No temas
Era una mañana como cualquier otra y el joven Bonifacio daba vueltas en la cama sin nada que hacer. Vivía perezoso y sin motivaciones, su vida era pura monotonía vacía.
Se consideraba a sí mismo un aprendiz de todo y maestro de nada, pero no era la falta de talento o aptitudes lo que le limitaba era su escasa voluntad y el miedo a fracasar en el intento lo que lo apresaba.
Bonifacio era un chico bastante agraciado pero su timidez, falta de confianza y elevada predisposición al desapego le habían convertido en alguien solitario que huía del contacto exterior. Desde su graduación había salido escasas veces de su apartamento y se enfrascaba en realizar algunos trabajos en línea desde el cómodo encierro de su habitación.
Sus relaciones pueden ser contadas con los dedos de una mano y hasta te sobrarían tres dedos. El compromiso le asfixiaba y más le constreñía el pensar en que tarde o temprano le dejarían sin el menor aviso.
Algunos podrían cuchichear, murmurar y elucubrar cientos de razones que le hacen ser como es pero ni siquiera se acercan a la razón de sus excentricidades.
Mas no estamos aquí para hablar del pasado, hoy será un día en el que, con un poco de ayuda, la perspectiva de Bonifacio dará un giro de quinientos cuarenta grados; ciento ochenta se quedarían cortos para lo que le esperaba.
Mientras el joven miraba al techo perdido en aspiraciones, objetivos y metas por cumplir que hasta el menos cuerdo sabría que no pasaban de pensamientos vacíos, el tono de su celular interrumpió el silencio notificando una llamada y haciendo un esfuerzo enorme para rotar su cuerpo y estirar la mano cogió el móvil y confirmó lo que ya sabía, nadie más que su madre le llamaría.
–Buenos días, mamá –saludó con la voz perezosa que le caracterizaba en las mañanas.
–Buenos días, hijo –devolvió el saludo su madre con un tono preocupado–. Si es que se le puede llamar así a las dos de la tarde.
–Mamá –objetó poniendo los ojos en blanco–, sabes que esta es la mañana para mí.
–Sí, sí, ya sé –respondió reconociendo que este era un tema de discusión perdido desde hacía años–. Sabes que solo me preocupo por ti –dijo con su usual tono maternal.
–Yo sé mamá –aceptó–. Sabes que te quiero mucho ¿verdad?
–Y yo te quiero más –respondió sonriendo tras el móvil y lanzando varios besos–. ¿Bueno, hijo, tienes algo qué hacer hoy? –preguntó adoptando un tono en el que se podía percibir pequeños retazos de tristeza.
–Sí, ma, estaré ocupado todo el día –mintió tratando de zafarse de cualquier idea que tuviera su madre–, que digo el día probablemente no tenga un espacio en mi agenda hasta el próximo mes –exageró, dando una vuelta hacia la otra esquina del colchón, nunca ha sido bueno en cumplir con las expectativas y menos si son ideas de su madre.
–Bonifacio –pronunció su madre en un suspiro consternado–, eres mi hijo y te conozco.
–Te digo la verdad mamá –dijo tratando de mantener su mentira con un tono que evidenciaba la derrota.
–Ya claro, está bien, si no puedes no puedes –aceptó con tristeza–. Sólo quería decirte que deberías ir a ver a la abuela –informó con tristeza.
–M.ma –tartamudeó Bonifacio.
El joven llevaba años sin ir a visitarla, sentía que no podía, sin importar cuánto le criticaran por ser “desapegado y mal agradecido” creía que no podía permitírselo, solo su madre podría hacerse a una idea de lo que el chico sentía.
–La desconectarán mañana –sentenció la madre–, no quiero que te arrepientas de nada –concluyó colgando la llamada.
–Na.nana –murmuró el joven.
Sus ojos comenzaron a humedecerse ante la comprensión de la noticia que le acababa de dar su madre.
La impotencia le hizo apretar sus puños hasta fracturar la pantalla del móvil y, siendo incapaz de retener en su interior el dolor que le invadía, lo lanzó contra la pared haciéndolo pedazos y se acurrucó en posición fetal apretando sus parpados tratando de escapar de la realidad.
Sus pensamientos eran un total embrollo, iban desde el cariño que sintió durante toda su infancia por su adorada nana, el odio que le consumió al notar la ausencia de su ejemplo a seguir, su abuela, y la de toda su familia a la ceremonia de premiación de su primer corto cinematográfico, eso le había roto en pedazos; ver la primera fila reservada para la familia del galardonado completamente vacía.
