Me salvaste —expuso tras pensarlo—, así que tú también tienes corazón.

Harkan inclinó la cabeza hacia el otro lado antes de hablar. No apartó la vista de sus ojos verdosos, casi como si la estuviese desafiando.

—Puede, pero solo para tí.


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