Pero lo que más le carcomía era la culpa, la culpa al saber lo que ni siquiera pasaba por su mente, la culpa de haber odiado, aunque fuese solo por un segundo, a la persona que tanto amaba, a su querida nana. Ella nunca se habría perdido algo tan importante para ambos, no después de apoyarlo y guiarlo en toda la creación de aquel infantil corto, en el que era la protagonista, y aún así osó culparla para luego conocer que no fue capaz ni de bajar el elevador de su casa cuando un accidente la envió al hospital donde, en estado vegetal, ha estado hasta el día de hoy.
Desde entonces se negó a visitarla, no tenía el valor de verla, se sentía el ser más despreciable del mundo cada vez que recordaba todo lo que pensó en aquellos momentos de ira y soledad. Recordaba como recibió aquel vacío galardón con lágrimas amargas y una sonrisa forzada que todos creyeron emoción, aquel estúpido premio que momentos después desechó en pedazos junto con los sueños que este prometía. Ese día caminó durante horas entre tropiezos, lágrimas y odio hasta llegar a su casa vacía donde se quedó tirado en el suelo junto a la puerta hasta quedar dormido.
No supo cómo pero cuando despertó se encontraba en su habitación rodeado por los cálidos brazos de su madre y al fijarse en su rostro pudo ver lágrimas adornando sus mejillas, con esa escena la ira que retenía comenzó a disiparse y se quedó mirando perdido la expresión dolida de esta hasta que se despertó y mirándolo a los ojos lo abrazó fuertemente comenzando a llorar desconsolada y él, incapaz de algo más, le devolvió el abrazo y lloró con la misma intensidad desahogando sus quejas.
Recordaba como luego de llorar al unísono por un tiempo que pareció infinito su madre reunió el valor suficiente, algo que él se cree incapaz de lograr jamás, para contarle lo ocurrido a la abuela…
«Accidente… Elevador… Estado vegetal…No… Despertará…»
Esas palabras inconexas fueron lo único que pudo captar de todo lo que intentó trasmitirle su madre entre sollozos pero no necesitaba más para saber que algo terrible le había sucedido a su abuela, a su nana querida. Eso bastó para hacer detonar sus lágrimas en un nuevo arranque de sentimientos y esta vez no tenía para cuando parar; incluso con el pasar de los años las lágrimas no se detuvieron, simplemente ya no eran capaces de ser vistas, estaban estancadas en su interior y ahí se quedarían para siempre, o eso creía él, hasta que llegó este día. El día en que supo que ya no podía posponerlo más, si no la veía hoy, jamás tendría un mañana y sus lágrimas selladas volvieron a aflorar.
A pesar de que el miedo y la culpa intentaban dominarlo sabía que se lo debía, no a sí mismo sino a su nana; a esa mujer que le dedicó tantos momentos de cariño y tanto amor, a esa mujer que lo fue todo para él, a esa mujer a la que defraudó el día que dejó de luchar por sus sueños, a esa mujer que haría cualquier cosa por apoyarlo y que moriría si supiera que debido a un accidente su pequeño, como llamaba a Bonifacio, había dejado de vivir por sus convicciones para convertirse en un inadaptado que perdió el rumbo y las motivaciones. Le debía una disculpa, una disculpa por haber dejado de ser su pequeño, por haber dejado de volar hacia un sueño y por mucho que se le hiciera difícil iría a verla, después de tanto tiempo, por primera y última vez, y le prometería reunir el valor para recomenzar y cumplir con las metas que habían trazado juntos aunque en ello le tomara la vida.
Sosteniendo todo el peso de sus pensamientos comenzó a reunir el valor, la fuerza que necesitaba, para levantarse a tropezones de la cama.
Quería salir tal cual estaba para no perder el impulso, necesitaba romper la inercia que le encadenaba a esas cuatro paredes, pero no podía ir a ver a su nana en tales condiciones.
Sin cavilar más posibilidades se quitó la sudadera con la que llevaba más de una semana y el bóxer, que era lo único que llevaba y se dirigió al baño. Necesitaba una ducha tórrida que le sacara a través de los poros todo lo que llevaba acumulado.
Al entrar al baño notó su reflejo en el espejo y se detuvo en seco.
–¿En serio soy yo? –no podía creer lo que veía– ¿Cuándo vi mi reflejo por última vez? –preguntó a sí mismo pasando lentamente su mano por la barba desordenada que cubría su cara y el cabello que caía cubriendo sus ojos.
No podía reconocerse y afectado por su propio descuido hacia su aspecto vislumbró dos gotas saladas deslizarse por sus mejillas. Tomó la olvidada máquina de afeitar y se dedicó a eliminar cada vello que cubría sus facciones, se notaba el cambio con solo comenzar. Al terminar de afeitarse tomó una tijera y recortó el cabello que cubría sus ojos, era lo mejor que podía hacer con su aspecto en tan poco tiempo.
Sabiendo que no podía cambiarlo todo simplemente se metió bajo la ducha y dejó que el agua limpiara lentamente su cuerpo.
Se sintió renacer luego de salir del baño, escogió sus mejores ropas, que le quedaban holgadas debido a todas las comidas que se ha saltado desde que vive solo, y salió tan resuelto como pudo hacia el hospital.
Durante el viaje estuvo considerando lo que debía decir o hacer, siquiera habría palabras para expresar lo que su mente no llegaba a organizar.
El transcurso de dos horas en el taxi pareció pasar en segundos de preocupación. Con su mirada perdida en el horizonte solo se percató del arribo cuando el chofer le avisó, se tomó su tiempo para pagar y bajó lentamente como quién va a su propia ejecución.
Las contradicciones venían a su mente una tras otra y el peso de la culpa se notaba en la lentitud de sus pasos, toda la resolución que había conseguido hacía unos minutos estaba comenzando a ceder pero debía seguir, ya estaba ante las puertas del hospital y era más sencillo continuar que dar la vuelta y arrepentirse.
Aún dubitativo avanzó hasta llegar frente a la recepcionista y preguntar por su abuela, sin muchas dilaciones recibió un pase de visitante y se dirigió hacia las escaleras que dirigían a la segunda planta.
–¡No puede ser! –exclamó aterrado al encontrarse bloqueado el paso a las escaleras.
El cartel en estas indicaba una cuarentena debido a un riesgo de alto contagio.
–¿Cómo es esto posible? ¿En qué tipo de hospital ocurren estas cosas? –preguntaba a sí mismo desesperado.
–Joven –llamó una enfermera–. Debe tomar el elevador –informó amablemente–, un paciente en cuarentena intentó escapar y terminó vomitando por todo ese tramo de escaleras, esperamos que puedan desinfectarlo completamente en las próximas veinticuatro horas –agregó amablemente agregando un poco de ironía en su tono.
–G.gracias –respondió Bonifacio entrecortado agregando un leve asentimiento.
La enfermera al notar la poca disposición del joven para continuar la conversación prosiguió su recorrido sin agregar más palabras.
Sin prestar mayor atención a la enfermera Bonifacio reprimía sus ganas de salir corriendo en ese mismo instante.
«Elevador»
Esa palabra seguía persiguiéndolo desde aquel día, no había vuelto a usar uno desde que recibió la noticia del accidente de la abuela.
Casi mecánicamente, sin escuchar ninguna de las voces irrazonables que le gritaban que saliera corriendo, caminó, si se le puede llamar así a arrastrar las piernas, hasta paralizarse ante las refulgentes puertas metálicas del ascensor. No se sentía capaz de seguir, esperaba que las puertas se abrieran, simplemente lo tragaran y luego fuese escupido en el próximo piso, pero la vida no es tan fácil así.
En el momento que la puerta se abrió intentó forzarse a dar el paso al frente pero estaba completamente paralizado ante el temor de que un accidente pudiese llevarlo al mismo estado en que se encontraba su preciada nana, no tendría aviso y no podría evitarlo. No hacía más que sudar, su cuerpo estaba frío, empapado y paralizado frente aquella aterradora máquina.
–¿Claustrofóbico? –preguntó una voz enternecedoramente familiar a su espalda y posó la mano sobre su hombro.
Sin saber cómo reaccionar solo negué con la cabeza lentamente.
–¿Miedo a los ascensores?
Bonifacio asintió lentamente, sabía que no tenía caso negar algo tan obvio como su pánico a la máquina frente a él.
–Deberías –dijo la voz dulce en un tono irreverente.
El chico levantó la mirada sorprendido y la enfocó en la chica que le hablaba, era una mujer joven de cabellos castaños que caían libres hasta sus caderas y usaba un vestido de antaño, completamente fuera de este tiempo, pero por muy desconectada de la realidad que pareciese le llenaba de tranquilidad y podía notar el cariño y la ternura en su mirada.
En el transcurso de la vida de Bonifacio muchas personas han intentado convencerlo de que no tiene nada que temer a los elevadores, que su temor es infundado, que no va sucederle lo mismo que le sucedió a la abuela, que sería algo prácticamente imposible y ahora llega esta chica y le confirma sus temores.
No pudo contener dos solitarias lágrimas que decidieron escapar.
–Como mismo debemos temerle a todo lo que nos rodea –agregó dulcemente limpiando las lágrimas del joven–, en todo lo de este mundo se oculta un peligro que no podremos evitar.
El chico rompió en llanto ante esas palabras desconsoladoras pero a la vez tan reconfortantes, necesitaba saber que alguien pensaba como él, que alguien conocía el temor que él sentía, que no era solo un niño asustado del mundo sin razones.
–Pero no por ello podemos detenernos, pequeño –afirmó la joven abrazándolo–. El mundo también está lleno de cosas bellas –dijo caminando hacia el interior del elevador junto al chico– y no puedes privarte de ellas por un poco de temor.
Bonifacio seguía llorando sin control sobre el pecho de aquella tan familiar desconocida, mantenía sus ojos cerrados pero sentía como su cuerpo se elevaba en el interior de aquel ascensor pero también sentía que ya no le importaba el miedo, se sentía reconfortado, se sentía apoyado y sabía que debía mirar a su abuela una vez más, debía decirle todo lo que sentía, lo mucho que la ha extrañando y lo mucho que la extrañará. Debía salir de ese ascensor y devorar el mundo, se sentía capaz de romper todas las cadenas que le retenían, se sentía capaz de romperse a sí mismo, romper esa versión descompuesta que vivía de las migajas que un mundo sin riesgos le brindaba, vivía sin vivir y eso nunca más se lo iba a permitir.
–Debes vivir, aunque eso te cueste la vida –susurró la chica al oído del joven, palmeándole la cabeza dulcemente.
–De.debo vivir –murmuró Bonifacio entre sollozos elevando su cabeza haciendo coincidir su mirada con la de la chica que se encontraba envuelta en tibias lágrimas–. ¡¡¡Debo vivir!!! –gritó a todo pulmón al tiempo que se abría el ascensor.
–Eso, debes afrontar los miedos de frente y disfrutar de los resultados, no importan los riesgos cuando deseas cumplir un sueño –indicó la joven liberando el abrazo–. No temas a lo que no puedes controlar.
–Mu.muchas gracias –expresó el chico con un poco de vergüenza recordando todo lo acontecido frente a esta desconocida, familiar sí pero desconocida al fin.
–No hay de que, pequeño –dijo dándole al chico un beso casto y cariñoso en la mejilla.
–De.debo –intentó decir un poco apenado–, debo ir a ver a alguien –logró decir.
–Ve –dijo apartándose de la salida del elevador.
El chico tomó la palabra de la chica como una despedida y salió lentamente del elevador en dirección a la habitación de la abuela.
–Siempre estaré para ti, pequeño –escuchó la voz de la joven–. Cuídate mucho, te quiero.
Bonifacio se giró bruscamente a ver a la chica pero solo pudo observar como el elevador ascendía hasta el último piso.
–Debe haber sido mi imaginación –se dijo a sí mismo–. Eso no podría ser posible –trató de convencerse.
Tras tratar de darle sentido a las últimas palabras de la chica no pudo hacer más que rendirse ante la falta de lógica de las opciones que venían a su mente y decidió no intentar descubrir lo que le era imposible y volvió a encaminarse hacia su destino principal; ver a la abuela.
Llegó ante la puerta designada y se detuvo durante unos minutos ante esta, posó la mano y la frente contra ella dejando que sus pensamientos se asentaran. Estuvo así durante el tiempo suficiente para calmar todas sus emociones y encontrar las palabras que tanto quería dejar fluir a través de su garganta, pero ni todo un diccionario sería suficiente para expresar su amor.
Decidido sujetó el picaporte y entró lentamente en la habitación.
Todo se encontraba envuelto en luz, si hay algo que jamás imaginarías cuando piensas en una sala de hospital sería en la iluminación pero todo se notaba agradable a la vista, había un ramo de orquídeas recién cortadas junto a la cama, la flor favorita de mi nana, y un pequeño cuadro con una foto en blanco y negro que no lograba a ver bien desde la puerta,
–Abu… Na.nana –murmuró acercándose a ella.
Con cada paso que daba podía notar leves diferencia a su recuerdo de hace diez años; ahora todos sus cabellos eran blancos y había perdido la robustez que siempre la caracterizó, pero no tenía ni una sola arruga de más e incluso se podía notar su reconfortante sonrisa a través de los respiradores.
–Nana, perdón –dijo Bonifacio parándose junto a la cama y sujetando su mano–, perdón por todo –declaró acercando sus labios a la frente de la abuela–… Te quiero mucho –dijo y la besó intentando trasmitir todos sus sentimientos hacia ella.
Al separar los labios de su piel abrió los ojos y no pudo creer lo que veía, en el pequeño cuadro junto a la cama se encontraba una joven Nana que cargaba una bebé en brazos, que debía ser su madre, pero eso no era lo que le sorprendía sino que ¿cómo no pudo notarlo antes? la chica era la misma que… Todos sus pensamientos se detuvieron al sentir un fuerte apretón en su mano…
–¡¿Nana?!
(3151 palabras, disparadores: -elevador y -estado vegetal)
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